Cierto día, demostrando una gran excitación, Johnny fue en busca de «Shadow» para comunicarle la última novedad.
—¡«Shadow»! ¡Ven aquí y escúchame! Papá me ha dicho que mañana habré de llevar al mercado unas ovejas. Esto lo vamos a hacer entre tú y yo. ¿Qué te parece?
«Shadow» se había sentado, escuchando atentamente las palabras de su amo. Su rabo barría incesantemente la hierba. Conducir ovejas al mercado era algo que nada extraordinario representaba para él. Ahora bien, para Johnny constituía eso un acontecimiento, pues era la primera vez que le hacían un encargo de aquel tipo.
—¿No sabes? El pastor se encuentra enfermo —le explicó el chico—. Papá, por tal razón, ocupará su puesto en las colinas. Y yo haré aquello de que se ha encargado siempre mi padre: conducir nuestros animales al mercado. El tío Harry nos esperará allí y entonces pondremos el ganado en sus manos.
«Shadow», incansable, continuaba agitando su rabo. ¡Iba a pasar todo un día con Johnny! ¡Cómo se divertirían! Realizarían aquel trabajo juntos y luego se mostrarían justamente orgullosos de su labor. Lo normal era que «Shadow» tuviese que unirse a los otros perros en las colinas y que el muchacho pasase la mayor parte de las horas del día en el colegio. Aquella jornada juntos venía a ser un regalo de inapreciable valor.
—Nos llevaremos la comida —prosiguió diciendo Johnny, forjando planes—. Meteré en el zurrón un buen hueso para ti, «Shadow», y algunas galletas, de las que más te gustan. Dejaremos el ganado en una ladera para que paste mientras nosotros comemos. ¿Qué? ¿Te gusta?
«Shadow» ladró, satisfecho. Luego se empinó sobre sus patas traseras, poniendo las delanteras sobre los hombros de su amo, lamiéndole afectuosamente el rostro.
—¡«Shadow»! Tienes la lengua muy húmeda hoy —dijo Johnny, sacando su pañuelo para secarse la faz—. Bueno. Mañana a las nueve habrás de estar preparado. Ya iré a buscarte.
«Shadow» sabía cuáles eran las ovejas que habían de ser llevadas al mercado. La semana anterior había visto que el pastor estaba contándolas. Los animales habían sido apartados, hallándose todos reunidos en uno de los corrales. Eran, en conjunto, dieciséis ovejas y cuatro corderos bastante desarrollados.
El granjero llamó a «Shadow» a la mañana siguiente.
Apenas tuvo necesidad de formular alguna indicación al perro, debido a que éste sabía muy bien cuál era su deber. Intentó empujar la puerta de cañas que cerraba el acceso al recinto…
—¡Magnífico, «Shadow»! Cada vez eres más inteligente —comentó el granjero, riendo—. ¡Vamos! Haz salir a esos animales.
Tan pronto como estuvo despejado el camino, «Shadow» penetró en el corral. A los pocos minutos las ovejas estaban fuera.
—Llévaselas a Johnny —ordenó el granjero—. Y pon tus cinco sentidos en la tarea que hoy te aguarda, «Shadow». Procura que tu amo llegue al mercado con todos los animales.
«Shadow» movió su frondoso rabo. ¡Naturalmente que se tomaría interés! Johnny tenía que quedar a toda costa en buen lugar. En cuanto a él mismo, ¿no había visitado el mercado en compañía del pastor un millar de veces?
—No me es posible asignaros otro perro —declaró el granjero—. Van a pasar un día muy ajetreado aquí, conmigo. Si los dos abrís bien los ojos todo marchará perfectamente.
«Shadow» comenzó a correr en torno a las ovejas para agruparlas. Luego las obligó a andar ladera abajo, en dirección a la granja. Johnny las esperaría aquí.
La excitación del chico no es para ser descrita. Se sentía ya un hombre hecho y derecho. ¡Ahí era nada! ¡Llevar una punta de ovejas al mercado! ¡Esto era estupendo! Tan pronto vio a «Shadow» y a los animales les dio una voz.
