La primera vez que oí hablar de Alfonso fue a la mañana siguiente en recepción. Los Torres nos esperaban para ir juntos a la playa, pero la tía Amalia dijo que estaba esperando a una persona. El señor Aranaz, Alfonso de Aranaz, ¿ha preguntado por mí?, añadió, volviéndose hacia el recepcionista de pelo muy blanco. Éste negó en su correcto español y la tía Amalia me dijo que fuera yo a la playa, que ella se quedaría a esperar.
Volví con los Torres a la hora de comer y los vi tomando el aperitivo en una de las mesas de la terraza. Alfonso era delgado, apuesto, algo mayor que la tía Amalia. Llevaba un traje de corte clásico y se parecía un poco al padre de Marisol en Un rayo de luz. Recuerdo que me agarró con suavidad la barbilla para verme de perfil y dijo: ¡Qué niña tan guapa! Igualita que Amalia. Seguro que a los diez años era como tú. Eso me gustó. Me gustó creer que la tía Amalia y yo nos parecíamos y que yo, de mayor, sería como ella, y también a mi tía debió de gustarle, porque poco después me susurró al oído: Es un hombre encantador.
Alfonso y el señor Torres hicieron amistad enseguida. Hablaban mucho de negocios y de cosas que yo no entendía. ¿El momento actual? Inmejorable. El gobierno tiene asuntos más importantes en que pensar. Pero ¿cuánto durará esta situación? Franco está muy mayor, y las cosas cambian con rapidez, decía Alfonso echándose un azucarillo en el café. Estábamos en el vestíbulo del hotel. Ana y Marta se habían retirado a descansar. Yo me había quedado con los mayores y me estaba tomando un gigantesco helado de tres sabores, con chocolate fundido y una guinda encima. La tía Amalia y la señora Torres paseaban por el jardín, y yo de vez en cuando les mandaba un saludo a través de la cristalera. ¿Qué clase de clientes tienes?, preguntaba el señor Torres. Ricachones americanos, contestaba Alfonso. No sabes cómo son. Se vuelven locos por cualquier birria, con tal de que sea antigua. Compra aquí y vende allá: en eso consiste el negocio. La cuestión es sacar las obras de España. Una vez pasada la frontera, lo demás es pan comido.
Yo seguía sin entender muy bien de qué hablaban pero notaba al señor Torres cada vez más interesado. Y a Estoril, ¿has venido por trabajo?, preguntó. Alfonso asintió con la cabeza y echó un rápido vistazo en dirección a mi tía, dando a entender que el asunto que se traía entre manos tenía que ver con ella. Luego adoptó un tono más confidencial para hacer un comentario que me dejó perpleja. En España, dijo, hay muchas familias que viven de vender las espadas del abuelo. Algunas no saben ni lo que tienen. ¿Se refería a mi tía, es decir, a mi familia? Por la manera en que lo había dicho, no me cabía la menor duda. Pero mi familia siempre había sido pobre: lo único que mi madre había heredado del abuelo era un viejo reloj de cuco que nunca había llegado a funcionar bien. Aquel hombre, Alfonso, estaba engañado. Claro que también podía ser que la tía Amalia me hubiera engañado a mí al decirme que su madre era pobre, más pobre que una rata, y por un momento quise creer que era así y que una parte de mi familia, de una forma oscura e inconfesable, había emparentado con un linaje ilustre y poderoso. Como Marisol. Como Marisol en Un rayo de luz. Eso explicaría en todo caso la acomodada posición de mi tía, el viaje a Estoril y muchas cosas más.
Alfonso entonces hizo una seña al señor Torres, como diciendo: Espera. Se levantó del sofá y salió al jardín, y a través de la cristalera vi cómo se acercaba a la tía Amalia y le decía algo al oído. Mi tía al principio negó con la cabeza. Luego Alfonso volvió a hablarle al oído y ella acabó haciendo con las manos un gesto de aceptación. El señor Torres, a mi lado, chupaba su puro medio apagado y observaba en silencio la escena. Después Alfonso, la tía Amalia y su mujer entraron, y él acudió a reunirse con ellos. Yo seguía tomándome mi helado de tres sabores y fingía no enterarme de nada.
