Cumplí trece años, pasaron las Navidades y comenzó el año setenta y dos, el peor de mi vida. Primero ocurrió lo de Josemi y Gloria, después lo de la nueva detención de mi padre, más tarde lo de… En fin. Empezaré por el principio, por la mañana aquella en que me despertó un llanto que procedía del cuarto de estar.
Era un llanto de mujer, pero no se trataba de mi madre, a la que yo nunca había visto llorar. Abrí la puerta. Sentados en torno a la mesa estaban mi madre, mi hermano y una chica a la que yo no conocía. ¿He hablado ya de esos secretos que todo el mundo esconde? Aquella chica, Gloria, formaba parte del secreto de Josemi. Porque no sólo yo, tampoco mis padres sabían que mi hermano tuviera novia. Tienes el desayuno en la cocina, me dijo mi madre sin volverse. Asentí con la cabeza y miré a la chica, que lloraba en silencio y se limpiaba las lágrimas con un pañuelo. Era muy joven, apenas dos o tres años mayor que yo, y no hacía falta ser especialmente sagaz para comprender que estaba embarazada. Entré en la cocina y calenté un poco de leche. Y ahora ¿qué vais a hacer? No tienes trabajo, dijo mi madre. Nos arreglaremos, replicó mi hermano, tan desabrido como ella. ¿Dónde vais a vivir? Porque lo que es aquí… ¡Ya te he dicho que nos arreglaremos!
Entonces mi madre dio un golpe en la mesa y gritó: ¡A mí no me grites! ¡Vas por ahí dejando preñadas a las chicas y luego me las traes a casa para que vean cómo me gritas! Esta vez Josemi no dijo nada, y los lloros de Gloria volvieron a hacerse audibles. Con el vaso de leche en la mano me asomé al cuarto de estar. Mi madre se había levantado y ahora daba la espalda a mi hermano y a su novia. Una boda de penalti…, murmuró ella con rencor, como si ella misma no hubiera tenido que improvisar una boda igual veinte años antes: debe de ser cosa de familia. Nos casaremos el mes que viene, ya hemos hablado con el cura, dijo Josemi en un tono que me recordó mucho al de mi padre cuando se enfadaba, y punto y basta.
Pero a mí la que me daba pena era Gloria. Yo, que ni por asomo sabía lo que era mantener relaciones con un hombre, estaba incondicionalmente del lado de esa chica no demasiado guapa que lloraba y moqueaba sin cesar y, por supuesto, estaba en contra de mi madre, que seguía sin saber lo de mi regla. ¿Cómo habría reaccionado si en vez de esa chica fuera yo la que le anunciara un embarazo así? Por un momento me imaginé a mí misma ocupando el lugar de Gloria, y el dolor que eso habría causado a mi madre me produjo, no puedo negarlo, un placer perverso e irresistible.
Mi hermano hizo un gesto en dirección a la chica. Vámonos, Gloria, dijo. Supongo que irás a decírselo a tu padre, dijo mi madre. Ya se lo diré después, dijo él a modo de despedida. ¡Hijo desnaturalizado…!, murmuró mi madre con la voz vibrante, como si echara una maldición. Yo creo, sin embargo, que eran precisamente las adversidades las que la hacían sentirse en su salsa, y estaba segura de que entonces haría lo que en efecto hizo: entrar en su cuarto y ponerse zapatos y ropa de calle.
No vayas, le dije. ¿Qué dices?, preguntó, aunque me había oído perfectamente. Que no vayas a la fábrica, deja que se lo diga Josemi, contesté. Mi madre no me hizo ni caso. Se detuvo un instante ante el espejo que teníamos al lado del perchero y se pasó una mano por el pelo. Luego, cosa curiosa, cogió el viejo abriguillo de paño que se ponía cuando quería ponerse de tirios largos, y yo me dije que tenía que impedirlo. Tenía que impedir que saliera de allí y fuera a la fábrica porque entonces seguro que descubriría la verdad sobre mi padre y su inexistente trabajo. Tenía que impedirlo, sí, pero cómo. Me interpuse entre la puerta y ella, y repetí: No vayas. Mi madre me observó con una atención desconocida en ella. Seguramente fue ése el momento en el que empezó a notar que algo había cambiado en mí, que yo no era ya la niña callada y sumisa de siempre.
