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Pero la vida, la vida real, no era la de Madrid sino la del barrio, y allí las cosas iban cada vez peor. Desde que dejamos la colonia, mi padre había ocupado diferentes puestos de trabajo. Primero había encontrado empleo en una planta de galvanizados, luego se había pasado por un sueldo algo mejor a una empresa de cartonajes y ahora, desde hacía un par de meses, trabajaba en una fábrica de colchones de casi doscientos empleados. Fue en esa fábrica donde tuvo su primer contacto con la política. Quiero decir con la política de verdad, la que hacía que los estudiantes tomaran una calle y se enfrentaran a pedradas con la policía y que algunos obreros, los más osados, se declararan en huelga cada dos por tres: nada que ver con esas proclamas suyas, casi siempre vagas e inútiles, de los tiempos de la colonia, que al fin y al cabo era como un mundo aparte que se regía por sus propias reglas y vivía al margen de la historia.

En la fábrica había un grupo de sindicalistas muy batallador que era al mismo tiempo el único foco de reivindicación del que disponía el barrio, de forma que las protestas por los despidos o los bajos salarios solían mezclarse con las reclamaciones de nuevos semáforos o mejores horarios de autobús. El cabecilla del grupo era Antón, un ex seminarista de largas barbas negras y expresión dolorida que recordaba un poco al Cristo de los catecismos. Era delgado, muy delgado, y me acuerdo de los dedos que tenía, unos dedos larguísimos de abultados nudillos y uñas recomidas, y si me acuerdo es porque la primera vez que le vi le ayudé a cargar con unos pesados paquetes envueltos en papel de estraza. Guárdalos debajo de tu cama y no le digas nada a nadie. Ni siquiera a tu madre, me dijo. Mi padre, a su lado, me hizo una seña de haz lo que te dice, y yo tuve que hacerles sitio detrás de la maleta en la que escondía algunos de mis queridos vestidos de Estoril. Aquellos paquetes contenían papel, nunca supe si panfletos o ejemplares de Mundo obrero, que era el periódico que mi padre leía a escondidas y que ocultaba bajo el cojín de la mecedora cuando oía que mi madre llegaba a casa. No solían permanecer más de tres o cuatro días debajo de mi cama. Entonces aparecía mi padre con un par de hombres más y se los llevaban sin decir nada.

Una tarde, más o menos a la hora en que él solía llegar, sonó el timbre de la puerta. Era Antón. ¿Está tu madre?, me preguntó, y por la forma en que lo dijo supe que había ocurrido algo. Antón apretó las manos callosas de mi madre entre sus dedos larguísimos y le dijo algo al oído. ¡Dios mío!, exclamó ella, abriendo mucho los ojos. Luego se encerraron en la cocina, y mi madre decía: Pero ese hombre ¿no se da cuenta de que tiene una familia?

Mi padre, limpio y bien afeitado pero con la ropa arrugada, reapareció al cabo de tres días. Le habían detenido, junto a otros diez sindicalistas, por participar en una sentada que exigía la readmisión de unos trabajadores despedidos y la construcción de un paso elevado sobre las vías del tren. Así que llegó mi padre, ya lo he dicho, limpio y bien afeitado, y mi madre, que llevaba toda la mañana esperándole, sacudió la cabeza y dijo solamente: A tu edad… Dijo a tu edad como si ser antifranquista y participar en actos de protesta fuera algo que sólo podían hacer los jóvenes. Lo dijo como si no pudiera concebir nada más excéntrico que eso, un padre de familia arriesgando la estabilidad familiar por jugar a hacerse el héroe, y yo creo que eso fue lo que le desarmó. Si mi madre hubiera sido más explícita, si le hubiera reprochado sus ideas políticas, seguro que él habría sabido encontrar argumentos para replicarle, pero lo que dijo fue eso, a tu edad, y mi padre se sintió ridículo, como un adulto compitiendo contra niños en una carrera de sacos.

