Johnny echó un vistazo más al campamento de los gitanos y luego se marchó a la granja. El padre había vuelto a su trabajo. Su madre se había acostado un rato, a descansar.
«No la molestaré», se dijo el chico. «Además, estoy seguro de que si le comunico que me dispongo a seguir a los gitanos me contestará que debería esperar a que papá volviera para que se encargara él de eso. Ahora bien, ¿y sí entonces fuese ya demasiado tarde? Me pondré en camino inmediatamente».
Johnny no quiso pedirle prestada la bicicleta a WiII, como había hecho otras veces. Aquél hubiera podido preguntarle para qué la necesitaba. Decidió ir andando. No sabía si llevarse o no uno de los otros perros de la granja.
«Sí, me parece que esa es una medida prudente», pensó. «Cualquiera de ellos podría serme útil. Me llevaré a “Tinker”. A éste le agradará dar un paseo».
Silbó, llamándole. Johnny tenía un silbido especial para cada perro. «Tinker», en las colinas, empinó las orejas al oír aquél.
«Ese debe ser Johnny», se dijo. «Iré en su busca. ¿Para qué puede necesitarme?».
«Tinker» emprendió un veloz carrera, orgulloso de que su amo le llamara. «Johnny», habitualmente, solo quería a su lado a «Shadow»…
El chico le estaba esperando, en efecto. En su rostro «Tinker» sorprendió una expresión grave, solemne.
—«Tinker»: los gitanos se han llevado a «Shadow». Deben de haberle herido. Quiero que me ayudes a buscarlo.
El perro husmeó la piedra. Era inconfundible el olor de «Shadow» en ella. Levantó la vista hasta Johnny, con el rabo abatido. Se daba cuenta de que su amo estaba preocupado y que un profundo desaliento se había apoderado de él.
—Vamos. Tenemos que irnos antes de que alguien descubra nuestras intenciones.
Los dos abandonaron la granja. Nadie les vio, a excepción de las gallinas y los cerdos, pero éstos no parecieron hacerles mucho caso.
Ya en la carretera, la pareja se encaminó al punto por el cual habían salido del prado los carromatos de los gitanos. Las huellas de las ruedas de los vehículos eran muy claras.
—Las seguiremos hasta que lleguemos a la carretera principal —anunció Johnny, dirigiéndose a «Tinker»—. Luego tendremos que preguntar qué camino siguieron los carromatos a la gente que encontremos porque en el asfalto no es posible descubrir el menor rastro.
El chico y el perro prosiguieron su avance; estudiando los surcos dibujados en el polvoriento piso. Al llegar a la otra carretera sucedió lo que Johnny dijera. Allí no se podía descubrir el menor vestigio del paso de los vehículos.
Johnny vio un hombre que estaba trabajando en una cuneta.
—¡Oiga! ¿Qué camino tomó la caravana de gitanos? ¿Llegó usted a ver a éstos?
—Sí. Marchaban en dirección a aquella granja, la más próxima. Vi cinco o seis carros.
—¿Observó usted si entre sus perros iba otro de pelaje castaño y amarillo, de la raza de los pastores? —inquirió el chico con ansiedad.
—Pues no. Solamente vi unos cuantos canes famélicos que se acercaron inmediatamente al sitio en que había dejado la cesta, en busca de comida, quizás.
—Gracias —dijo Johnny.
Este y «Tinker» continuaron andando. Pronto llegaron a una bifurcación. Johnny no sabía qué camino seguir de nuevo. Miró hacia un lado y otro, por si descubría alguna persona a quién preguntar. Por allí no había nadie.
—¡Qué fastidio!
Más adelante divisó a una niña que se estaba asomando por encima de una valla, examinándole con ojos curiosos. —¡Oye, nena! ¿Has visto por aquí a unos gitanos? La niña en cuestión era muy pequeña—. ¿Qué son gitanos? —preguntó.
—¡Oh! Gente de cabellos negros, muy morena. Viven en casas montadas sobre ruedas.
—¡Ah, sí! Antes de la hora de comer vi unas casitas muy raras, que parecían carros… Se fueron por allí.
La chiquilla señaló una de las carreteras. Johnny miró a la niña sonriente. —Gracias, guapa.
Otra vez reanudaron la marcha. Siguieron andando, cubriendo de una tirada una milla o dos. De pronto, el corazón de Johnny aceleró sus latidos. Acababa de descubrir en un prado que quedaba a su derecha los carromatos de los gitanos.
