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Llegó el día del viaje. Estaba tan nerviosa que salí a esperar a la tía Amalia mucho antes de la hora convenida. Mi amiga Pepi me hizo compañía durante todo ese tiempo: mi amiga Pepi, que siempre hablaba del televisor Vanguard que su padre le iba a comprar con la paga del dieciocho de julio, pero luego llegaba el dieciocho de julio y Pepi seguía viniendo conmigo a ver la televisión de la cantina desde la ventana. Cuando vio el taxi de la tía Amalia recorrer despacio la única calle de la colonia y detenerse ante nuestro portal, el dieciséis, no pudo evitar preguntar con auténtica admiración: ¿A Portugal?, ¿se puede ir hasta Portugal en taxi? A la colonia nunca llegaba nadie en taxi, y muchas de las vecinas se asomaron a ver qué ocurría. La tía Amalia, esbelta, elegantísima, con gafas de sol y blancos pantalones de lino, salió del vehículo, me dio dos besos y me preguntó si tenía el equipaje preparado. Lo tenía, claro que lo tenía: lo había hecho la tarde anterior. Era un soleado día de junio. Mi madre saludó desde el balcón lleno de tiestos con geranios, los geranios más bonitos y mejor cuidados de toda la colonia, lo único en el mundo que parecía ponerla de buen humor, y dijo: Ahora bajo.

También mi padre vino a despedirme. Apareció con el mono azul de mecánico y las manos manchadas de grasa cuando ya habíamos metido en el maletero mi pequeña maleta de cartón. Pepi se me acercó y me susurró al oído: Como no os vayáis ya, os va a salir carísimo. María Jesús, a su lado, dijo: A ella no. A su tía. Y como su tía es rica… Mis amigas creían que el taxímetro estaba en marcha, que un viaje en taxi no era muy diferente de cualquier carrera normal. Creían que la gente en Madrid levantaba una mano, paraba un taxi y decía lléveme a Portugal o lléveme a Francia. Empezaron las despedidas. Mi madre hizo a mi padre un gesto de venga, ¿a qué esperas?, haz lo que te he dicho, y mi padre se sacó del bolsillo unos cuantos billetes gastados y sucios, aunque a lo mejor los billetes estaban limpios y lo que estaba sucio eran sólo sus manos. De verdad, Amalia, insisto en lo de los gastos…, dijo, pero la tía Amalia negó fingiendo impaciencia: Pero ¿cuántas veces os voy a decir…? A la niña tendría yo que ponerle un sueldo. Va a ser mi damita de compañía. María, ¿estás ya? Yo dije que sí y vi cómo mi madre volvía a hacer a mi padre un gesto de apremio y cómo mi padre, fingiendo resignación pero en el fondo aliviado, todavía con los billetes en la mano, se encogía de hombros: que no se dijera que no lo había intentado.

Me despedí de ellos con un beso rápido y corrí a meterme en el taxi. Con las dos manos fuera de la ventanilla seguí diciéndoles adiós hasta que los perdí de vista cuando el taxi tuvo que rodear la glorieta. El viaje había comenzado pero yo aún no sabía exactamente adónde íbamos. ¿Portugal está muy lejos?, pregunté. Unos sitios sí, otros no tanto, contestó la tía Amalia, que hizo una larga pausa y añadió: Estoril no es de los que están más lejos. ¿Estoril? ¿Ibamos a Estoril? No me lo podía creer. ¡Pero si es ahí donde Marisol y Carlos Goyanes…!, exclamé, maravillada. La tía Amalia asintió con una sonrisa: Ya sé, la luna de miel. Lo he leído en las revistas. Nos vamos a alojar en el mismo hotel. Ahora sí que no sabía qué decir. Abrí mucho la boca y los ojos y me dejé caer sobre el asiento, fingiendo un desmayo. No se me ocurría otra manera de manifestar mi entusiasmo.

Podía ser que Estoril no estuviera demasiado lejos, pero de todos modos el viaje era largo y fatigoso. Me quedé dormida al cabo de un rato y no me desperté hasta que el motor del coche se hubo parado.

