CAPITULO XX. LADRONES EN LA GRANJA

La madre de Johnny estaba muy orgulloso de sus gallinas. Ella y su hijo contaban los huevos cada día, apartando los que eran destinados al consumo en la casa y los que habían de ser vendidos.

—Te darás cuenta, Johnny, de que estos animales nos dejan bastante dinero —dijo un día al mucho la buena señora—. Ponen mucho y las pollitas marchan cada vez mejor. A mí me tienen muy contenta.

—Es natural —comentó Johnny—. Además, dentro de poco estarás en condiciones de vender algunos pollos. Estos, en unión de los patitos, darán también algún dinero.

La granja era siempre un lugar muy alegre a la llegada del buen tiempo. Por todas partes se veían pollos, patos, terneras, corderos y algún que otro potrillo. A Johnny le gustaba mucho andar entre los animales, oyendo los innumerables ruidos que producían… Percibía, en efecto, un interminable concierto a base de cloqueos, graznidos, mugidos y balidos… Todo aquello se le antojaba juvenil, lleno de vida.

—Creo que fuera de mi granja no podría ser feliz —le dijo Johnny a «Shadow»—. ¿Tú qué crees, amigo mío?

«Shadow» pensaba lo mismo, exactamente, y así se lo dio a entender al chico con un rápido movimiento de su rabo. Luego lamió las manos de Johnny.

«Estoy contento de vivir en una granja contigo», quiso decirle con aquellos lametones. «Ahora bien, ¡yo me sentiría feliz en cualquier parte siempre que tú estuvieras junto a mí!»

—«Shadow», ¿has visto qué cantidad de pollos y patos tenemos esta primavera? Mamá se sentirá muy contenta cuando los vea crecer fuertes, avanzando día por día. Me ha prometido un reloj de pulsera si les saca el dinero que piensa obtener con su venta. Será mi primer reloj, «Shadow». Qué estupendo, ¿eh?

«Shadow» quería que su amigo tuviese el reloj que tanto ansiaba. El pastor de la casa tenía uno. Era un chisme grande, muy antiguo, con un tic-tac fortísimo, semejante al de un reloj de pared. Todos los perros se habían familiarizado con aquel ruido. El artefacto le decía al hombre cuándo era la hora de comer. Así pues, les agradaba sorprenderle en el instante de sacárselo del bolsillo… Claro que el pastor se guiaba más bien por el sol. Pero gruñía al aludir a la hora oficial del verano, asegurando que ésta estropeaba sus cálculos.

Los patitos jóvenes habían sido puestos al cuidado de tres gallinas. La madre de Johnny había colocado bajo éstas, para que los empollaran, varios huevos de pata. Todos habían nacido, con la excepción de uno.

—¿Por qué no has confiado esos huevos a las patas, mamá? —quiso saber Johnny.

—No son buenas madres. Suelen abandonar los huevos y éstos acaban por enfriarse. Se cansan de estar quietas y se marchan a donde se les antoja. Las gallinas, en cambio, son buenas madres y no les importa estarse quietas todo el tiempo que sea necesario.

Entre cinco gallinas se habían sacado cincuenta y dos pollitos. Por tanto, el patio de la granja estaba lleno a rebosar. Los simpáticos animalitos corrían por todas partes. ¡Dios mío! ¡Y qué agitación sentían los patitos al ver por vez primera el estanque!

Corrían derechos hacia aquél, situándose en la orilla, piando incesantemente. La gallina iba tras ellos, cacareando con todas sus fuerzas. Johnny se encontraba en un almacén, ayudando a su madre a contar los huevos, cuando oyó aquel ruido.

—¡Sal, Johnny! ¡Rápido! Mira, a ver qué pasa. Parece ser que una de las gallinas ha sufrido algún daño.

Johnny salió a toda prisa. «Shadow» le pisaba los talones, como de costumbre. ¡Y cómo rió al ver de qué se trataba! Luego apareció su madre.

—¡Oh! Eso siempre constituye un espectáculo verdaderamente cómico —dijo aquélla—. La primera vez que los patitos se van derechos al agua las gallinas se afectan mucho. Por lo visto no se dan cuenta de la verdadera naturaleza de esos animales y temen que el agua les vaya mal, incluso que se ahoguen. ¡Dios mío! ¡Cómo les reñirán sus segundas madres a los patitos cuando abandonen el estanque!

Los patitos no hacían el menor caso de las gallinas. Chapoteaban golosamente en el agua… Más adelante, uno de ellos, más atrevido que los otros, se alejó de la orilla, piando escandalosamente.

—¡Eh, eh, eh! ¡Fijaos en mí! ¡Eh, eh, eh! ¡Fijaos!

Al menos esto es lo que, según Johnny, estaba diciendo el osado patito. Sus hermanos le miraron unos segundos, decidiéndose a seguirle después, muy excitados. Uno tras otro se desparramaron por el estanque. Sus diminutas colas oscilaban a impulsos de la alegría que sentían sus dueños, apenas unas manchas negras y amarillas sobre la tersa superficie del agua. Los patos grandes contemplaban aquella escena un tanto sorprendidos.

Una de las gallinas introdujo una de sus patas en el agua, pretendiendo seguir a su desobediente prole. Pero aquélla estaba fría y el animal se apresuró a apartarse de la orilla.

—¡Cloc, cloc! —dijo la gallina, horrorizada—. ¡Salid de ahí, malos! Esta agua está «húmeda» y fría. Esperad a que esté caliente y «seca».

—Pío, pío, pío… Nos vamos mar adelante.

Johnny afirmó que esto era lo que los patitos acababan de contestar a su madre.

—¡Qué cosas más divertidas dices, Johnny! Me haces reír.

