Porque lo que estaba en la calle Princesa no era la consulta del médico sino la casa de la tía Amalia. Mi madre y ella eran hermanastras, hijas únicas de los dos matrimonios de mi abuelo. El abuelo, que se llamaba Fermín y al que yo no llegué a conocer, había enviudado al poco de nacer mi madre. Vivía entonces en un pueblo de la provincia de Salamanca, el pueblo de mi madre, y pasaba largas temporadas en Madrid, trabajando en la construcción. En uno de esos viajes conoció a Antonia, que sería su segunda mujer y la madre de mi tía Amalia. Era ésta unos diez años más joven que mi madre, y en realidad vivieron juntas muy poco tiempo: tan sólo los últimos tres o cuatro años antes de la boda de mi madre, que hasta entonces había vivido en el pueblo, en casa de unas tías suyas. Eso explicaba hasta cierto punto que mi madre y la tía Amalia no se parecieran en nada, absolutamente en nada. Todo lo que mi madre tenía de arisca y de gruñona lo tenía la tía Amalia de cariñosa y alegre, y todo lo que… Pero no. No las compararé, como entonces hacía. Diré solamente que, si yo hubiera podido elegir una madre, habría optado sin dudarlo por la tía Amalia. Sí, me habría gustado ser hija suya y vivir en Madrid en vez de en la colonia, y pasear por la calle Princesa y no por esa triste calle nuestra que casi no era ni calle, y oler como la tía Amalia, que olía a canela y a pétalos de rosa, y no como mi madre, que olía a ajo y a leche agria. ¿También yo acabaría oliendo así? ¿Estaba destinada a ser de mayor una mujer que olía a ajo y a leche agria como mi madre o, peor aún, a tabaco y a sudor como mi padre?
El portal de la casa de la tía Amalia era grande y vistoso, y en invierno solía haber una alfombra morada que llevaba hasta la puerta misma del ascensor, entre la portería y los buzones. El portero se llamaba Venancio. La primera vez que estuvimos allí no se creyó que mi madre y la señorita Amalia, como él decía, fueran hermanas, y mi madre casi se enfadó. Ahora ya nos conocía y no nos preguntaba a qué piso íbamos, pero todavía nos seguía con la mirada como si pensara: ¿Es posible que esta mujer y la señorita Amalia sean hermanas? O a lo mejor no lo pensaba y eran sólo figuraciones mías, tan sorprendente me parecía que entre mi madre y mi tía existiera algún grado de parentesco.
La tía Amalia nos recibía con el pelo envuelto en una toalla de color violeta. Aun descalza era alta, más alta que la mayoría de las mujeres y desde luego bastante más que mi madre, y de perfil se parecía un poco a Katharine Hepburn. Tenía una cintura muy fina, de adolescente, y en una época en la que todas las mujeres llevaban faldas eran los pantalones su prenda preferida. Los pantalones y unos zapatos negros, sencillos, sin tacón, que más parecían zapatillas de bailarina.
Aquí te dejo a la niña, saludaba mi madre, siempre con ganas de marcharse. Pero pasa, mujer, decía la tía Amalia. Voy con el tiempo justo, negaba mi madre, y luego me apuntaba con un dedo: Tú pórtate bien. Vendré sobre las ocho y media. Entonces mi madre se iba, y la tía Amalia me acariciaba el pelo y sonreía: ¿Qué te apetece que hagamos? El piso no era demasiado grande pero sí bonito, muy bonito. Tenía un pequeño recibidor, un salón con mueble-bar y un dormitorio tan espacioso como todo nuestro cuarto de estar. La cocina era diminuta y estaba siempre muy limpia, como si nunca se hubiera usado, y a mí me encantaba ese olor a mandarinas y a manzanas verdes, tan distinto del olor a repollo y a sardinas fritas de las cocinas de la colonia. En cuanto al cuarto de baño, tenía una bañera inmensa y un espejo con dos filas de bombillas, como los de los camerinos de las actrices. La tía Amalia se sentaba ante el espejo y terminaba de secarse la cabeza, y yo miraba cómo el cepillo se deslizaba por su pelo liso y castaño oscuro.