Estábamos en la aduana, en el lado portugués. Dos policías habían ordenado al taxista que abriera el maletero, y la tía Amalia me preguntó si quería salir a estirar las piernas. Salimos las dos. Dimos una pequeña vuelta sin alejarnos demasiado y luego nos paramos junto al taxista y los policías. Éstos estaban registrando el contenido de nuestras maletas. Una de las maletas de mi tía había quedado abierta, dejando al descubierto varios vestidos. Cogí uno de ellos. Era un vestido de mi talla. Un precioso vestido de verano, de una tela ligerísima, a cuadros rojos y blancos y con un cuello redondo que se cerraba con un pequeño lazo. También los otros vestidos que asomaban de la maleta parecían de mi talla. Miré a la tía Amalia. Quería darte la sorpresa en el hotel, dijo ella como excusándose. ¿Qué tenía la tía Amalia que hacía que a su lado las ilusiones inalcanzables, los sueños, las fantasías entraran de golpe a formar parte del mundo real? Busqué un cuarto de baño y me puse el vestido. Me miré en el espejo y me sentí como transformada, convertida en una niña diferente de la que había sido hasta entonces.

Llegamos a Estoril cuando ya era de noche. Los botones del hotel iban vestidos como los de las películas, con esos guantes finos y esos gorritos más bien ridículos, con esos uniformes oscuros, abrochados hasta el cuello. Sacaron nuestras maletas del taxi y nos guiaron a través del amplio y suntuoso vestíbulo hasta el mostrador de recepción. Yo, la verdad, me avergonzaba bastante de mi maleta de cartón, tan fea, tan triste siempre pero mucho más entonces, en aquel hotel de lujo y junto a las elegantes maletas de la tía Amalia. El recepcionista era un señor de pelo muy blanco que hablaba un español correcto y sin ningún acento. Rellenó la ficha y nos dio la bienvenida. Tiene usted una hija muy guapa, dijo también, dirigiéndose a la tía Amalia, y ella y yo nos miramos con una sonrisa. En aquel momento eso era lo más bonito que alguien podía decir de mí.

Lo primero que hice en cuanto el botones nos dejó a solas en la habitación fue ocultar mi maleta debajo de la cama. La tía Amalia me había comprado un vestuario completo, que incluía tres vestidos, un pantalón, dos polos, un traje de baño, un par de mocasines y otro de sandalias, un pijama… Nada de lo que entre mi madre y yo habíamos metido en la maleta de cartón me iba a resultar necesario en Estoril, y yo pensé que, si la tía Amalia no había comentado nada a mi madre, había sido sin duda por no herirla en su amor propio. Y pensé también que mi tía sabía muy bien lo que hacía: en un hotel como aquél, nadie, ni el más miserable de los pinches de cocina, vestía una ropa tan remendada como la mía o calzaba unos zapatos tan gastados. ¿Qué sentido tenía acostarse entre las finísimas sábanas de aquellas camas vistiendo el más tosco de los camisones?

Nuestra habitación tenía un saloncito y una hermosa terraza que daba a la playa, y a través de sus puertas nos llegaba el rumor de las olas y, más tenue, la música de la orquesta que tocaba en la sala de fiestas. Mientras la tía Amalia llamaba al servicio de habitaciones para que nos subieran algo de cena, yo iba de un lado para otro observándolo todo, tocándolo todo, admirándolo. En la colonia teníamos un solo televisor, el de la cantina, y allí cada habitación tenía el suyo. Y qué bañera tan grande y qué lámparas tan bonitas, y ese frutero tan vistoso, con esas manzanas tan brillantes, y esa neverita repleta de refrescos y de minúsculas botellas de licor… ¿Todos los hoteles eran así? La tía Amalia colgó el teléfono y dijo: Ahora a cenar y luego a dormir. Y mañana a disfrutar de la playa.

La playa de Estoril no era tan distinta de las playas cercanas a Cartagena que yo recordaba. Lo que sí era diferente era el mar, más frío y más bravo, con olas mucho más altas, y yo, que no sabía nadar, no me atrevía a alejarme demasiado de la orilla. La tía Amalia se tumbó en una hamaca a leer una revista y yo me pasé la mayor parte del tiempo a su lado, haciendo dibujos con el dedo sobre la arena húmeda. Anda a bañarte un poco, me animaba mi tía. Yo le decía que no me apetecía, que quizás más tarde, porque me avergonzaba admitir que no sabía nadar. Pero ¿cómo iba a saber si en la colonia no había piscina y en el río, en verano, cubría lo justo para remojarnos los tobillos?

En las hamacas de al lado había una familia española. Se apellidaban Torres. El marido era calvo y moreno, con una espesa capa de pelo negro que le cubría el pecho, los brazos y los hombros como una camiseta. La mujer, muy pintada y repeinada, no se quitaba los collares y las pulseras ni para bajar a la playa. Tenían dos hijas más o menos de mi edad, una un poco mayor y la otra algo menor, que enseguida se acercaron a mirar mis dibujos sobre la arena. Me dijeron sus nombres, Ana y Marta, y yo les dije el mío. Luego se metieron corriendo en el mar y yo las seguí hasta la orilla. Las veía salpicándose y dando brazadas y las envidiaba. ¡Ven, María!, ¡está buenísima!, me gritaron. Yo miré un instante a la tía Amalia, que desde su hamaca no podía oírme, y luego las miré a ellas y mentí: ¡No puedo!, ¡esta noche me ha dolido un oído!