Esperé hasta verles desaparecer dentro del ascensor y luego me acerqué a mirar en qué piso se detenía. En el tercero, el mío. Subí corriendo por la escalera y me detuve a escuchar junto a la puerta de la habitación. Sí, ahí estaban. Me alejé unos cuantos metros. Al cabo de un rato se abrió la puerta y salieron los dos hombres. Alfonso dijo: ¿Qué te ha parecido? Digno de estar en el Museo del Prado, ¿verdad? Y el señor Torres contestó: Sí, pero ¿cuánto? Alfonso aproximó su cabeza a la del otro y dijo algo que no pude oír. El señor Torres se encogió de hombros con indiferencia y Alfonso añadió: Estoy hablando de dólares. Y entonces sí que el señor Torres no pudo reprimir un gesto de admiración.
Fue ésa la primera vez en mi vida que desconfié de un adulto. Me pareció evidente que las intenciones de Alfonso no eran buenas y que mi tía a su lado corría algún riesgo, no sabría decir de qué tipo. La tía Amalia había dicho de él que era un hombre encantador, pero yo ahora lo veía más bien como un encantador, que no es exactamente lo mismo. Un encantador de serpientes: uno de esos hombres que lo primero que hacen es ganarse tu afecto y que luego te utilizan o te traicionan o simplemente te ignoran. Si a mí me había dicho lo que me había dicho había sido sólo por eso, por obtener mi confianza. Era su manera de comportarse. A mí me había dicho que mi tía y yo éramos igualitas y a los demás seguro que les decía aquello que él creyera que deseaban oír. Desde luego, a mi tía parecía tenerla conquistada, y a mí me preocupaba averiguar qué era lo que ese hombre, Alfonso, quería de ella.
Aquella tarde fuimos todos al puerto. Fuimos en el coche de Alfonso, un Alfa Romeo descapotable. Los dos hombres iban delante y las dos mujeres detrás. Las niñas íbamos sentadas en la carrocería, con las piernas sobre el respaldo del asiento trasero. Aparcamos dentro del puerto y dimos un paseo por la parte en la que estaban amarrados los yates más grandes y ostentosos. Uno de ésos debe de ser el Saltillo, el de Don Juan. Pero yo me conformaría con uno más modesto, decía Alfonso, señalando un velero cercano. Algo así, añadía. Nueve metros de eslora y unos tres y pico de manga. Ideal para pequeños cruceros. Entonces se sacaba la cámara fotográfica que llevaba colgada del cuello y se la tendía a la tía Amalia para que le hiciera una foto, y todos se reían al verle posar en actitud de viejo lobo de mar. Todos menos yo, que no le encontraba la menor gracia a nada de lo que él hacía o decía. ¿Te ocurre algo?, te encuentro rara, me dijo mi tía en un momento dado, y yo dije que estaba bien y que no me pasaba nada.
De regreso al hotel, cruzamos la zona de las casas nobles y las mansiones. Delante de Villa Giralda estaban aparcadas varias furgonetas con los logotipos de diferentes cadenas de televisión y emisoras de radio, y junto a la puerta había un grupo de unas veinte personas con cámaras, micrófonos y cuadernos de notas. Periodistas, claro. Aquí ha pasado algo, comentó el señor Torres, y Alfonso acercó el descapotable al grupo de los reporteros. ¿Qué ocurre?, preguntó. Franco acaba de designar sucesor, contestó un joven barbudo. ¿Don Juan?, dijo el señor Torres. El de las barbas negó con la cabeza. Juan Carlos, el príncipe, dijo. Alfonso se volvió entonces hacia el señor Torres y dijo: ¿Qué te había dicho? Las cosas están cambiando con rapidez.