Mi hermano Josemi también debía de estar metido en asuntos del sindicato. Josemi había acabado la mili un par de meses antes y todavía no había encontrado trabajo. Se pasaba el día visitando empresas y oficinas de contratación, y mi madre se quejaba de que casi no le veíamos el pelo. Pero había también noches en que no venía a dormir y noches en que llegaba a altas horas, cuando hacía bastante rato que yo me había acostado, y, aunque él nunca decía nada, yo estaba segura de que le molestaba tener que compartir cuarto conmigo, su hermana pequeña, y de que deseaba largarse de casa y vivir por su cuenta.

Por aquella época hubo dos noches en las que ocurrió algo especial, y Josemi no estaba en casa ninguna de las dos. Una de ellas fue la noche de mi primera regla. Estaba en la cama, leyendo una de esas novelas de aventuras que me regalaba Almudena, cuando noté un líquido caliente que se me derramaba por el interior de los muslos. Era como si me estuviera meando encima y no pudiera hacer nada para evitarlo. Aparté alarmada las mantas y descubrí una mancha roja sobre la sábana. Yo ya sabía lo que era aquello porque muchas niñas de mi escuela la habían tenido antes que yo y no hablaban de otra cosa en los recreos. Mi primera reacción fue volver a taparme e intentar leer. Hacer como si nada hubiera pasado: en el fondo, no me hacía mucha gracia eso de abandonar la niñez y convertirme en mujer, que es lo que las niñas de mi escuela decían que ocurría cuando te venía la regla por primera vez. Luego pensé que aquella mancha no podía quedar así y, tratando de no hacer ruido, me levanté y retiré la sábana. La dejé en una esquina de la habitación y salí al cuarto de estar.

Mis padres estaban viendo un concurso en la televisión, él medio dormido, ella trabajando en un nuevo tapete de ganchillo para regalar al médico. Mi padre dio un respingo y volvió un instante la mirada hacia mí, y yo pensé que lo adivinaría todo, que habría algo en mi expresión o mi forma de comportarme que me delataría. Pero no. Mi padre entrecerró nuevamente los ojos y mi madre, inmutable, siguió con su tapete y su concurso de televisión, y ése fue uno de los momentos en que con más fuerza deseé que mi madre fuera de otra manera, que fuera una madre dulce y cariñosa a la que poder abrazarme sin venir a cuento, a la que poder susurrar al oído: Me acaba de venir la regla. Me metí en el cuarto de baño, me quité el pantalón del pijama. Me lavé un poco y lavé también el pantalón, que luego sequé con el secador de pelo, y entonces mi madre gruñó desde el cuarto de estar: ¿Se puede saber qué estás haciendo? Hace tiempo que tendrías que estar dormida. Eso me molestó. Me molestó que mi madre no se hubiera dado cuenta de nada y que ni siquiera en una ocasión tan excepcional como aquélla pudiera librarme de su mal carácter.

Iba a coger una de sus compresas del armarito pero me lo pensé mejor. ¿Realmente tenía interés en que mi madre acabara enterándose y se estableciera entre nosotras algún tipo de conversación íntima, esa conversación que, al parecer, mantienen las madres con sus hijas cuando éstas, como decían mis compañeras, abandonan la niñez para convertirse en mujeres? No, yo no estaba preparada para una intimidad así, de modo que corté un buen trozo de papel higiénico, lo doblé bien doblado y lo sostuve como pude entre los muslos. Luego, sujetándomelo con disimulo, crucé el cuarto de estar y volví sin decir nada a mi habitación. Mi padre se había quedado dormido en el sillón, mi madre seguía con su tapete de ganchillo y yo, antes de cerrar la puerta, eché un último vistazo a su perfil arisco y concentrado y me juré a mí misma que se lo ocultaría, que durante todo el tiempo que me fuera posible le haría creer que aún era una niña. Sería ésa mi pequeña venganza.

