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Nuestra profesora de ballet era una peluquera del barrio que se llamaba Marisa. De joven había intentado dedicarse profesionalmente a la danza, pero las cosas no le habían ido bien y al final había acabado aceptando el destino que parecía corresponderle, porque también su madre y algunas de sus hermanas eran peluqueras. Pero Marisa seguía bailando en sus horas libres, y había sido ella misma la que se había propuesto a la directora de la escuela para impartir todas las semanas un par de lecciones de ballet como actividad complementaria. Yo era una de sus alumnas favoritas, por no decir la favorita. Según ella, yo tenía la elegancia del cisne y la armonía del canto del colibrí. Marisa, la verdad, era un poco cursi, con ese vocabulario que empleaba y ese acento suyo que sonaba un poco a italiano y otro poco a francés, pero que todos sabíamos que era fingido porque ella nunca había ido más allá de Guadalajara. Yo, sin embargo, se lo disculpaba todo. Se lo disculpaba por lo mucho que me apreciaba y por lo bien que lo pasaba en sus clases. A quien no le gustaba demasiado era, por supuesto, a mi madre, que decía que la princesa había nacido para princesa y el carbonero para carbonero, como dando a entender que nunca la hija de una peluquera podría dedicarse a otra cosa que no fuera hacer permanentes y cardados. Creo incluso que mi madre consideraba a Marisa una mala influencia para mí y que, si de ella hubiera dependido, habría hecho que sus clases no fueran gratuitas sino de pago porque así habría tenido un buen pretexto para no inscribirme. Pero el caso era que las clases no le costaban un duro y que, según Marisa, yo destacaba en ellas con mi elegancia de cisne y mi armonía de colibrí.

Para Navidades y fin de curso celebrábamos un espectáculo en el polideportivo del barrio, que en realidad era poco más que un almacén de altos techos con una cancha de baloncesto y una gradería, y en esas ocasiones era inevitable que yo fuera la primera bailarina. A mí me gustaba saberme el centro de atención de aquella gente, aquellos padres y hermanos de alumnas, y ver cómo al final todos (incluida mi madre, no habría estado bien que no lo hiciera) se ponían en pie y me aplaudían durante más de un minuto.

Fue en una de esas fiestas donde Marisa anunció públicamente lo de mi beca. Es éste un año excepcional, un año venturoso como un almendro en flor, dijo Marisa con su estilo característico desde el centro mismo de la cancha, y entonces me hizo acudir a su lado y pidió un nuevo aplauso para mí porque una de las más prestigiosas academias de España, incluso de Europa, me había concedido una beca importantísima, una beca que sin lugar a dudas permitía augurarme un inmejorable futuro en el mundo de la danza. ¿Quién sabe si no nos encontramos ante una nueva Isadora Duncan?, concluyó Marisa, y todos volvieron a aplaudirme, aunque dudo que hubiera nadie allí que hubiera oído jamás hablar de Isadora Duncan. Miré entonces a mi madre, a la que ni Marisa ni yo habíamos querido dar la noticia, y, pese a que por dentro debía de estar más que irritada, no le quedaba más remedio que agradecer con una sonrisa tirante las felicitaciones de los padres y las madres que estaban sentados cerca de ella.

Marisa decía que la academia era una de las más prestigiosas de España, incluso de Europa, pero seguramente lo decía porque ella misma había estudiado allí y era una forma como otra cualquiera de dar lustre a su modesto historial de bailarina. Aunque también podía ser que en su época hubiera conocido cierto esplendor y que luego, con el paso del tiempo, lo hubiera perdido. Lo cierto era que las instalaciones estaban viejas y descuidadas y que en un parqué como aquél era inevitable que acabaras clavándote unas cuantas astillas. Sus propietarias y profesoras, las hermanas Fernández, eran además tres corpulentas señoras de entre cincuenta y sesenta años a las que resultaba difícil imaginar intentando el más sencillo de los pasos de baile. ¿Y cuántas alumnas tendrían en total? Yo calculé una docena, dos en el mejor de los casos. Que una academia así estuviera en condiciones de repartir becas entre las niñas de las familias pobres resultaba cuando menos llamativo, aunque también podía ser que ése fuera el último y desesperado recurso al que aquellas mujeres se hubieran agarrado para captar discípulas y mantener alguna actividad en su negocio. ¿Era yo la única becaria o, por el contrario, había otras niñas, quién sabe si todas, en mi situación? Lo que estaba claro era que muy pocos padres habrían pagado por enviar a sus hijas a una academia así.

Pero a mí todo eso me daba lo mismo. A mí aquella beca me acercaba un poco más a la forma de vida que siempre había deseado llevar. Y no sólo eso: me acercaba también a Estoril, a la tienda de antigüedades de la tía Amalia, porque la academia de las hermanas Fernández estaba en una bocacalle de Zurbano, no muy lejos de la calle Génova, por la que mi madre y yo habíamos pasado en autobús el día aquel de la manifestación.

