A lo largo de los primeros meses del año a Johnny le agradaba visitar con el ganado las cumbres de las elevaciones situadas en las inmediaciones de la granja. Uno de los promontorios más altos era la Montaña Cagill. Solamente a principios de la primavera y el verano eran llevadas las ovejas allí ya que más adelante los pastos escaseaban en aquel lugar y al presentarse el invierno una espesa capa de nieve lo cubría todo.
Los animales se encontraban a gusto en las laderas de la Montaña Cagill. Como labor previa, los perros rodeaban a las ovejas el día fijado para el traslado. Luego, a una señal del pastor, un silbido o un movimiento de su brazo, generalmente, el rebaño se ponía en marcha, ascendiendo por los abruptos caminos que conducían a aquel cerro.
Eran éstos tan largos y empinados en ciertos sitios que el padre de Johnny sólo accedió a que el muchacho visitara tal paraje cuando le juzgó suficientemente fuerte y desarrollado.
—No pierdas de vista a Johnny, Andy —recomendó el granjero al viejo pastor—. Ya sabes que a él le gusta deslizarse por los puntos más inclinados y saltar sobre las corrientes de agua más grandes. Procura que sea formal y que te obedezca. Si no te hace caso oblígale a regresar a casa.
Johnny sonrió. Sabía perfectamente que Andy no le obligaría a volver sobre sus pasos, hiciese lo que hiciese. También en el rostro del pastor se dibujó una amplia sonrisa. Tenía a Johnny por un chico fuerte y valiente. No existía el menor peligro de que se comportara como un estúpido.
A «Shadow» le gustaba la montaña encontraba divertido llevar el ganado allí y al ver a las ovejas avanzar con paso firme por los pedregosos senderos de la elevación comprobó que aquéllas no eran tan necias como se imaginara en un principio.
Andy, el pastor, tenía una choza en una resguardada hondonada de la montaña que quedaba cerca de la cumbre. Aquélla era de madera y el hombre acostumbraba a cerrar las grietas del techo y las paredes con hierbas, de manera que el agua de la lluvia no pudiera llegar al interior, ofreciendo también una gran protección contra los vendavales. Johnny le ayudaba en tales tareas.
—Voy a pasar la noche contigo, Andy —dijo el chico—. Papá me ha autorizado por vez primera. ¡Oh!, ¡será estupendo dormir aquí, en lo alto de la montaña! A «Shadow» le agradará cambiar las mantas de mi lecho por los matorrales de estos parajes.
Esto era ciertamente lo que «Shadow» pensaba. Le gustaba en verdad el olor del brezo. El perro contemplaba por tal razón con interés las idas y venidas del pastor y Johnny, portadores de grandes brazadas de matas, que depositaban dentro de la choza, su refugio.
Primeramente quedaron tapadas las grietas descubiertas. Luego, entre los dos, hicieron en un rincón de la casucha un gran lecho que cubrieron con un par de mantas.
Naturalmente, el pastor y Johnny llevaban consigo la comida que necesitaban. Los dos colgaron sus zurrones de sendos clavos, dentro de la choza. Andy sabía por experiencia que los perros, sintiéndose con hambre, eran capaces de dar buena cuenta de sus provisiones en un santiamén.
Tras el largo paseo desde la granja hasta lo alto de la montaña, Johnny se encontraba fatigado. Decidió sentarse a la puerta de la cabaña. Eran más de las doce y media y lucía un sol esplendoroso en el cielo. A los pies del muchacho quedaba una de las laderas de la elevación cubierta de puntitos obscuros y blancos: las ovejas. La mayor parte de los corderos de aquel año tenían fuerza suficiente para acompañar a sus madres hasta aquellos lugares.
Andy se acomodó junto a Johnny. El pastor señaló en dirección a un cordero aislado que no estaba pastando en compañía de los demás animales.
—Ese cordero está encanijado —dijo el hombre—. No se desarrolla como debiera… Y por ahí anda otro que se encuentra en idénticas condiciones. Tal vez los saludables aires de la montaña y estos buenos pastos les hagan mejorar, Johnny.
«Shadow» se tumbó a los pies del chico. También él sabía de la existencia de aquellos corderos pues había tenido que trabajar indeciblemente para obligarles a que subieran a lo alto de la montaña. Habíanse detenido por el camino más veces de lo que él hubiera deseado, balando angustiosamente. Sus madres, al principio, les habían esperado, pero luego, cansadas de sus incesantes balidos, habíanse olvidado de ellos. Andy se apresuró entonces a enviar en su busca a los perros y «Shadow» se irritó mucho al observar que una de las crías se obstinaba en deslizarse por los sitios más peligrosos.