Aquella noche me subieron la cena a la habitación. La tía Amalia había quedado en ir a un restaurante con Alfonso y el matrimonio Torres. Espero que no les dé por pedir otra vez langosta para todos…, dijo mientras terminaba de arreglarse, ¿qué?, ¿estoy bien? Estás guapísima, dije. Se había puesto un vestido de noche negro, largo hasta los tobillos, y por una vez se había decidido a ponerse unos zapatos de tacón, lo que la hacía parecer altísima. ¿Te gusta? Lo tengo desde hace años. Es de los que no pasan de moda.
Pero yo en ese momento no quería hablar del vestido. Dije: Y ese Alfonso, ¿es muy amigo tuyo? La tía Amalia asintió mirándome en el espejo. Creo que te quiere engañar, añadí, no es de fiar. ¿Qué es lo que busca? ¿Qué es lo que quiere de ti? La tía Amalia soltó un hondo suspiro y se me acercó para darme un beso de buenas noches. Tú no te preocupes, dijo, sé buena chica y acuéstate pronto. Y sí, me acosté pronto, pero eso no quería decir que fuera a quedarme dormida al momento. Cuando estás tan preocupada como yo lo estaba entonces no es fácil conciliar el sueño.
Tres o cuatro horas después seguía aún removiéndome entre las sábanas. De repente, me llegó del pasillo un sonido como de voces y risas ahogadas. Encendí la luz de la mesilla, me levanté de la cama y me acerqué de puntillas a la puerta de la habitación. Una de aquellas voces era la de la tía Amalia; la otra, la de Alfonso. Entreabrí con sigilo la puerta y les vi. Estaban de espaldas a mí. Avanzaban abrazados por el pasillo. Luego se detuvieron para darse un beso larguísimo. ¿Cuánto pudo durar aquel beso? Tal vez diez, quince segundos, mucho más de lo que entonces solían durar los besos de las películas. Después yo pensé que la tía Amalia se daría la vuelta y vendría a la habitación, pero lo que hizo fue abrazarse con más fuerza a Alfonso e indicarle una puerta que estaba unos cuantos metros más allá. Era, naturalmente, la de la habitación de Alfonso, que se sacó del bolsillo una llave y la abrió. Luego, sin soltarse ni un segundo, desaparecieron los dos de mi vista.
Las cosas ocurrían ahora muy deprisa, y a la mañana siguiente, mientras estaba tomando el sol junto a la tía Amalia y los Torres, vi llegar a Alfonso procedente de la cafetería. En contraste con los demás, incluidos los otros huéspedes del hotel que dormitaban en las hamacas cercanas, todos en albornoz o directamente en bañador, él iba vestido con traje y corbata. La tía Amalia no reparó en su presencia hasta que lo tuvo justo al lado, y para entonces ya todos le prestábamos atención. Había algo en Alfonso, en sus facciones desencajadas, en sus ojos brillantes de alarma, que hacía que ninguno de nosotros pudiera apartar la vista de él. No se entretuvo en saludar a nadie. Se agachó junto a la tía Amalia y le dijo unas palabras al oído. La expresión de mi tía, hasta entonces plácida, se alteró de golpe. Pero ¿tú por quién me has tomado?, le preguntó, levantándose y encarándose con él. ¡Creía que estaba tratando con gente seria, no con un simple aficionado!, gritó, y el tono airado de sus palabras sobresaltó a todos los presentes. Alfonso, aturdido, mencionó un nombre inglés o norteamericano, un tal Philip. Dijo que había tenido que salir de viaje y que no volvería hasta la semana siguiente, ¿qué culpa tenía él? ¿Y no hay nadie más que pueda autorizar el pago?, replicó mi tía. Dame una semana, rogó Alfonso, es todo lo que te pido. ¿Una semana? ¡Ni un minuto más! ¡No sé cómo he podido fiarme de alguien como tú!, volvió a gritar ella. Toda la gente que nos rodeaba estaba ahora pendiente de ellos. La situación se había vuelto muy embarazosa, y el señor Torres quiso intervenir, colocándose entre los dos y pidiendo calma por gestos. Amalia, ya sabes que yo…, trató de decir Alfonso, pero la tía Amalia le interrumpió llamándole inútil. ¡Señores, por favor!, exclamó el señor Torres. Amalia, sin hacerle ningún caso, me buscó con la mirada y dijo: ¡Recoge tus cosas! ¡Volvemos inmediatamente a Madrid!
