«Shadow», el perro pastor, entró en el comedor de sus amos una mañana. La familia se encontraba sentada en torno a la mesa, hablando.
—No obtuve por mis corderos el dinero que esperaba —decía el granjero en aquel momento—. Esto significa que durante un corto espacio de tiempo andaremos algo escasos de dinero. ¡Ojalá las gallinas hubieran marchado mejor!
—Sí, ¡ojalá! —respondió la madre de Johnny—. Lo cierto es que han dejado de poner y yo ahora voy recogiendo la cuarta parte de los huevos que conseguíamos antes. ¿Qué se puede hacer para remediar esto?
—Ahí tenéis, a vuestra disposición, el dinero de mi hucha —manifestó Johnny en seguida—. Estaba ahorrando para el día de tu cumpleaños, mamá. De todos modos, si necesitas esas monedas cógelas. Estaba ahorrando para otra cosa también, pero… en fin, eso puede esperar.
—¿De qué se trata? —quiso saber el padre.
—Bueno, no sé si os habréis dado cuenta del estado en que se encuentra el collar de «Shadow». ¡Casi se le cae a pedazos! Anda necesitado de uno nuevo, evidentemente. Yo quería comprarle uno de esos tan bonitos que llevan alrededor una serie de clavos dorados. Ahora que si necesitáis mi dinero —repitió el chico—, ya se lo compraré más adelante.
—De ninguna manera. Guarda tu dinero, hijo —contestó la madre, sonriendo—. Eres muy amable al hacernos ese ofrecimiento, pero creo que podremos tirar perfectamente sin tus ahorros.
—Ya buscaremos alguna solución, no os preocupéis —dijo el granjero, acariciando la cabeza de «Shadow»—. ¡Tendrás tu nuevo collar, amigo mío! ¡Te llevas ganada una docena de ellos, «Shadow»!
Con todo, Johnny no se gastó el dinero que había estado ahorrando para «Shadow». Invirtió la mitad de aquél en un frasco de agua de lavando el día del cumpleaños de su madre. A ésta le ilusionó mucho el regalo. Johnny siguió guardando el resto de su tesoro.
—Tienes que hacerte cargo, «Shadow» —le explicó al perro—. Podría ocurrir que mamá necesitase mi dinero de veras. Seremos precavidos, por tanto. Únicamente que tú te tendrás que sacrificar, esperando un poco más. Piensa que de todas maneras aún no dispongo de la cantidad suficiente. Tú sabes que esos collares son caros.
«Shadow» se limitaba a menear el rabo, levantando la vista en dirección a Johnny. A él lo del collar no le producía frío ni calor. Todo cuanto hacía o decía Johnny le parecía bien.
—No obstante, «Shadow», hay que reconocer que no te favorece nada el que ahora llevas. Lo tienes mucho tiempo ya. Se le ve usado. No hace mucho el pastor le compró a «Bob» uno muy bonito. Supongo que te quedarías un poco entristecido al vérselo a tu compañero lucir mientras pensabas en el tuyo, tan viejo.
«Shadow» se empinó, colocando sus patas delanteras sobre los hombros de su amo. Le lamió la nariz, en un gesto juguetón. Con esto quería decirle al chico que no se preocupara por aquella cuestión. Johnny le comprendió, echándose a reír. Apresurose a corresponderle pasándole una mano por los húmedos hocicos.
—A ver si se te ocurre algún procedimiento para que los dos podamos ganar algún dinero —le dijo.
Pero a «Shadow» no se le ocurría ninguno, lo mismo que le pasaba al propio Johnny. No se encontró en el mismo caso la madre de éste, quien le explicó el propósito que abrigaba a su hijo.
—He recibido una carta. Me la ha escrito la señorita Robbins, que ya cuenta bastantes años —le dijo—. Desea pasar aquí unas vacaciones y me pagará la estancia. Su dinero nos vendrá muy bien. ¿No juzgas eso una suerte?
—¡Oh, sí! —repuso Johnny—. Intentaré pasar lo más inadvertido posible, mamá. Sé que a esas viejas damas no les gusta el ruido.
—Traerá un perro consigo. Espero que se lleve bien con «Tinker», «Shadow» y los otros…
—Bueno, la verdad es que si exceptuamos a «Shadow», los demás perros se pasan la vida lejos de la casa. No nombro a «Jessie» porque no hace falta. Procuraré vigilar a «Shadow» hasta que se acostumbre a la señorita Robbins y a su can.
