A la tía Amalia sí que le hablé de mi primera regla. Las clases de ballet, a las que cada vez faltaba con más frecuencia, se habían convertido en una simple coartada para pasar las tardes con ella. Dejaba mi bolsa en el hueco de la escalera y acompañaba a mi tía a hacer compras y recados, y llegó un momento en que ni siquiera hacía falta que yo dijera es que tengo clase y que ella me replicara por un día que te la pierdas… Ya he dicho antes que entre nosotras existía una especie de código privado y que no necesitábamos muchas palabras para entendernos y hacernos entender.
Algunas de esas tardes la tía Amalia me esperaba ya lista para salir, yo me ponía alguno de los vestidos que ella me había comprado y nos íbamos a comprar vino o champán porque esa noche tenían invitados a cenar, o a recoger unas invitaciones para el teatro, o simplemente a tomar una cocacola en alguna cafetería. También por supuesto íbamos a ver zapaterías y tiendas de ropa, que en aquella época era lo que más ilusión me hacía, y yo ya no trataba de resistirme cuando ella insistía en comprarme un vestido o una falda o un pantalón. ¿Cómo iba a resistirme, si aquellos vestidos y aquellas faldas y aquellos pantalones eran la única ropa bonita que tenía, la única que me permitía mirarme al espejo y pensar: Ésta eres tú, María, y no la niña mal vestida de hace un rato o de dentro de un rato? Lo curioso era que ya no tenía la sensación de estar engañando o traicionando a mi madre, o cada vez la tenía menos, y a menudo me preguntaba si de verdad esa María era menos real que la otra, si esa ropa de niña rica que me ponía durante esa hora y media o dos horas era sólo un disfraz o si, por el contrario, me había acabado convirtiendo en una niña rica que durante el resto del día jugaba a disfrazarse de pobretona y a vivir en un barrio obrero que hasta carecía de dispensario.
Lo mío tenía algo de cuento infantil. Cuando llegaba la hora de marcharme, es decir, cuando llegaba la hora en que debía estar acabando mi clase de ballet, corría a quitarme la ropa que esa tarde llevaba y a ponerme la que había traído puesta del barrio, y el autobús de vuelta era la carroza convertida de golpe en calabaza, con aquellos trabajadores adormilados después de la larga jornada y aquellos paisajes de extrarradio, tan desolados, tan feos.
Una de esas tardes, cuando me estaba desvistiendo para salir, la tía Amalia me acarició la camiseta a la altura del pecho y exclamó: ¡María…! Sí, me estaban creciendo unas pequeñas tetas y, si mi madre seguía sin darse cuenta de nada, mi tía lo había notado a la primera. ¿Hace cuánto que…?, me preguntó. El mes pasado, contesté, ruborizada pero orgullosa, y ella me dedicó una sonrisa que nunca podré olvidar, una sonrisa cargada de afecto y de ternura, y luego me abrazó con fuerza y susurró: Mi niña, mi niña, mi pequeña María, cómo pasa el tiempo… Así, así era como yo pensaba que una madre debía comportarse en una situación como ésa, y otra vez, como tantas veces antes, deseé con toda mi alma que las cosas hubieran sido de otra manera: que mi madre no hubiera sido mi madre sino una pariente más y que ella, la tía Amalia, hubiera sido mi verdadera madre.
Había también tardes en que no salíamos. Eran ésas las tardes en que me gustaba sentarme en la escalera de caracol porque era como estar al mismo tiempo en el piso y en la tienda. Desde ahí no se me escapaba el menor detalle. Estaba atenta a todo, a la gente que entraba y que salía, a los comentarios que hacían, a su forma de vestir, a sus gestos, y en todo encontraba algo que imitar y que aprender. Estaba también atenta a las cosas del piso porque ahí estaba la vida que a mí me habría gustado poder vivir las veinticuatro horas del día. Ya he dicho que el mobiliario cambiaba sin cesar. Eso hacía que siempre hubiera novedades que despertaran mi interés: una panoplia que había sido sustituida por un bodegón, unas vitrinas gemelas que habían dejado su sitio a un buró de nogal y un tibor japonés, una colección de sables o de bastones que desaparecía. Y eso hacía también que aquel piso pareciera haber sido objeto de un extraño hechizo y que yo me moviera por él como por un sueño, con aquel vestido ibicenco o con cualquiera de los otros, todos igualmente vaporosos y que a mí me recordaban los de las hadas de los cuentos y las películas.
