CAPITULO VIII. CAZA EN LAS COLINAS

El verano quedó atrás. Y llegó el otoño. «Shadow» se había hecho muy grande. Johnny estaba más orgulloso que nunca de él. «Rafe», «Tinker» y «Dandy» se lo pensaban dos veces ahora antes de arrojarse sobre su amigo, jugueteando, para intentar derribarle. El viejo «Bob» no le prestaba mucha atención… Claro que la verdad era qué aquél no solía fijarse en lo que hacían los demás perros.

«Shadow» pasaba la mayor parte de su tiempo correteando por los parajes vecinos. Ansiaba conocer éstos con detalle. «Tinker» le había dicho que los buenos perros pastores tenían la obligación de hallarse familiarizados con el terreno que pisaban.

—Puede ocurrir que te digan que lleves un rebaño a esté o aquel lugar. Habrás de saber entonces de qué sitio se trata y también el camino más corto —le explicó «Rafe»—. Procura que no te suceda lo que a un compañero nuestro de la granja vecina. Le ordenaron que condujese un rebaño a la elevación próxima y por no saber de cuál se trataba hizo dar al ganado un rodeo de diez millas. Al llegar al punto de destino los pobres animales se hallaban extenuados, siendo presas de un terrible pánico.

Al cabo de unas semanas, «Shadow» conocía todos los terrenos de pastos, las hondonadas, los promontorios, las rocas que caracterizaban el escenario de su vida. Conocía los arroyos y los puntos en que éstos nacían. Habíase familiarizado con las cuevas de las elevaciones cercanas, que visitara una por una. Cada vez sabía más cosas, que iba fijando en su mente, para cuando pudieran serle de utilidad.

Llegó el invierno. Hacía frío en las laderas. Nevaba. El viejo pastor aguardaba el nacimiento de unos corderos antes de la llegada de Navidad. Refugiábase muy a menudo en su casa, en compañía de «Bob», el mestizo. «Rafe», «Tinker», «Dandy» y «Shadow» visitaban a «Bob» a diario. Lamentaban que el pobre pasara tanto frío por las laderas.

—Nosotros disfrutamos de cálidas perreras —le dijeron—. Tú, en cambio, duermes al aire libre, con el ganado.

—No perdáis el tiempo compadeciéndome —contestó «Bob», con un gruñido—. Durante toda la vida he dormido junto al ganado. No soportaría una existencia tan muelle como la que vosotros lleváis. Me gusta oír los balidos de los corderos recién nacidos…

—¿Hay ya alguno? —inquirió «Shadow».

—Dos —replicó «Bob»—. Venid y os los enseñaré.

Los cuatro perros se encaminaron a un pequeño corral. Dentro de él vieron a una gran oveja. Al lado tenía dos diminutos corderillas, cuyas patas parecían demasiado largas para sus cuerpos.

«Shadow» husmeó éstos. Descubrió un olor nuevo… Le gustó. A «Shadow» le agradaban todos los olores. Su olfato era aún más fino que su vista o su oído. Cuándo corría junto a un seto sabía por el primero de dichos sentidos que en la mañana del mismo día había corrido por allí un conejo, o que una rata andaba por las inmediaciones, o que un erizo tenía su escondrijo no muy lejos, o que tres perros desconocidos habían seguido aquel mismo camino, o que un centenar de pajarillos habían estado saltando por allí horas atrás… ¡Ah! Era estupendo poseer un olfato como el de «Shadow».

Cada vez había más corderos en los corrales, vacilando sobre sus débiles patas. El pastor estaba contento porque no había perdido ni uno solo de aquéllos. A todos los encontraba fuertes, llenos de salud. El granjero tampoco podía disimular su satisfacción. Aquellos nuevos seres representaban una mayor riqueza para su finca.

El tiempo era ya mejor. Las nieves se fundieron. El granjero ordenó a los perros que trasladaran el ganado a otro campo de pastos, donde las hierbas eran más sabrosas. «Rafe», «Tinker», «Bob», «Dandy» y «Shadow» se pusieron en marcha. Johnny, ansioso de dar un paseo, les seguía.

Las ovejas se sentían a gusto. El lugar elegido para ellas era muy bueno. El terreno tenía una fuerte inclinación y se hallaba sembrado de rocas. El pasto era dulce y jugoso. No pasó mucho tiempo sin que los componentes del rebaño estuviesen reunidos. Los pequeños corderos no se apartaban de sus madres.

Pero, transcurridos dos días, se produjo un extraño cambio en el firmamento. La atmósfera parecía pesar sobre todos y el cielo tomó un tono gris plomizo.

—Se experimenta la misma impresión que si esta inmensa bóveda fuese a derrumbarse sobre nosotros —observó Johnny, hablando con su padre—. ¿Es que va a nevar de nuevo?

