1

Mi madre siempre pareció mayor. Aquel año, el sesenta y nueve, mi madre tenía sólo treinta y ocho años, pero nadie le habría echado menos de cincuenta. Tenía el pelo gris y la piel de las manos como agrietada. Tenía también reúma en las rodillas, que se le hinchaban y se le ponían duras como melocotones tempranos. Pero mi madre no lo llamaba reúma. Ella decía que tenía las piernas tontas. Y mi padre decía: Tus piernas serán tontas, pero tú mucho más por no ir al médico. Y mi madre contestaba: ¿Y quién va a limpiar las casas de los ingenieros mientras esté en el médico? ¿Las vas a limpiar tú? Y entonces se enzarzaban en una de sus clásicas discusiones. Mi padre decía que si tenía las piernas como las tenía era por las horas que se pasaba arrodillada, sacando brillo al suelo de las casas de los ingenieros. Y decía que si tenía las manos como las tenía era de tanto lavar las sábanas de los ingenieros. Ingenieros, ingenieros, rezongaba, pero no son capaces de comprarse una lavadora como Dios manda. ¿Para qué? ¡Con lo barata que tú les sales…! ¿Te quieres callar?, le interrumpía ella, ¿qué te crees? ¿Que me gusta limpiar las casas de los demás? Trae algo más de dinero a casa y ya verás lo que hago con las casas de los ingenieros.

Las discusiones siempre acababan igual. Mi padre, que en casa jamás dejaba pasar la ocasión de criticar a los ingenieros, decía: ¡Dinero! ¡Qué más quisiera yo! Pero es todo lo mismo. ¿Quién me paga a mí? Los ingenieros, ¿quién si no? Ellos dicen que son empleados como nosotros pero son los auténticos patronos. Lo demás es sencillo: los ingenieros nos pagan poco para que nuestras mujeres tengan que ir a limpiar sus casas por una miseria. ¿No lo entiendes? ¡Si nos pagaran lo que en justicia nos corresponde no tendrían quien les limpiara las casas! En un momento u otro de la perorata, mi madre se llevaba una mano a la frente como si le doliera la cabeza y exclamaba: ¡Ya salió el socialista! Y entonces todo se desarrollaba del mismo modo, como si no estuvieran discutiendo sino representando una pequeña pieza teatral. Primero mi padre replicaba: ¡Pues sí! ¡Soy socialista! ¿Y qué? Luego mi madre daba un manotazo al aire y, camino de la cocina, le amenazaba: ¡Eso! ¡Dilo bien alto, a ver si se entera quien se tiene que enterar! Y mi padre: ¡Pues que se entere! ¿Me oyes? ¡Que se entere quien se tiene que enterar! Entonces, satisfecho por haber podido decir la última palabra, solía hacer un gesto afirmativo con la cabeza, y yo le preguntaba: ¿Y quién se tiene que enterar? Se tiene que enterar quien se tiene que enterar, contestaba él, enigmático, y luego añadía: Y punto y basta.

Pero si mi madre se resistía a ir al médico no era por espíritu de sacrificio. Yo creo que mi madre lo hacía por protestar. Le gustaba llegar a nuestro pisito en el portal número dieciséis de la única calle que tenía la colonia y murmurar: ¡Todo el día fregando con estas piernas tontas! ¡Ay, Señor! ¡Esto no es vida! Si no hubiera sido por esas casas que tenía que fregar y por esas rodillas suyas, hinchadas por el reúma, no habría tenido ningún motivo para quejarse de la vida que llevaba, y eso sí que la habría hecho infeliz. Pero entonces seguro que habría encontrado otros motivos: que el piso se nos había quedado pequeño, o que los precios del economato se habían disparado, o vete a saber. Y habría dado lo mismo que nuestro piso fuera idéntico a los de las otras familias (salvo, claro está, las de los ingenieros) y que los precios del economato, siempre bajísimos, fueran los mismos para todos: la cuestión era quejarse, protestar.

La colonia se llamaba Cadafalch, aunque todo el mundo la conocía como Colonia del Catalán. Para llegar a ella había que abandonar la nacional en un lugar que se llamaba Mesón de los Caballos. De ahí salía una carreterita que estaba asfaltada hasta la entrada misma de la colonia y luego, convertida ya en simple camino de tierra, continuaba en dirección a los sembrados y la alameda. Un alto muro de ladrillo coronado de cristales rotos rodeaba la colonia, y yo siempre me pregunté para qué habrían puesto esos cristales si allí podía entrar el que quisiera, fuera por alguna de sus dos cancelas de hierro forjado, que siempre estaban abiertas, o por cualquiera de los numerosos boquetes que el tiempo y la desidia habían acabado abriendo en el muro.

