«Spot» sabía que los otros perros estaban muy enfadados con él y temía su venganza. Era un perrito mal criado, demasiado consentido, habiendo devorado el almuerzo del pastor sin necesidad porque su ama le proporcionaba puntualmente toda la comida que podía necesitar y más. La señorita Robbins le obsequiaba a todas horas con chocolate y bizcochos y otras cosas que generalmente servían para estropearle el estómago.
—Te estás poniendo desagradablemente gordo —le dijo «Shadow» en cierta ocasión, al pasar cerca de él. «Spot» se había situado prudentemente junto a su ama, como tantas otras veces—. El día menos pensado te darás cuenta de que estás demasiado gordo para poder correr. Entonces ya no podrás huir cuando yo me lance en tu busca. ¡Glotón, avaricioso!
«Spot» le contestó con unos ladridos. Estando al lado de la señorita Robbins, el perrito se creía a salvo de cualquier contrariedad. Ella le adoraba y hubiera sido capaz de mantener a raya a una docena de enfurecidos canes de haberse decidido éstos a atacar a su «fox terrier».
«Shadow» se tendió cerca de ellos, sin perder de vista un momento al perrito. Deseaba cogerlo a solas, de ser posible. «Spot» continuó ladrándole. La señorita Robbins se esforzó por tranquilizarlo. Finalmente se dirigió a «Shadow».
—¡Fuera de aquí! ¿Aún no te has dado cuenta de que a «Spot» no le eres simpático?
«Shadow» empinó las orejas, atento a las palabras de aquella mujer… Pero no se movió. Se tendió en el suelo, colocando la cabeza entre las patas delanteras, siempre con la mirada fija en «Spot». La señorita Robbins montó en cólera.
—¿No has oído que te he dicho que te marcharas, perro desobediente? Si no me haces caso llamaré a Johnny.
«Shadow» continuó en la misma posición. La señorita Robbins oyó silbar a Johnny, no muy lejos de allí, llamándole.
—¡Johnny! ¡Johnny! ¡Tu perro está molestando! Ven aquí y mándale que se vaya. ¡Ah! ¡Y deja de silbar de una vez! Resulta odioso ese silbido. De veras que me ataca los nervios.
Johnny dejó de silbar, tal como se le había pedido. Abrió la puerta del jardín y entró en el recinto. En seguida vio a «Shadow», descansando tranquilamente, oyendo los alocados ladridos de «Spot».
—No parece que mí perro esté haciendo nada malo —observó el chico en tono cortés—. En fin de cuentas tiene tanto derecho como «Spot» a permanecer donde se encuentra.
—No me hables en ese tono —se apresuró a responder la señorita Robbins—. ¡Oh! ¡Qué sucio vas esta mañana, Johnny! ¡Fíjate cómo te has puesto el jersey! Está lleno de manchas… Y en la manga derecha te has hecho un desgarrón. Desde luego, pareces un golfillo. ¿Por qué no vas a asearte un poco?
—Iba a limpiar una cuadra en la que tenemos una vaca. Para hacer eso nadie piensa en ponerse sus mejores ropas. Guardo este viejo jersey para tales faenas. Yo sólo vine aquí porque usted me llamó.
—Realmente, en cuanto a sucios, tu perro y tú allá allá os andáis —opinó la señorita Robbins—. «Shadow» está pidiendo a gritos un buen cepillo y… ¡mira su collar! Se le está cayendo a pedazos. Si tú quisieras de verdad a tu perro le habrías comprado uno nuevo. El día en que se le caiga del todo te pondrán una multa, por tener a «Shadow» circulando por ahí sin nada encima que sirva para localizar a su dueño.
—Hoy he limpiado ya a «Shadow» —repuso Johnny—. Ahora bien, más tarde ha estado trabajando en las colinas, corriendo por los brezales. En cuanto a lo del collar… Hace tiempo que hago ahorros para comprarle uno. Ya sabe usted que son algo caros…
—Bueno, por lo que más quieras, llama a «Shadow» —dijo la dama, enojada—. Me siento cada vez más irritada a fuerza de oír ladrar a «Spot» sin descanso y de ver a tu perro mirándonos tan atentamente.
