12

Pero yo entonces tenía una idea totalmente equivocada de lo que iba a ocurrir a continuación. Aquella noche no creo que llegara a dormir un par de horas seguidas. Me desperté de repente y ya no pude volver a conciliar el sueño. A través de las rendijas superiores de la persiana entraba algo de luz, la suficiente para que mis ojos fueran poco a poco distinguiendo volúmenes y contornos en aquella oscuridad: las esquinas de la habitación, las molduras del techo, la bombilla, que colgaba desnuda sobre los pies de la cama. También la puerta, que había quedado cerrada.

Pasó bastante tiempo, tal vez una hora, cuando oí el primer ruido. Fue un ruido sordo, impreciso, como si alguien hubiera dado un traspié o tropezado con algo. Me incorporé en la cama y agucé el oído. Enseguida sonó un nuevo ruido y luego otro más, el primero como un choque contra un mueble, el segundo como un carraspeo o una tos sofocada. Ha entrado alguien en la tienda, pensé. Me levanté y recorrí a ciegas el pasillo. Llevaba puesta una camiseta de mi tía, que me llegaba por debajo de las rodillas, como un camisón. Ya en el salón, me asomé a la escalera de caracol y me pareció distinguir un resplandor lejano y cambiante. Una linterna, pensé. Volví sobre mis propios pasos. Estaba descalza, y andaba de puntillas para que mis pisadas no me delataran. Me detuve ante la puerta del dormitorio principal y llamé suavemente con las yemas de los dedos. No obtuve respuesta. Opté por entreabrir con cuidado aquella puerta y susurrar: Alfonso, tía Amalia…, ¿estáis despiertos? Abrí del todo. En la penumbra distinguí la cama, que estaba sin abrir, la almohada intacta, el embozo sin arrugas. A Alfonso y a mi tía no se les veía por ningún lado.

Volví entonces la mirada hacia el lugar del que procedían los ruidos, y en ese mismo instante sonó un ruido metálico, como si alguien hubiera golpeado una superficie de hierro con la punta de un destornillador. Debían de ser ellos, pero yo no entendía el porqué de tanto sigilo: la linterna, los movimientos furtivos, todo eso. Si eran Alfonso y la tía Amalia, se estaban comportando como auténticos ladrones. Aquello no tenía ningún sentido. Decidí volver a mi cama y esperar. Cuando iba a entrar en el dormitorio, creí distinguir algo en el suelo, junto al marco de la puerta. Era un despertador, y debajo de él había un papel doblado y un par de billetes. Cogí el papel y entré en la habitación. Cerré la puerta, encendí la luz. La nota estaba escrita con la letra redondeada y plana de la tía Amalia, y decía: TE HE PUESTO EL DESPERTADOR A LAS SIETE. TENDRÁS QUE IR SOLA A TU CASA. AQUÍ TIENES DINERO PARA EL TAXI. NUNCA TE OLVIDARÉ. ADIÓS. Y luego había un dibujo de unos labios cerrados para un beso. ¿Por qué ese beso y ese adiós? ¿Por qué ese lúgubre nunca te olvidaré, que sonaba a despedida definitiva? Allí abajo estaba pasando algo, algo importante, y yo no sabía de qué se trataba.

Apagué la luz y volví al pasillo. Al pasar por delante de la cocina me acordé del interfono. Lo encendí. Encendí primero el de la tienda y después el de la trastienda. Finalmente encendí el del pequeño despacho de Alfonso, y era de ahí de donde procedían los ruidos. Ruidos de cajones que se abrían y se cerraban y de objetos que entrechocaban. Ruidos también humanos: el roce de una camisa o un pantalón, un carraspeo como el de antes, ya no una tos sofocada, un resoplido aislado que sólo podía ser de Alfonso, un date prisa pronunciado por la tía Amalia. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Entonces oí la puerta del despacho y pensé: Ahora irán a la trastienda y por tanto a la escalera de caracol y al piso. Ahora vendrán. Pero encendí el interfono de la trastienda para seguir desde allí su trayectoria y no oí nada, y rápidamente encendí el de la tienda y entonces sí que oí. Alfonso y la tía Amalia no subían. Alfonso y la tía Amalia se iban. Salían a la calle. Miré el reloj de pared: eran las dos y veinticinco. Luego corrí a mi dormitorio y sin encender la luz subí la persiana. Y allí estaban ellos, cruzando la calle.