La única calle de la colonia partía de una de esas dos entradas, atravesaba la amplia explanada en la que aparcaban los camiones y las furgonetas y conducía directamente al viejo pero aún imponente edificio de la fábrica. Ahí la calle se bifurcaba en dos callecitas menores que rodeaban la fábrica y volvían a juntarse a espaldas de ésta, en una glorieta con árboles y con bancos a la que daban las ventanas de las primeras casas. A partir de la glorieta la calle, ahora adoquinada, volvía a ser recta, y a ambos lados se alineaban las casi cincuenta casas de los trabajadores, todas idénticas, de dos pisos, con un pequeño jardín delante y capacidad para cuatro familias. Después venían la cantina, que era también el economato, la pequeña iglesia y la escuela, cerradas las dos y abandonadas, como muchas de las casas, desde los masivos despidos de mediados de los años cincuenta. Y detrás, sólo detrás de la pequeña iglesia y la escuela, lo más lejos posible de los ruidos y los malos olores de la fábrica, estaban la enorme casa de la familia Cadafalch, que tenía todos los cristales rotos y en la que nadie había vuelto a vivir desde la guerra civil, y las casas, también grandes pero no tanto como la de los Cadafalch, de los ingenieros, las cuatro de dos pisos y con jardín individual.

Mi madre limpiaba dos de esas casas. Una de ellas era la de la familia del ingeniero más joven, que había llegado con tres hijos y cada año tenía uno más. La otra era la del ingeniero Goitia y su mujer, cuyo único hijo estaba ya en la universidad. La mujer de Goitia había acabado cogiendo cariño a mi madre. Fue ella la que la convenció de que fuera al médico a mirarse lo de las rodillas. Y no sólo la convenció sino que le facilitó la dirección de la consulta de un pariente suyo de Madrid que no le cobraría una peseta por el tratamiento.

Recuerdo a mi madre arreglándose para cada uno de esos viajes a Madrid. Aquellas ocasiones eran las únicas en las que mi madre estaba dispuesta a ponerse de tirios largos, como ella decía, y sacar sus mejores prendas del armario. Unas prendas, por lo demás, bastante pobretonas: unos zapatos con algo de tacón y ancha hebilla dorada que guardaba como oro en paño y sólo se había puesto una docena de veces; una falda gris, de cheviot o algo parecido, que le llegaba por debajo de las rodillas y que si no estaba pasada de moda era porque nunca había llegado a estar de moda; un abriguillo de paño, algo gastado en los codos, con los puños y el cuello hechos con los restos del astracán que había sobrado de un viejo arreglo para la mujer de otro ingeniero, el que había precedido al ingeniero joven que tenía un hijo cada año; y, finalmente, un sombrerito de gruesa lana, en forma de tulipa y con dos tirillas de piel que se juntaban en sendos lazos, uno delante, el otro detrás, los dos igual de mustios. Cuando mi madre llevaba esos zapatos, esa falda, ese abriguillo, ese sombrero, era que se había puesto de tirios largos. Y cuando se ponía de tirios largos era que tenía hora en el médico de Madrid. ¡Madrid, qué palabra tan bonita! A los niños de la colonia, que nunca habíamos ido mucho más allá de los pueblos de los alrededores, el simple sonido de esas sílabas nos trasladaba a un mundo superior, el mundo de las grandes ciudades, como Roma o París, de las que tanto se hablaba en la radio y la televisión y en las que vivía la gente famosa e importante.

Pero, en realidad, Madrid no estaba tan lejos. Había que ir andando hasta el Mesón de los Caballos y allí esperar a que pasara el autobús que llevaba a Alcalá, donde se cogía un tren que en algo menos de una hora te dejaba en un apeadero a la entrada de la ciudad. Conozco muy bien ese trayecto porque yo acompañaba siempre a mi madre en sus visitas al médico. Del turno laboral de mi padre se sabía cuándo comenzaba pero no cuándo acababa, y en cuanto a mi hermano Josemi, que entonces tenía diecisiete años, estaba claro que no abrigaba el menor interés por pasarse la tarde cuidando de mí, de modo que esas tardes mi madre se veía obligada a cargar conmigo por caminos, carreteras, trenes y autobuses.