Johnny había acabado por enfadarse también. Pero él sabía que no podía mostrarse grosero con las personas mayores, así que optó por guardar silencio. Lanzó un silbido dirigido a «Shadow», quien dio un salto, siguiendo a su amo. Johnny abrió la puerta del recinto… Sintió la tentación de cerrarla de un fuerte golpe pero esto, además de estar mal, suponía una auténtica estupidez. En consecuencia, salió en silencio. «Spot», a sus espaldas, incansable, continuaba ladrando.
«¡Ojalá estuviese ladrando hasta que se le desprendiera la cabeza!», se dijo el chico. «Entonces quizás dejara de ser una molestia para todos.»
A lo largo de los dos días siguientes, «Shadow» no perdió de vista a «Spot». Pero éste era demasiado inteligente para, así como así, facilitarle la oportunidad de cazarlo. «Shadow» decidió entonces que lo mejor sería esconderse en algún sitio. Si el perrito no le veía tal vez llegara a sorprenderle cuando no estuviese presente su dueña… «Shadow», de acuerdo con esta idea, se instaló en la marranera, acercando sus ojos a una grieta existente en el muro, desde la cual podría vigilar perfectamente los movimientos de su insignificante enemigo.
A la noche siguiente… «Spot» estaba, cansado de la compañía de su ama, que aquel día se había excedido realmente en sus caricias. El perrito esperó hasta que la mujer se fue en busca de la esposa del granjero, con la que deseaba hablar. «Spot» se deslizó por la puerta de la granja, encaminándose al estanque de los patos. Pensó que resultaría sumamente divertido para él asustar a aquéllos con sus ladridos.
«Shadow» le vio. Abandonó su escondite y pegándose a un seto siguió al perrito. Este corría despreocupadamente, husmeándolo todo. Estaba disfrutando de lo lindo. ¡Qué bueno y qué saludable resultaba para él gozar de un poco de libertad!
Acercose al estanque. Los patos nadabas tranquilamente. «Spot» se aproximó a la orilla e inició su serie de ladridos.
Ladraba con todas sus fuerzas y los patos, atemorizados, se fueron al lado opuesto del estanque. «Spot» se mostraba encantado de su hazaña. Dio la vuelta a la balsita y repitió su acción. No se había dado cuenta de que «Shadow» había acabado por situarse tras él.
«Shadow» ladró repentinamente junto a uno de sus oídos. El perrito volvió la cabeza, asustado. Enfrentábase con el perro pastor de Johnny, preparado para cortarle el paso si intentaba huir. «Stop» gimió…
—Ahora no te valdrá que llames a tu ama. ¡Te he cogido! —le dijo «Shadow».
Pero «Spot» no estaba dispuesto a entregarse sin lucha. Pensó que podría atravesar el estanque y escapar por el lado opuesto. Sin pensárselo dos veces dio un salto, cayendo aparatosamente en el agua, moviendo rápidamente sus patitas.
Mas, ¡pobre «Spot»! Hallándose casi en el centro del estanque sintió que aquéllas se le enredaban en unas espesas raíces, que parecían tirar de él hacia abajo. Hundíase. ¡Qué apuro tan grande! ¡Iba a ahogarse!
«Shadow» contemplaba la escena sorprendido. ¿Qué ocurría? ¿Por qué se conducía «Spot» de aquella mañana tan extraña? ¿Por qué se hundía? El perro pastor no acertaba a explicarse la nueva situación que acababa de plantearse.
«Spot» subió a la superficie, abriendo la boca angustiado. Lanzó un gemido de terror antes de hundirse otra vez. La señorita Robbins, que había estado buscándole por todas partes, se acercó corriendo al estanque.
—¡Oh, «Spot», «Spot»! ¡Te estás ahogando! —exclamó.
En su agitación, la señorita Robbins llegó a introducir los dos pies en el agua, con la intención de continuar avanzando para salvar a su amado perrito. Fue entonces cuando «Shadow» comprendió qué era lo que pasaba, saltando al agua a su vez animado por el mismo propósito.
«Shadow» no pensó en aquellos instantes en lo mal que se había portado el «fox terrier». Tampoco pensó que podía resultar divertido que la vieja dama se diera un baño, saliendo del estanque cubierta de cieno desde los pies a la cabeza. Comprendió, sencillamente, cuál era su deber y se apresuró a estar a tono con las circunstancias. «Shadow» nadó hasta el centro de la piscina en miniatura, sumergiendo la cabeza para localizar a «Spot».
