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En el barrio vivían unos cuantos taxistas. Por eso, aquella tarde, cuando volví de la escuela, no me extrañó ver uno aparcado ante el portal de nuestro bloque. Debía de ser un martes o un jueves porque esos días teníamos clase de ballet, y aquella tarde llevaba la bolsa con el tutú y las zapatillas. Subí las escaleras como solía hacerlo, de dos en dos y canturreando una tabla de multiplicar, y al llegar a nuestro rellano me detuve a escuchar las voces que procedían del interior del piso. Al principio pensé que se trataba de una nueva discusión entre mis padres. Mi madre gritaba: ¿Para qué has venido? ¡Coge eso y lárgate! ¡Vete y no vuelvas por aquí! Eso era normal en sus discusiones, que se echaran de casa el uno al otro o se amenazaran mutuamente con marcharse y no volver, y todos sabíamos que se trataba de amenazas que nunca llegarían a cumplirse, de modo que no le di demasiada importancia y me dispuse a llamar al timbre.

Pero las siguientes palabras de mi madre me lo impidieron. ¡Ya lo sé!, volvió a gritar, ¡has venido para humillarme! ¡Para que encima tenga que estarte agradecida! ¡Coge tu sucio dinero y vete! ¿No me has oído? ¡Vete! Había algo que no encajaba, y enseguida sospeché que, por una vez, el objeto de aquellas iras no era mi padre. Pero entonces, ¿quién? Tardé sólo unos segundos en descubrirlo. Eres injusta, Encarna, oí que, con voz más resignada que tensa, decía la otra persona. Se trataba, por supuesto, de la tía Amalia. Yo no había vuelto a saber nada de ella ni de Alfonso después de lo de Estoril. Durante ese año y medio ni siquiera había oído mencionar sus nombres, y había acabado aceptando su definitiva desaparición con esa extraña naturalidad con la que los niños aceptan los hechos que no alcanzan a explicarse. Como la muerte de los seres cercanos: ahora está, ahora no está.

Eres injusta, repitió la tía Amalia, y mi madre volvió a gritar: ¿Cómo puedes hablar de justicia? ¡Acabas de salir de la cárcel y te atreves a hablar de justicia! ¡No tendrían que haberte soltado! ¡Ése es el único sitio para la gente como tú! Entonces se abrió la puerta y me encontré cara a cara con la tía Amalia. Llevaba unos pantalones de terciopelo gris y una chaqueta larga con cinturón, y en las manos sostenía un bolsito blanco de charol a medio cerrar. Durante un par de segundos mi madre no advirtió mi presencia, y la tía Amalia y yo nos miramos en silencio. ¡Entra, María!, gritó entonces mi madre, y yo no podía dejar de mirar a mi tía. Estaba inmóvil y como hipnotizada. ¡Te he dicho que entres!, volvió a gritar, fuera de sí, y lo que seguramente quería era que dejara de mirarla como la estaba mirando. Después la tía Amalia se fue y mi madre cerró de un portazo. Fue a decirme algo, los ojos húmedos de rabia, pero al final se contuvo. Luego se metió en la pequeña cocina y yo corrí a asomarme a la ventana, justo a tiempo de ver el taxi de la tía Amalia desaparecer detrás del campo de alfalfa en el que estaba previsto que construyeran el dispensario.

La tía Amalia y Alfonso habían sido condenados por estafa y encarcelados, ella en Yeserías, él en Carabanchel, pero la mayor parte del botín había permanecido a buen recaudo en algún lugar de Portugal, y lo primero que ella hizo después de salir de prisión y recuperar el dinero fue visitar a su hermanastra para ofrecerle apoyo económico. Pero yo esto no lo supe en ese momento sino un poco más tarde, esa misma noche, y sólo entonces estuve segura de algo que apenas había llegado a intuir: que Alfonso y ella me habían utilizado, que de algún modo les había servido de cebo en el asunto de los Torres y el cuadro falsificado. ¿Por qué, si no, esa necesidad apremiante de acallar sus remordimientos y reparar el mal ocasionado?