—Sí —respondió el granjero, preocupado—. Y a juzgar por los indicios, la nevada va a ser de las más fuertes del año. Creo que lo mejor será trasladar el ganado al sitio de procedencia, a fin de evitar peligros. Allí podríamos encerrar a las ovejas si nos parece prudente.

Los cinco perros trabajaron de lo lindo aquella tarde. Las ovejas se habían ido desparramando por toda la elevación y los animales hubieron de poner a prueba su rapidez y su inteligencia para reunirías nuevamente. Los corderos corrían junto a sus madres, como siempre, balando, asustados.

El rebaño pasó a la ladera en que el pastor tenía su casa y que ocupaba preferentemente en la época de nacimiento de las crías. Era un sitio resguardado aquel, que, además, quedaba a poca distancia de la granja.

Poco después de terminar los perros su labor, empezó a nevar. Caían de las alturas enormes copos de nieve, formando una capa blanca, cada vez más espesa, sobre la hierba. Pronto llegó a tener un grueso de dos o tres pulgadas. El firmamento se había ennegrecido y resultaba difícil hacer nada entre dos luces.

El pastor se había situado junto a la entrada de los corrales. Acababa de colocar estratégicamente unos cañizos e iba contando las reses a medida que entraban. Conocía a las ovejas y a sus crías una por una. Se trataba de un hombre extraño, maravilloso, capaz de predecir el tiempo sólo con husmear el aire.

Eran las ocho y todo aparecía sumido en una intensa oscuridad. Por fin se consideró el ganado a salvo. Los perros se hallaban extenuados. Todo lo que les apetecía era tenderse junto a una hoguera y descansar, tras una buena comida. Se quedaron con los ojos fijos en el granjero, quien había hecho oscilar su linterna para llamar la atención del pastor.

—¿Están todos, Jim? —gritó.

—Encuentro a faltar una oveja y sus dos corderos —respondió el pastor—. A ese animal siempre le ha agradado corretear por ahí. Quizás se haya llevado a sus dos crías a la cumbre de la colina, adentrándose luego en el vecino valle. Bueno… Es demasiado tarde ya para ir en su busca, ¿no cree usted?

—¿No podría localizarla uno de nuestros perros? —inquirió el granjero—. Naturalmente, no quiero que se me pierda ninguna res, Jim. Que vaya «Bob» a ver si puede conseguir algo. Es muy vivo y se da buena maña en esta clase de trabajos, localizando a los animales extraviados paren donde paren.

El pastor llamó a «Bob». El perro, unos minutos más tarde, salía corriendo, perdiéndose en la noche. Sabía perfectamente que su misión consistía en buscar la oveja que sus amos echaran de menos.

«Shadow» se había puesto en pie también*al oír la voz del pastor. Deseaba colaborar en la empresa. Estaba fatigado, pero quería ayudar a localizar a la oveja y sus corderos. Eran las crías que había estado oliendo por entre los barrotes, en el corral. ¡Pobrecillos! A aquellas horas, perdidos en el seno de la gran tormenta de nieve, debían estar verdaderamente asustados.

«Shadow» lanzó un ladrido que iba dirigido a «Bob». Pero éste ya había desaparecido. «Shadow» aproximó su hocico a la nieve, intentando descubrir el rastro de su amigo. La nieve, al caer sin cesar, lo ocultaba todo, incluso los olores.

«Voy a ver si consigo alcanzarle», se dijo «Shadow». «Conozco el camino que conduce a la colina próxima a la perfección, hasta cuando se encuentra tapado por la nieve».

Ahora «Shadow»* se alegraba de haber explorado por curiosidad el escenario de su vida, que conocía palmo a palmo. ¡La nieve no suponía el menor obstáculo para él! Y supo en qué momento se halló junto al gran peñasco negro… que se había tornado blanco, y cuánto tardaría en alcanzar el pequeño puente que cruzaba el río y en qué instante rebasaría el seto y los matorrales de aliagas…

No logró dar con «Bob». Pensó que la oveja debía haber seguido otra ruta. Lo de no ver a «Bob» era lo de menos… Emprendería la búsqueda de los animales extraviados por su cuenta y riesgo. Se acordó de haber descubierto a la oveja descansando tranquilamente en una estrecha cañada el día anterior. Aquélla tenía inteligencia suficiente para hallar los sitios más resguardados en el transcurso de un frío día. ¿Y si continuaba allí?

El perro echó a correr en aquella dirección. Pronto llegó al lugar en que había pensado. Pero no vio el menor rastro de la oveja. «Shadow» hizo un alto, volviendo a sus reflexiones. ¿Adónde conduciría una madre a sus crías, de advertir que se avecinaba una furiosa tormenta? Las ovejas eran tan inteligentes como los perros en determinados aspectos. Eran, asimismo, capaces de adivinar los cambios bruscos del tiempo.

«¡Las cuevas, las cuevas!», pensó «Shadow». «Sí. Tiene que haber llevado a sus crías allí. A ese animal siempre le ha gustado vagabundear pero sabe cuidar de sus corderos».

