CAPITULO XXII. DÍAS ACIAGOS EN LA GRANJA

«Shadow» contaría unos tres años de edad cuando sobrevino una mala época para los habitantes de la granja a que pertenecía. La cosecha del trigo fue un fracaso. Perdiose la mitad del ganado a consecuencia de una extraña enfermedad… El padre de Johnny estaba desconsolado.

Una de sus más hermosas terneras murió y luego las vacas penetraron en un campo dentro del cual crecía una hierba venenosa. Dos de estos animales enfermaron, falleciendo a los pocos días también.

Una desgana inmensa se había apoderado del granjero, que realizaba los cotidianos trabajos sin la menor ilusión. Johnny estaba triste. Su madre bregaba a todas horas con sus gallinas y patos, intentando obtener de ellos el máximo rendimiento, con objeto de hacer frente a los ineludibles gastos familiares. Los perros andaban a veces escasos de comida pero no se quejaban jamás.

Celebráronse los concursos de perros pastores, como todos los años, y aquél «Shadow» derrotó hasta al inteligente «Rafe». «Shadow» acaparó casi todos los premios. Por vez primera en muchos días, el padre de Johnny sonrió…

—Si este perro pudiera hablar —dijo el hombre a su hijo—, podría enseñarnos muchas cosas. —¡Es una auténtica maravilla!

Había otra persona por allí que compartía su opinión. Tratábase de un americano que había estado presenciando las pruebas. Una vez hubieron finalizado las mismas aquél se cercó al padre de Johnny.

—Me gustaría comprarle su perro, señor —le dijo—. Poseo unos estudios cinematográficos en mi país y creo que si hiciéramos una película actuando «Shadow» de protagonista, ese perro me haría ganar una fortuna. Jamás vi un animal tan inteligente.

—No. No vendemos el perro —se apresuró a contestar Johnny.

El chico había oído las palabras del desconocido. El granjero miró fijamente al americano.

—¿Qué precio estaría usted dispuesto a pagar por «Shadow»? —inquirió.

—El que usted fijara.

—¡Usted debe estar loco! —exclamó el granjero, alejándose de su interlocutor.

—¡Oiga, oiga, señor! Piénselo bien, a ver quién de los dos es el loco —gritó el americano echando a andar tras él—. ¿Usted qué diría si le ofreciese doscientas cincuenta libras por su perro?

—Pues… ya no dudaría de su locura, simplemente —respondió—. El perro no vale ese dinero y usted lo sabe.

—¡Para mí sí! ¿He dicho doscientas cincuenta libras? ¡Eso no es nada! Fijaré el precio en trescientas.

¡Trescientas libras! Más que suficiente para enjugar todas las pérdidas del año y comenzar de nuevo. ¡Trescientas libras! Con este dinero se salvaba la granja y se contaba con un fondo de reserva importante. El granjero se detuvo y el americano continuó hablando.

—¿Qué significa para usted un perro más que menos? Lo más seguro es que dispone de varios. Véndame a «Shadow». El año que viene tendrá ocasión de verlo en la pantalla del cinema de la ciudad vecina. ¡Déjeme que le convierta en el perro más famoso del mundo!

—No sé… No sé qué hacer —repuso el granjero, vacilante—. El perro es de Johnny, mi hijo. Tendremos que hablar de este asunto. Venga usted mañana a mi granja y le contestaremos.

El granjero se marchó con su hijo. A Johnny le latía el corazón muy deprisa. Se sentía muy triste. Pero, ¿es que su padre había llegado a considerar en serio la idea de vender a «Shadow»? ¿De qué valía entonces que un perro fuese de uno si no se podía impedir siquiera que otra persona lo vendiera cuando se le antojase? Bueno, ¿y estaba bien que Johnny se negase a ceder a «Shadow» cuando aquella suma de dinero significaba tanto para su padre?