Pero ¿se puede saber qué te pasa?, me dijo. ¿Por qué quieres decírselo tú?, ¿tanto te gustan las malas noticias?, pregunté, y después de una pausa añadí: Si nos hubiera tocado la lotería no correrías a decírselo. Mi madre siguió mirándome con la misma atención de unos segundos antes, con el ceño fruncido, como si estuviera esforzándose por reconocerme, y yo me pregunté cuál sería su reacción. Me pareció que igual podía pegarme una bofetada que quitarse el abrigo y darme la razón. Y sin embargo acabó haciendo lo que tenía previsto: abrir la puerta y salir.
Tuve que apartarme para dejarla pasar. Me asomé después al hueco de la escalera y la seguí con la mirada, primero su nuca, su espalda, sus piernas bajando hasta el siguiente piso, luego sólo su mano y el extremo de su manga rozando la barandilla hasta que por fin llegó abajo y desapareció de mi vista. Y ahora yo estaba sola y sabía que ella había intuido el cambio que se había producido en mí. Me metí en el cuarto de baño para ducharme y cambiarme de ropa y estuve varios minutos mirándome desnuda ante el espejo. Mirando mis hombros huesudos, mis pechos pequeños, mis costillas marcadas, mis caderas algo más anchas que el año anterior, el vello oscuro de mi pubis. Mirando también mi largo pelo castaño y mis labios finos. Quería ver lo que mi madre había visto en mí, percibir los mismos cambios que ella había percibido, y ese cuerpo y esa cara y ese aspecto a los que todavía no me había acostumbrado me parecieron provisionales, como un vestido prestado que tarde o temprano tendría que devolver. Pero también me parecieron hermosos y, antes de ponerme la ropa y disponerme a salir, dediqué una sonrisa a mi propio reflejo.
Supongo que mi madre no habrá podido olvidar aquel día. En apenas un rato descubrió muchas cosas que habían de cambiar su vida. Descubrió que su hijo iba a ser padre y se marchaba para siempre de casa. Descubrió, o al menos intuyó oscuramente, que su hija había dejado de ser una niña. Y descubrió también que su marido no tenía trabajo y llevaba meses mintiéndole. Yo nunca supe qué fue lo que le dijeron en la fábrica y ni siquiera supe si le dijeron algo, pero que lo descubrió es seguro, aunque por la tarde, cuando mi padre llegó a casa con la fiambrera vacía y cansado de vagabundear, fingió no saber nada.
¿Te has enterado o no?, le preguntó. ¿De qué?, dijo mi padre. De lo de Josemi. Tiene una novia y está embarazada, dijo ella. ¡Vaya por Dios!, exclamó él. Yo sabía que mi madre sabía lo de mi padre porque esa actitud no era normal en ella. Se la notaba insegura, titubeante, como cuando nos despertamos en una habitación que no es la nuestra y tenemos que detenernos a pensar dónde está cada cosa: la puerta, el armario, el interruptor. Lo normal habría sido que mi madre, más amargada que nunca, le hubiera echado la culpa de todo a mi padre. Que le hubiera dicho, por ejemplo: ¡Igualito que tú cuando tenías su edad! ¿Qué se podía esperar de un hijo tuyo? ¡A los hombres como vosotros habría que castraros al nacer! Y sin embargo lo único que le dijo fue que si se había enterado o no y que la novia de Josemi estaba embarazada, y lo dijo sin amenazar y sin gritar, sólo con inquietud, con la misma inquietud que cualquier madre mostraría en una situación así. Luego le dijo otras cosas que yo ya sabía: que la chica se llamaba Gloria, que se casarían en febrero y que ya habían hablado con el cura. Y hubo entonces un silencio muy largo y al final mi madre volvió a hablar: Las bodas cuestan dinero. Tendrás que hablar en la fábrica, pedir un adelanto… Ahora mi madre hablaba con una voz medrosa que yo no le conocía. Hablaba como si quisiera formular una pregunta pero le faltara valor para hacerlo. Como diciendo: Dime que no es verdad, dime que esta mañana me han gastado una broma y que en realidad sí que tienes trabajo, dime que el sueldo que traes a casa te lo dan en la fábrica, dímelo…
Y mi padre se encogió de hombros y dijo lo más parecido a lo que mi madre quería oír. Está bien, un adelanto. No creo que haya problemas, dijo. Pero mi madre no le creyó. Lo supe por la forma escrutadora y ansiosa en que le miró, y lo cierto es que en aquel momento su zozobra me pareció más que justificada. ¿Cuál sería, según ella, la procedencia de ese dinero que todos los meses le entregaba mi padre en un sobre de color verde claro?
