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Llevaba puesto mi vestido favorito y me negaba a llorar. Quería llegar a la tienda de antigüedades guapa y contenta, con el peinado intacto y la mejor de mis sonrisas. Quería parecer feliz, irresistible, una de esas personas sin rencores ni problemas a cuyo lado todo el mundo quiere estar. Quería decirle a mi tía: Me he ido de casa. Me he ido de casa y no pienso volver. El autobús me llevaba por la Castellana y yo me pasé todo el trayecto repitiendo entre dientes: Me he ido de casa y no pienso volver. Estaba claro: ¿para qué volver a aquella casa, junto a mi madre, que me odiaba y acababa de pegarme un bofetón? ¿Para qué volver a ser la María de antes pudiendo ser la María que yo quería, la de los vestidos bonitos, la que acompañaba a mi tía a las tiendas de modas y a las cafeterías?

Bajé del autobús y desde lejos vi una veintena de personas que esperaban para entrar en la tienda. No es normal, me dije, y de golpe recordé que aquella tarde se iba a celebrar la subasta benéfica que Alfonso y la tía Amalia llevaban semanas preparando. No había imaginado así mi llegada, y eso bastó para descorazonarme. Me quedé a un lado, cerca de aquellos señores y aquellas señoras pero no con ellos. Me quedé ahí, esperando no sabía qué, y luego me eché a llorar. Llegó más gente, toda muy elegante y bien vestida. Eran tantos que tardaban en entrar y acomodarse dentro del local. Desde donde yo estaba, veía que éste había sido totalmente desalojado de muebles y antigüedades y que en su lugar habían colocado varias filas de sillas de tijera, ocupadas ya en su mayoría. Luego oí que alguien me llamaba. ¡María!, oí, ¿qué haces tú aquí? Era mi tía. Me vio así, con aquel vestido y llorosa, y lo adivinó todo. María, ¿qué has hecho…?, me susurró, abrazándome. Ella sabía que mi padre estaba en la cárcel y que mi hermano se acababa de casar, y no necesitaba saber mucho más para deducir que me había escapado de casa. Ven, dijo, sube a casa y arréglate un poco.

Subí. El piso estaba casi vacío. Estaban las camas, las sillas, un par de mesas, pero no quedaba ninguno de esos muebles y esos cuadros valiosos que yo estaba acostumbrada a ver. Tampoco le di mayor importancia. Pensé que los habrían vendido. Que tal vez los habrían llevado al almacén que, según mis noticias, habían tenido que alquilar con lo de la subasta. Me preparé la bañera. Eché un buen chorro de gel y, como aquella vez en el hotel de Estoril, me entretuve viendo subir la espuma. Luego me metí en el agua y pensé que aquello era la felicidad o algo muy parecido.

Mi tía se había quedado abajo, en la tienda, atendiendo a sus clientes. Entró a verme cuando ya me había bañado y estaba secándome el pelo. Parecía contrariada. Permaneció un minuto en silencio, mirándome pensativa, y luego dijo: ¿Ya estás más tranquila? Termina de vestirte. Tengo el taxi esperando en la calle. ¿Taxi?, exclamé, temblorosa, ¿no irás a llevarme a casa? La tía Amalia no contestó y yo insistí: ¡No, por favor! ¡No me mandes de vuelta a casa! ¡Esa mujer me acaba de pegar! ¡Me ha pegado un bofetón en la boda de su hijo! Ella, inflexible, negó con la cabeza: Esa mujer es tu madre y, aunque las dos sabemos cómo es, te quiere. A su manera pero te quiere. Yo junté las manos en actitud suplicante y dije que ahora era diferente, que mi madre lo había descubierto todo: lo de mis clases de ballet y mis visitas a la tienda, también lo del dinero que todos los meses entregaba en un sobre a mi padre… La tía Amalia hizo un gesto de sorpresa porque no sabía que yo sabía lo del dinero y los sobres, pero eso no cambió las cosas. Eres una menor, dijo. ¿No comprendes que no puede ser? No puedes quedarte aquí. Es la ley. ¡La ley!, grité, ¿cuándo te ha importado a ti la ley? Aquello fue un golpe bajo, y mi tía lo acusó. Entrecerró un momento los ojos, emitió un hondo suspiro y dijo con aspereza: He conseguido hablar con tu madre. Le he dicho que estabas conmigo y te encontrabas bien. También le he dicho que dentro de un rato estarás en casa. Ahora termina de vestirte.