Aquella noche Johnny y sus padres se ocuparon extensamente de «Shadow», discutiendo si debían venderlo o no. El perro se sentó a los pies del muchacho, apoyando la cabeza en su rodilla. Entendía cuanto estaban hablando. Lo entendió y no podía dar crédito a sus oídos.

¿El separarse de Johnny, un ser a quien tanto quería? Pero, ¡si no podría vivir sin su amo! De esto se hallaba más que seguro. ¡Menudo tormento! No volver a oír la voz de Johnny, no volver a sentir sobre su cabeza la mano de Johnny, acariciándole… Esta era una idea insoportable, para «Shadow». El perro lanzó un gemido.

—¡Oh, «Shadow»! —exclamó Johnny con los ojos llenos de lágrimas—. Sabes de qué hablamos, ¿verdad? ¡Oh, «Shadow»! También a mí se me hace muy duro… Pero ocurre que a veces, para favorecer a las personas que amamos tenemos que sufrir. Se me hace extraordinariamente penoso perderte. Sin embargo, tengo el deber de ayudar a mis padres, siéndome posible. Losé. ¡Oh, «Shadow», «Shadow»! ¡Ojalá no hubieras sido nunca tan inteligente como has demostrado ser! Pues en tal caso nadie habría deseado comprarte.

También «Shadow» en aquellos momentos hubiera querido ser el más estúpido de los perros. Claro, había puesto tanto empeño en demostrar que era superior a sus compañeros que… Su superioridad, precisamente, iba a ser la causa de su separación de Johnny. El rabo del perro quedó abatido entre sus patas. El animal dirigió una mirada saturada de tristeza a su amigo.

Pronto fue tomada una decisión. El granjero dejó caer su mano sobre las de Johnny. La reacción del muchacho le preocupaba.

—Johnny: siento mucho hacer esto —le dijo—. No me atrae absolutamente nada la idea de separarte de «Shadow». Yo también quiero mucho a este perro. Es un ser casi perfecto. Sus ojos hablan, casi. Johnny… Si esto ha de ser motivo de un gran disgusto para ti lo dejaremos. Existen muy pocas probabilidades de que logremos salvar la granja prescindiendo de ese dinero.

Johnny hizo un movimiento denegatorio de cabeza.

—Prefiero perder a «Shadow» a que se pierda esto, que ha sido el afán de toda tu vida, papá —contestó el chico.

Después, Johnny ya no pudo pronunciar una palabra más. Levantose para salir de la casa. Un profundo dolor le atenazaba. «Shadow» seguía sus pasos de cerca. Ahora no quería estar ni un minuto apartado de su amo porque al cabo de varios días se vería cruzando el océano, en dirección a un gran país llamado América.

—Se iría con su comprador… Todo estaba planeado ya.

«Shadow» refirió a los otros perros lo que pasaba y todos se entristecieron porque siempre habían visto en él a un buen amigo.

—Ahora no quiero apartarme de Johnny un momento —dijo el perro—. ¡Ni un solo minuto! Pero…

Paseaba con Johnny por Long Field cuando el chico dio de repente un grito.

—¿Qué es aquello que se va allí, «Shadow» en esa zanja? ¿Una vaca? ¡Oh! No quiero ni pensar siquiera que mi padre esté a punto de sufrir otro percance…

Los dos se acercaron corriendo al lugar en cuestión. Sí. Se trataba de una vaca de pelaje blanco y rojizo. Había intentado alcanzar unas hierbas situadas al otro lado de la abertura, cayendo aparatosamente dentro de ella. Por sus propios medios el animal no podría salir porque la zanja era profunda.

—«¡Shadow!» Vete corriendo a la granja y busca a mi padre —ordenó Johnny.

«Shadow» se alejó de su amo para hacer lo que le acababa de mandar. El granjero al ver al perro comprendió que era portador de algún mensaje. Se llevó entonces una mano a la frente, a modo de visera, mirando a lo lejos. Johnny le estaba haciendo señas.

—Algo malo le ha ocurrido a uno de nuestros animales —gimió el hombre.