La tercera vez que le detuvieron no había hecho nada. Le acusaron de haber asistido a una reunión clandestina de su sindicato, y al oír eso cualquiera pensaría que se trataba de un grupo de conspiradores con antifaces y nombres falsos que se reunían en un sótano sin luz al que sólo podía accederse después de pronunciar una contraseña. La realidad, sin embargo, era mucho más simple. Mi padre y otros seis hombres estaban en la casa de uno de ellos como podrían haber estado en la plaza jugando a la petanca, y de repente llegaron unos policías y se los llevaron a todos. La única prueba que pudieron encontrar para acusarles fue una multicopista en bastante mal estado pero, como algunos de aquellos hombres (Antón y mi padre entre ellos) estaban fichados, tampoco necesitaron mucho más para convencerse de que habían asestado un duro golpe a las estructuras del sindicato.
Los tuvieron un par de días en comisaría y luego, sin dar mayores explicaciones, a unos los dejaron en libertad y a otros los enviaron a Carabanchel. Mi padre estaba entre estos últimos. Antón, en cambio, estaba entre los primeros. Vino a casa y le dijo a mi madre que esta vez no le tendrían encerrado mucho tiempo. Que si a él le habían soltado con los antecedentes que tenía, a mi padre le dejarían salir en dos o tres días. Mi madre, escéptica, negó con la cabeza y dijo: Faltan dos semanas para la boda de mi hijo. ¿Dos semanas?, repitió Antón soltando una carcajada, y yo pensé que aquel hombre no estaba acostumbrado a reír y que su risa sonaba tan falsa como la de los actores de doblaje. Dentro de dos semanas ni se acordará de que ha estado en la cárcel, añadió.
Pero pasaron esos dos o tres días de los que Antón había hablado y pasaron otros dos o tres más, y mi madre iba todos los días a la cárcel a ver a mi padre y cuando llegaba a casa soltaba un ruidoso bufido que quería decir: Sin novedades. Volvió a visitarnos Antón y dijo que había hablado con no sé quién y que, en el peor de los casos, concederían a mi padre un permiso especial para asistir a la boda de su hijo. Eso significaba que lo de las dos semanas había que descartarlo y que, por supuesto, tampoco estaba claro que fueran a darle ese permiso. Así al menos lo interpretó mi madre, que murmuró: En mala hora vinimos a este barrio y te conoció a ti y a los otros como tú… Mi madre, en el fondo, pensaba lo mismo que el policía aquel, el del registro, el que dijo que mi padre no era mala persona, sólo un poco tonto, y que tendría que haber escogido mejor a sus amistades.
Antón no supo qué replicar y se marchó, y durante esa última semana mi madre estuvo pendiente del permiso que debían conceder a mi padre. Un día le aseguraban que no habría problemas y al siguiente le decían lo contrario, y todo quedó en suspenso hasta el último momento, hasta el momento mismo en que la ceremonia debía comenzar en la pequeña parroquia del barrio, el cura ya preparado, los escasos invitados esperando fuera de la iglesia o en los primeros bancos, Josemi paseando nervioso de aquí para allá mientras el Seat 1500 en el que traían a Gloria iniciaba una nueva vuelta a la manzana para dar tiempo a que mis padres llegaran.
Yo aquel día quería estar guapa y me había decidido a ponerme uno de los vestidos que me había regalado la tía Amalia, el vestido beige, largo hasta los pies, el mismo que había estrenado la tarde de la reaparición del señor Torres. Llevaba puesto ese vestido y por encima llevaba un chal de lana con flecos que la mujer del ingeniero Goitia había regalado a mi madre varios años atrás. Tenía frío, claro que sí, pero me parecía mal esperar a mis padres en el interior de la iglesia, y un primo de la novia algo mayor que yo se entretuvo haciéndome unas cuantas fotos. Éramos pocos los invitados, apenas una veintena entre parientes de Gloria, ex compañeros de trabajo de mi padre y amigos de Josemi a los que yo ni conocía, y todos trataban de tranquilizar a mi hermano y le decían que no había prisa, que el cura podía esperar toda la mañana: La boda no empezará hasta que lleguen tus padres.