Pero el perro comprendía que tenía que mostrarse paciente. Bien estaba que se sintiese enfadado mas había de procurar que nadie se diera cuenta de ello. Dejándose llevar del mal genio y de la ira no era posible gobernar ningún rebaño. Lo único que se conseguía, en tal caso, era que las reses se asustaran, sin ningún resultado práctico.
Johnny le había dicho a «Shadow» una vez que cualquier persona podía juzgar al dueño de una granja sin más que observar la forma en que sus perros trataban a las ovejas.
—Si a los perros se les ve agitados, inquietos, mientras rodean a un rebaño puedes dar por cierto que el granjero es un hombre de mal genio —afirmó Johnny—. En cambio, si los perros se muestran tranquilos, pacientes, da por hecho que su dueño suele adoptar una conducta semejante.
Esto hizo que «Shadow», sin más vacilaciones, se condujera como venía haciéndolo ya, pues deseaba evitar que su amo, Johnny, fuese juzgado desfavorablemente por alguien. En consecuencia, aunque el estúpido cordero le había sacado de sus casillas no lo demostró y muy pronto aquél llegó a pensar que el tenaz animal que le acosaba serenamente era su amigo y no su adversario. Entonces comenzó a avanzar a un ritmo más razonable y hasta cesó de efectuar paradas demasiado frecuentes.
Johnny y el pastor comieron al sol. Los cinco perros se situaron a su alrededor, esperando las sobras de su banquete. Tratábase a aquellos animales con justicia y todos disfrutaron de su parte. Por saberlo precisamente no luchaban nunca entre sí. No perdían de vista, entretanto, al ganado, manteniéndose hora tras hora alerta, por si a alguna res le daba por separarse de las demás. Una vez agrupado el ganado en un lugar, su trabajo era sencillo y tranquilo, pero siempre surgían una o dos ovejas atravesadas que se empeñaban en alejarse de sus compañeras, las cuales de buena gana habrían devuelto a la granja.
El pastor, el muchacho y los perros, pues, permanecieron largo rato con los ojos fijos en la ladera. De pronto, Andy levantó la vista. Algo había acaparado su atención en el firmamento. Estrechó los párpados, esforzándose por ver mejor.
—¿De qué se trata, Andy? —Inquirió Johnny, imitándole.
El muchacho vio un gran punto negro que se elevaba más y más en el cielo, sostenido por unas alas enormes…
—¿Sabes qué es eso? —le preguntó Andy—. ¡Un águila!
—¡Un águila! —exclamó Johnny, sorprendido—. Creo que esta es la primera vez que veo una. Debe ser un pájaro muy grande.
—Enorme —comentó el pastor—. Diez años atrás, las águilas acostumbraban a anidar en el lado opuesto de la montaña. Por entonces no podía perder de vista a mis ovejas ni un solo momento a lo largo del día.
—¿Por qué? ¿Es que esas aves son capaces de atacar al ganado? —quiso saber el muchacho, admirado.
—¡Ya lo creo! Acostumbran a dejarse caer sobre los corderos más débiles con el fin de apresarlos y conducirlos a sus nidos para que sus crías se den buenos banquetes.
—¡Dios mío! —exclamó Johnny, perplejo—. No creí nunca que existieran aves dotadas de tal fuerza. ¡Oh, Andy! No estarás pensando que ese animal anda detrás de nuestro ganado, ¿verdad?
—No, no es eso lo que pienso —respondió el pastor sin apartar la mirada del punto negro, cada vez más alto en el firmamento—. Aunque las águilas son unas aves fuertes, poderosas, se muestran más bien cobardes cuando tienen que atacar a animales más grandes que ellas mismas. Al ver un conejo, una liebre, un débil cordero, se lanzan sobre su presa sin temor alguno. No obstante, cuando una oveja madre se revuelve y sale en defensa de su cría optan por huir.
Johnny tornó a mirar hacia las alturas. El ave, con sus alas completamente extendidas, había descendido un poco, acercándose más a ellos. El chico pudo apreciar el enorme tamaño de aquéllas y sus extremos, vueltos hacia arriba. En ocasiones se abatían o enderezaban rítmica y majestuosamente, de acuerdo con sus movimientos. En otras el águila se desplazaba manteniendo completamente rígidas sus alas, como si flotara al viento.
—¡Quién pudiera hacer eso! —exclamó el muchacho—. Ahí es nada: remontarse hasta las alturas más inaccesibles y luego dejarse caer lentamente, meciéndose en el aire… Cuando sea mayor me haré piloto de avión.
El águila continuó descendiendo, perdiéndose tras el lado opuesto de la montaña. Johnny mostró un gran interés por descubrir a donde habría ido a parar.
—Bueno, ve si quieres —dijo el pastor—. Pero no vayas a extraviarte o caerte en cualquier hondonada… Que «Shadow» y «Dandy» te acompañen.