Recuerdo muy bien la primera vez que me asomé al escaparate de Antigüedades Estoril. Mi madre me había acompañado un par de tardes a la academia para asegurarse de que me aprendía el camino y luego me había dicho que ya tenía edad para ir sola a los sitios. Aquel día fue también el primero en que, con mi bolsa del ballet al hombro, pude moverme con libertad por Madrid. Era todavía verano, creo que mediados de septiembre, y bajé del autobús varias paradas antes de lo que debía, de modo que, para llegar a la academia, tenía que cruzar dos o tres calles, una de ellas Génova. Recuerdo muy bien que aquella primera vez no me atrevía a acercarme demasiado y que iba de un lado para otro por la acera de enfrente, tratando con disimulo de escudriñar el interior del local. Desde aquella distancia y a través del cristal de la puerta creí distinguir cuatro o cinco figuras. ¿Podía ser que una de ellas fuera la de la tía Amalia y otra la de Alfonso? No estaba segura. Llegó una pareja con una niña más o menos de mi edad, que entró un momento y luego salió a esperar a sus padres. Crucé la calle. Me pareció que con tanta gente podía por fin decidirme a pasar por delante y echar un vistazo sin correr el riesgo de ser descubierta. Anduve despacio por la acera y me paré justo antes de llegar al escaparate. Aquella niña estaba jugando a las bolas locas, que ese año estaban de moda, dos bolas del tamaño de dos canicas grandes, unidas por un cordel, que se sostenían entre el pulgar y el índice y había que entrechocar con fuerza: tacatá, tacatá. Tragué saliva. La niña me miró. Di uno, dos, tres pasos y me planté delante del escaparate. Miré. Una cómoda, un atril con un libro antiguo, una lámpara de pie, un busto de mármol. Ahora sólo me faltaba dar un paso más y asomarme a la puerta, a través de la cual podría sin duda ver a la tía Amalia, pero ese último paso no me iba a resultar sencillo porque yo sabía que, si finalmente lo daba, estaría traicionando a mi madre. Lo di, por supuesto. Di ese paso y, en efecto, ahí estaba la tía Amalia, enseñando un elefante de marfil a la pareja recién llegada, y a su espalda estaba Alfonso, cada vez más parecido al padre de Marisol en Un rayo de luz, charlando con dos señoras y señalando unos retratos, y, aunque mi intención había sido la de seguir mi camino sin detenerme, lo cierto es que me había quedado como clavada en el sitio y que cualquiera de los dos podría verme con sólo volver la mirada hacia la puerta. La otra niña, mientras tanto, seguía con su tacatá, tacatá. Fue ella la que me hizo regresar a la realidad. ¿A ti qué te pasa?, ¿estás tonta?, me preguntó, dejando por un instante de hacer ruido, y yo abracé con fuerza mi bolsa del ballet y eché a correr hacia la esquina siguiente.

A partir de aquel día me acostumbré a hacer siempre lo mismo. Las tardes que tenía clase en la academia bajaba del autobús, me metía por Génova y pasaba por delante de la tienda echando un vistazo furtivo a su interior. ¿Quería o no quería ser descubierta? Yo creo que, cuando alguien se expone con excesiva frecuencia a un riesgo o una tentación, es que en realidad está deseando ceder, caer hasta el fondo del pozo, y al final acabó ocurriendo lo que tenía que ocurrir. Una de esas tardes, en el momento mismo en que pasaba por delante de la tienda, se abrió de golpe la puerta y la tía Amalia me sonrió y me dijo: ¿También hoy vas a echar a correr? Me había visto. Me había visto la primera tarde y quién sabe si todas las demás. Yo, acobardada, no supe qué contestar. Tenía la sensación de haber sido cogida en falta, como cuando los niños de la colonia nos colábamos en un huerto cercano a robar fresas y el campesino nos perseguía dando gritos y blandiendo el bastón, y oscuramente temía que pudiera guardarme algún rencor por el mal trato que mi madre le había dispensado. Lo que menos me esperaba era que al cabo de un momento apareciera también Alfonso y que los dos, al verme tan confundida, casi llorosa, soltaran una carcajada unánime. ¡Pero María!, ¡si pareces la estampa de la Pasión!, exclamó la tía Amalia, y entonces también yo me eché a reír. Eso hizo las cosas mucho más fáciles. Me preguntaron adónde iba. Yo les hablé de mi beca y de mis clases de ballet y les dije que iba a llegar tarde a la academia, y ellos me invitaron a visitarles siempre que quisiera. Ése es nuestro piso, añadió la tía Amalia, señalando el balcón que estaba justo encima de la tienda, ¿quieres subir a tomar una cocacola?