Lo encontró enredado en unas largas raíces. «Shadow», después de sujetarle por el collar, dio un tirón. «Spot» apareció casi instantáneamente en la superficie. Agitó las patas torpemente. Respiraba con dificultad. «Shadow» no le soltó. Empezó a nadar con firmeza hacia la vieja dama, arrastrando a su perrito. Después lo depositó sin novedad en la orilla, sacudiéndose repetidas veces el agua, que empapaba su pelaje.
Millares de plateadas gotitas pasaron de aquél al vestido de la señorita Robbins. Pero ésta ni siquiera se dio cuenta de tal cosa. Arrodillose junto a «Spot», acariciándole, intentando extraerle de la boca unas hierbas que todavía llevaba enredadas entre sus dientes.
—¡Pobre «Spot»! —exclamó—. ¡Pobrecillo! ¡Vaya! ¿A que ahora te sientes mejor ya?
El perrito no tardó mucho en recuperarse. Púsose luego en pie, contemplando atentamente a su ama. Después su mirada se posó en el gran «Shadow», que continuaba sacudiéndose el agua. Acércasele dando un salto, lamiéndole las patas con su rosada lengua.
—¡Gracias, «Shadow», gracias! —ladró—. Eres un buen amigo. No he merecido que te portaras así conmigo, lo sé. No obstante, si quieres darme una oportunidad yo te demostraré que soy un buen perro. ¡Un millar de gracias, «Shadow»!
La vieja dama, que presenciaba esta escena, captó toda su profunda significación. También ella se aproximó al perro pastor para acariciarle. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Eres un perro bueno, atento y valiente —le dijo—. Yo sabía que mi querido «Spot» no te era simpático. Y, sin embargo, no vacilaste en salvarle la vida. Te voy a regalar un collar nuevo, bonito y grande, ¡como tú!
«Shadow» movió el rabo, cortésmente. La señorita Robbins no le había hecho nunca gracia y estaba seguro de que olvidaría las palabras que acababa de pronunciar. Luego se marchó para referir a los otros perros todo cuanto había sucedido.
—Naturalmente, aun tratándose de un perro tan odioso como «Spot», tú no podías permitir que se ahogara delante de ti, sin hacer el menor esfuerzo por evitarlo —opinó «Rafe»—. En cuanto a su promesa de ser mejor de aquí en adelante, he de decirte que no creo en ella.
—Vale más que le demos una oportunidad, a ver si se enmienda —insistió «Shadow».
Así lo hicieron. Y, con gran sorpresa por su parte, comprobaron que «Spot» sólo tenía una palabra. No volvió a ladrarles más. No tornó a sustraerles sus galletas, ni sus almuerzos. Mostrábase en todo instante verdaderamente cortés, formulándoles toda clase de preguntas, como si estuviera interesado de un modo auténtico en asimilar sus enseñanzas.
—No es malo, en realidad —manifestó «Rafe» varios días después—. Si continúa así le dejaré que dé una vuelta por la granja en mi compañía. Puedo enseñarle muchas cosas. ¿Te ha comprado esa mujer el collar nuevo que te prometió, «Shadow»?
—No. Pero me inclino a pensar que lo hará. Le he oído contar a Johnny cómo salvé a su precioso «Spot». Al final de su relato le comunicó que había encargado a una tienda de Londres que le enviara el mejor collar para perro que hubiese en el mercado.
El collar ansiado llegó por fin a la granja, ¡no faltaba más! ¡Y qué bonito era! Tenía un tono castaño oscuro, contando con una hebilla metálica deslumbrante. A su alrededor, en el centro de la gruesa tira, llevaba una serie de dorados clavos, simétricamente colocados. Johnny, al ver el collar, se sintió presa de una alegría incontenible.
—¡Dios mío! ¡Jamás vi una cosa tan bonita, jamás! Gracias, señorita Robbins, muchísimas gracias. Me gusta mucho… Y «Shadow» tendrá un aspecto imponente ahora con su flamante collar.
Así era… ¡Y cómo presumió «Shadow» con aquella estupenda adquisición, ante los otros perros!
—Te lo has merecido, «Shadow» —le dijo el chico—. De veras. «Spot» te era tan antipático como a mí. No obstante, te portaste lo mejor posible con él. ¡Qué raro! Ahora ese perrito me agrada y también la señorita. Robbins. Lamento que dentro de poco hayan de marcharse. ¡«Spot» podía haber aprendido muchas cosas más todavía de vosotros!
—Ya le hemos enseñado bastantes —ladró «Shadow»—. ¡Ha mejorado enormemente!