La otra noche a la que me refería fue la del registro, y en esa ocasión fue una suerte que Josemi no estuviera en casa porque, si no, seguro que le habrían detenido. Los dos policías iban de paisano, con unas corbatas anchas y floreadas y unas americanas algo gastadas, con brillos en los hombros y en los codos. Les abrió la puerta mi madre. Ellos se identificaron y mostraron la orden de registro. Mi madre se echó a un lado y les dejó pasar, y los policías, como si hubieran estado muchas veces antes en ese piso y lo conocieran a la perfección, acudieron directamente a mi cuarto, que era desde donde yo lo estaba viendo todo, y empezaron a sacar de debajo de mi cama los paquetes envueltos en papel de estraza. Hablaban poco aquellos hombres, lo menos posible. Uno de ellos, el que parecía tener más autoridad, señaló la cama de Josemi y preguntó quién dormía ahí. Se lo preguntó a mi madre pero ésta tardaba en contestar y yo dije: Es la cama de mi hermano Josemi pero no está. ¿Dónde está? En la mili, dije, y entonces temí que Josemi pudiera aparecer en cualquier momento y mi mentira quedara en evidencia.

Los policías no tenían ninguna prisa. El que parecía el jefe encendió un cigarrillo y se sentó en mi cama. Probó con un par de golpes los muelles del colchón y dijo: Voy a tener que comprarle una cama al mayor. Y así ya tendremos la cuna del nuevo… No nos lo dijo a nosotras sino a su compañero. Hablaba, de hecho, como si mi madre y yo no estuviéramos delante, y el otro asintió con la cabeza: ¿Para cuándo? Para mayo. Pero ya sabes que a mi mujer siempre se le adelantan… Hicieron aún algún comentario más sobre embarazos y mobiliario doméstico, y nosotras dos nos miramos sin saber qué hacer. Luego aquel hombre tiró la colilla y la apagó con la suela del zapato. Y entonces dijo, mirando a mi madre: Su marido no es mala persona. Sólo un poco tonto. Tendría que elegir mejor sus amistades. Ya sabe a qué me refiero. Comunistas, subversivos… Luego señaló los paquetes y dijo: Mire. Lo dijo con aire cansado, casi con resignación, como diciendo: ¿Qué se puede esperar de alguien que guarda cosas de ésas debajo de la cama de su hija?

El otro tuvo que hacer varios viajes hasta el rellano para sacar todos los paquetes y mi madre preguntó: Pero ¿qué ha hecho? ¿No ha visto usted las pintadas? ¿Cuáles?, ¿las del dispensario? El policía asintió con la cabeza: Le cogimos con los botes de pintura. Estaba con otros dos pero consiguieron escapar. Entonces señaló el último de los paquetes y dijo: Y además está esto, que es bastante más grave. ¿Qué va a ser de él?, preguntó mi madre. Y yo qué sé…, contestó el policía, que luego añadió: Pero un escarmiento tampoco le vendrá tan mal.

Fue aquélla la segunda vez que le detuvieron, y recuerdo que, durante los más de dos meses que pasó en Carabanchel, mi madre nunca quiso que fuera con ella a visitarle. En realidad, casi ni me hablaba de él, y yo sólo me enteraba de que había ido a verle por las cartas que luego encontraba encima de mi cama. Me gustaban las cartas de mi padre, con esas cosas tan bonitas que decía sobre el barrio lleno de pájaros, de música y de jardines en el que las niñas como yo merecíamos vivir, con esas descripciones más bien sosas sobre la vida en la cárcel, incluso con esos párrafos finales, llenos de interrogativas, que cambiaban muy poco de una carta a otra: ¿y tú qué tal?, ¿cómo te van las clases de ballet?, ¿y las otras, las de la escuela?, ¿ayudas a tu madre en las cosas de casa? Yo, en vez de cartas, le mandaba dibujos. Dibujos de playas y de cielos despejados y de verdes paisajes repletos de animales, siempre dibujos de espacios abiertos, porque me parecía que eso era lo que más podía alegrar las paredes de su celda. Le daba los dibujos a mi madre y le decía: Dile que me acuerdo mucho de él. Y mi madre no me decía nada y supongo que luego tampoco le decía nada a él, y yo me daba cuenta de lo mal que lo estaba pasando, de lo mucho que la hacía sufrir el hecho de tener al marido en prisión.