Por la tarde fuimos a conocer el pueblo. Paseamos por una zona llena de ricas mansiones. Mira, Villa Giralda. Aquí vive Don Juan, dijo la tía Amalia, señalando una casa rodeada de árboles que sobresalían por encima de los altos muros. ¿Don Juan?, pregunté. El que ahora sería rey de España si no fuera por Franco, contestó ella. Pues ése sí que tiene motivos para cagarse en Franco, más que mi padre, comenté, y la tía Amalia se echó a reír. Luego fuimos a la Boca do Inferno, unos acantilados en forma de grandes fauces contra cuyas rocas las enormes olas se estrellaban fragorosas y se deshacían, levantando decenas de metros de espuma y agua. La Boca del Infierno, ¡vaya nombre!, dije, impresionada, y mi tía, alzando la voz por encima del rumor del viento, exclamó: ¡La de gente que se habrá ahogado aquí!

Estábamos en el mirador, observando a unos chicos que se habían descolgado con sus cañas de pescar hasta las rocas más bajas, aspirando el aire del mar, que allí olía diferente, más salado y más fresco que en la playa del hotel. A nuestra izquierda había varias parejas de recién casados haciéndose fotografías sobre el fondo del horizonte y, más allá, unos cuantos grupitos de veraneantes. Alguien gritó mi nombre: ¡María! Eran Ana y Marta, las niñas Torres. Estaban con sus padres y me hacían señales con las manos. ¡Hala! Ve con tus amiguitas, me dijo la tía Amalia, pasándome una mano por el pelo revuelto. Luego los Torres se empeñaron en llevarnos en su coche de vuelta al hotel, y mi tía dijo que muchas gracias, pero que prefería dar un paseo. Entonces el señor Torres dijo: Espero que al menos acepten cenar con nosotros. ¿O tiene previsto otro paseo para la hora de la cena? Mi tía se echó a reír y dijo que no y que sí: que no tenía previsto otro paseo, que sí cenaríamos con ellos.

La cena fue en el restaurante del hotel. A mí me tocó sentarme entre Marta, la menor, y su padre, que se entretenía desmigajando trozos de pan y haciendo brillantes bolitas de miga que luego se metía en la boca y tragaba sin masticar, como si fueran píldoras. Yo le veía las manos y me daban bastante asco, gruesas y oscuras, con pelos negros hasta en los nudillos, unos pelos largos y torcidos como las patas de una araña. El señor Torres hablaba y hablaba sin parar y se daba aires de gran señor. Cuando el maître le dio a probar el vino, él cogió la copa con mucha ceremonia, la observó al trasluz y la olfateó, y sólo entonces se decidió a beber un sorbo y a decir que estaba bien, bastante bien, pero que sólo faltaría que no estuviera bien, siendo el vino más caro de la carta. El señor Torres era de esas personas que, por sistema, piden siempre el plato más caro de la carta.

No había terminado el maître de servirle el vino cuando la gente que ocupaba las otras mesas se puso en pie y empezó a aplaudir. Un caballero alto y bien trajeado, de nariz grande y aspecto inglés, acababa de entrar en el restaurante. Es Don Juan, dijo alguien. Le seguían nueve o diez caballeros, tan bien trajeados como él pero bastante más bajos, y se pararon detrás de Don Juan cuando éste se detuvo en mitad del restaurante e hizo con las manos un gesto de agradecimiento. También nosotros, los de mi mesa, nos habíamos puesto en pie y aplaudíamos. Don Juan, camino de una mesa situada al fondo del local, repitió varias veces el mismo gesto simpático, y el sonido de los aplausos fue poco a poco disminuyendo hasta extinguirse del todo. Torres y su mujer fueron los últimos en volverse a sentar, cosa que sólo hicieron cuando todos los miembros del regio séquito hubieron ocupado sus sillas. ¡Es él! ¡Don Juan en persona!, exclamaban, excitados.