Algunas de aquellas antigüedades duraban tan poco en el piso que ni siquiera llegaban a utilizarse, y había, por ejemplo, muebles cuyos cajones permanecieron siempre vacíos. Cuando un mueble se llenaba de objetos, podía ser por dos razones: porque Alfonso pensaba que, como él decía, no tendría fácil salida, o porque le gustaba tanto a la tía Amalia que no estaba dispuesta a desprenderse de él así como así. Su mueble preferido en aquella época era una mesa que había en una esquina de su dormitorio. Una mesa (esto no lo sabía, lo supe entonces) de ébano de Macasar, estilo art déco, con pies en forma de volutas: así era como lo describía el catálogo de la tienda. Fue en esa mesa, en uno de sus dos cajones, donde encontré varios sobres de color verde claro. Eran los sobres que la tía Amalia empleaba en su correspondencia privada. Eran también los sobres en los que mi padre traía cada mes su sueldo de la fábrica.
Lo primero que hice aquella noche en cuanto llegué a casa fue acudir al mueble del televisor. Desde luego, eran los mismos sobres. ¿Podía tratarse de una simple coincidencia? Una sospecha empezó a formarse en mi interior, y a la mañana siguiente me desperté a tiempo de desayunar con él. Menudo madrugón, me saludó. He quedado con una amiga para preparar un examen, dije, aunque todos en el barrio sabían que yo era una niña sin amigas. Dejé pasar unos segundos antes de asomarme a la ventana. Era todavía de noche, y a la luz de las escasas farolas vi a un par de hombres que caminaban hacia la parada del autobús ateridos de frío.
Mi madre estaba en la cocina, haciendo salsa de tomate y poniendo los macarrones a cocer. En casa siempre comíamos comida recalentada porque mi madre sólo tenía tiempo de prepararla a esas horas de la mañana. Bueno, me voy, dijo mi padre poniéndose su gruesa chaqueta de lana y cogiendo su fiambrera. Volví a asomarme a la ventana y al cabo de un instante le vi cruzar la calle. Yo también me voy, dije. Corrí escaleras abajo, la cartera con los libros colgada en bandolera.
Mi padre avanzaba, encogido, echándose aliento en las palmas de las manos, unos doscientos metros por delante de mí, y yo no quise acercarme más por temor a ser descubierta. Pasó por el bar en el que habíamos celebrado su excarcelación y por mi escuela, pasó también por el polideportivo y por el campo de alfalfa en el que algún día construirían el dispensario, y yo le seguía a la distancia, sin perderle de vista ni un momento. Al otro lado del campo de alfalfa estaban las vías del tren. Luego había que cruzar un pequeño huerto y una carretera, y allí empezaba el polígono industrial en el que estaba la fábrica. Cruzó mi padre las vías del tren y el huerto y la carretera, pero no entró en el polígono sino que se encaminó hacia una gasolinera cercana que se llamaba Perales II.
Aquella gasolinera tenía una cafetería algo mugrienta que no cerraba nunca. Mi padre se metió entre las furgonetas aparcadas ante la puerta y entró en la cafetería. Hacía tanto frío que los cristales estaban empañados, y a través de ellos se adivinaban las siluetas de unos cuantos hombres que tomaban café en la barra. Cualquiera de esas siluetas podía ser la de mi padre. Después todos esos hombres fueron saliendo y sólo quedó uno. Mi padre. El vaho no me impidió verle coger su gruesa chaqueta de lana y su fiambrera e ir a sentarse a una de las mesas. A la mesa, casualmente, más cercana a mí. Pero mi padre no podía verme. Estábamos a menos de un metro, y él no podía saber que yo le estaba viendo y que me entristecía pensar en lo que tenía que hacer para no levantar sospechas en mi madre: simular que todo seguía como antes de la cárcel, salir de casa como si fuera al trabajo y no volver hasta el final de la jornada, pasarse las horas de aquí para allá, matando el tiempo en cafeterías como aquélla, siempre con la fiambrera a cuestas y la dignidad herida. ¿No habría sido más fácil decir la verdad? Decir que en las fábricas casi nunca readmitían a los trabajadores incómodos, que era la forma más común de represaliar a los que participaban en actividades clandestinas y acababan siendo atrapados por la policía. ¿No habría sido más fácil eso? Sin duda, pero en casa había tantas cosas que callábamos u ocultábamos, tantas que falseábamos para no contrariar a mi madre… Cuando me marché de allí empezaba a clarear, y mi padre había apoyado la cabeza sobre una de sus manos y me pareció que se había quedado dormido.
Aquella mañana descubrí que las cosas casi nunca son como aparentan, que vemos sólo una pequeña parte y creemos que lo estamos viendo todo, cuando lo más importante permanece oculto, sumergido, como dicen que ocurre con los icebergs. Había podido descubrirlo cuando lo de Estoril, pero entonces era demasiado pequeña y, por otro lado, ¿qué tenía de extraño el que la tía Amalia y Alfonso se movieran siempre entre secretos, simulaciones y mentiras? El hecho de que hubieran acabado siendo condenados por estafa confirmaba precisamente el carácter excepcional de su conducta. Ahora era diferente. Ahora comprendía que eso era normal, que todos (mi padre, mi tía, yo misma, niña pobre por las mañanas, niña rica por las tardes) teníamos algún secreto que esconder, y que la vida era como esos muebles que mantienen un aspecto robusto aunque por dentro están siendo devorados por la termita y que, un buen día, de repente, se desmoronan y se convierten en polvo.