Aproximose a uno de los cobertizos para coger una cuerda. Luego se dirigió a Long Field. «Shadow» le pisaba los talones.

—¿Crees que puede haberse roto alguna pata, papá? —le preguntó el muchacho tras señalarle la vaca—. Yo no veo nada.

—¡Oh! Lo más seguro es que se haya quebrado las cuatro —repuso el granjero, con lúgubre acento—. ¡Qué suerte la mía!

Atado convenientemente el animal, entre los dos procedieron a sacarle de la zanja. La vaca salió de su prisión de golpe y padre e hijo quedaron sentados en el suelo. Aquella movió la cola con fuerza, avanzó unos pasos y se puso a pastar tranquilamente.

—¡Hurra! ¡No se ha quebrado ni una pata siquiera! —exclamó, muy contento.

En su alegría, el muchacho saltó sobre la zanja y «Shadow» le siguió.

Y fue entonces cuando ocurrió algo horrible. «Shadow» sintió que una cosa de naturaleza desconocida penetraba en sus ojos, produciéndole un terrible dolor, obligándole a volver la cabeza hacia un lado… Era una tira de alambre de espino herrumbroso que «Shadow» no había visto. El animal parpadeaba. Su ojos sangraban.

—¡Papá! ¡Fíjate en lo que le ha pasado a «Shadow»! —gritó Johnny arrodillándose—. ¡Oh, papá! ¿Crees que se quedará ciego?

El estado del pobre «Shadow» daba qué pensar. Las púas del alambre de espino le habían destrozado los ojos y apenas veía al emprender el regreso a la granja. Procuraba mantenerse junto a los pies de su amo, guiándose más por el olfato que por la vista.

El chico estaba más preocupado que nunca. Su padre sacó el carro inmediatamente y los tres se fueron en busca del veterinario. Este, hombre avezado por su profesión a ver toda clase de animales y enfermedades, movió la cabeza haciendo un grave gesto.

—No sé si podré salvarle los dos ojos. Es posible que uno, todo lo más. El otro se encuentra en muy mal estado.

Se los bañó, limpiándolos a fondo, y luego les aplicó una pomada con un pañito, procediendo inmediatamente al vendaje. El perro estaba inquieto, molesto. Acomodado junto a Johnny, intentando desprenderse la venda con una de sus pezuñas. Johnny le riñó, recordándole que no debía tocarla.

—¡Oye, papá! Supongo que al americano ya no le interesará ahora Johnny, ¿verdad? —inquirió súbitamente el chico.

—¡Dios mío! ¡Ni siquiera me acordaba de eso! —respondió el granjero—. No. Me imagino que no. Un perro ciego no podría servirle de nada. Tengo que decirle a ese hombre lo que ha pasado.

—¡Oh, papá! No sabes lo que lamento la pérdida de esas trescientas libras pero debo comunicarte que me produce una gran alegría el hecho de poder conservar a «Shadow» a mi lado, aunque no vuelva a ver jamás.

Johnny había pronunciado estas palabras hallándose estrechamente abrazado al perro. Este, al oírlas, sintió que su corazón latía más deprisa. ¿Se trataba de no separarse del chico? Bueno, ¿y qué más daba que perdiese la vista entonces? Estaba contento, sí, muy contento, de haber sufrido aquel accidente…

—¡Oh, «Shadow»! No saltes así. El vendaje acabará por caérsete, ten cuidado.

El perro, invadido por una incontenible alegría, no cesaba de moverse, intentando lamer el rostro de su amo, que ahora no podía contemplar.

El americano se enfadó mucho cuando le informaron acerca del percance sufrido por «Shadow». Desde luego, un perro ciego no le interesaba para nada. Acusó a Johnny de negligencia. El muchacho optó por guardar silencio. Ahora bien, se sentía satisfecho al pensar que aquel ricacho de mal genio no tendría nunca la más mínima relación con su perro.