Alfonso llevaba puesto su mejor abrigo y cargaba con dos voluminosas maletas, y la tía Amalia con otras dos, elegantes y no tan grandes, que yo recordaba del viaje a Estoril. Sin perder un segundo, cogí mi ropa y me vestí. Cogí también el dinero que mi tía me había dejado y volví a mirar por la ventana. Acababan de parar un taxi y en ese momento estaban metiendo el equipaje en el maletero. Luego el taxi arrancó y yo me asomé todo lo que pude para ver qué dirección tomaba al llegar a Colón. Estaba claro que, con aquellas maletas, no podían dirigirse más que a una estación. Vi con claridad cómo el taxi señalaba con el intermitente hacia la derecha, hacia Recoletos, hacia la estación de Atocha por tanto, y me dispuse a salir en su busca. Mi curiosidad, sin embargo, era demasiado fuerte. Bajé por la escalera de caracol. Encendí la luz. En la tienda todo estaba tal como había quedado después de la subasta: las sillas de tijera apiladas, el inmenso cartel blanco, el atril con un ejemplar del catálogo. Corrí al despacho y abrí la puerta. No me hizo falta ni pulsar el interruptor. La luz que llegaba de la tienda bastaba para iluminar la mesa en desorden, los cajones sacados de sus guías, los papeles revueltos, los archivadores desencajados. Y sobre todo la pared. La pared, con la caja fuerte abierta y completamente vacía. ¡Claro!, pensé, ¡el dinero de la subasta!

Salí a la calle y cogí un taxi. A Atocha, dije, a la estación, y el conductor me miró por el retrovisor con curiosidad, como preguntándose qué hacía una niña como yo a esas horas, sola en un taxi. Yo me retrepé en el asiento para parecer mayor, y era cierto que no me sentía ya como una niña sino como una mujer, una pequeña mujer, capaz de interpretar los acontecimientos más oscuros y también de intervenir en ellos. Durante aquel trayecto en taxi empecé a entender muchas cosas. Entendí, por ejemplo, por qué en el piso no había muebles buenos ni antigüedades. Sin duda, antes que abandonarlos, se habían apresurado a esconderlos. O a venderlos, ¿por qué no?, al precio que fuera y a quien quisiera comprarlos. Y entendí la despreocupada sonrisa de la tía Amalia cuando Alfonso compró aquel pisapapeles de cristal por nada menos que medio millón de pesetas. ¿Qué más le daba a él medio millón que uno o mil millones, si de todos modos ese dinero iba a acabar volviendo a su bolsillo? Pero sobre todo entendí la tenacidad con que mi tía me había rechazado. No, no era que no quisiera tenerme con ella. Era que no podía. ¿Cómo iba a acogerme a su lado la misma noche en que tenían planeado dar un golpe como aquél, para luego salir huyendo en el primer tren?

Claro que ahora las cosas habían cambiado, y en cuanto ellos supieran que yo lo sabía todo no les quedaría más remedio que aceptarme. Eso era al menos lo que yo pensaba en aquel momento, dominada por una excitación que me tenía como embriagada. Viajar de noche hacia un destino desconocido, escapar con un botín millonario, escondernos de la policía…: sonaba todo tan emocionante. Si había que huir, huiría con ellos. Si tenían que esconderse, yo estaría a su lado. Si me necesitaban para el próximo golpe, me tendrían a su disposición. Me atraía la perspectiva de instalarme en el filo de la ley o directamente en el otro lado. De llevar una vida aventurera, peligrosa, y entregarme junto a ellos dos a quién sabía qué actividades delictivas. Era como participar en un inmenso juego, como jugar a ser los bandidos de las películas y vivir experiencias que no estaban al alcance de la mayoría de la gente. Había descubierto que Alfonso y la tía Amalia seguían siendo los de antes, los mismos estafadores de aquel verano en Estoril, y, en vez de rechazarlos por eso, deseaba unirme a ellos, llevar a su lado una vida llena de emoción y de riesgo. Aunque supongo que lo que de verdad me atraía no era tanto esto último como la incierta promesa de disfrutar de su complicidad, la complicidad de los proscritos. Yo conocía sus secretos, y eso me unía estrechamente a ellos. En el fondo, me ocurría como a mi padre cuando dejamos la colonia: que había perdido su mundo y en su lugar había encontrado el de Antón y los sindicalistas. También yo me sentía como expulsada de un mundo propio y necesitada de integrarme con urgencia en otro, de pertenecer a algo y a alguien, y ese algo y ese alguien ya no podían ser más que ellos, Alfonso y la tía Amalia, y todo lo que tuviera que ver con ellos.