Decían tus padres, dando por supuesto que a mi padre le concederían el permiso, y nadie supo qué decir cuando al final, procedente de la parada del autobús, llegó mi madre, sola, malcarada y de tirios largos, con sus zapatos de hebilla dorada y su falda gris y su abriguillo de paño cada vez más gastado por el uso. Tampoco ella dijo nada. Se limitó a entrar en la iglesia y a ocupar en silencio el lugar que se le había asignado como madrina de boda. ¿Estás bien?, le preguntó Josemi, y ella dijo las piernas, tengo otra vez las piernas tontas, que era lo que decía cuando se enfadaba pero no tenía nadie cerca a quien echar la culpa.
El comienzo, desde luego, no podía ser peor, con mi padre en la cárcel y mi madre así, hecha un basilisco. Pero al menos era un comienzo. El Seat 1500 pudo por fin dejar de dar vueltas, y Gloria, con un traje de novia que debía de haber sido de su abuela y le sentaba como un tiro, entró del brazo de su padre, un hombre bajito y tostado que parecía más nervioso que los propios novios. El cura, harto de tan larga espera, ni siquiera se molestó en ocultar su irritación y despachó la ceremonia en poco más de veinte minutos. Todo quedó como feo y deslucido, y mi madre no quiso ni sonreír cuando, a la salida, el primo de Gloria se empeñó en hacer varias fotos de grupo. No se negaba a hacerse fotos. Se limitaba a mirar con fijeza y apretar mucho los labios, componiendo una expresión que yo conocía bien. Una expresión que quería decir: ¿Qué he hecho yo?, ¿por qué demonios me tiene que pasar esto a mí? Así era mi madre, siempre amargada, siempre a disgusto con todo y con todos, y yo seguía alimentando mi odio contra ella.
Después de la boda vino el banquete. Yo nunca había estado en un restaurante con mi madre. De hecho, pensé que mi madre podía no haber entrado jamás en un sitio así, a no ser el día de su propia boda, más de veinte años antes, aunque nunca se me ocurrió preguntar si la habían celebrado en su casa, en la cantina o dónde. Y pensé también que, cuando alguien tiene cuarenta y tantos años y come por primera vez en un restaurante, lo menos que puede hacer es manifestar un poco de curiosidad o de excitación o de buen humor. Mi madre no. Mi madre se sentó al lado de Josemi y a mí me hizo sentar delante. Luego le fueron sirviendo los diversos platos, y ella los miraba no con asco ni con desdén pero sí con una indiferencia más bien tensa, como cuando pasábamos en autobús por Nuevos Ministerios o por Cibeles y decía: Nuevos Ministerios, Cibeles.
Es verdad que el restaurante no era nada del otro mundo. Un restaurante de las afueras, espacioso y aún nuevo, con vistas a una carretera en obras, uno de esos restaurantes especializados en bodas baratas y primeras comuniones. Recuerdo que comimos ensalada de piña y gambas, entremeses y merluza en salsa, y que de postre, antes de la tarta nupcial, me trajeron una copa de helado tan grande o casi tan grande como la que había tomado aquella lejana tarde en Estoril. Después sirvieron champán y todos empezaron a brindar y a gritar vivan los novios y yo también brindé y por primera vez probé el champán y, cuanto más contentos estaban los demás, más rabiosa y sombría parecía mi madre, que alzaba la copa con desgana y ni siquiera se la acercaba a los labios.
Los hombres pidieron copas y puros, y un camarero colocó un tocadiscos sobre una silla y lo enchufó. Sonó un pasodoble. Los novios abrieron el baile entre aplausos y al momento se formaron dos o tres parejas más. Un primo de Gloria, no el de las fotos sino otro, me hizo señas para que saliera a bailar con él. Nos iremos enseguida, dijo entonces mi madre. ¿Por qué?, protesté, es la boda de tu hijo. Apareció ahora un nuevo primo de Gloria, moreno y cejijunto como todos sus primos, para sacarme a bailar, y me pareció de mala educación negarme. ¡Nos iremos enseguida!, repitió mi madre mientras yo me levantaba. Bailé primero con un primo y después bailé con otro y con otro más, y al final no sabía ni con quién bailaba porque todos me parecían el mismo. Pero no me importaba. Me sentía a gusto bailando con unos y con otros, sabiéndome guapa con mi vestido beige y largo hasta los pies, sabiéndome admirada por todos aquellos primos morenos y vulgares, por primera vez en mi vida sabiéndome deseada. Me veía a mí misma como a una princesa entre patanes, rodeada de chicos feos y mal vestidos que al sonreír me mostraban sus dentaduras irregulares y sus caries, y lo que más me hacía disfrutar era saber que mi madre me estaba mirando y que me odiaba.