Fue allí, una de esas tardes, donde me enseñó a pintarme las uñas. Se pintan así: acariciándolas, me dijo, al tiempo que daba una primera pincelada de esmalte. ¡Y se secan así!, añadió, y comenzó a soplar sobre sus uñas y a mover los dedos, muy separados unos de otros, como un músico que tocara un acordeón imaginario. Yo la imité. Nos miramos después en el espejo, y al descubrirnos haciendo aquellos gestos más bien ridículos nos echamos a reír. Otra tarde, en el salón, quiso enseñarme a bailar. Yo seré el chico y tú la chica, me dijo, cogiéndome por la cintura. Déjate llevar. Buscó entre sus discos uno de valses pero encontró otro que la hizo cambiar de idea. ¡Éste!, exclamó con sonrisa triunfal. Sacó el disco y dejó la funda sobre una silla. Lucho Gatica…, leí. La tía Amalia me guiñó un ojo y colocó la aguja al principio de la tercera pista. Al cabo de un segundo empezó a sonar una canción que decía: Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma… María bonita, la canción que Agustín Lara compuso para su amada María Félix, dijo la tía Amalia. Pero ahora esta canción no es de María Félix. Ahora es tu canción, añadió. Yo sonreí halagada y ella volvió a cogerme por la cintura y a bailar conmigo tarareando la letra de la canción: La luna que nos miraba ya hacía ratito se hizo un poquito desentendida…
Me gustaba que la tía Amalia me enseñara a pintarme las uñas, a bailar, también a caminar con gracia, para lo que me colocaba sobre la cabeza unos libros que me obligaban a mantener la espalda recta. Me gustaba que me enseñara ese tipo de cosas porque quería decir que para ella yo no era una niña sino una mujercita. También me gustaba que me consultara qué ropa se iba a poner. Sacaba un par de blusas del armario y las sostenía sobre el pecho ante el espejo de cuerpo entero, primero una, luego la otra, diciendo: No sé, no sé, es tan complicado elegir… Era complicado porque a ella todo le sentaba igual de bien, y yo, que sabía que no podía equivocarme, le recomendaba una u otra un poco por capricho y otro poco por jugar. Por jugar a hacerme la mayor, que era lo que siempre hacía en casa de mi tía.
Pero lo que más me gustaba era ir de compras con ella. Yo no sabía de dónde salía su dinero, y en realidad tampoco me lo preguntaba. Para mi mentalidad de entonces todo era muy sencillo: la tía Amalia era rica por la misma razón superior e inescrutable por la que mis padres eran pobres. La tía Amalia era rica y, como decía mi padre, punto y basta: eso lo explicaba todo. Eso explicaba, por ejemplo, que en algunas de aquellas tiendas las dependientas la colmaran de atenciones y la trataran como se trata a las buenas clientas. En las zapaterías, por ejemplo, conocían sus gustos y le decían que no era tan fácil encontrar unos zapatos como los que ella solía llevar, negros, sin tacón, y que al mismo tiempo estuvieran de moda. ¡La moda! ¡Qué tontería!, replicaba ella, y era verdad que la tía Amalia había sabido crear su propio estilo, elegante, distinguido, pero también ajeno a las modas del momento, muy por delante o por encima de ellas.
También la conocían en las joyerías, aunque ahí casi nunca compraba nada. La primera vez que entré con ella en una joyería me sentí un poco abrumada. Todos aquellos collares, aquellos anillos y pulseras expuestos como piezas de museo en las vitrinas y los mostradores de cristal me deslumbraban con sus brillos y a la vez parecían decir: ¿Qué hace esta niña aquí? ¿Quién la ha dejado entrar? Me sentía incómoda entre todo aquel lujo y aquella riqueza y tenía la sensación de que los dependientes me vigilaban con discreción, como temiendo que fuera a aprovechar algún despiste para robar. Me mantenía por eso siempre a la vista, un poco alejada de todo, y cuando la tía Amalia me llamaba para enseñarme una joya que, como ella decía, era una auténtica monada, yo asentía en silencio y en el fondo prefería que no me llamara. Ella sí que tocaba las joyas. Como si formaran parte de su propio joyero, cogía una sortija o una cadenita o un par de zarcillos y se los probaba con toda naturalidad, y lo que más me sorprendía era que los dependientes, tan trajeados ellos, tan sonrientes pero en el fondo tan severos, no sólo se lo consintieran sino que la animaran a hacerlo con sus palabras y sus gestos.
Una de esas tardes se probó ante un espejo un hilo de perlas y cuatro o cinco collares. Me llamó. ¿Has visto?, preguntó. Una auténtica monada: una cadenita de plata con un pequeño colgante de jaspe. Me hizo señas para que me la probara. Yo la obedecí, intimidada, y ella volvió a pronunciar su expresión favorita: Una monada, una auténtica monada. No era, ni mucho menos, el artículo más caro de aquella joyería, pero también es cierto que allí no había nada que fuera barato. Miré al dependiente, que nos dejó un momento para atender a un nuevo cliente. ¿Te gusta?, me preguntó la tía Amalia. Me encanta. Pues para ti. ¿Para mí?, ¿de verdad? No me lo podía creer. Me abalancé sobre ella y le di un fuerte abrazo. Bueno, bueno, dijo ella, quitándose importancia. Luego la acompañé a pagar y el dependiente me preguntó si la quería en el estuche. No, no, dije, me la llevo puesta. Estaba realmente emocionada. Fue aquélla la única vez que vi a la tía Amalia comprar algo en una joyería, y lo compró para mí.
