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La colonia había sido fundada a principios de siglo por Ramón Cadafalch, un catalán que había hecho fortuna en Cuba y que había vuelto a España para casarse con una madrileña llamada Elisa Castaño. Su modelo había sido el de las colonias que por entonces proliferaban en Cataluña, la colonia Güell y otras como ésa, y lo primero que había mandado construir había sido la pequeña iglesia, que con su fachada blanca y despojada recordaba los templos de la isla caribeña.

La organización de la colonia se pretendía inspirada en las comunidades de los primeros cristianos, y la intensa religiosidad del señor Cadafalch determinaba no sólo la forma de vida de las familias sino también el propio sistema de trabajo. Mi padre recordaba que, cuando él era niño y todavía la familia Cadafalch vivía en la colonia, se interrumpía la producción al mediodía para que los trabajadores rezaran el ángelus, no sé si durante todo el año o sólo durante el mes de mayo, que era, como él decía, el mes de María, pero no por mí, que nací en diciembre, sino por la Virgen. La colonia alquilaba las viviendas a los trabajadores al precio de una peseta. Fue así desde el principio hasta el final, nunca lo subieron un céntimo, y yo recuerdo haber visto el sobre que mi padre traía a casa a primeros de mes y la caligrafía picuda con la que el contable había escrito: sueldo de mecánico de primera, cinco mil o seis mil pesetas o lo que fuera, detracción en concepto de alquiler de vivienda, una peseta.

El padre de mi padre había trabajado en la fábrica desde el primer día, y mi padre, de hecho, había nacido en la colonia y nunca había vivido fuera de ella. Hablaba de su infancia con nostalgia. Decía que aquéllos habían sido los mejores tiempos de la colonia y que en esa época formaban todos una gran familia. El capellán de los Cadafalch era como el capellán de todos y cada uno de los trabajadores. Él se ocupaba de arreglar los matrimonios, orientar a los padres sobre la educación de sus hijos, solucionar las disputas, incluso de fijar los precios del economato y negociar adelantos, préstamos y pagas extra para las familias en apuros: si en la colonia había reinado siempre la armonía había sido gracias a él. Pero luego estalló la guerra y todo eso se perdió. La familia Cadafalch se marchó entonces para no volver, y el lento pero imparable deterioro de su enorme mansión ilustraba de algún modo el deterioro de la colonia entera. Desde entonces la fábrica se había acostumbrado a vivir en una crisis permanente y, aunque cada varios años, en un intento por reflotarla, se acometía una nueva reforma, ya nunca se lograría regresar a la prosperidad de antes de la guerra.

Mis padres se conocieron en las fiestas de un pueblo cercano. Era el verano del año cincuenta y uno. Mi madre vivía entonces en casa de mi abuelo Fermín y había caído por ahí un poco por casualidad. El noviazgo fue breve, brevísimo, y, aunque esto yo no lo supe hasta mucho más tarde, tampoco hace falta ser un lince para adivinar el motivo: mi hermano Josemi nació sólo seis meses después de la ceremonia. Se casaron en la iglesia de la colonia, pero el sacerdote que les casó no era ya el capellán de antes de la guerra sino un cura normal, un cura de pueblo. Por aquella época eran muchos los trabajadores que abandonaban la colonia y emigraban a Madrid. El día mismo de la boda, mi padre le dijo a mi madre que aquella colonia era su vida y que, pasara lo que pasara, sería el último en marcharse, y digo yo que todo eso explica un poco el carácter amargo de mi madre, condenada por un error juvenil a vivir para siempre una vida que ella no había elegido y que carecía de la menor expectativa de mejora.

Luego nací yo. Para entonces, de las casi doscientas familias que habían llegado a vivir en la colonia sólo quedaban cuarenta, y tanto la iglesia como la escuela estaban ya cerradas. A los niños nos mandaban a estudiar a la escuela del pueblo. Mi padre decía que debería haber sido al revés, que eran los niños del pueblo los que tendrían que haber venido a estudiar a nuestra escuela, pero es que mi padre era incapaz de aceptar la irrefrenable decadencia de la colonia. Él también decía que los buenos tiempos volverían y que lo primero que había que hacer era echar a los actuales ingenieros. Según él, ellos eran los mayores interesados en cerrar la fábrica y la colonia. ¡Para ingenieros, los de antes!, exclamaba, queriendo decir los de antes de la guerra. ¡Ésos sí qué eran ingenieros! ¡Unos señores que sabían muy bien lo que hacían! Yo creo que sus convicciones más o menos izquierdistas no expresaban otra cosa que rencor y decepción. Rencor y decepción por ese optimismo suyo continuamente desmentido en torno al porvenir de la colonia. ¿Cómo, si no, puede entenderse que se proclamara socialista y a la vez añorara un tipo de vida feudal y paternalista como el de aquellos viejos y gloriosos tiempos?