—¡De prisa, «Shadow»! Son las nueve y diez. Si, no nos apresuramos no podremos reunimos con el tío Harry a la una. ¡De prisa, amigo mío!
Desde luego, de haber podido, «Shadow» se hubiera echado a reír. Daba risa, en efecto, ver actuar a Johnny, sintiéndose tan importante, mostrándose tan nervioso. El perro ladró a las ovejas.
—Juntas, siempre juntas. No os separéis en ningún momento.
Aquellos ladridos eran para decirle a Johnny que compartía su estado de ánimo, que se hallaba tan nervioso y satisfecho como él, ya que «Shadow» era capaz de hacer con el ganado cuanto se le antojara en completo silencio. Johnny se colgó el zurrón de un hombro. Dentro del mismo llevaba su comida y el hueso y las galletas que prometiera a su perro. Comerían a las doce, en cualquier finca que encontraran a lo largo del camino o sentados tranquilamente en una cuneta. Esto constituiría para ellos un motivo más de diversión.
El pequeño grupo se puso en marcha. Johnny caminaba detrás del ganado, a grandes pasos, pues se sentía ya un muchacho mayor. Habíase procurado un cayado de pastor. «Shadow» avanzaba a su lado siempre que le era posible. Había de dar continuos rodeos para procurar que las ovejas se mantuvieran en todo instante juntas.
Estas tendían a desplazarse hacia los lados del camino para mordisquear las hierbas frescas que encontraban por allí. «Shadow» impedía su propósito. Al llegar a un sitio en que la carretera se dividía en dos «Shadow» hubo de ponerse en cabeza para obligar a los animales a enfilar el camino que debían seguir.
—Marchamos estupendamente, «Shadow» —dijo Johnny, consultando su reloj—. No son más que las once y llevamos recorrida la mitad de la distancia que nos separa de nuestro punto de destino. En consecuencia tendremos tiempo de sobra para comer y descansar al mediodía.
Cuando el chico veía por el camino a otros de su edad alargaba aún más los pasos, silbando dignamente. Los muchachos se le quedaban mirando, para contemplar a continuación la pequeña manada.
—¿Es que llevas esos animales al mercado? —preguntaban.
—Sí —respondía Johnny—. Hemos de estar allí a la una.
Lo siento pero no podemos detenernos. ¡Vamos, «Shadow»!
Los muchachos se paraban unos momentos para seguir contemplando el grupo y Johnny se contoneaba, más orgulloso que nunca. Así se deslizaron por las serpenteantes carreteras de aquellos lugares, en cuyos bordes brillaban los pétalos rosa y carmesí de infinidad de flores silvestres.
A veces veían enormes zarzales, distinguiendo en sus porciones más elevadas una gran cantidad de moras maduras. La mayor parte de las zonas bajas habían sido saqueadas por los chiquillos, al paso.
Gracias a su hermoso cayado, Johnny logró coger todas las moras que quiso. Se valía del puño de aquél para abatir rama tras rama. El fruto, muy maduro, era verdaderamente delicioso.
—Cuando nos detengamos para comer buscaremos un sitio donde haya muchas moras —anunció Johnny—. Me servirán de postre.
Al mediodía se encontraban en un lugar que gustó al chico.
—Aquí estamos bien —dijo aquél—. «Shadow»: junta el ganado a un lado de esta loma y luego vuélvete que vamos a comer. Las ovejas estarán bien ahí.
Al cabo de unos minutos los animales pastaban tranquilamente en un campo de aliagas y el chico y su perro, sentados junto a unos brezos, se dispusieron a dar buena cuenta de su comida. Johnny sacó de su zurrón unos cuantos bocadillos de jamón con pimienta, dos tajadas de pastel y una gigantesca rebanada de pan y queso. Se enfrentaba con un verdadero banquete.
«Shadow» devoró complacido sus galletas, entendiéndoselas después con el hueso, que empezó a roer. No apartaba la mirada del ganado, por si los animales se separaban entre sí demasiado. En una ocasión salió corriendo detrás de una oveja que se había apartado de sus compañeras.
—¡Oh, «Shadow»! Estate aquí conmigo, no te vayas —le indicó Johnny, obligándole a permanecer a su lado—. Sabes muy bien que al ganado no va a pasarle nada. ¡No enredes!