Mi tía volvió a la tienda y me dejó otra vez sola. Yo nunca la había visto así, tan seca, tan arisca, y aunque ya me había arrepentido de haberle dicho lo que le había dicho, por nada del mundo pensaba volverme atrás. Con su ayuda o sin ella. Aunque acabara incluso ganándome su inquina. ¿Regresar al barrio, a casa, con mi madre? ¿Para qué? ¿Para estar las dos solas en el pequeño cuarto de estar, odiándonos todo el rato y a conciencia? Antes prefería irme de allí, escapar, echarme a las calles de Madrid y buscar un sitio donde pasar la noche, convertirme en una vagabunda. Sopesé muy seriamente esa posibilidad. ¿Qué era lo peor que me podía ocurrir? ¿Que me acabara encontrando la policía y me devolviera a mi casa? Al menos habría ganado unas semanas, unos días, siquiera unas horas. ¿Que cayera en manos de algún desaprensivo y me ocurriera algo horrible? Bueno, pensé, así las dos llorarán por mí y tendrán algo que reprocharse durante el resto de sus vidas.

El bolso de la tía Amalia estaba colgado del perchero de la entrada. Podía cogerle algo de dinero y dejarle una nota diciendo que se lo devolvería en cuanto pudiera. Con dinero mis posibilidades se multiplicaban: ¿por qué no subirme a un tren, el primer tren que saliera, y dejar que el azar decidiera por mí, y despertar en Sevilla o en Barcelona o en Bilbao, en cualquier ciudad en la que nadie me conociera ni tratara de encontrarme? Estaba ya a punto de rebuscar en aquel bolso cuando oí ruidos a mi espalda. Eran los dos, Alfonso y la tía Amalia, que asomaban por la escalera de caracol, él delante, ella detrás. Alfonso llevaba un traje milrayas con chaleco oscuro y corbata de barquitos, y me pareció que se había puesto brillantina en el pelo. Vamos a acabar con este asunto, dijo con el ceño fruncido. Vas a salir por aquella puerta y te vas a meter en el taxi, ¿está claro? Yo en aquel momento odié a Alfonso y a la tía Amalia. Había acudido a ellos en busca de auxilio y ¿qué había encontrado? Nada. Sólo malas caras y voces autoritarias. Os odio, dije, pero lo dije con la voz entrecortada. ¡María, por favor…!, exclamó mi tía, y yo me tapé los oídos para no escucharla. Me sentía tan débil, tan sola.

Seguí a la tía Amalia hasta el portal y nos metimos en el taxi. Luego el taxi arrancó y ninguna de las dos dijo nada. Yo clavé la mirada en mis rodillas porque no quería ver las calles que me llevaban de vuelta al barrio. No, no quería volver, no quería ver nunca más la cara adusta de mi madre, oír su voz siempre irritada, oler su olor a ajo y a leche agria. Pero el caso era que todo eso iba a formar otra vez parte de mi vida y que no se me ocurría ninguna manera de evitarlo. Empecé a llorar en silencio. No lloraba de dolor, lloraba de rabia. Mi tía entonces me rodeó el cuello con un brazo y me estrechó contra su cuerpo. María, dijo, María bonita… Yo me desasí de su abrazo y me aparté. Luego miré por la ventanilla y vi el paso a nivel que de algún modo señalaba el límite del barrio. Quinientos metros más allá estaban mi casa y mi madre. ¡Me mataré!, exclamé volviéndome hacia la tía Amalia, ¡te juro que me mataré! ¡María, por favor…!, suplicó ella llevándose una mano a la frente. ¿No me crees?, pregunté desafiante, ¿no me crees capaz de matarme? Mi tía no dijo nada y yo pensé que tampoco era tan mala idea: matarme, ¿por qué no? Avanzábamos a bastante velocidad, puede que a setenta u ochenta por hora. Los faros del vehículo iluminaban los matojos pardos y amarillos del arcén, que aparecían y desaparecían en fracciones de segundo. O entonces o nunca. Abrí la puerta del coche decidida a arrojarme contra el asfalto, pero en el último instante la mano de mi tía me agarró con fuerza por el antebrazo y me sostuvo. ¡María!, la oí gritar espantada, y luego oí el brusco frenazo y la voz del taxista profiriendo una blasfemia y, cuando quise darme cuenta, el vehículo estaba ya parado y una nube de polvo entraba por mi puerta abierta.