La señorita Robbins llegó la semana siguiente. Era una mujer ya entrada en años, como dijera la madre de Johnny, delgada y de elevada estatura. Caminaba siempre muy derecha, como un soldado. A Johnny le imponía un poco.
Llevaba a su perrito en brazos. Tratábase de un menudo «fox terrier» de liso pelaje que contaría unos seis meses de edad. En cuanto vio a Johnny empezó a ladrar.
—Por lo visto no le has caído bien —dijo la señorita Robbins—. Espero que pronto cambie de parecer.
El chico pensó que era una lástima que la señorita Robbins no permitiese a su perro andar un poco. Estaba seguro de que al animal no le gustaba que le llevasen siempre en brazos. Apareció «Shadow» para echar un vistazo a aquél.
El «fox-terrier» estuvo a punto de caerse al suelo al iniciar un nervioso manoteo en dirección al perro pastor.
—¡Oh! Creo que mi perrito no se va a llevar muy bien con el tuyo —declaró la señorita Robbins—. Es muy grande, ¿eh? A mí no me han hecho nunca mucha gracia estos perrazos.
—¡Fuera, «Shadow»! —ordenó Johnny, irritado.
Después de todo aquél había sido provocado por el perrito de la huésped. Johnny se dijo que no haría buenas migas con el minúsculo can ni con la dueña.
A la señorita Robbins le agradó mucho la finca y también la cocina de la casa, la dorada mantequilla, la sabrosa leche y el queso, de confección casera. Le gustaba observar las andanzas de las gallinas y las interminables idas y venidas de los patos en el pequeño estanque.
Los compañeros de «Shadow» no le cayeron bien. Cierta mañana, «Rafe», «Tinker», «Dandy» y «Bob» bajaron a la granja para ver a «Shadow». La anciana dama oyó a su perrito, «Spot», que ladraba desesperadamente. Se apresuró a salir para ver qué era lo que sucedía. Entonces se encontró con que los cuatro canes contemplaban con gesto de sorpresa al «fox-terrier», que daba muestras de hallarse de muy mal humor. «Bob» se sentó… Jamás había visto un perrito de tan mal genio.
—¡Fuera de mi patio! —ladró «Spot»—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Cómo os habéis atrevido a entrar aquí?, ¡iros antes de que os eche!
«Shadow» se acercó al enfurecido orador para tratar de hablarle.
—No seas estúpido. Este patio es nuestro y no tuyo. Y no ladres así a unos perros que son mayores y más fuertes que tú. Algún día lo sentirás si te obstinas en seguir portándote así. ¡Da gracias a que todos nosotros tenemos bastante paciencia!
—No me es simpático este escandaloso perrito —manifestó «Bob»—. Lo mejor sería que se marchara cuanto antes de aquí.
—No puede hacer tal cosa —le informó «Shadow»—. Pertenece a una vieja dama que ahora vive en la granja.
—¡Yo no pertenezco a nadie! —protestó «Spot», indignado—. Es ella quien me pertenece a mí.
—Bueno, y entonces, ¿por qué consientes que te lleve siempre en brazos? —inquirió «Shadow», disgustado—. Alguien podría confundirte con un muñeco, con un osito de trapo, por ejemplo, a juzgar por la forma en que ella te coloca bajo su brazo cuando tiene ganas de dar un paseo. ¿Es que no te gusta andar?
—Si os portáis mal conmigo se lo diré a la señorita Robbins y ésta se quejará a la dueña de la casa, que entonces os obligará a manteneros siempre alejados de la granja —ladró «Spot» fieramente.
—Eres un necio —opinó «Rafe», enseñándole los dientes al pequeño can—. Compórtate como debes si no quieres que te dé unos cuantos mordiscos en las orejas.
«Rafe» se abalanzó a continuación sobre «Spot»… Esto ocurría en el preciso instante en que la dama llegaba al patio con el propósito de averiguar la causa del alboroto que armaban los animales. En seguida se colocó entre los dos perros, riñendo, naturalmente, a «Rafe».
—¡Eh, tú! Claro, es muy fácil atacar a un perro mucho más pequeño. ¿No te da vergüenza? Me quejaré de ti al granjero. Ándate con cuidado, no vayas a ganarte unos latigazos.