El cierre definitivo de la fábrica se produjo nueve o diez meses después de mi viaje a Estoril. Mi padre llegó a casa con el finiquito y una carta en la que se nos anunciaba que disponíamos de dos meses para abandonar la vivienda. Mi madre leyó la carta y no hizo ningún comentario. Aquello, en el fondo, era algo con lo que debía de haber estado soñando durante años. Marcharnos de allí, instalarnos en otro lugar. Llegué incluso a pensar que estaba contenta. Claro que, si eso hubiera sido cierto, delante de nosotros habría tenido que disimular y, cuando mi padre se sentó en la silla de la cocina y se tapó la cara con las manos, ella dijo: ¿Qué será de nosotros ahora?

Aquellos dos meses fueron particularmente tristes. Casi todas las mañanas había una o dos familias que se iban. Los hombres, sin trabajo ya, sin nada en lo que ocupar el tiempo, solían colaborar en las distintas mudanzas. Sacaban los escasos muebles y las cajas a la calle y después los cargaban en la furgoneta. Luego, llegaba el momento de la despedida. Entonces estábamos todos, niños y mayores. Estábamos en la calle, cada uno delante de su casa, y les decíamos adiós con la mano mientras la furgoneta recorría despacio el tramo adoquinado, los colchones enrollados sobre la baca, las lámparas baratas y los percheros asomando por la puerta trasera, atada con dos cuerdas. ¿Dónde vais vosotros?, le pregunté a Pepi la mañana de su partida. A Coslada, contestó, tenemos unos parientes allá. Pero seguiremos siendo amigas, ¿verdad?, dije. Muy semejante fue la última conversación que mantuve con María Jesús. Viviremos en Parla, a mi padre le han ofrecido un empleo en una fábrica de pinturas, dijo, y yo seguí diciéndole adiós con la mano hasta que el vehículo llegó a la glorieta y desapareció de mi vista.

Por supuesto, cada día que pasaba éramos menos los que salíamos a la calle a despedir a las familias que se marchaban. Algunas regresaban a los pueblos y aldeas de los que un día salieron, pero la mayoría optaba por acercarse a Madrid, instalarse en alguna de las nuevas barriadas que por entonces estaban naciendo en torno a la capital, y en aquel momento de la despedida todavía creíamos que seguiríamos viéndonos unos y otros y que, en el fondo, nuestra vida tampoco iba a cambiar tanto. Yo no tenía ni idea de adónde iríamos nosotros a vivir. En casa jamás se hablaba de eso, no al menos en mi presencia, y ni siquiera me habían comentado para cuándo tenían prevista nuestra mudanza.

Pasaron varias semanas. Una noche, a la hora de cenar, mi madre me dijo que fuera a buscar a mi padre y a mi hermano. Aquella noche era especial porque al día siguiente se iba Armando, el de la cantina, y los hombres se habían juntado para acabarse las botellas que no podría llevarse. Era algo así como una fiesta de despedida, y yo esperaba encontrármelos riendo y contando viejas historias de la colonia. Lo que no me imaginaba era que al abrir la puerta vería a mi padre llorando. A mi padre y a varios hombres más. A Remigio, a Manolo, a Abelardo, al propio Armando. Hombres hechos y derechos, todos ellos de cuarenta años para arriba, obreros recios y viriles que habían nacido y crecido en la colonia y que se habían reunido allí para llorar por el tiempo pasado, irrecuperable ya. A su alrededor, los más jóvenes permanecían en silencio, con los ojos respetuosamente clavados en el suelo, y yo comprendí que mi presencia allí era como una intrusión. Traté de marcharme sin que me vieran, pero era demasiado tarde. Mi padre, acodado en el mostrador, levantó la mirada hacia mí y asintió con la cabeza. Nos vamos, Josemi, dijo sin volverse hacia donde estaba mi hermano. Luego dio unos cuantos pasos tambaleantes y apoyó su mano en mi hombro. Había bebido mucho, muchísimo, quién sabe cuántas botellas había decidido Armando no llevarse consigo, y yo en ese momento sentí una inmensa tristeza por él.

Aquella noche recordé el juramento del que alguna vez había oído hablar. Mi padre quería ser el último en abandonar la colonia, de modo que durante las semanas posteriores seguiríamos saliendo a la calle a despedir a los que se marchaban y al final nos marcharíamos también nosotros, sin que quedara nadie allí que pudiera asomarse a despedirnos.

Eso fue exactamente lo que ocurrió. Recuerdo muy bien aquella mañana. Estábamos a mediados de junio pero todavía no hacía demasiado calor. Mi padre se despertó mucho antes que los demás y empezó a apilar trastos en la calle: el viejo reloj de cuco, la radio de segunda mano, la mesa y las sillas, la mecedora en la que tanto le gustaba sentarse. Yo repartí mi ropa, mis álbumes de Marisol, mis cuadernos, mis tres muñecas entre mi maleta de cartón y dos cajas medianas, y lo bajé todo al portal. Delante estaba ya aparcada la furgoneta. Era una de las furgonetas de la empresa, que había accedido a prestarlas para las mudanzas. Mi padre consiguió cargarlo todo en la parte de atrás y luego cerró la puerta. En la colonia no quedaba nadie. Sólo nosotros, y por muy poco tiempo. Teníamos que entrar en aquel vehículo y marcharnos de allí.