Aquella mañana descubrí un secreto de mi padre y otro de la tía Amalia, y ambos secretos los hacían más hermosos a mis ojos: más abnegado y heroico mi padre, más noble y generosa la tía Amalia, que llevaba meses manteniéndonos sin pedir nada a cambio y sin que nadie lo supiera. Cuando, esa misma tarde, fui a visitarla y me recibió con el clásico ¿qué tal todos?, mi tía no sabía que yo sabía las cosas que ella sabía de nosotros, y sin embargo pensé que aquel secreto suyo no sólo no nos separaba sino que nos unía aún más. ¿Cuándo y dónde se reunía con mi padre? ¿Y cómo serían esos encuentros? Todas las preguntas que ahora me formulaba establecían un vínculo, por pequeño que fuera, entre mis dos vidas, entre mi vida en casa de mis padres y mi vida al lado de la tía Amalia.
Ya he dicho que mi tía tenía dinero, un porrón de dinero, pero eso no le restaba ningún mérito: hay quien tiene mucho más y nunca lo utilizaría para hacer el bien. La tienda de antigüedades era una fuente de ingresos más que saneada, y los continuos cambios en el mobiliario del piso daban fe de ello: cada cuadro, cada mueble que desaparecía del salón o el pasillo era un nuevo indicio de prosperidad. En la tía Amalia y en Alfonso no existía la preocupación, no al menos esa preocupación sombría y resentida de la escasez, ese temor al futuro inmediato que yo tantas veces había percibido en el rostro de mis padres. Así era entonces y así pensaba yo que siempre sería, y sin embargo hubo una tarde en la que les vi intercambiar una mirada y me acordé de mis padres, de la expresión resignada y fatalista con que acogían cada noticia sobre el posible cierre de la colonia.
No fue aquélla una tarde cualquiera. Fue la tarde de la reaparición del señor Torres. Alfonso y mi tía estaban en la tienda, hablando de cierta subasta benéfica que un par de meses después debían organizar. Yo, con un vestido como de fiesta, de color beige y largo hasta los pies, que la tía Amalia me acababa de regalar, les escuchaba sentada en la escalera. Mi tía decía que era un incordio tener que vaciar el local y Alfonso argumentaba que no les quedaba otro remedio: Cada año la organiza un anticuario y éste nos ha tocado a nosotros. Piensa en los nuevos mercados que eso nos puede abrir: clientes de los buenos, todo el circuito de las subastas. Alfonso siempre era así de optimista y le gustaba utilizar expresiones que parecían sacadas de las páginas de economía de los periódicos: los nuevos mercados, el circuito de las subastas. ¿Nosotros qué pieza vamos a donar?, preguntó la tía Amalia, y él, en broma, contestó: Había pensado en una mesa que tenemos en el dormitorio… Se refería, claro está, a la favorita de mi tía, de ébano de Macasar, estilo art déco, etcétera, la mesa en la que guardaba los sobres de color verde claro, y ella le echó las manos al cuello como para estrangularle y exclamó: ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¿Por qué no, si es tan fea? ¿Fea? ¡Aquí el único feo eres tú!
Jugaban. Hacían como que discutían y al mismo tiempo reían, y yo me acordaba de mi casa, en la que las discusiones iban siempre en serio y casi nunca reíamos. Y fue entonces cuando vi la oronda figura del señor Torres detenerse delante del escaparate. Llevaba un loden verde y una gorra a cuadros y, a pesar de la ropa y el lugar, lo reconocí al instante, como si no estuviéramos en invierno y en Madrid sino en verano y en Estoril, dos años y medio antes.
Yo le vi primero. Luego le vio Alfonso y finalmente mi tía, que aún fingía querer estrangularle y se paró en seco. Todavía no era de noche. Había más luz en la calle que en el interior de la tienda, y los tres vimos cómo el señor Torres acercaba la cara al escaparate y cómo se ponía una mano en forma de visera y entornaba los ojos para ver mejor. Y vimos también cómo nos veía, el rostro inexpresivo, la nariz pegada al cristal, y cómo se apartaba despacio, echaba un último vistazo al rótulo de la tienda y se marchaba por donde había venido.
Miré a la tía Amalia y a Alfonso, que permanecían inmóviles y en silencio. Era él, dije nada más, y ellos volvieron hacia mí una mirada como la que ya he dicho, cargada de fatalismo y de alarma. Y yo pensé que era como si lo hubieran estado esperando, como si siempre hubieran sabido que algún día ese hombre averiguaría su paradero y viajaría desde Valencia sólo para echarles una ojeada desde la calle, la nariz pegada al cristal, el rostro inexpresivo.