Durante aquellos dos meses y pico, salía de casa lo menos posible porque no le gustaba que la gente del barrio le preguntara por él, y eso a pesar de que allí todo el mundo tenía algo que ver con el sindicato y veía con simpatía a los trabajadores que, como mi padre, eran detenidos por repartir octavillas o participar en huelgas y manifestaciones. Para mi madre, en cambio, la cárcel era la cárcel, y estoy segura de que, si no quería que yo la acompañara en aquellas visitas, era sobre todo por vergüenza, porque la avergonzaba pensar que alguien, incluida yo, pudiera verla a la entrada de la prisión o en la zona de los locutorios, observada con recelo por los funcionarios y los policías, mezclada con los familiares de otros reclusos que esperaban el turno de visitas.

Mi madre estaba en aquella época más amargada que nunca, y sólo hablaba con Josemi y conmigo para pegarnos gritos y para decir entre dientes que algún día se iría de casa y que a ver cómo nos las arreglaríamos entonces nosotros. Y la verdad es que esa amargura suya estaba ahora bastante justificada, porque las cosas no nos podían ir peor. Con mi padre en la cárcel y Josemi sin trabajo, nos veíamos obligados a pasar el mes con lo que ella ganaba haciendo camas y fregando suelos, un dinero que no creo que alcanzara ni para pagar las letras del piso, y a esas estrecheces había que sumar la incertidumbre en torno al futuro: ¿cuándo soltarían a mi padre?, ¿y qué multa le impondrían?, ¿lo readmitirían entonces en la fábrica de colchones? Recuerdo que aquellos días mi madre me daba el dinero justo para los billetes de autobús y que para comer nos ponía siempre lo más barato que había: coliflor o acelgas con patatas la mayoría de los días, arroz blanco con huevo frito una vez a la semana, sardinas o magras de cerdo otra.

¡Se nos va a acabar quedando cara de acelga!, protestaba Josemi al ver su plato, e inevitablemente mi madre y él se enzarzaban en una discusión. ¿Qué te apetece? ¿Solomillo, pechuga de pollo, costillas de cordero? ¡Pues te pasas por la tienda y compras de todo!, decía mi madre, y mi hermano replicaba: ¿Y de dónde saco el dinero? ¡Como no atraque un banco…! Y mi madre: ¡Eso! ¡Atraca un banco! ¡A ver si te cogen y acabas haciendo compañía a tu padre! Y mi hermano: ¿Sabes qué te digo? ¡Que no me importaría! ¡En la cárcel seguro que comen mejor que aquí! Aquellas discusiones me recordaban mucho las que mi madre sostenía con mi padre, y yo pensaba que Josemi y él no eran en el fondo tan distintos. Lo único que cambiaba era que mi padre solía darlas por concluidas con un buen grito, y punto y basta, y que con Josemi mi madre se sentía autorizada a decir la última palabra, de modo que mi hermano acababa dando un portazo y largándose de casa, y entonces mi madre se asomaba a la ventana y gritaba en voz bien alta, para que todos los vecinos lo oyeran: ¡Si pasas por la carnicería no te olvides de comprar solomillo!

Una mañana, estando en clase, llamaron a la puerta y entró Marisa. Llevaba puesta la bata de la peluquería. Se acercó a la maestra, le dijo algo al oído y luego se acercó a mí. Tu padre, me dijo nada más. Salí con ella a la calle y en ese momento mi padre pasaba por ahí con una pequeña bolsa de ropa a la espalda. ¡María!, gritó. Eché a correr hacia él, que me agarró con sus fuertes manos y me acomodó en sus hombros como solía hacer algunos años antes, cuando yo era aún una niña pequeña.