También yo tenía que ponerme de tirios largos, como ella decía, y para esos viajes a Madrid mi madre me reservaba unos zapatitos blancos como de primera comunión, un vestido a cuadros con volantes en las mangas y una chaqueta de lana de aire lejanamente tirolés, hecha por ella misma con los ovillos sobrantes de unos jerseys de mi padre y mi hermano. A mí esa ropa no me gustaba. No me gustaba al menos para ir a Madrid, donde las niñas vestían de otra manera. Para la colonia, en cambio, estaba bien, porque allí todas las madres tenían el mismo mal gusto que mi propia madre, y mis amigas iban tan mal vestidas como yo. Mi madre sabía que esa ropa no me gustaba y, cuando me abotonaba la chaqueta, en vez de decirme que en cuanto tuviera dinero para comprar lana me haría otra más bonita, lo que me decía era: Pues te aguantas. Lo decía así, de improviso, sin siquiera darme tiempo a protestar, y yo apretaba con fuerza los labios, como diciendo: Pues no me aguanto.

Mi madre, en realidad, creía que yo la acompañaba contra mi voluntad, que habría preferido quedarme en la colonia, viendo la televisión de la cantina desde la ventana o jugando con mis amigas, y en realidad yo pensaba que mejor así. ¿Qué habría hecho mi madre si hubiera sabido que aquellos viajes a Madrid se habían convertido para mí en el acontecimiento más importante del mes, que contaba los días que faltaban hasta la siguiente visita? Estoy segura de que me habría dejado en la colonia, de que se las habría arreglado para colocarme en casa de alguna amiga. Cualquier cosa con tal de aguarme la fiesta. Así era mi madre: para ella, las cosas que te hacían pasar un buen rato no podían ser buenas.

Y lo curioso es que también ella disfrutaba con esos viajes. ¿Por qué, si no, ese empeño en ponerse su mejor ropa? ¿Y por qué luego, ante las otras mujeres de la colonia, no paraba de comentar que el otro día en Madrid había visto no sé qué y el otro día en Madrid había visto no sé cuántos? Claro que mi madre jamás lo habría reconocido, y en cuanto iniciábamos el viaje se iniciaba también su largo rosario de quejas: que si esta caminata, ¡lo que le faltaba a mis piernas!, que si seguro que no tendremos sitio en el autobús, que si ya veremos qué pastillas me recetan hoy, con lo caras que están… Yo guardaba silencio y me mantenía siempre a su lado, y cuando llegábamos a la estación de Alcalá empezaba a notar el aire de Madrid. No, aquello no era todavía Madrid, pero se le parecía mucho, y la compañía de toda aquella gente que iba o venía de Madrid hacía que me sintiera mucho más cerca de la capital que de la colonia.

Cuando por fin bajábamos del tren en el apeadero y nos incorporábamos al trasiego de los andenes, no podía sino repetirme para mis adentros: ¡Estoy en Madrid! ¡Estoy en Madrid! Ahí cogíamos un autobús que nos llevaba por la Castellana y la Gran Vía hasta Princesa, y yo, excitada, me asomaba a la ventanilla y lo devoraba todo con los ojos: los edificios, los coches, los anuncios de las vallas, los transeúntes. Estaba, ya lo he dicho, realmente excitada, pero de algún modo me sentía inclinada a ocultarlo. ¿Qué habría pasado si mi madre se hubiera dado cuenta? ¿Habría hecho algún comentario desagradable con el único objeto de amargarme la tarde?

A esas alturas del viaje mi madre había dejado ya de protestar. Permanecía en su asiento, con su viejo bolso bien sujeto entre ambas manos, y miraba la calle con indiferencia, casi con desdén, como si hubiera hecho ese mismo trayecto todos los días de su vida y estuviera harta de ver siempre el mismo paisaje. Yo creo, sin embargo, que en el fondo se sentía un poco acobardada, o al menos impresionada, y que esa indiferencia y ese desdén eran sólo aparentes, una máscara detrás de la cual ocultaba sus verdaderos sentimientos. Sólo abría la boca para nombrar el lugar por el que estábamos pasando. Primero decía: Nuevos Ministerios. Luego: Cibeles. Más tarde: Telefónica. Lo decía sin admiración ni extrañeza, como si en la colonia tuviéramos también algún ministerio o alguna fuente como aquélla o algún edificio como el de Telefónica. Finalmente decía: Plaza de España, ya casi estamos. Levanta, levanta… ¡Dios mío, estas rodillas! ¡Me van a matar! Y un par de minutos después estábamos en la calle, delante de la casa de la tía Amalia.