Llegué a Atocha. Aunque nunca antes había estado en esa estación, no tuve ningún problema para orientarme. Un letrero muy grande indicaba la zona de largo recorrido. Allí había un panel que anunciaba la salida inmediata de un tren que venía de Cádiz y seguía hasta Barcelona, y tuve el presentimiento inequívoco de que Alfonso y la tía Amalia no podían andar muy lejos y de que ese tren era el suyo. Acudí corriendo al andén, y el convoy estaba ya estacionado y a punto de partir. Me monté en él por la primera puerta que encontré, la del furgón de cola, y temiendo que apareciera el revisor me encerré en uno de los lavabos. ¿Estaba cometiendo una locura? Tal vez. Podía ser que no estuvieran en ese tren sino en otro cualquiera. Podía ser que ni siquiera hubieran llegado a Atocha y que el taxi les hubiera llevado al aeropuerto o a una estación de autobuses. Podía ser también que se hubieran quedado en Madrid o en algún lugar de las afueras… ¡Yo metida en aquel tren y ellos quién sabía dónde, acaso en una habitación de hotel, descansando ya, ignorantes de todo lo que yo estaba haciendo y de la suerte que me esperaba! Sí, me estaba dejando guiar por impulsos súbitos y por presentimientos, y sólo ahora que disponía de unos instantes para reflexionar me daba cuenta de que nada de lo que hacía tenía demasiado sentido.

El tren partió al cabo de unos minutos, y para entonces toda la euforia y la excitación de poco antes se habían convertido ya en temor e indecisión. Cuando salí de aquel lavabo estaba casi temblando. Recorrí el primer vagón, asomándome a todos los compartimientos, y no encontré a la tía Amalia ni a Alfonso. Recorrí el segundo y el tercero, y lo mismo, y cada nuevo vagón que recorría era un motivo más para el desconsuelo. Me sentía débil, desvalida, más niña que nunca, y me dije que con esa búsqueda mía, tan alocada, tan ciega, recordaba a esos perros abandonados que se pegan al primer paseante que les da algo de comida o les hace una caricia.

Después de los vagones de segunda venían los de primera, y donde éstos acababan comenzaban los de los cochescama. Me asomé al primer pasillo y todas las puertas estaban cerradas. ¿Qué hacer? No podía ir una por una, llamando, toc, toc, pidiendo disculpas por las molestias, preguntando si ése era el coche de la tía Amalia. Estaba tan desanimada que la simple idea de abandonar la búsqueda empezaba a parecerme reconfortante, como cuando tienes mucho sueño y al mismo tiempo sabes que no vas a poder dormir y que tampoco el duermevela está tan mal. Pero entonces tendría que hacer otros planes. ¿Cuál era la estación de destino de aquel tren? ¿Barcelona? Sí, ¿por qué no? Conté mi dinero y supuse que con aquello no me alcanzaría ni para el billete. ¿Qué ocurriría si me encontrara el revisor? ¿Me haría bajar en la siguiente estación? ¿O tal vez avisaría a la policía y acabarían devolviéndome a mi barrio y a mi casa? ¿Y qué ocurriría si lograba llegar hasta el final? ¿Qué clase de vida me estaba esperando en Barcelona? Mi incertidumbre era tal que me tenía como embotada. Me metí por aquel pasillo con andares de autómata, apoyándome con una mano en las ventanillas y con la otra en la pared de enfrente, afianzando mis pies a cada paso. Tenía la intención de llegar hasta el primer vagón y después regresar, y ni siquiera acercaba la oreja a ninguna de las puertas por si podía reconocer una voz, una tos, cualquier sonido que me resultara familiar.