Por entonces Josemi estaba haciendo la mili y yo tenía el cuarto para mí sola. Aquella noche, desde la cama, noté cómo mi madre se asomaba a mirarme y luego cerraba la puerta con sigilo. Yo hacía tiempo que fingía dormir. Me levanté en la oscuridad y me acerqué a la puerta. Es mucho dinero…, oí decir a mi padre, que estaba cenando delante del televisor en blanco y negro recién comprado. Y lo que hicieron con tu hija, ¿qué? ¡Eso no se paga con dinero!, replicó mi madre. Te lo repito: has hecho bien. Yo sólo digo que tal como están las cosas…, dijo él, titubeante. ¡Tú te callas!, le interrumpió ella, y entonces oí ruido de cacharros e imaginé a mi padre cogiendo una mandarina del frutero de mimbre.

Hablaron luego de la cárcel, de Carabanchel, de Yeserías, de la condena que el juez había impuesto a la tía Amalia y su socio, como ellos decían, y del dinero que habían mantenido oculto en Portugal. Un porrón de dinero, comentó mi madre, y mi padre repitió: Un porrón. Y después se callaron. Estuvieron un buen rato en silencio, mirando una película que contaba la historia de una familia de mineros, creo que galeses. Y cuando volvieron a hablar fue, como casi siempre, para quejarse de las letras que estaban a punto de vencer. Tenemos un piso, una nevera, una televisión, pero vivimos peor que antes, cuando no teníamos nada. Vivimos peor que los mineros estos, dijo mi padre, y mi madre, que siempre que se mencionaba la compra del piso se daba por aludida, le preguntó irritada: ¿Te vas a acabar la mandarina o no? ¡A ver si puedo recoger la mesa! Pero mi padre volvió a la carga: Si al menos Josemi no estuviera en la mili… Son demasiados gastos para un solo sueldo. Y yo, ¿qué? ¿Yo no hago nada? Yo no he dicho eso. Sí que has dicho eso. Yo no he dicho eso, y punto y basta, concluyó mi padre, y yo volví a mi cama.

Aquella discusión había sido como todas las suyas. O quizá no. Quizá habían dicho lo mismo de siempre pero refiriéndose a algo diferente, algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar: refiriéndose al dinero que esa misma tarde mi madre había rechazado. ¿Qué habría ocurrido si mi padre hubiera estado en casa cuando llegó la tía Amalia? ¿Habrían acabado aceptándolo? Yo quería pensar que sí. Y que entonces todo habría sido distinto. Que la relación con la tía Amalia se habría arreglado y las cosas habrían vuelto a ser como antes del viaje a Estoril. Pero el hecho era que mi madre y mi tía se habían encontrado a solas y la reconciliación se había revelado imposible. Mi madre jamás le perdonaría la forma en que me utilizó para estafar a aquella gente, la familia Torres. Lo curioso era que yo a mi tía no le guardaba ningún rencor. Más bien al contrario: aquellos días en Estoril habían sido los mejores de mi vida y, aunque ya no me servían, yo todavía conservaba como recuerdo algunas de las prendas de vestir que entonces me había comprado la tía Amalia. Ahora pienso que el asunto de Estoril desató resentimientos mucho más antiguos y profundos, de la época en que el abuelo Fermín había enviudado y mi madre se había sentido abandonada, excluida de una familia que no era la suya, con una madre y una hermana que no eran ni su madre ni su hermana.

