Johnny, como es lógico, iba al colegio todos los días. Echaba a andar por la carretera, dejaba atrás una o dos granjas y luego ascendía por un pequeño camino que le conducía al sitio en que se encontraba el edificio de su escuela.
Todas las mañanas sonaba un timbre, anunciando el comienzo de las clases. Johnny procuraba siempre llegar antes de que sucediese esto. Era un chico puntual Pero luego empezó a ocurrir un hecho sorprendente… En el espacio de una semana, ¡había estado llegando tarde todos los días!
—¿Qué te pasa, Johnny? —le preguntó su profesor, extrañado—. Esto no puede seguir así. Tú eres un chico que siempre ha llegado aquí a su hora. ¿Por qué te retrasas a diario actualmente?
Johnny prefirió callar. No quería hacer una historia de todo aquello. Él no tenía la culpa de sus retrasos. La culpa era del muchachote que no hacía mucho tiempo se había colocado en la granja más próxima a la suya.
El muchacho en cuestión contaba ya quince años de edad y además se hallaba muy desarrollado para su edad. Estaba recortando una mañana los setos que rodeaban la finca en que trabajaba cuando divisó a Johnny, que se dirigía al colegio.
Entonces concibió la idea de divertirse a costa del chico.
«Voy a hacer que llegue tarde todos los días al colegio», se dijo. «Las va a pasar negras.»
En consecuencia, llamó a Johnny.
—¡Eh, tú, ven aquí, que hablemos! —le ordenó.
—No puedo. Llegaré tarde al colegio.
—¿Y eso qué más da? Vamos, acércate. Haz lo que te he dicho.
Pero Johnny no le hizo caso. El otro, entonces, —Tom se llamaba el mozalbete—, se le aproximó, cogiéndolo por un brazo.
—Ahora verás lo que les sucede a los chiquillos que no hacen lo que yo les mando. —Tom empujó a Johnny, quien fue a caer contra el seto, quedando tendido en el suelo, boca arriba—. Disponte a recitar la tabla de multiplicar. Si cometes alguna equivocación tendrás que empezarla de nuevo.
Naturalmente, Johnny no se prestaba jamás a esto. Se debatía inútilmente, intentando huir. Pero Tom era mucho más fuerte que él. Le costaba poco trabajo inmovilizarlo, sin verse obligado para ello más que a valerse de una mano.
Tom, entretanto, se mantenía atento a cuanto ocurría por los alrededores, en evitación de que le sorprendiera el granjero. Pero habitualmente éste se hallaba en el lado opuesto de la finca a aquella hora de la mañana.
Al final el pobre Johnny se veía obligado a recitar la tabla de multiplicar. Tom solía decirle de pronto que había incurrido en un error —aunque esto no era cierto—, y el chico tenía que comenzarla de nuevo.
El timbre del colegio habría dejado de sonar ya…
—Ahora llegaré tarde —decía Johnny poniéndose en pie—. Eres un cualquiera. ¡Ojalá te equivoques al cortar el seto y te lleves una buena reprimenda!
Tom intentaba descargarle un buen puñetazo, pero erraba generalmente el golpe. Después se aplicaba a su interrumpido trabajo, sonriendo de vez en cuando, al recordar que por su culpa Johnny llegaría tarde a la escuela.
Al día siguiente de su primer encuentro Tom se mantuvo al acecho. Pero Johnny avanzaba por el camino atento a su vez a aquél. Si el primero no se hubiera ocultado, de manera que el chico no pudo verle hasta el instante de hallarse a su alcance, Johnny habría logrado escapar. Sin embargo, cuando ya se consideraba a salvo fue a caer en manos del grandullón.
—¡Hala! ¡A recitar otra vez la tabla de multiplicar! —le ordenó Tom, derribándole, echándose a continuación encima de él—. ¡Vamos! Empieza.
Esta escena se repitió a lo largo de la semana, con el resultado del primer día. Daba igual que cada mañana Johnny redoblara sus precauciones para evitar aquel desagradable encuentro. No lograba nada. Y si se decidía por dar un rodeo éste tenía que ser tan largo que el chico llegaba de todas maneras tarde al colegio.
Johnny empezó a estar triste. Veíasele preocupado. Y no le gustaba la idea de referir lo que le venía sucediendo con Tom. No obstante, se puso al habla con «Shadow».
—Haga lo que haga siempre llego tarde al colegio, «Shadow». Ese Tom siempre se las arregla para hacerme perder el tiempo a mitad del camino. Me agradaría que me acompañases y le parases los pies.
Pero «Shadow» no podía ir con él porque a aquella hora de la mañana trabajaba. El animal recordó las palabras de su amo, ocurriéndosele entonces un plan. Él sabía que todos los trabajadores de la granja hacían un alto en sus tareas a las doce, para comer. Bien. «Shadow», entonces, quedaba en libertad, al igual que los restantes perros. Aprovecharía aquellos minutos para castigar a Tom, para hacer que se arrepintiera de su conducta con respecto a Johnny.
«Shadow» hizo partícipes de su plan a sus amigos. Todos agitaron alegremente sus rabos, respondiéndole que estaban dispuestos a ayudarle. Aquella mañana, «Shadow» se dedicó a espiar al joven de la otra granja. A las doce se encontraba trabajando no muy lejos de la finca de Johnny. ¡Magnífico!