Esa misma tarde volvíamos en taxi por la Gran Vía cuando vi un montón de niños entrando en un cine. En la marquesina se anunciaba el III Festival de Cine Infantil y yo no tuve ningún problema para reconocer el cartel de la película. ¡Un rayo de luz! ¡De Marisol, mi favorita!, exclamé. Pero ya la habrás visto…, dijo la tía Amalia. No, contesté, y era verdad: tenía todos los álbumes de cromos de Marisol, también todos los recortables, incluso había logrado que mis padres me regalaran un disco suyo, que a veces escuchaba con mis amigas en el tocadiscos de la cantina, pero nunca había visto ninguna de sus películas. De hecho, nunca había estado en otro cine que en el que improvisaban todos los veranos en un pueblo próximo a la colonia, un simple patio descubierto al que cada cual debía llevar su propia silla. Pare, ordenó la tía Amalia, dando dos golpecitos en el asiento del taxista.
Cuando entramos en la sala, la proyección acababa de empezar. Un acomodador con uniforme y gorra de plato nos condujo hasta nuestras butacas enfocando con su linterna el suelo enmoquetado del pasillo. Yo no podía apartar la mirada de la pantalla. Me acuerdo del comienzo de aquella película como si la estuviera viendo ahora mismo: la clase de canto, la ñoñería de Santa Lucía, la cómica versión aflamencada que de esa canción hacía Marisol, la desolación y el disgusto con que la acogía la profesora… Me acuerdo incluso de algunos diálogos, que también entonces sabía de memoria porque aparecían reproducidos en uno de los álbumes de cromos. Me crispa esa rebelde. Cuando menos lo esperas, en medio de una canción nuestra, te obsequia con esos endiablados gorgoritos, decía el abuelo de Marisol en el jardín del suntuoso palacio familiar, y el tío replicaba: Hace honor a las dos sangres que lleva: la de aquel hijo tuyo y la otra. Porque, en la película, Marisol era la hija de una cantante española y un aristócrata italiano que moría en un accidente de aviación. Y lo curioso es que yo me veía a mí misma como a la Marisol de esa película, como si también yo llevara dos sangres a las que hacer honor, la sangre pobre de mi padre y de mi madre y la otra sangre, la de la tía Amalia, que venía a ser como la familia italiana de Marisol, con todos esos palacios y esos jardines y esos títulos nobiliarios. Aquella misma tarde, cuando salíamos del cine, le dije: Mi madre y tú sois hermanastras. Hijas del mismo padre y de distinta madre… La tía Amalia asintió con la cabeza, esperando mi pregunta. ¿Qué pasa?, dije, ¿que tu madre era rica y la de mamá no? ¿Mi madre?, se echó a reír, ¡más pobre que una rata!
Llegamos al portal de su casa y mi madre nos estaba esperando con cara de pocos amigos. Lo primero que vio fue mi cadenita de plata. Fue un vistazo rápido, apenas medio segundo, lo justo sin embargo para que descubriera la cadenita y el pequeño colgante. Y no hizo ningún comentario al respecto. Sólo dijo: Vámonos ya o no llegaremos al último autobús. No pude ni despedirme de la tía Amalia. Le dije adiós con la mano y me apresuré a seguir a mi madre hacia la parada. Cruzamos medio Madrid en autobús, fuimos en tren a Alcalá y allí cogimos el otro autobús, el que debía dejarnos en el Mesón de los Caballos, y mi madre no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto. Yo sabía que lo de la cadenita no podía gustarle, y me reprochaba mi propia coquetería: si en vez de llevármela puesta hubiera dejado que me la dieran dentro del estuche, habría podido esconderla en un bolsillo y mi madre nunca se habría dado cuenta de nada. Así eran las cosas en mi casa. Si había algo que me gustaba, tenía que ocultárselo a mi hermano y a mis padres. Todavía me acordaba de una ocasión anterior en que me habían oído utilizar la frase favorita de la tía Amalia (una monada, una auténtica monada) y los tres se habían vuelto hacia mí con expresión de asco y como diciendo: ¿De dónde habrá sacado esta niña ese lenguaje? O sea que debía ocultar todo lo que tuviera que ver con la tía Amalia, y yo me decía que eso no tenía mucho sentido: que tal vez la adinerada familia italiana de Marisol podía avergonzarse de su modesta familia española, pero que desde luego jamás podía ocurrir lo contrario.