Yo estaba bastante confundida por lo que había visto, pero en el fondo no podía dejar de sentir cierta satisfacción. La perversa satisfacción de quien ve cumplirse sus más oscuras intuiciones. Esperé a llegar a la habitación y entonces dije: O sea que yo tenía razón. Te avisé. Te dije que no era de fiar. Mi tía, ensimismada, no parecía haberme escuchado. Tendrías que pedir la cuenta, proseguí. Y un taxi para Madrid. ¿Cuándo nos vamos? ¿Mañana por la mañana? Ella asintió sin convicción. La observé con fijeza. Ahora, más que enfadada, me dio la impresión de que estaba nerviosa, incluso atemorizada e indefensa. ¿Me vas a explicar lo que ha pasado?, pregunté. Eres aún una niña, no lo entenderías, dijo sin mirarme.
El resto del día se negó a salir de la habitación. Llegó la hora de la cena y ordenó por teléfono que nos subieran ensalada y salmón. El camarero dejó el carrito junto a la mesilla del salón, pero la tía Amalia ni siquiera se acercó a probarlo. Paseaba de un lado para otro, silenciosa, abstraída. Yo nunca la había visto así y no sabía qué podía hacer para ayudarla. La ensalada está riquísima, dije. No tengo hambre, replicó. Luego llamaron a la puerta. Era el señor Torres. La tía Amalia le invitó a pasar y dijo: Perdona por la escenita de la playa, pero… El otro no le dejó concluir la frase. Dijo que lo pasado, pasado, y se me quedó mirando. La tía Amalia me miró también y con la cabeza hizo un gesto en dirección al cuarto de baño: Ve preparándote la bañera. Yo quise decir que todavía no había terminado de cenar pero no me atreví. Entré en el cuarto de baño, abrí el grifo del agua caliente y vacié uno de los frasquitos de gel. Estuve unos segundos mirando subir la espuma. Después me asomé a la habitación y oí a mi tía despedirse del señor Torres. Muy bien, decía. Dentro de media hora, en la cafetería… ¡Pero recuerda: a ese hombre no quiero verlo ni en pintura! El señor Torres se fue y la tía Amalia entró en el cuarto de baño. Te acostarás pronto, mañana nos espera un largo viaje, me dijo, hundiendo la mano en el agua para comprobar la temperatura.
Cuando me despertó por la mañana debía de ser tempranísimo. Las cortinas de la terraza estaban descorridas y del exterior llegaban las primeras luces del día. A los pies de la cama vi las maletas, algunas de ellas ya cerradas. Date prisa, María, tenemos el taxi abajo, dijo la tía Amalia, que llevaba puesta la misma ropa del primer día, cuando llegamos a Estoril. Lo siguiente fue cosa de muy pocos minutos, los que tardé en asearme un poco y en vestirme. Al entrar en el taxi me acordé de que no me había despedido de Ana y Marta, pero la tía Amalia, sin escucharme, hizo una seña al taxista y dijo: ¡Vamos!