—¡Les hemos alcanzado! —exclamó el chico mirando a «Tinker»—. Ahora tendremos que movernos con cuidado. Hemos de evitar que nos vean. Esa gente me conoce.
El muchacho, siempre junto a su perro, se agachó, acercándose a los gitanos por detrás de unos matorrales. Aquéllos se habían instalado en las inmediaciones de una corriente de agua. Era su costumbre pues así podían dar fácilmente de beber a sus caballos.
Johnny les estuvo observando durante unos minutos. Uno de los perros debió captar algún ruido porque, súbitamente, empinó las orejas, comenzando a ladrar. Los gitanos miraron en una dirección y otra. No lograron descubrir a Johnny y «Tinker» porque éstos seguían escondidos.
—¡Oh, «Tinker»! ¿Cómo vamos a acercarnos a los carromatos si esos perros no dejan de ladrar? —susurró Johnny, desesperado—. Creo que tendremos que esperar a que llegue la noche.
El chico se hizo una especie de lecho con hierbas y «Tinker» se acurrucó a su lado. Sabía muy bien qué era lo que su amo se proponía. Permanecería tendido allí, durmiendo con un ojo abierto, hasta que anocheciera. Luego los dos abandonarían aquellos matorrales para ver si podían dar con «Shadow».
Johnny podía ver cuanto sucedía en el campamento gracias a una abertura existente entre las plantas silvestres que le servían de parapeto. Los gitanos habían quitado los avíos a sus caballos, al objeto de conducirlos al arroyo. La chiquillería jugaba en torno a los vehículos. Las mujeres charlaban animadamente. Una de ellas estaba encendiendo un fuego. El humo llegó hasta donde se encontraban Johnny y «Tinker».
—Esto sí que es raro, «Tinker»… Todos los carromatos están abiertos, a excepción de uno —susurró el chico a su compañero—. En ése, precisamente en ése, debe haber sido encerrado el pobre «Shadow». ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría poder acercarme a esa puerta, abrirla y encontrármelo en el interior!
Pero Johnny temía la reacción de aquellos hombres. Siguió esperando en su escondite, junto a «Tinker», hasta que reinó bastante oscuridad. Tenía sed mas no hambre. El perro se alejó de su amo unos instantes, acercándose a un charco de agua formado por las últimas lluvias. A Johnny le hubiera agradado muchísimo poder imitar a «Tinker».
La oscuridad se iba haciendo cada vez más intensa. Johnny, rígido, helado, abandonó el matorral, deslizándose por un amplio boquete de éste. Desde allí veía a los gitanos, que se habían agrupado en torno al fuego, para cenar. Los perros se encontraban junto a ellos, disputándose los escasos huesos que les eran arrojados.
El chico logró llegar, sin hacer el más leve ruido, al carromato de la puerta cerrada. En el momento de ir a subir por la corta escalera que conducía a aquélla uno de los gitanos le vio, debido a la incierta claridad que producían las llamas de la hoguera.
—¿Quién está ahí? —gritó el individuo.
Johnny, naturalmente, no contestó. Uno de los gitanillos, entonces, se abalanzó en dirección a él, sujetándole por un brazo.
—¿Qué haces tú aquí? —inquirió.
El joven, sin embargo, le soltó rápidamente porque «Tinker» se le había acercado, gruñendo ferozmente. Los perros de los gitanos rodearon al grupo.
—¡Oh, «Tinker»! ¡Tenemos que hacer algo! —exclamó el pobre Johnny, a quien no gustaban lo más mínimo los famélicos canes de aquellos vagabundos. Los animales le enseñaban sus amarillos dientes.
Pero a «Tinker» aquellos ejemplares degenerados de la especie le tenían sin cuidado. Sin la menor vacilación se lanzó sobre uno, derribándole en el acto. Los otros huyeron cobardemente, gimiendo como si hubiesen sido apaleados. El que había sido objeto de su ataque hizo lo mismo.
—¡¡Bien hecho, «Tinker»! —gritó Johnny, volviéndose hacia todos los gitanos que contemplaban la escena—. ¿Dónde está «Shadow», mi perro? —les preguntó—. Uno de vosotros le tiró una piedra, hiriéndole. Lo sé… Luego* lo cogisteis, llevándooslo. ¿Dónde se encuentra ahora? ¡Seguro que dentro de este carromato!
—Estás equivocado, muchacho —respondió uno de los hombres. En las orejas de éste brillaban unos anillos de oro—. Todos los perros que tenemos son esos que has visto.
—¡Pues dejadme que abra esa puerta y mire dentro del carro!