A la llegada del mediodía «Shadow» ladró, llamando a «Rafe», «Dandy», «Tinker» y «Bob». El ganado pastaba tranquilamente. El pastor se había acercado a su casa, para comer. Durante un rato nadie necesitaría a los perros.
Echaron a correr en dirección al sitio en que se hallaba Tom, en aquellos instantes abandonando sus herramientas para irse a comer también, cosa que hacía en la granja. Los perros rodearon al joven cuando se disponía a partir…
—¡Hombre! —exclamó sorprendido—. ¿Qué significa esto? ¿Qué buscáis vosotros aquí?
«Rafe» y «Shadow» se sentaron delante de Tom. «Dandy» se acomodó detrás de aquél. «Tinker» y «Bob» se situaron a los lados. Ninguno de ellos hizo oscilar su rabo. Pero tampoco enseñaron los dientes. ¡De momento, por lo menos!
—Bueno. Es la primera vez que veo a unos perros adoptando una conducta tan extraña —dijo Tom, perplejo—. ¿Qué queréis de mí? ¡No tengo nada para vosotros!
El joven echó a andar y hasta dio unos pasos, pero un ladrido de «Shadow» le hizo detenerse. Tom se quedó mirando al gran perro pastor.
—Bueno, amigos, habréis de dejarme pasar, ¿eh? —dijo—. No tenéis derecho a comportaros así conmigo. Jamás os he hecho el menor daño. ¿Puedo pasar o no ya?
«Shadow» gruñó. Tom intentó irse hacia la derecha, pero «Bob» lanzó también un gruñido tan feroz que el muchacho se quedó inmóvil. Luego Tom probó por el lado de «Tinker», pero éste le enseñó los colmillos, resultando un gesto tan alarmante que el joven renunció a hacer el menor movimiento.
Los perros se le acercaron un poco más. Tom los contempló uno a uno, desesperado. ¡Aquello era increíble! Jamás le había sucedido una cosa semejante. No sabía qué hacer. De pronto empezó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Pero por allí no había nadie que pudiera oírle. Los perros se pusieron tan gruñones al oír sus voces que él prefirió guardar silencio. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Intentó una vez más romper el cerco. Fue inútil. Temía que le mordiesen.
Finalmente, Tom se sentó, esperando a que los perros se marcharan, cosa que tuvo lugar a la una, cuando oyeron aquéllos los silbidos del pastor, llamándolos.
Tom se encaminó al edificio de la granja, irritado y hambriento. La esposa del dueño de aquélla se enfadó mucho. La hora de la comida había pasado. No quedaba nada para Tom.
—Habrás de irte como viniste —le dijo la mujer—. Supongo que no te figurarás que voy a estar esperándote una hora. ¿Qué demonios has estado haciendo, muchacho?
Tom le refirió el incidente de los perros. La mujer se echó a reír.
—No creas que pienso «tragarme» ese cuento —replicó aquélla—. Mañana procura llegar a tiempo si no quieres quedarte sin comer.
Pero al día siguiente a Tom le sucedió lo mismo. «Shadow» repitió su jugarreta. Y esta vez Johnny pudo presenciar la escena. Caminaba a lo largo del seto cuando con gran sorpresa por su parte descubrió a Tom sentado en el centro del círculo formado por los perros, Imposible describir el enojo de aquél.
—¿Qué pasa aquí? —gritó Johnny—. ¡«Shadow»! ¡«Rafe»! ¡«Dandy»! ¿Qué estáis haciendo?
Y, de repente, el chico comprendió. «Shadow» había planeado aquello para que Tom llegara retrasado a la granja, algo parecido a lo que el grandullón le había hecho para impedir que él llegase a su hora al colegio. Johnny fijó la mirada en Tom.
—Esos perros son míos —le dijo—. Verás que te están dando una buena lección.
—Ya lo sé —respondió Tom, hoscamente—. Di les que se vayan.
—Cuando tú me prometas que no me obligarás a llegar tarde a la escuela.
—Yo haré lo que me plazca.
—De acuerdo, entonces —manifestó el chico—. No les diré nada. Adiós.
—Un momento… Espera un momento —se apresuró a contestar Tom al comprobar que Johnny se disponía a marcharse—. No puedo quedarme sin comer. Tengo mucha hambre.
—Pues ya sabes qué es lo que tienes que hacer para recuperar la libertad. Te has portado mal conmigo y ahora recoges la recompensa. Esto te está bien empleado. Si quieres que les ordene a mis perros que se vayan habrás de recitar la tabla de multiplicar.
Tom, plantado en medio del corro formado por los animales, no tuvo más remedio que obedecer. Y a pesar de tener quince años ya, ¡cometió tres equivocaciones!
—Será mejor que vuelvas a frecuentar la escuela —le dijo Johnny—. Confío en que a partir de ahora no volverás a esperarme ninguna mañana pues de lo contrario mis perros te visitarán de nuevo. ¡Vamos, «Shadow»! ¡Vamos, «Rafe»! ¡Venid aquí!
Los perros se fueron tras su amo y el grupo, luego, se encaminó a la granja. Tom no volvió a molestar a Johnny… Y «Shadow» se ganó unas caricias de más aquel día por haberse mostrado tan inteligente.