—¡Oh, mamá! ¡Qué estupendo cuando todos estos animales sean grandes y estén en condiciones de ser vendidos! ¡Vas a ganar mucho dinero con ellos!

—Entonces te compraré el reloj —respondió la madre, volviendo a sus quehaceres—. Y ya no podrás formular ninguna excusa cuando llegues tarde a las horas de las comidas.

Johnny se dedicó a contar patos y pollos. Esto era difícil porque aquéllos no paraban de moverse. Había muchísimos. El chico se dijo que jamás habían tenido tantos en la granja.

Debió precipitarse al hacer el recuento porque, ¡ay!, al día siguiente notó que se había excedido en siete patitos. Creyendo haberse equivocado, Johnny volvió a contarlos.

Repitió, la operación varias veces. Nada. No llegaba a la cantidad del día anterior. Habíanse esfumado siete como por encanto. Se lo dijo a su madre.

—¡Oh! ¿No será que las ratas han vuelto a entrar en el patio, hijo mío? Hace dos años causaron considerables daños entre mi pollada. Envalentonadas por la muerte de «Tibby», nuestro gato, se habrán decidido a efectuar nuevas incursiones. «Tibby» sabía mantenerlas a raya.

—Es terrible perder así como así siete patitos —opinó Johnny—. Se lo diré a «Shadow». Tal vez éste descubra qué es lo que ha ocurrido.

—«Shadow» está ocupado todo el día con las ovejas y sus corderos —manifestó la madre—. El pastor no podrá prescindir de sus servicios.

—Es que por la noche «Shadow» duerme en mi habitación, Si le hablo de la desaparición de esos animales se dedicará a vigilar el patio.

—Cuando llega la noche «Shadow» se encuentra muy fatigado, generalmente. No importa, Johnny. Siempre he contado con la pérdida de algunos de los animales más jóvenes y en fin de cuentas este año hemos sacado más que nunca…

No obstante, Johnny le contó a «Shadow» lo que pasaba. El perro pastor escuchó a su amo con la cabeza ladeada, abriendo mucho los ojos.

—Mira, «Shadow»: yo creo que las ratas están atacando a nuestros patitos. Has de echar un vistazo por ahí, ¿estamos? Si siguen desapareciendo aquéllos a ese ritmo yo me quedaré sin mi reloj, ¿sabes? Además, es horrible pensar que esos animalitos tan tiernos y simpático están siendo cazados por las fieras y crueles ratas.

«Shadow» acababa extenuado después de pasar toda una jornada trabajando en las colinas. A lo largo del día veíase obligado a correr muchas millas, juntando el ganado, custodiándolo, llevando las reses a otros pastos, obligando a los corderos a permanecer al lado de sus madres. La primavera era siempre una época de mucho trabajo para los perros pastores. Se pasaban la jornada completa al servicio de Andy.

Sin embargo, aunque el perro se encontraba fatigado y somnoliento a la llegada de la noche y ansiaba acurrucarse sobre los pies de Johnny, en contacto con las suaves ropas del lecho, para dormir varias horas de un tirón, aquél renunció al descanso ante, las perspectivas que se le ofrecían de habérselas con las ratas de la granja. Muerto «Tibby», éstas se tornaban más osadas que nunca. «Shadow» lo sabía. Había olido su rastro por todo el patio. Fue en busca de «Jessie», la encargada de la vigilancia del recinto, para hablar con ella ampliamente respecto de aquel desagradable asunto.

«Jessie» era la madre de «Shadow», una perra muy simpática. Era ya vieja y había perdido parte de su olfato, ni oía tan bien como en su juventud. «Shadow» le preguntó por las ratas.

—Sí —le contestó Jessie—. Vuelven a andar por aquí. Yo ya no soy tan rápida y no puedo lanzarme tras ellas… Tú, en cambio, «Shadow», podrías alcanzarlas con toda facilidad si se te pusieran a tiro. Ven esta noche por aquí y aguardaremos su llegada.

Poco más tarde, «Shadow», venciendo su cansancio y su sueño, se instalaba en el barril, junto a su madre, esperando… No pasó mucho tiempo antes de que oyeran el rumor de unas patitas muy menudas rozándose con todo, acompañado de unos chillidos… Las ratas acudían al patio, en busca de la cena.

«Shadow» abandonó el barril de un salto. Era sorprendente rápido y se lanzaba sobre una rata y otra exactamente igual que hubiera podido hacerlo un «fox-terrier». Hincaba sus colmillos en el cuello de los repugnantes animalitos y así los mataba. Las ratas huían chillando, aterrorizadas.

—Ya no volverán —dijo «Shadow», complacido—. Nuestros pollos y patitos vuelven a estar seguros. Siete ratas… ¡Johnny se pondrá muy contento!

«Shadow» dudó un momento… ¿Y si le llevaba al chico las siete ratas, depositándolas en su lecho? En seguida pensó que esto no agradaría lo más mínimo a la madre de Johnny. Ni siquiera consentiría que se llevara a la habitación los huesos que su hijo le regalaba. Desde luego, pondría el grito en el cielo si veía siete ratas sobre su cama.*

¡Y qué contento estuvo Johnny al día siguiente!

—¡Eres grande, «Shadow»! —exclamó—. Yo sabía que acabarías sacándonos de este apuro. Siempre lo haces. Ahora todo seguirá en orden y no habrá que temer por la suerte de pollos y patos.

¡Pero Johnny estaba en un error! Había aparecido otro enemigo en la granja, un enemigo de mucho mayor tamaño que las ratas. En el curso de una noche mató tres gallinas, que se llevó para devorar en su escondrijo. ¿Y quién podía ser aquel enemigo?