Y entonces empezaron los aplausos. De los portales y comercios cercanos salía gente que nos aplaudía y nos felicitaba. ¡Enhorabuena!, gritaban. ¡Por fin te han soltado!, gritaban. ¡Bienvenido al barrio!, gritaban, y mi padre y yo saludábamos con ambas manos a uno y otro lado, como los Reyes Magos en la cabalgata de televisión. Enseguida apareció Josemi, que se abrazó a mi padre y echó a andar junto a nosotros, y poco a poco se fue formando detrás de nosotros un pequeño cortejo. Entre los que nos seguían estaba, por supuesto, Antón, con ese aspecto suyo de Jesucristo crucificado, y estaban también varios de los hombres que solían venir por casa a recoger paquetes.

Entramos todos en un bar y los adultos pidieron vino para brindar por mi padre y por el dispensario, y Marisa, que además de bailarina y peluquera era un poco poeta, leyó unos versos bastante cursis. Unos versos que hablaban de amor y de amistad y que acababan con un te queremos, compañero, como la ola quiere a la playa y la nieve a la montaña. Luego tomó la palabra Antón, que elogió a mi padre por su coraje cívico, y yo le miraba y me sentía orgullosa de él, aunque no sabía muy bien en qué consistía eso del coraje cívico. Y no sólo me sentía orgullosa de mi padre sino que le comprendía. Comprendía que se hubiera metido en aquellos líos políticos e incluso que estuviera dispuesto a ir a prisión por reclamar el dispensario. Un recibimiento como éste hace que hasta la cárcel haya valido la pena, pensé que pensaba mi padre, y también pensé que ahora él había conseguido lo que en el fondo andaba buscando: volver a ser alguien, sentirse querido y respetado por la gente del barrio como se había sentido por la de la colonia.

Mi madre, por supuesto, no acudió al bar, pero eso tampoco me extrañó porque ella no era muy amiga de bares y cafeterías. Fuimos después a casa y, aunque la encontramos regando distraída sus geranios, yo estuve segura de que sabía lo de mi padre y le estaba esperando. Su acogida, sin embargo, no pudo ser más fría. Ah, ya estás fuera, dijo, mirando a mi padre, y yo pensé que, en una situación así, lo normal sería que la mujer corriera a echarse en brazos del marido y que se dieran un beso muy largo y hasta derramaran alguna lagrimita. Pero mi madre no era amiga de dar besos ni de derramar lágrimas, como tampoco lo era de bares y cafeterías, y el reencuentro consistió en poco más que ese ya estás fuera de mi madre y el sí, por fin con que mi padre le contestó.

Luego mi padre dijo que le habían readmitido en la fábrica, y por un momento pareció que la buena noticia era ésa y no que hubiera salido de la cárcel después de dos meses y pico. Me han readmitido y mira: me han adelantado el sueldo, añadió, dejando sobre la mesa un sobre de color verde claro. Mi madre alargó la mano hacia el sobre y sacó unos cuantos billetes de mil. Con aquel dinero se acababan nuestras penurias pero ella ni siquiera fue capaz de sonreír o soltar un suspiro de alivio, y lo único que dijo fue: Para pagar deudas. Así era mi madre, siempre aguándonos la fiesta, siempre a disgusto con todo, y aquella reacción suya me irritó tanto que hubiera querido tener más aplomo para marcharme de allí dando un portazo. Pero nadie se marchó dando un portazo: ni mi padre ni mi hermano ni yo. Mi madre se metió aquellos billetes en el bolsillo del delantal y me tendió el sobre vacío para que lo guardara en el mueble del televisor, que era donde guardábamos los sobres sin usar, las hojas en blanco y los bolígrafos de propaganda.