Entonces mi padre hizo una cosa que nunca olvidaré. Se fue hasta el final de la calle y la recorrió despacio, deteniéndose un instante ante cada portal para comprobar que todas las puertas de todas las casas estaban bien cerradas. Hizo lo mismo en sentido inverso, y sólo después volvió junto a nosotros y nos indicó por señas que podíamos montar. Y luego, cuando salimos de la colonia, paró un momento para cerrar la alta cancela de hierro forjado, y a mí aquello aún me hizo estremecer más porque, después de tantos años de verla abierta y con esos boquetes tan grandes que había en el muro, me pareció un gesto completamente inútil, y por eso mismo simbólico y grandioso. Luego mi padre volvió a ponerse al volante de la furgoneta, y aquélla fue la última vez en mi vida que vi la colonia.

También nosotros, según entonces supe, íbamos a una de las nuevas barriadas de las afueras de Madrid. Entramos en la ciudad por la carretera de Zaragoza y mi padre, que no conocía las calles, tuvo que parar varias veces para preguntar. Y no sólo es que mi padre no conociera las calles. Es que, además, no estaba acostumbrado a conducir en medio de un tráfico tan denso. Mi madre, a su lado, le indicaba que se pusiera a la derecha o a la izquierda o se metiera por esta o aquella calle, y él acababa enfadándose y gritándole que se callara de una vez, que así lo único que conseguía era distraerle. Entre una cosa y otra la furgoneta avanzaba dando bandazos, y en un momento dado un guardia nos paró para pedirnos la documentación. Mi padre se quedó sin habla. En la colonia todos los hombres conducían pero eran muy pocos los que tenían carnet. ¿Para qué, si allí todos nos conocíamos y no había policía ni guardia civil ni nada que se le pareciera? El permiso de conducir, repitió el guardia. No tengo, admitió mi padre bajando la cabeza. Haga el favor de salir del vehículo, ordenó el otro, y mi padre salió y a través de la ventanilla le vi disminuido y débil, como a un ser bien distinto del hombretón al que yo siempre había admirado.

Aquel episodio marcó de algún modo el comienzo de nuestra nueva vida. Habíamos abandonado el ámbito seguro y protector de la colonia y pasábamos a formar parte de un mundo a cuyas reglas no estábamos acostumbrados. Hasta esa misma mañana mi padre había sido un hombre respetado, y nadie se habría atrevido jamás a humillarle delante de su mujer y sus hijos. Ahora, en cambio, era uno más, un hombrecillo al que cualquier guardia urbano se sentía con derecho a dar órdenes y tratar como a un niño.

El guardia nos puso una multa pero al menos nos dejó marchar. Cuando por fin logramos llegar al que iba a ser nuestro barrio, todo nos pareció feo y vulgar. Las calles estaban como inacabadas, con tramos sin asfaltar y farolas amontonadas sobre la acera, esperando medio oxidadas a que alguien se decidiera a instalarlas. No había árboles por ningún lado, y los edificios, muchos de ellos recién construidos, parecían más viejos que las pocas casas realmente viejas que aún sobrevivían. Antes de buscar nuestro portal dimos una vuelta en la furgoneta, y mi madre, que a pesar de todo estaba menos sombría de lo que en ella era habitual, trataba de animarnos con sus comentarios. Aquí está la escuela, dijo, señalando unos barracones con manchas de humedad en las paredes y una enorme bandera de España. Fijaos qué campo de fútbol tan hermoso, dijo, refiriéndose a un desolado terreno con más piedras que césped. Y aquí tienen previsto poner el dispensario, dijo, volviendo la cabeza hacia lo que de momento no era más que un campo de alfalfa.

Desde luego, aquello no tenía nada que ver con el Madrid que yo había conocido en mis paseos con la tía Amalia, y a mí me extrañaba el interés que mi madre ponía en que aquello nos gustara. Luego supe que con el poco dinero que mis padres habían conseguido ahorrar habían pagado la entrada del piso, y pensé que lo que de verdad le hacía ilusión era ser propietaria de las cuatro paredes entre las que íbamos a vivir. Y cuando digo cuatro paredes estoy utilizando una frase hecha que refleja bastante bien la realidad, porque aquel cubículo diminuto no tenía muchas más. El salón era al mismo tiempo cocina y comedor y, como no había más que dos dormitorios, mi hermano y yo tendríamos que compartir uno de ellos. Al principio estaremos un poco apretados, dijo mi madre, y mi padre repitió: Al principio. Lo repitió sin la menor ironía, como queriendo convencerse de que aquello era algo provisional, a la espera de mejores tiempos, y yo pensé que ahora podía ser que fuéramos dueños de nuestra propia casa pero que desde luego éramos más pobres que en la colonia, cuando pagábamos una peseta por el alquiler.