Mi madre ahora estaba orgullosa de tener un piso en propiedad, pero era verdad que eso no la había sacado de pobre. Si en la colonia limpiaba dos viviendas, la del ingeniero Goitia y la del otro ingeniero más joven con tantos hijos, desde que nos mudamos a la barriada limpiaba cuatro: dos en el centro de Madrid, cerca del Retiro, y las otras dos por la zona de Alfonso XIII. Yo estuve algunas veces en una de éstas. Era una casita blanca, de dos pisos, con un par de tilos en el pequeño jardín. Su dueña era una viuda llamada doña Margarita. Tenía tres hijas de edades muy diversas, la más pequeña, Almudena, sólo un año mayor que yo, y mi madre insistía en que en esa casa la trataban muy pero que muy bien. A mí me llevaba consigo cuando no tenía que ir a la escuela y, mientras ella limpiaba, Almudena y yo jugábamos en su cuarto con las muñecas. Y era verdad que doña Margarita la trataba bien, pero la trataba bien como se trata bien a los seres de clase inferior. Era un poco como la mujer del ingeniero Goitia, que siempre le regalaba la ropa bien conservada que no pensaba ponerse. También a mí me regalaban cosas: muñecas por las que aquellas chicas no sentían un cariño especial, novelas bastante manoseadas de Enid Blyton, zapatos que a Almudena se le habían quedado pequeños porque, como decía doña Margarita, a esa niña los pies le crecían como a los conejos los dientes. A diferencia de la mujer del ingeniero Goitia, que siempre la trataba de tú, doña Margarita trataba a mi madre de usted y, aunque mi madre decía que daba gusto sentirse tan respetada, yo en aquello no veía una señal de respeto sino de distanciamiento. No sonaban igual el usted de mi madre y el de doña Margarita, que decía usted, Encarna, sí que tiene buena mano para la aguja, y luego cogía una revista y se tumbaba en el sofá a esperar a que mi madre le cambiara la cremallera a su anorak de esquiadora.

Mi madre aceptaba agradecida todos los regalos que doña Margarita le hacía, unas blusas y unas rebequitas que, como ella decía, daba pena tener que tirar, unos guantes que había comprado por capricho y nunca había llegado a ponerse, algunas botellas y turrones de las cestas que solía recibir por Navidad, y yo me preguntaba cuál podía ser la idea que mi madre tenía del amor propio: ¿por qué aceptaba todo lo que le daba aquella mujer poco menos que desconocida y en cambio rechazaba el dinero de su hermana? Yo en eso no era como mi madre. Yo agradecía con una sonrisa ambigua los pares de zapatos que se le habían quedado pequeños a Almudena y luego no me los ponía. Pero ¿por qué, si son tan bonitos?, se enfadaba mi madre conmigo. Son horribles, replicaba yo, aunque eso nunca era verdad. Sólo eran odiosos, y después, cuando ya los míos acababan de estropearse y mi madre se decidía a llevarme a la zapatería, yo acababa eligiendo unos zapatos que, aunque en barato, no eran tan distintos de los de Almudena.

Pero yo en aquella época casi no salía del barrio. Sólo iba a Madrid cuando mi madre me llevaba a la casa de doña Margarita, que era como no ir a Madrid porque ahora esa zona está en mitad de la ciudad pero entonces se consideraba que estaba en las afueras, y cuando la acompañaba al médico para lo de sus piernas tontas. En esto había habido muy pocos cambios. Mi madre seguía yendo a la consulta de aquel pariente de la mujer del ingeniero Goitia que no le cobraba la visita, y seguían siendo aquéllas las únicas ocasiones en que se decidía a ponerse de tirios largos.

El trayecto en autobús por el centro de Madrid no era muy diferente del de entonces, y lo único que de verdad cambiaba era que, en lugar de dejarme en casa de la tía Amalia, me obligaba a permanecer a su lado en la sala de espera hasta que el médico se decidía a atenderla, que solía ser al final, cuando ya habían pasado por su consulta todos los pacientes de pago. Aquel médico era otra de esas personas que la trataban muy pero que muy bien, y mi madre algunas veces le llevaba tapetes de ganchillo que ella misma hacía robándole horas al sueño. Me pregunto qué haría el médico con aquellos tapetes, que en una casa pobre como la nuestra pretendían ser un signo de distinción pero difícilmente encajarían en el hogar de una familia adinerada. Yo sentía un poco de vergüenza ajena cuando, a últimas horas de la tarde, salíamos de la consulta y mi madre, fingiendo irritación pero en el fondo orgullosa, decía: ¡Qué razón tiene el doctor! Me iría mucho mejor si dejara de destrozarme las piernas fregando suelos y me dedicara más a estas labores.