El señor Torres había pedido langosta para todos. El camarero nos fue sirviendo los platos y yo me encontré de golpe ante una enorme langosta, las antenas dobladas sobre las hojas de lechuga, las pinzas señalándome, los negros ojos muertos mirándome. Yo nunca había visto de cerca una langosta, y su aspecto casi monstruoso me infundía cierto respeto. Venga, María, que no te va a morder, dijo el señor Torres con un guiño burlón. Yo me ruboricé: lo habían notado, se habían dado cuenta de que aquélla era la primera langosta que veía en mi vida, y ahora todos los de la mesa estarían pendientes de mí, de cómo me las arreglaba con ella. Agarré nerviosa las tenacillas y, al ir a levantar la langosta con la otra mano, lo hice con tal torpeza que se me resbaló entre los dedos y cayó aparatosamente sobre el borde del plato, la tripa y las patas hacia arriba. El señor y la señora Torres intercambiaron una rápida mirada de suficiencia. Yo, sintiéndome impotente, sofoqué un gemido: tenía que enfrentarme nuevamente a esa langosta, y tenía que hacerlo ante la atenta mirada de aquellos dos señores, que parecían dispuestos a acoger con carcajadas una nueva torpeza mía.

Fue entonces cuando la tía Amalia, que lo había visto todo, se levantó y dijo: Disculpadme. El matrimonio Torres, las niñas Torres y yo la seguimos con la mirada en su camino hacia la mesa de Don Juan. Avanzaba con decisión, como si se hubiera levantado a atender a una inoportuna llamada telefónica y ahora pudiera por fin reanudar la cena. Cuando sólo cuatro o cinco metros la separaban del grupo, un hombre corpulento, sin duda un escolta, le salió al paso. Desde donde nosotros estábamos no oíamos lo que aquel hombre y la tía Amalia decían. Lo que sí vimos con claridad fue cómo Don Juan miraba a mi tía y hacía una seña al escolta para que la dejara acercarse. Y vimos también cómo ella, sonriente, le decía algo al oído y cómo Don Juan se levantaba, le cogía la mano y se la besaba. Los otros comensales se levantaron también y la tía Amalia, con gestos mundanos, les rogó que volvieran a sentarse. La tía Amalia era en aquel momento el único centro de atención del restaurante. Todos los clientes la observaban de un modo más o menos discreto y solapado, y los que más impresionados estaban eran por supuesto los Torres. El señor Torres se inclinó un instante hacia mí y me preguntó en un susurro: ¿Se conocen? Yo hice un gesto ambiguo que lo mismo quería decir que sí o que no.

Miré otra vez hacia la mesa de Don Juan y la tía Amalia estaba ya despidiéndose. Volvió a su silla y a su langosta como si tal cosa. Vaya, vaya…, dijo nada más. Los Torres, deslumbrados, no podían ocultar su curiosidad. Cuenta, mujer, cuenta, decía ella. ¿De qué habéis hablado?, ¿desde cuándo le conoces?, preguntaba él. Mi tía tardaba en tragar el trozo de langosta que tenía en la boca, y yo creo que lo hacía porque le divertía aquella ansiedad y le apetecía aumentarla. ¡Cuando lo contemos en Valencia…!, ¡en casa somos monárquicos de toda la vida!, exclamaba la señora Torres, hinchando el cuello como una gallina, y su marido insistía: ¡Pero cuenta algo! ¡Nos tienes en ascuas! ¿De qué le conoces? Yo miraba a la tía Amalia y estaba orgullosa de ser la sobrina de una mujer con tantos recursos, una mujer que no sólo me había sacado del aprieto sino que había sabido darle la vuelta a la situación. ¿Es que tu familia es muy antigua?, le seguían preguntando los Torres, y ella terminó de tragar el bocado y, con la sonrisa en los ojos, contestó: ¿Mi familia? ¡Tan antigua como la que más! Al cabo de un rato Don Juan y sus acompañantes acabaron de cenar y los clientes del restaurante volvieron a levantarse en señal de respeto. Al pasar junto a nuestra mesa, Don Juan envió a mi tía una sonrisa de despedida. Para entonces, los Torres estaban ya convencidos de haber hecho amistad con una Grande de España.

Luego, en la habitación, mi tía no hizo otra cosa que burlarse de ellos. ¿Has visto la cara que se les ha quedado a esos catetos? Se lo merecían. Por haberse burlado de ti. ¡Ellos, que no habían probado la langosta hasta hace cuatro días!, decía mientras se quitaba los pendientes delante del espejo. Yo la observaba desde la cama: Pero ¿le conocías o no? ¿A quién? ¿A Don Juan? Claro que no. ¿Qué le has dicho? Bah, cualquier cosa… ¿Y cómo estabas tan segura de que no te iba a rechazar? Es un Borbón, dijo ella, nunca un Borbón ha rechazado a una mujer guapa.