—¿Y qué conseguirías con ello? Tu perro no se encuentra aquí. Nosotros no somos ladrones.
Pero entonces llegó a los oídos de Johnny un sonido que conocía perfectamente. Era como un quejido, un quejido que sólo podía haber salido de la garganta de «Shadow». Procedía del interior del carromato cerrado.
—¡Ese es «Shadow»! —exclamó Johnny, plantándose en un periquete en los escalones.
Los gitanos quisieron cortarle el paso pero entonces entró «Tinker» en acción, colocándose tras su amo, con la cabeza vuelta hacia el grupo, gruñendo con tanta ferocidad que los hombres, intimidados, retrocedieron.
El chico logró por fin abrir la puerta del vehículo, asomando la cabeza al interior, en sombras. No se veía absolutamente nada…
—¡«Shadow»! ¡«Shadow»! ¿Estás ahí? —preguntó.
Esperaba que su perro, dando un gran salto, saliese. Pero no sucedió tal cosa… Oyéronse, eso sí, unos ahogados ladridos que procedían de la parte posterior del carromato, concretamente del interior de un saco, en el cual el desventurado «Shadow» continuaba encerrado.
Johnny sacó su cortaplumas, cortando la cuerda con que había sido amarrada la boca del saco. «Shadow» abandonó su prisión instantáneamente. Lamió a su amo de pies a cabeza. Después colocó las patas delanteras sobre sus hombros, gimiendo, sintiéndose, no obstante, inmensamente feliz.
—¡Oh, «Shadow», mi querido, querido «Shadow»! —exclamó Johnny, a quien faltaba muy poco para echarse a llorar de alegría—. ¿Estás herido? Deja que te vea.
No había tiempo para esto ya. Los gitanos habían comenzado a dar gritos y «Tinker», inquieto, aullaba desesperadamente. Alguien le había arrojado una piedra, alcanzándole en la boca. Parecía una fiera en aquellos momentos. Ahora bien, era incapaz de abalanzarse sobre la gente que tenía delante sin una orden previa de su amo. Johnny corrió hacia la puerta, flanqueado por «Shadow». El chico se enfrentó, decidido, con todos.
—Me acompañan dos perros que no saben lo que es miedo —anunció—. Si os atrevéis a tirarnos una piedra o pretendéis impedirnos que abandonemos el campamento los lanzaré inmediatamente sobre vosotros sin la menor vacilación.
Los hombres retrocedieron frunciendo el ceño. Los perros pastores les aterrorizaban. «Tinker» y «Shadow» gruñían de un modo amenazador y no se apartaban un instante de Johnny, a fin de protegerle. Los tres fueron apartándose paulatinamente del campamento. Los gitanos daban grandes voces, vomitando injurias. ¡Pero esto era igual para el chico! Las palabras, por duras que sean, no llegan nunca a romper ningún hueso.
Exhaustos, helados, hambrientos pero muy felices, los tres echaron a andar en dirección a la granja. «Shadow» le pisaba los talones a su amo. Sentía adoración por aquel chiquillo. Cuando Johnny alargaba la mano hacia atrás el inteligente perro, muy cariñoso, se la lamía. El chico sonreía, contento.
Los padres de Johnny habían estado muy preocupados en las últimas horas de la tarde. Nada más llegar, el chico contó la aventura de que había sido protagonista. Su madre le puso delante un plato de sopa y unas tostadas, obligándole a comer.
—¡Pobre Johnny! —exclamó la buena mujer—. Bueno, es igual. Afortunadamente todo ha salido bien. A «Shadow» sólo le queda una leve huella de la herida en la cabeza. Le he lavado aquélla a conciencia y dentro de poco no se le notará nada. ¿Estás contento, hijo mío?
—¡Soy muy feliz, mamá! Desde luego, me encuentro cansado y tengo frío pero soy muy feliz… He conseguido que «Shadow» volviera a la granja. ¡Qué momentos más amargos he pasado, amigo mío!
«Shadow» se sentó lo más cerca posible de Johnny. Él y «Tinker» disfrutaron de una excelente y abundante comilona. Luego, «Tinker» se marchó para reunirse con «Dandy» y los otros. «Shadow», no… Al igual que siempre, dormiría sobre los pies de su querido amo.
Al saberse cerca el uno del otro cualquiera es capaz de imaginar la alegría que les poseía. Y de no haberlo prohibido la madre del chico a buen seguro que «Shadow» hubiera acabado por deslizarse debajo de las mantas del pequeño Johnny.