No subí aquella vez pero sí la siguiente, y la tía Amalia debía de estar esperándome porque lo primero que hizo fue encender el tocadiscos y la canción que sonó fue, cómo no, María bonita: Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches… Y de repente me sentí como si de verdad nada hubiera cambiado en esos casi dos años, como si aquél fuera aún el piso de la calle Princesa y mi madre me hubiera acompañado por la alfombra morada del portal ante la atenta vigilancia de Venancio. Pero aquel piso era incluso mejor y más elegante que el de Princesa, con un gran salón con chimenea de mármol y artesonados en los techos, con un pasillo anchísimo lleno de cuadros antiguos. Luego supe que muchos de aquellos muebles y aquellos cuadros formaban parte del negocio. Que podían ser vendidos en cualquier momento y que, por eso, la decoración de la casa se transformaba sin cesar: tan pronto desaparecía un secreter o un biombo como aparecía una escribanía o un espejo, siempre de lujo, por supuesto, y siempre preciosos, aunque la sensación que el conjunto transmitía era algo extraña, como si aquello no fuera una vivienda sino una exposición, como si en cada una de aquellas piezas hubiera algo que delatara su provisionalidad. Pero eso no cambiaba las cosas: si aquel piso y aquella tienda y aquellas antigüedades habían sido pagados, como desde el principio supuse, con el dinero que Alfonso y la tía Amalia le habían sacado al señor Torres, es que de verdad le habían sacado un porrón, como decían mis padres.

La casa y el local estaban comunicados por una escalera de caracol que unía el salón con la trastienda, y a mí me gustaba sentarme en uno de los escalones centrales porque estar allí era como estar en los dos sitios a la vez: en el piso, en el que la tía Amalia solía matar el rato leyendo cuando no tenían clientes, y en la tienda, a la que bajaba corriendo en cuanto Alfonso la reclamaba por el interfono. ¿Puedes bajar, Amalia?, oía yo desde mi escalón, y al momento aparecía mi tía diciendo: ¡Paso, paso! Sentada en aquella escalera me tomaba una cocacola y esperaba la hora de la clase de ballet. Algunos clientes, o más bien clientas, me saludaban desde lejos y me tomaban por hija de la tía Amalia. ¡Qué niña tan guapa!, ¡no se puede ocultar a quién ha salido!, comentaban refiriéndose a mi tía, y ella asentía con la cabeza y me enviaba una sonrisa cómplice, como la noche de nuestra llegada al hotel de Estoril.

No tardé en convertirme en una presencia habitual. Entraba a visitarles siempre que tenía clase, y lo más curioso es que nunca hablamos ni de los Torres ni del juicio ni de la cárcel, como si nada de eso hubiera existido. Tampoco de la discusión con mi madre, a la que por otro lado mi tía evitaba aludir y, cuando lo hacía, era siempre de un modo indirecto, con un ¿qué tal todos?, ¿bien?, o un ¿cómo está la familia? Todo eso formaba parte de una especie de código privado, una manera de entendernos y hacernos entender que no requería palabras, no al menos las palabras exactas, las que cualquiera pronunciaría en cada una de esas situaciones.

Una tarde mi tía me preguntó si quería acompañarla a hacer unas compras. Es que tengo clase…, dije yo. Por un día que te la pierdas…, replicó. Dejé mi bolsa del ballet en el hueco de la escalera y la seguí. Entramos en una tienda de ropa, cogió uno de esos vestidos vaporosos, ligeros y como ibicencos que entonces estaban de moda y señaló los probadores: Mira a ver qué tal te sienta. No, de verdad que no, dije, negando con la cabeza, y ella insistió: Que te lo pruebes. También eso formaba parte de nuestro código: yo no podía presentarme en mi casa con ese vestido y ella lo sabía y yo sabía que ella lo sabía, pero las dos hacíamos como si no, como si aquello fuera lo más normal del mundo, una tía tratando de regalar un vestido a su única sobrina y ésta resistiéndose por cortesía. Pasé al probador y me puse el vestido. Era precioso, con aquellos velos de colores claros. Me hacía parecer una de esas actrices jóvenes que salían en las revistas. Una monada, una auténtica monada, dijo mi tía mirándome en el espejo. Salí de la tienda con el vestido puesto y no me lo quité hasta que llegó la hora de volver a casa. No te preocupes, te lo guardo en mi armario, me dijo la tía Amalia mientras yo me ponía la ropa con la que había venido, un pantalón barato y una camiseta de colorines que había sido de Josemi, y yo entonces quise darle las gracias pero no dije nada y lo que hice fue llevarme la mano al cuello y mostrarle la cadenita que durante toda la tarde había mantenido oculta bajo la ropa, una cadenita de plata con un pequeño colgante de jaspe. Fue ésa una de las pocas veces que delante de la tía Amalia hablé de mi madre. Y ni siquiera llegué a mencionarla. Dije ella, dije que delante de ella nunca me la ponía, y yo ya supe que ella sabía a quién me refería con ese ella.