Terminada la comida, Johnny se dedicó a coger moras. «Shadow» le acompañó… Hubiera querido que aquel fruto le gustase tanto como a su amo. Johnny le arrojó dos o tres de las más duras pero el perro acabó por dejarlas en el suelo o escupirlas. A él le parecía que tenían un sabor horrible.
Luego el perro comenzó a mostrarse preocupado. El tiempo pasaba. ¡Llegarían tarde al mercado! «Shadow» no disponía de reloj que pudiera servirle de guía… Sin embargo, poseía su instinto, que en ese aspecto le mantenía alerta. Aquél le decía que debían haber llegado a la meta de su viaje ya, en determinado momento. Ladró en dirección a Johnny, lamiéndole una mano.
—De acuerdo, «Shadow», de acuerdo —dijo el muchacho—. Ya sé que ha sonado la hora de marcharnos de aquí. Y nos iremos en seguida. A ver… Déjame que coja este puñado de moras primero. ¡En mi vida había visto un ramillete como éste!
Por fin el chico se mostró dispuesto. Consultó entonces su reloj de pulsera.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Si faltan veinte minutos para la una nada más! No llegaremos a tiempo de encontrarnos con el tío Harry. ¡Rápido; «Shadow»! ¡Recoge el ganado! ¡De prisa, de prisa!
«Shadow» salió disparado. Reunió el ganado, conduciéndolo a donde se encontraba Johnny para que éste procediera a su recuento. Pero su amo no se molestó en llevar a cabo tan leve trabajo. Tenía demasiada prisa. Paseó la mirada por las ovejas, ligeramente.
—Sí… Están todas. Ahora echemos a andar de nuevo, «Shadow». ¡No llegaremos nunca allí!
«Shadow» experimentó la impresión de que algo marchaba mal. No era capaz de contar como Johnny pero le parecía ver que el pequeño rebaño era ahora un poco más reducido. El perro estaba en lo cierto. Faltaba uno de los corderos. «Shadow» rodeó una y otra vez a los animales, husmeando con todas sus fuerzas. Johnny gritó:
—¡«Shadow»! ¿Qué estás haciendo? ¡Deja al ganado!
El perro enfiló el ganado por su camino… Se sentía muy desasosegado. La cuestión de contar los animales era cosa de Johnny. Estaba seguro de que éste había cumplido con su deber, pero también tenía la seguridad de que se había producido una anomalía. «Shadow» sintió de repente la necesidad de regresar adonde habían estado detenidos, con el fin de buscar algo. Entonces dio media vuelta…
Johnny gritó:
—¡«Shadow»! ¿Es que estás loco? ¡Este es el camino que tenemos que seguir y no el que tú enfilas ahora!
Llegaron al mercado a la una y diez minutos. El tío Harry se encontraba allí, esperándoles. Sonrió cariñosamente al ver aparecer a Johnny con el ganado.
—¡Hola, muchacho! Ya veo que vienes bien acompañado y que te sientes un hombre de cierta importancia. Te has portado magníficamente, Johnny. Ahora me haré cargo de las ovejas para venderlas. Bueno. Ve a comprarte, si te apetece, un helado. Te lo mereces.
Johnny paseó la mirada por las ovejas. Allí estaban todas, pero, ¿también los animales? Sintió de pronto que el corazón se le paralizaba. ¡Los cuatro corderos habían quedado reducidos a tres! ¡Santo Dios! Uno de ellos debía haberse separado de los demás, extraviándose.
Johnny se puso muy encarnado. Comprendió que debía decirle a su tío lo que pasaba. Pero es que entonces se ganaría una fuerte reprimenda y nadie tornaría a depositar su confianza en él. Miró a «Shadow» angustiado. El perro supo en seguida que la anomalía de antes continuaba sin ser corregida. Ya se había dado cuenta de lo que pasaba. Uno de los miembros del rebaño se había quedado atrás. «Shadow» le dio un zarpazo al chico, en una manga.
—¡Acompáñame! —ladró—. Iremos en busca de ese cordero y le encontraremos. ¡Animo, Johnny!