¿Te has vuelto loca?, ¿te has vuelto loca?, preguntaba la tía Amalia. El taxista volvió a blasfemar y, todavía sobresaltado, salió a comprobar los posibles desperfectos. Yo estaba más asustada que ellos. Nunca en mi vida había visto la muerte tan de cerca. ¿Te das cuenta de lo que…?, empezó a decir mi tía, y yo, ahora sí, me dejé caer sobre ella en busca de su abrazo. El taxista volvió a ponerse al volante y sostuvo con mi tía una breve discusión que yo ni siquiera escuché. Cuando aquel hombre se calló, ella, con la voz aún trémula, le ordenó parar delante de una cabina. Luego me preguntó a mí cuál era el número de nuestra vecina, la del tercero izquierda, que tenía teléfono y nos cogía los recados, y yo se lo dije. Ahora espera, me dijo. Esperé en el coche mientras ella hacía la llamada. Tenía la ventanilla abierta pero el sonido de su voz me llegaba distorsionado y débil, como cuando alguien nos grita en un día de viento. La conversación duró poco, apenas un par de minutos, y luego mi tía me contó lo que le había dicho a mi madre: que yo estaba bastante nerviosa y que sería mejor que me quedara a dormir en su casa. Mi madre había acabado aceptando, y la única condición que había puesto había sido que por la mañana tenía que estar de regreso a tiempo para ir a la escuela. Así que volvemos a la tienda, concluyó la tía Amalia. Verás la subasta, te va a gustar.

Cuando llegamos debía de hacer un buen rato que había comenzado. Fuimos al piso, no a la tienda, y a través del hueco de la escalera de caracol oímos la voz amplificada del director de la subasta, que decía más o menos: Pieza número diecisiete, tienen la descripción en el catálogo. Una preciosa figura de marfil finamente trabajado que debemos a la generosidad de don Mesías Ramírez, de Antigüedades Ramírez. Entonces se oyeron unos aplausos y yo miré a mi tía y dije: Lo siento, siento haberte dicho todas esas cosas horribles… La tía Amalia me dio un beso en la frente y señaló un escalón. Siéntate aquí, dijo, no quedan sillas libres pero desde aquí lo verás bien.

Yo había acabado poco menos que resignándome. No quería pensar en lo que ocurriría al día siguiente y, algo más tranquila que antes, opté por aprovechar aquellas horas y disfrutar del espectáculo. Me senté, pues, en el escalón, que era el sitio en el que me gustaba sentarme cuando estaba en la tienda, y era verdad que desde allí se veía bien. Se veía al público, esos sesenta o setenta señores, todos de aspecto distinguido y con el catálogo en la mano. Se veía el inmenso cartel blanco con los nombres de la tienda, Estoril, del gremio de anticuarios y de la entidad benéfica a cuyos fondos iría destinada la recaudación. Se veía también el atril desde el que un hombre joven con un flequillo muy largo dirigía la subasta. El precio de salida, decía, es de veinte mil pesetas. Veinte mil, veinticinco mil el caballero de la segunda fila, treinta mil, treinta mil la señora del vestido rojo, ¿alguien da más?, ¿no?, treinta a la una, treinta a las dos, adjudicado a la señora del vestido rojo…

Treinta mil pesetas era mucho dinero en aquella época, desde luego mucho más de lo que un hombre como mi padre podía ganar en un mes, y allí en cuestión de segundos se decidían compras por cantidades así. E incluso superiores. Eché un vistazo al catálogo y vi que lo que allí llamaban un mueble de toilette de inspiración cubista tenía un precio de salida de cien mil pesetas. Había también un pisapapeles de cristal (un valioso Clichy de 1850 según el pie de foto, una bola de cristal con una rosa blanca rodeada de hojas verdes, a fin de cuentas un pisapapeles) de doscientas cincuenta mil. ¡Doscientas cincuenta mil pesetas! ¿Cuántas casas tendría que limpiar mi madre para reunir una cantidad como ésa?