Luego todo ocurrió muy deprisa. Oí un ruido a mi espalda y vi venir al revisor. Eché a correr hacia el siguiente vagón y me detuve al llegar al final. Y entonces les oí. Oí la risa de la tía Amalia y la voz de Alfonso, que imitaba cómicamente a la marquesa de la subasta y repetía: Ojalá hubiera más hombres como usted, ojalá el mundo estuviera lleno de hombres como usted… Llamé a esa puerta y me abrió mi tía. A su espalda, sentado en una de las camas, estaba Alfonso con el pisapapeles de Clichy en una mano. En el suelo había una botella de champán y dos vasos de plástico. Era evidente que estaban celebrando el éxito de la operación. Entré. Cerré la puerta. ¡María!, exclamó ella, incrédula, ¡María! Yo me llevé el dedo a los labios y todos permanecimos en silencio hasta que el revisor hubo pasado de largo, y mientras tanto yo sonreía y pensaba: Sí, estaban aquí, mi intuición no me ha engañado. Entonces Alfonso, que seguía con su milrayas, su chaleco oscuro y su corbata de barquitos, se levantó, dejó el pisapapeles sobre la cama y dijo: ¿Qué haces tú aquí?, ¿qué demonios haces aquí? Yo no me esperaba una acogida tan áspera pero en aquel primer momento la achaqué a la sorpresa. Os he seguido, dije, me he despertado al oír los ruidos y después os he seguido en taxi hasta la estación… ¿Y por qué has tenido que seguirnos?, me interrumpió él, ¿no podías quedarte en la cama, como todas las niñas de tu edad? Yo nunca le había visto así, tan rabioso, tan fuera de sí, y seguramente mi tía tampoco, porque el hecho es que se apresuró a ponerle una mano en el hombro y a apartarlo de mí, como temiendo que fuera a hacerme algún daño.

María, dijo mi tía, lo que has hecho no está nada bien… Yo sólo quiero que me llevéis con vosotros, dije. Qué tontería, qué locura…, susurró ella, sacudiendo la cabeza. Luego se volvió hacia Alfonso, que entornó los ojos y emitió un suspiro, y yo me di cuenta de que también entre ellos existía un código que les permitía comunicarse sin palabras o casi sin palabras, un código hecho de gestos levísimos, de inflexiones de voz, de pausas que sólo ellos eran capaces de interpretar. Lo siguiente que dijo la tía Amalia parecía una traducción de los pensamientos de Alfonso. Bajarás en la primera estación, dijo. No, repliqué, yo me voy con vosotros, ya no podemos echarnos atrás. Dije echarnos como si también yo formara parte de su pequeña banda de estafadores, como si el simple hecho de haber sido testigo de su robo y haberles seguido me hubiera convertido de un modo automático en el tercer miembro del grupo. Qué locura, volvió a decir mi tía, dentro de unas horas tendremos a la policía detrás de nosotros… ¿Y qué?, dije yo, con la voz quebrada. Si os cogen a vosotros, que me cojan también a mí. Cualquier cosa antes que volver con mi madre… No insistas, dijo ella, bajarás en la próxima estación.

Entonces yo, las lágrimas deslizándose ya por mis mejillas, les amenacé con un dedo. ¡Puedo delataros!, exclamé, ¡puedo ir a la policía y contarlo todo! Y Alfonso suspiró otra vez y dijo: ¿Y qué es lo que tú sabes que ellos no vayan a averiguar por sí mismos? Y yo: ¡Puedo llamar al revisor y decirle que en esas maletas lleváis dinero robado! Y él: Puedes, claro que puedes, pero no lo vas a hacer. Y entonces sí que me eché a llorar. Exploté en un llanto ruidoso e incontenible, porque eso era verdad y porque los tres sabíamos que nunca, por nada del mundo, les delataría, y mi tía entonces me estrechó entre sus brazos y trató de consolarme, María, María bonita, y luego se acercó Alfonso y nos abrazó con fuerza a las dos.