Sí, en aquel momento, animada quizás por los tragos de champán, disfruté pensando que a mi madre le molestaba verme feliz, que envidiaba mi juventud y mi belleza y que acaso, quién sabe, veía en mí a la tía Amalia cuando ésta era joven, guapa y distinguida y mi madre una mujer sin gracia ni atractivo, nacida para servir toda su vida a mujeres parecidas a aquélla, a su hermanastra.
Y entonces sonó María bonita, no en la versión que yo conocía sino en otra, pero a mí me gustó lo mismo, y canturreé acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma… Bailaba con los ojos cerrados. No quise abrirlos hasta el final de la canción, y mientras tanto me decía a mí misma que aquello era como un mensaje para mí. Que a lo mejor había logrado convertirme en la María que siempre había querido ser, la que hasta entonces sólo había sido unas cuantas horas al día y a escondidas.
La fiesta acabó cuando en la calle ya atardecía y los camareros tenían que preparar las mesas para el turno de noche. Varios de los invitados se habían marchado y los demás se demoraban en las despedidas. Mi madre seguía en su silla. Era la única que permanecía sentada, y yo había dejado de bailar pero ella seguía mirándome con el mismo odio que un rato antes. De repente comprendí por qué me odiaba. Por mi vestido. Por mi vestido beige, largo hasta los pies. Cogí el chal del respaldo y me cubrí los hombros. Me sentía como esas mujeres de las películas que corren a taparse cuando alguien las descubre bañándose en el río. Mi madre ni se movió. ¿De dónde lo has sacado? ¿El qué? ¡El vestido! De Almudena, dije. Es uno de los vestidos viejos de Almudena. No me mientas, dijo ella, Almudena nunca ha tenido un vestido así.
El coraje y la seguridad de media hora antes me habían abandonado por completo. Volvía a ser una niña, volvía a sentirme débil y acobardada, incapaz de plantar cara a mi madre, que se levantó por fin de su silla y me gritó: ¿Por qué no has ido últimamente a tus clases de ballet? De golpe comprendí que lo había adivinado todo. Que sabía lo de mi traición y que nunca me la podría perdonar. ¿Qué pensabas?, volvió a gritar, ¿que no me iba a enterar? Los pocos invitados que quedaban en el salón nos observaban incómodos pero ella no se arredró: ¡Lo sé todo! ¡Sé cómo eres por dentro! ¡Venderías a tu familia por un par de zapatos! ¡Eres igual que…! Mi madre no concluyó la frase y yo me armé de valor y dije: Dilo, di que soy igual que ella, igual que la tía Amalia. Mi madre se había negado a pronunciar su nombre y, al oírmelo decir a mí, no pudo contenerse y me dio una bofetada. Una bofetada fuerte y sonora en mi mejilla izquierda que, más que dolerme, me sorprendió: ella, pese a su mal carácter, nunca me había puesto la mano encima.
Algunos de los invitados trataron de intervenir, ¡señora, por favor!, y Josemi, que había salido a la calle a despedir a alguien, se acercó corriendo a mi madre y la agarró por el codo: ¿Se puede saber qué te pasa…? Entonces mi madre abrió su pequeño bolso pasado de moda y sacó uno de aquellos sobres de color verde claro. ¡Toma!, exclamó con rabia. ¡De parte de tu padre! ¡Gástatelo en lo que te parezca! Josemi cogió aquel sobre sin entender y sacó unos cuantos billetes, y mi madre volvió a clavar en mí su mirada. O sea que también eso lo sabía. Sabía lo del dinero y, sobre todo, sabía que yo lo sabía, y de repente, con aquel pelo despeinado y aquellos ojos brillantes, con aquel ceño fruncido y aquel gesto acusador, la vi como a una bruja horrible. Como a una de esas brujas horribles de los cuentos infantiles. Y fue tal el miedo que sentí que tuve que desviar la vista y salir de allí. Me metí en el cuarto de baño. Me remojé la cara, me miré en el espejo y me dije: No puedo más.