«Rafe» se alejó de allí enojado. ¡Unos latigazos! ¿De qué estaba hablando aquella mujer? ¿Es que no sabía que los perros pastores jamás son tratados a golpes de látigo? Los otros perros se marcharon tras él.
—Pero, ¡qué criatura más estúpida el tal «Spot»! —comentó «Tinker»—. Si se hubiera decidido a observar las más elementales normas que rigen nuestra conducta con los demás podía haberlo pasado bien entre nosotros. Tal como ha planteado la cosa yo siempre que se me ponga a tiro le morderé en las orejas. Así aprenderá a mostrarse cortés con los mayores.
El futuro de «Spot» en la granja, pues, no era muy claro. El perrito tenía que andar siempre con los ojos muy abiertos, por si alguno de los pastores le acechaba en cualquier parte, con la intención de hacerle una jugarreta.
«Spot» era rápido, por lo cual le resultaba relativamente fácil escabullirse, quitarse de en medio. No tardó en realizar infinidad de pequeños descubrimientos. Se enteró de dónde solían ponerle la comida a «Shadow» y muy a menudo corría hacia ella antes de que el perro pastor acudiese. Desde luego, devoraba la mitad de lo que a aquél le hubiesen asignado. «Shadow» empezó a pasar hambre. Sentíase, asimismo, profundamente irritado.
Fue en busca de «Spot» para castigarle adecuadamente. El inteligente perrito buscaba la salvación en las rodillas de su ama. Hasta allí no se atrevía a llegar «Shadow».
Un día «Spot» se fue a dar un paseo con la señorita Robbins por las colinas, acercándose a la casa del pastor.
«Spot» entró en aquélla husmeándolo todo, encantado. ¡Qué cantidad de atractivos olores había por allí! Olía bien el lecho del hombre que ocupaba la vivienda, y su pelliza, que colgaba de una percha, en la pared… Olía también a los otros perros. «Spot» disfrutó lo suyo allí dentro.
¿Y qué decir de la comida del pastor? Estaba contenida en un paquete cuya envoltura era efe papel. El perrito de la señorita Robbins no necesitó mucho tiempo para abrirlo, desgarrando la cubierta. Descubrió dentro unos bocadillos de carne y de queso. Tampoco tardó mucho en engullirlo todo. Luego se pasó la lengua por los hocicos. ¡Una comida realmente deliciosa!
A continuación salió de la casa. «Rafe», que se encontraba por las inmediaciones, le vio… y percibió el olor de la carne y del queso. Entonces echó a correr detrás de «Spot». Había adivinado que el picaruelo acababa de dar buena cuenta del refrigerio de Andy.
Pero «Spot» era demasiado rápido para él. El animal buscó la protección de su ama, que en aquellos instantes cogía flores en la ladera. Después lanzó un significativo gemido.
—¡Pobre «Spot»! —exclamó la señorita Robbins—. ¿Es que estás cansado? Entonces ven aquí, conmigo.
La vieja dama lo tomó en brazos… Naturalmente, «Rafe» ya no pudo hacer lo que se había propuesto: morderle en las orejas.
—¡Cobarde! —le dijo a «Spot»—. Espera a que te encuentre solo. ¡Ya verás, ladronzuelo!
No es para descrita la indignación del pastor al comprobar que uno de los animales había devorado su almuerzo. No habiendo visto a «Spot» por las cercanías se figuró que uno de los perros pastores había sido el autor de la hazaña. Le sorprendió el hecho porque tenía otro concepto de sus canes y estimaba que todos se hallaban perfectamente adiestrados.
Les llamó uno a uno, reprendiéndoles. Todos se sentaron en torno a él, con las orejas gachas y los rabos inmóviles. A ninguno le agradaba que le riñeran, especialmente cuando, como en aquel caso, no habían cometido ninguna acción censurable.
«Tinker» anunció con verdadera fiereza:
—¡Castigaremos a ese encanijado de «Spot»! «Shadow»: tú te dedicarás a seguirle, a ver si hay alguna manera de sorprenderle cuando esté a solas. Tráenoslo si se da el caso y ya nos encargaremos de enseñarle qué es lo que les pasa a los perros ladrones.
—Haré lo que pueda —prometió «Shadow»—. Ese perro nos fastidia a nosotros tanto como la señorita Robbins a Johnny. La vieja se pasa el día riñéndole porque silba y canta continuamente. ¡Mi pobre amo apenas se atreve a abrir la boca!