En el Mesón de los Caballos nos esperaba mi padre. Había cogido una de las linternas de los guardas de la fábrica porque la pequeña carretera que llevaba a la colonia estaba completamente a oscuras. Vamos, dijo, y mi madre le agarró del brazo derecho y yo del izquierdo. Era una noche cerrada. Mi padre enfocaba el haz de luz un poco por delante de nosotros para ver dónde poníamos los pies, y de vez en cuando lo alzaba hacia el horizonte como tratando de calcular la distancia que nos separaba de casa. Mi madre preguntó: ¿Han dicho algo de Educación y Descanso? No, aún no, contestó mi padre, y ésas fueron las únicas palabras que intercambiaron hasta que llegamos a la colonia. Se referían a las cuatro plazas que, para las vacaciones de verano, había solicitado mi padre en un albergue del ministerio. Era el cuarto año que las solicitaba y siempre se las habían denegado por exceso de demanda y estricta aplicación de baremos. Ésa al menos solía ser la explicación oficial, pero mi padre decía que se las denegaban por no ser del régimen. Entramos en casa y yo me fui directa a mi cuarto. Abrí la hucha verde en la que guardaba mis pequeños tesoros (la medalla de la primera comunión, unas cuantas fotografías, un reloj estropeado, un crucifijo bañado en plata) y guardé allí la cadenita y el colgante. Y fue entonces cuando oí que mi madre, como si no hubieran pasado varios minutos desde el breve diálogo anterior, decía: Pues ya va siendo hora de que digan algo.
Una de las tardes que estaba en Madrid, la tía Amalia me preguntó si me gustaba el mar. Estuvimos una vez, dije. En Cartagena. Tengo fotos. Pero era muy pequeña. Casi no me acuerdo. Luego sonó el timbre. Era mi madre. La tía Amalia me dijo que no me moviera del dormitorio y salió a abrir. Pasaron unos segundos sin que nadie acudiera a buscarme. Me asomé al salón. Mi madre y la tía Amalia estaban en el pequeño recibidor, la puerta todavía abierta, y hablaban en voz baja. Oí la voz de mi tía diciendo: A la niña le vendrá bien. Viajará, conocerá sitios nuevos… Pero es que ya habíamos hecho planes, negaba mi madre con la cabeza. Yo no sabía de qué estaban hablando. Lo único que sabía era que tenía que ver conmigo.
Más tarde, ya en el tren, nos sentamos una enfrente de la otra. Me pasé un buen rato escrutando su rostro. Buscaba en él algún indicio que me permitiera adivinar lo que en ese momento pasaba por su cabeza, pero su expresión cansada y como ausente no se diferenciaba en nada de la de los otros días a esa misma hora. Yo, como de costumbre, ocultaba mis sentimientos y, si en algún instante nuestras miradas llegaron a cruzarse, tampoco mi madre fue capaz de percibir en mí el menor indicio de curiosidad. Y luego, cuando, por entablar algún tipo de diálogo, le pregunté qué le había dicho el médico, ella se encogió de hombros y dijo: Lo de siempre. Estaba claro que no pensaba revelarme nada de lo que había tratado con la tía Amalia.
Pero tampoco podían pasar muchos días antes de que acabara enterándome. Yo estaba sentada en el suelo del salón, jugando con los recortables de Marisol: tan pronto le ponía un vestidito de cartulina como se lo quitaba y le ponía otro. Se oyeron los pasos de mi padre subiendo por la escalera. Mi hermano Josemi había empezado a trabajar hacía poco y normalmente volvían juntos de la fábrica. En esta ocasión, sin embargo, mi padre venía solo. Mi madre, desde la cocina, se asomó a mirar. Mi padre sostenía en la mano un sobre de aspecto oficial, y su expresión era lo bastante elocuente como para que mi madre adivinara. Denegadas, dijo nada más. Mi padre asintió con la cabeza y tiró la carta sobre la mesa. ¡Tú y tus socialismos! ¿Ves para lo que te ha servido?, le increpó mi madre, y él murmuró: Me cago en Franco y en la puta que lo parió… Yo me acerqué a la mesa y traté de leer aquel papel, pero mi madre me lo arrancó de la mano. ¡A tu cuarto!, me gritó, ¡métete en tu cuarto y cierra la puerta! Estaba irritada, muy irritada, bastante más que los años anteriores por la misma causa, y eso no hacía sino excitar aún más mi curiosidad. Dejé pasar unos instantes y entreabrí la puerta con sigilo. Mis padres se habían encerrado a discutir en la cocina, y yo sólo alcancé a oír unas pocas frases aisladas. Es que Amalia, ya lo sabes, no me acaba de…, protestaba mi madre, y mi padre la interrumpía: Pues es tu familia, no la mía, y yo lo único que… ¿Y eso qué tiene que ver?, le interrumpía a su vez mi madre, y luego mi padre continuaba, a voz en grito: ¡Yo lo único que digo es que la niña tiene derecho a unas vacaciones! No escuché nada más. Cerré la puerta y me tumbé en mi cama. Era todo lo que quería saber.