Era todo como precipitado y furtivo, y yo no entendía muy bien la razón de tantas prisas. El taxi recorrió la carretera que bordea la costa y, al llegar al pequeño desvío de la Boca do Inferno, fue reduciendo velocidad hasta detenerse. Y ahí nos quedamos mi tía y yo, silenciosas las dos junto al montón de maletas, viendo al taxi alejarse, esperando quién sabía qué. ¿No era ese taxi el que debía llevarnos a Madrid? Ahora sí que no entendía nada, absolutamente nada. Estaba tan desconcertada que ni siquiera me atrevía a preguntar. La tía Amalia esquivó mi mirada y se encendió un cigarrillo. Pasaron sólo unos minutos antes de que en la distancia apareciera el descapotable de Alfonso. Sus ruedas rechinaron cuando frenó a nuestro lado. ¡Venga!, exclamó, saltando al suelo y apresurándose a guardar nuestro equipaje en el maletero. Yo me senté en el asiento de atrás. Alfonso arrancó e intercambió una mirada silenciosa con la tía Amalia. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
A esas horas de la mañana el tráfico era escaso, y Alfonso conducía muy deprisa, apurando en las curvas y adelantando a todos los coches y camiones con que nos encontrábamos. Sólo cuando estábamos ya acercándonos a la aduana noté cómo el descapotable moderaba su velocidad. Una cola de unos cinco o seis vehículos avanzaba despacio por el lado portugués ante el gesto desganado con el que el policía del puesto les autorizaba a pasar. Mientras cruzábamos los veinte o treinta metros de tierra de nadie, busqué el rostro de Alfonso en el reflejo del retrovisor y me pareció percibir en él un rastro de ansiedad. La tía Amalia, a su lado, contenía la respiración.
Delante de nosotros estaba la aduana española. Al llegar a ella, los vehículos que nos precedían daban un pequeño frenazo y enseguida reanudaban la marcha. Un guardia civil con tricornio y un uniforme demasiado abrigado para la estación del año echaba un rápido vistazo a la matrícula de cada automóvil y hacía con la cabeza un leve gesto de asentimiento. Había ahora tres coches delante del nuestro, luego dos y al final sólo uno, y yo pensaba que también entonces el guardia civil asentiría con la cabeza y nos dejaría pasar. Parecía, de hecho, que era eso lo que iba a hacer cuando, de repente, alzó una mano y dijo: ¡Alto!
Un minuto después, todo nuestro equipaje estaba esparcido en torno al Alfa Romeo, las maletas abiertas como grandes bocas desencajadas, nuestra ropa asomando fuera de las cremalleras desordenada y lacia. El registro lo efectuaban dos guardias civiles bajo la supervisión de un cabo. Como en las maletas no habían encontrado lo que parecían estar buscando, el cabo ordenó desmontar los asientos. Alfonso, mi tía y yo, tensos los tres, sudorosos, esperábamos junto a una de las casetas de la aduana, vigilados por un guardia civil con una ametralladora negra, bastante más pequeña de como yo la habría imaginado. Desde allí, en mitad del montón de maletas, distinguí la mía, la vieja maleta de cartón que en todos esos días no había llegado a abrir, y pensé que aquello quería decir algo. Que quería decir que el sueño había concluido y que yo en ese momento estaba siendo devuelta a la realidad de siempre. A mi ropa fea y remendada, a mi triste cuarto en el pequeño piso de mis padres, a la colonia. Que regresaba, en definitiva, a la vida que me correspondía.
Uno de los guardias civiles llamó al cabo y le entregó algo. Era un paquete del tamaño y la forma de un ladrillo, envuelto en plástico transparente. El cabo lo cogió y entró en una caseta. A través de la ventana de un despacho le vimos hablar por teléfono durante unos dos o tres minutos. Luego aquel hombre salió y se dirigió a Alfonso y a mi tía. Llevaba en la mano un grueso fajo de billetes extranjeros, seguramente dólares. Lo agitó primero ante los ojos de Alfonso y luego ante los de la tía Amalia, y finalmente preguntó: ¿Dónde está el resto del dinero?