Avanzando por la nieve, que formaba ya una capa muy espesa y profunda, le faltó poco para extraviarse. A «Shadow» le costaba mucho trabajo caminar por aquélla. Sus patas se hundían por completo en el blando piso. Tenía que moverse con rapidez. De aumentar de espesor la alfombra de nieve habría de renunciar a alcanzar las cuevas.

Comprobó que no se había orientado mal. Esta hazaña no hubiera podido llevarla a cabo de no conocer los alrededores de la granja en que naciera… Habíase elevado en el firmamento la luna, aumentando la oscuridad. Al contemplar aquellos parajes por vez primera bajo su pálido resplandor, «Shadow» no pudo contener un estremecimiento.

Precipitose en dirección a la primera cueva. Allí no había nadie. Entró en la segunda. Lo mismo. Husmeó al avanzar hacia la tercera. ¡Huesos y galletas! ¡Acababa de percibir un fuerte olor a oveja y corderos!

«¡Los he encontrado!», pensó «Shadow», alegre. Al fondo de la cueva divisó a la oveja y sus dos corderos. No hizo el menor movimiento al aproximarse a ella. Ciertamente que sus ojos no tendrían ya ocasión de contemplar el blanco paisaje que se adivinaba más que veía desde la entrada de su refugio.

—¡Tenéis que veniros conmigo! —ladró «Shadow» blandamente, apoyando los hocicos en su cuerpo para obligarla a levantarse—. ¡Vamos! Os moriréis de frío si seguís aquí. Acompañadme antes de que sea demasiado tarde.

Pero la oveja continuaba inmóvil. Estaba cansada. Allí dentro se sentía relativamente cómoda. «Shadow» no lograba sacarla de su amodorramiento. Afuera comenzaba a caer la nieve de nuevo. El perro estaba desesperado.

«¿Andará cerca de aquí “Bob”?», se preguntó. «Ladraré un poco, a ver si acude».

«Shadow» se apostó a la entrada de la cueva, levantó la cabeza y ladró prolongadamente. Su ladrido se perdió en la noche…

Desde un punto no muy distante llegó a sus oídos la respuesta de «Bob». ¡Qué salto le dio el corazón a «Shadow» dentro del pecho! Ladró por segunda vez… Unos segundos más tarde, «Bob» se aproximaba a él, avanzando con alguna dificultad por la nieve.

—He encontrado a la oveja y a sus corderos —anunció «Shadow»—. Pero no he podido conseguir que aquélla se moviera.

—De eso me encargaré yo —repuso el recién llegado.

«Bob» entró decidido en la cueva, forzando a los corderos a ponerse en movimiento. Aquéllos estaban muy asustados. Poniéndose en pie, corrieron hacia la entrada del refugio. Aquí se detuvieron, balando.

Inmediatamente, la oveja se agitó. Por su propia voluntad no se habría movido nunca de allí. Ahora bien, ¡por sus pequeños estaba dispuesta a hacer lo que se presentara!

Los dos perros ya no hallaron mayores dificultades para sacar a los tres animales de la cueva e iniciar su avance por la nieve. Los corderos no se apartaban un momento de su madre.

—Vamos por aquí, «Shadow» —ordenó «Bob»—. Sé de un camino en el cual la nieve no llega a espesarse mucho.

Los cinco animales marchaban a un paso muy lento. «Shadow» conocía la ruta tan bien como «Bob». La oveja les iba siguiendo obedientemente.

Al cabo de una hora llegaron a los corrales de la ladera en que se encontraba el rebaño.

—¡Magnífico, «Bob»! ¡Estupendo, «Shadow»! ¡Vaya, vaya! Habéis logrado localizar a los animales extraviados, ¿eh? —dijo el pastor, muy contento, levantando su linterna—. Sois unos perros maravillosos. Formáis una pareja notable y yo me siento extraordinariamente orgulloso de vosotros.

—Un buen trabajo, cachorro —señaló afectuosamente el sombrío «Bob», al decir buenas noches a «Shadow»—. Un buen trabajo, joven.

«Shadow» se sentía muy feliz en el momento en que avanzaba lentamente por la ladera, camino de la granja.

Estaba cansado, tremendamente cansado, tanto que apenas se sostenía sobre sus piernas. Pero lo importante era que había dado con la oveja extraviada, mereciendo su actuación los elogios de «Bob», un perro habitualmente malhumorado y nada predispuesto a reconocer los méritos de los demás.

A los diez minutos, «Shadow» se tendía ante un gran fuego, con la cabeza apoyada en los pies de Johnny. Se quedó profundamente dormido y en sueños se vio a sí mismo por los campos de las cercanías, corriendo en pos de muchas ovejas extraviadas. Johnny se inclinó sobre él, pasándole cariñosamente una mano por el lomo. «Shadow» abrió un ojo, suspirando complacido. ¿Habría en el mundo un perro más feliz que él?