Los dos perros echaron a andar muy contentos tras su joven amo. Para ellos era una gran diversión trepar hasta la rocosa cumbre de la montaña en aquel despejado día de primavera. Cuando Johnny llegó a la parte más alta miró ávidamente hacia el otro lado. Era éste empinado y rocoso. ¿Dónde habría hecho el águila su nido?
Después descubrió a la gran ave posada como una estatua de piedra en el extremo de un elevado peñasco. Parecía más enorme y poderosa que nunca, En sus taladrantes ojos y en su ganchudo pico Johnny creyó descubrir unos crueles instintos. ¿Se atrevería a acercarse un poco más todavía a ella? ¡Oh! ¡Cómo le habría gustado asomarse a su nido!
El águila no le había visto. Súbitamente, lanzó un penetrante chillido, muy curioso, elevándose lentamente en el airé. Johnny pudo contemplar entonces en todo su esplendor las tremendas alas. Y a continuación, de un lugar situado más abajo, surgió otra águila, ascendiendo con impresionante facilidad por el firmamento…
«¡Tiene que haber un nido por las inmediaciones!», pensó el muchacho, excitado. «¡“Shadow”! ¡“Dandy”! ¡Tendeos aquí! ¡Quietos!»
El chico no había llegado a pronunciar una sola palabra de éstas, valiéndose de enérgicos ademanes para dar a entender a los perros, qué era lo que quería. Los perros le obedecieron en el acto pese a que a la vista de las tremendas aves los pelajes de los mismos, en la parte correspondiente a sus cuellos, se habían erizado. Johnny esperó a que las águilas se hubiesen distanciado de allí antes de avanzar hacia el punto en que viera a la primera posada majestuosamente sobre la punta de una roca. El camino era empinado y peñascoso. Johnny se dio cuenta de que no le sería posible alcanzar el nido por estar el mismo en un rocoso saliente al que no había manera de llegar si no se contaba con el auxilio de una cuerda.
Logró, sin embargo, contemplar el nido a sus anchas. Había sido construido con ramas de diversos tamaños y matas de brezos. Vio también como elementos integrantes de aquél, musgos, hierbajos menudos y algo blanquecino, juncos, quizás…
Dentro del nido había dos jóvenes águilas. Permanecían quietas, sin hacer el menor movimiento. Johnny estuvo observándolas un rato y luego volvió sobre sus pasos, emocionado al pensar que un descubrimiento como el que acababa de realizar no era cosa que sucediese todos los días. Las águilas grandes flotaban muy alto ahora sobre su cabeza. Sus plumas tenían un tono castaño oscuro que se transformaba en un brillante dorado en la parte posterior de sus cuellos. Los perros gruñeron al ver que las aves se acercaban y perdían altura.
—¡Quieto, «Shadow»! —ordenó Johnny—. Las águilas no van a hacerte ningún daño.
Unas horas más tarde el chico no pensaría ya así…
Él y Andy pasaron la noche en la vieja choza, confortablemente acomodados en su lecho de brezo, levantándose al amanecer.
Johnny fue el primero en despertar. Los perros no habían parado de gruñiría partir de cierto momento y «Shadow», nervioso en extremo, se había puesto a ladrar…
¡Y qué extraña escena contemplaron sus ojos! Una de las águilas, con sus enormes alas completamente extendidas, llevaba enganchado en sus poderosas garras a uno de los más débiles y menudos corderos. Este pesaba lo suyo pero el ave, batiendo sus alas lentamente, fue elevándose de un modo gradual pero seguro, en dirección a la cumbre de la montaña, encaminándose a su nido.
—¡Andy! ¡El Águila! ¡Se lleva a uno de nuestros corderos! —gritó Johnny muy apenado.
No podía hacer nada para evitar aquello. El ave, tras lanzar un extraño aullido o algo por el estilo, había desaparecido tras unos peñascos. Los perros, enloquecidos, iniciaron un concierto de ladridos ensordecedor.
El pastor estaba enfadado… Le pasaba lo mismo que a Johnny. ¿Qué podía hacer? Para cazar águilas los perros no servían. Únicamente una buena escopeta hubiera sido allí de utilidad.
—Mira, Johnny: esta mañana dejaré el ganado en tus manos mientras yo me acerco a casa en busca de mi escopeta —declaró Andy—. Regresaré tan pronto como me sea posible. Si volviera por aquí el águila acógela dando fuertes gritos y agitando fuertemente los brazos. Procura que los perros no se alejen un instante de ti.
Andy se alejó rápidamente, montaña abajo. No creía que durante su ausencia volviese a presentarse allí el águila. No obstante, ¡se equivocaba en sus suposiciones!