Los muebles más pesados y voluminosos sólo se exponían en fotografía, y de las piezas pequeñas se encargaba ahora la tía Amalia, que era la que las colocaba en una mesa elevada para que todos pudieran verlas. La tía Amalia iba y venía de la tienda a la trastienda, y yo la veía pasar con un reloj de fanal, una colección de abanicos enmarcados, una lámpara estilo Tiffany, un bodegón. La vi también pasar con un estuche forrado de terciopelo, y el del flequillo anunció la pieza más esperada. Mi tía abrió con cuidado el estuche y mostró su contenido. Desde donde yo estaba, sólo vi algo así como una bola de cristal. Era el Clichy que había visto en el catálogo, el pisapapeles de las doscientas cincuenta mil pesetas, y el director de la subasta pidió a Alfonso que se levantara. Él no dijo Alfonso. Él dijo nuestro anfitrión, y también dijo que una donación como aquélla merecía un fuerte aplauso. Y todos aplaudieron, y por un momento pensé que me habría gustado estar allí delante, sosteniendo ese estuche abierto, porque habría sido como si me aplaudieran a mí, como si aquellos caballeros y aquellas señoras fueran padres y madres de niñas ricas y yo fuera la mejor bailarina del colegio.

Entonces comenzó la puja y lo más curioso fue que el propio Alfonso participó en ella. Si alguien decía doscientas noventa, él decía trescientas, y así cada vez, siempre ofreciendo un poco más, hasta que al final se llegó a las cuatrocientas cincuenta y él levantó la mano y dijo con la voz clara y serena: Quinientas mil. ¡Quinientas mil pesetas!, pensé, ¡qué barbaridad! Y lo cierto es que no sólo yo, también los otros parecían bastante sorprendidos ante la actitud de Alfonso, que había sido el que había donado la pieza más valiosa y encima la había recomprado por aquella cifra, un porrón de dinero. El señor Aranaz ofrece quinientas mil. Quinientas mil a la una…, dijo el del flequillo, acallando con la mano los murmullos, y cuando por fin exclamó ¡adjudicado!, la gente volvió a aplaudir, y yo miré a la tía Amalia, que sonreía con despreocupación, y entre tanto una señora (luego supe que era marquesa y que presidía la entidad benéfica) se acercó a Alfonso y le estampó dos sonoros besos de agradecimiento. ¡Ojalá hubiera más gente como usted!, exclamó, conmovida.

La subasta acabó a eso de las nueve y media, y no había más que ver las sonrisas de Alfonso y la tía Amalia para comprender que había sido un completo éxito. ¡Vámonos a cenar por ahí!, dijo él, ¡esto hay que celebrarlo! Fuimos a un restaurante italiano, y yo, por primera vez en mi vida, tomé una pizza, que entonces era un plato raro y novedoso en España. Alfonso y la tía Amalia, excitados, hablaban entre ellos de los precios alcanzados por algunas de las antigüedades, y yo sentía que aquel éxito me pertenecía en una pequeña parte, aunque sólo fuera porque accidentalmente había sido testigo de él. No ha quedado nada sin vender, aún no me lo creo…, decía Alfonso, exultante, y cada dos por tres alzaba su vaso de vino para brindar con la tía Amalia y conmigo.

Qué raro había sido aquel día, cuántas cosas habían pasado. Yo creía que había logrado olvidarme de la boda de Josemi y de la bofetada de mi madre y de mi posterior huida, cuando la tía Amalia hizo un gesto en dirección a mí y dijo: Y tú ¿qué?, ¿todavía triste? Yo habría preferido que no hubiera dicho nada: habría sido más sencillo. No quieres que me quede con vosotros…, dije. No, María, no es eso, tú sabes que no, replicó ella, y luego me acarició la barbilla con dulzura. ¿Entonces?, dije. Entonces, repitió tratando de sonreír, entonces nos vamos a casa, que se está haciendo tarde.

Ayudé a la tía Amalia a hacer la cama de la habitación de invitados. La hicimos casi en silencio, pronunciando nada más las palabras indispensables: estira por aquí, alisa por allá. Luego mi tía me dio las buenas noches y me apagó la luz, y yo (sí, siempre he sido una llorona) no pude evitarlo y me eché a llorar. Mi ilusión por cambiar de vida se había desvanecido por completo.