A pesar de eso, a pesar de esa vergüenza y de las interminables esperas, a mí esas visitas me gustaban porque me recordaban a la tía Amalia, me recordaban aquellas tardes felices en que ella y yo paseábamos por las calles de los comercios más caros y nos metíamos en un cine a ver una película de Marisol.

El autobús que entonces cogíamos recorría gran parte de la calle Princesa y, cuando pasaba por delante de la antigua casa de la tía Amalia, yo no podía apartar la vista del portal: de la alfombra morada que llegaba hasta la misma calle y no retiraban hasta bien entrada la primavera, de Venancio, que a veces salía a fumar un cigarrillo y charlar un poco con los porteros de las casas cercanas. Miraba aquel portal con cierta ansiedad, como si en los escasos segundos que nuestro autobús tardaba en dejarlo atrás confiara en ver salir o entrar a la tía Amalia, con sus pantalones y sus zapatos planos y ese aire suyo como de Katharine Hepburn. En aquel instante brevísimo, me gustaba entregarme a la ilusión de que todo seguía siendo igual que antes, de que nada había cambiado y la tía Amalia seguía viviendo allí. Sabía, por supuesto, que eso era imposible, después de lo de Estoril, la cárcel y todo lo demás, y lo que me preguntaba era dónde viviría ahora. Muy probablemente fuera de Madrid, quién sabe si incluso fuera de España, en algún lugar soleado y tranquilo en el que poder gastar sin temores su parte del botín. Eso, al menos, era lo que hacían los estafadores de las películas, que solían retirarse a una playa del Caribe o de Brasil y se pasaban las horas bebiendo zumos exóticos y dormitando en sus tumbonas.

En aquella época, y aunque nunca se hablaba de ello en los periódicos o en la televisión, eran frecuentes las manifestaciones contra el régimen de Franco. Muchas veces no eran ni manifestaciones: apenas un puñado de estudiantes que cortaban el tráfico de alguna de las calles del centro de la ciudad, se apresuraban a repartir octavillas entre los automovilistas y los transeúntes y luego, en cuanto aparecían las primeras tanquetas de la policía armada, echaban a correr y se dispersaban. Eso bastaba, sin embargo, para que las calles principales quedaran colapsadas y algunos autobuses tuvieran que alterar su itinerario habitual.

Una de esas tardes en que yo acompañaba a mi madre a la consulta del médico, los estudiantes habían conseguido sumir en el caos toda la zona de Recoletos, y a la altura de la plaza de Colón un guardia obligó a nuestro conductor a desviarse por la calle Génova, con el propósito, se suponía, de acceder a la Gran Vía o a Princesa por una transversal. Pero el tráfico en Génova tampoco era mucho más fluido, y el autobús avanzaba muy despacio entre el estrépito de las bocinas. Yo, de pie junto a mi madre, miraba los escaparates de los comercios: una cafetería, una tienda de muebles, otra de lámparas. Luego el autobús quedó retenido en mitad del atasco y entonces la vi. Era una tienda de antigüedades y se llamaba Estoril. Miré a mi madre, que permanecía a mi lado, impasible, indiferente como en nuestros primeros viajes en autobús, cuando sólo abría la boca para decir Nuevos Ministerios o Cibeles o Telefónica, y que sin embargo, no me cabía la menor duda, lo estaba viendo igual que yo. Estoril. Antigüedades Estoril. Clavé la mirada en el escaparate y en la puerta de cristal. A través de ellos sólo podían verse unos cuantos muebles, algunos cuadros, un reloj de péndulo, un espejo. Desde luego, no podía verse si había alguien en el interior del local pero, cuando el autobús echó por fin a andar, estuve segura de haberla encontrado. Había encontrado a la tía Amalia.