Lo más extraño de todo fue que poco después de aquel día en que el americano se negaba a dar nada por «Shadow», las cosas comenzaron a marchar de nuevo perfectamente en la granja. El padre de Johnny vendió unos cuantos cerdos a buen precio. Más todavía: no se los habían pagado jamás tan caros. Y luego, una extensión de terreno que habían sembrado, arrojó un rendimiento superior al doble del normal.

Sucedió algo todavía más inesperado que esto. El granjero había prestado cien libras tiempo atrás a un amigo, el cual le devolvió el dinero por aquellos días.

—¡Eh! ¡Echad un vistazo a esto! —exclamó el granjero levantando la mano y mostrando a sus familiares el cheque—. ¡Cien libras que acaban de caernos del cielo! Nunca pensé que el viejo Harry pudiera devolvérmelas… Pero lo ha hecho. ¡Dios le bendiga! ¡Oh! Afortunadamente, las cosas se van arreglando.

Johnny estaba en verdad contento. Su alegría hubiera sido completa de haber tenido «Shadow» los ojos bien. Miraba a menudo al perro, que solía sentarse pacientemente a su lado, con casi toda la cabeza vendada. Cuando le quitaran el vendaje el veterinario se ocuparía debidamente del ojo que en su opinión podía ser salvado.

Al día siguiente Johnny llevó el perro al veterinario. Suavemente, éste fue quitándole el vendaje. Replegó los párpados y examinó los ojos del animal atentamente. Entonces el hombre profirió una exclamación de agradable sorpresa.

—¡Esto es extraordinario! ¡Pero si tiene los dos ojos casi curados! Incluso el que me pareció que estaba perdido por completo. No lo entiendo. Este perro tiene que ser un animal muy fuerte y sano. No hay ni qué pensar en que pudiera quedarse tuerto, Johnny. Yo creo que cuando las pequeñas heridas, múltiples, eso sí, que se produjo hayan cicatrizado tu famoso «Shadow» verá tan bien como antes.

Johnny escuchaba. Las lágrimas corrían por sus mejillas en aquellos instantes. Ninguna noticia podía ser mejor que la que acababan de darle. «Shadow» no se quedaría ciego, ¡ni tuerto siquiera! Gozaría de la misma vista. Estaría en posesión de aquellas facultades que le habían valido tantos triunfos. No quería creerlo. Resultaba todo demasiado hermoso para ser verdad… Johnny apoyó una mano en la cabeza de «Shadow» y el perro supo lo saladas que eran las lágrimas de su entrañable amigo al correr éstas también por sus hocicos. Sabía que Johnny estaba contento y lamió su rostro cariñosamente.

Una gran satisfacción le poseía. Ya no se separaría del chico. Pertenecería siempre, exclusivamente, a él. Y ya podía ver… ¡Le habían quitado el molesto vendaje!

—Ahora has de procurar que no se restriegue los ojos —advirtió el veterinario a Johnny—. Es maravilloso que haya salido con bien de este terrible contratiempo. ¡Qué perro más estupendo el tuyo, muchacho!

Con un fuerte cartón, Johnny le hizo a «Shadow» un collar, que sujetó al de cuero. De esta manera al perro le era imposible acercar sus pezuñas a los ojos, por encontrar aquéllas ese obstáculo en el camino. Los otros perros pastores se reían de «Shadow», al verle con el extraño aditamento… A «Shadow», sin embargo, esto le tenía sin cuidado.

—Johnny me obliga a llevar esto porque me quiere. Desea, sencillamente, que me cure —solía decir a «Dandy» y a los demás.

Dos semanas más tarde el collar de cartón desaparecía. «Shadow» estaba completamente curado.

—Fue una racha de buena suerte que tú te produjeras esas heridas, «Shadow» —dijo el muchacho dirigiéndose al perro el día en que le desposeyó para siempre del collar de cartón—. No se puede uno quejar nunca. A veces lo que nos parece una desgracia acaba siendo una bendición para nosotros.