«Shadow», el cachorro de perro pastor, se hizo de otras amistades. Era un ser menudo e inquisitivo, al que le agradaba entablar relación con todos. Cuando Johnny se encontraba en el colegio, «Shadow» correteaba por el patio de la granja, si es que no andaba por la campiña, hablando con otros animales.
Había hecho amistad con las gallinas, hallándose especialmente compenetrado con una roja, grande, que era madre de doce pollos que se pasaban la vida picoteando aquí y allí. Conocía también a los dos enormes gallos y procuraba apartarse de su camino pues podían herirle mortalmente con sus peligrosos espolones. Se trataba con los patos, que le eran muy simpáticos. Estos mostrábanse siempre cordiales y muy inclinados a las bromas.
La gallina roja hacía mucho ruido cada vez que «Shadow» se le acercaba y al principio el perro le tenía miedo. Luego éste comprobó que el ruido lo hacía aquélla para llamar a sus polluelos.
—Ya ves… —le explicó el animal cierta mañana—. No me es posible salir de este horroroso gallinero. Mis pollitos no se encuentran en el mismo caso porque aún son pequeños y se escapan colándose entre los barrotes. Pero yo no puedo. Así que cuando descubro algún peligro les llamo. Como ya saben a qué obedece mi llamada, acuden corriendo, para esconderse bajo mis alas.
«Shadow» se había quedado asombrado la primera vez que viera a los pollitos precipitarse en el interior del gallinero. ¡A los pocos segundos era imposible ver el menor rastro de ellos!
El perro, entonces, se asomó al interior de la jaula. No. Allí solo descubrió a la gallina roja, cloqueando ruidosamente, diciéndole que se alejase si no quería que le picotease en los hocicos y en las orejas.
—No pienso hacerte daño —gruñó «Shadow»—. Ahora bien, ¿quieres decirme dónde paran tus pollitos? No veo ni uno. ¿Es que te los has comido?
—¡Comerme a mis pollos! ¡Qué perro tan tonto eres! —cloqueó la gallina roja—. Nada de eso… Se encuentran todos aquí, ¡todos!
«Shadow» miró con más atención. Enseguida pudo comprobar que los pequeños se habían acomodado entre las plumas vellosas de la madre. Un pollito amarillo se asomó por entre las más finas del cuello de la madre y dos más hicieron acto de presencia bajo un ala. En las de la pechuga había también varias cabecitas… A continuación, como se dieran cuenta de que Shadow no se proponía causarles ningún mal, abandonaron el refugio que le ofrecía el cuerpo de su protectora, pasando del gallinero al patio, reanudando sus incesantes correrías por el mismo.
—Cuando tus pollitos asomaban por entre tus plumas tú parecías una gallina de doce cabezas, a más de la tuya —manifestó «Shadow» a su amiga—. ¡Mira! Aquél se está alejando mucho. ¿Quieres que dé un ladrido y le haga volver?
—No, gracias. Le asustarías —opinó la madre de los pollos—. Pero sí me agradaría que me ayudases a salir de esta prisión. Estoy segura de que la esposa del granjero se ha olvidado de que sigo encerrada aquí.
—Haré lo que pueda por ti —contestó «Shadow», aprestándose a tirar de un barrote que estaba un tanto suelto con sus fuertes colmillos.
Al poco conseguía su propósito de desprender aquel del todo y la gallina roja, cloqueando agradecida, saltó al patio.
A continuación condujo a sus pollitos al lado opuesto del recinto, dedicándose a vagar de un lado para otro en su compañía. Johnny les vio nada más llegar a la casa, procedente del colegio. Se fue corriendo en busca/ de su madre.
—¡Mamá! La gallina roja se ha escapado del gallinero y sus pobres pollitos no paran de correr por ahí. Acabarán muy cansados, si es que no se pierden. ¿Es que les abriste la jaula?
Ahora «Shadow» corría detrás de su amo, por supuesto, pues siempre se reunía con él en cuanto entraba en la granja. Al oír a Johnny pronunciar aquellas palabras abatió inmediatamente el rabo. ¡Huesos y galletas! ¿Es que había hecho algo malo ayudando a la gallina roja a escaparse?
La madre de Johnny se apresuró a ir al patio. Vio el barrote suelto del gallinero y adivinó que su gallina se había colado por allí. Luego trató de localizarla. Con toda seguridad que deambulaba con sus fatigados hijitos por el recinto.
—¡Qué bien cuidas a tus pollitos! —le gritó al verla—. Llévate a esos animales al gallinero. Acabarás matándoles si les obligas o dar tan largos paseos antes de que sus patas hayan adquirido la fuerza necesaria. ¡Debieras pensar que sólo tienen dos días!
La gallina estaba enojada. Cloqueó ruidosamente pero no tuvo más remedio que regresar adonde le habían ordenado. Johnny clavó el barrote suelto. «Shadow» se quedó al lado de él, con las orejas y el rabo abatidos. Sentíase muy desgraciado. Apoyó la cabeza en una de las rodillas de su amo. Este le miró atentamente.
—Sí, ya sé qué es lo que quieres decirme, «Shadow» —declaró el chico—. Fuiste tú quien ayudó a la gallina a escapar. He visto las huellas de tus colmillos en el barrote. Deja a los otros animales en paz, «Shadow». Cuando están encerrados es porque existe una razón para proceder así con ellos. Ocúpate de tus cosas y marcharás mejor.
—¡Uuuuf! —contestó «Shadow», cuyo rabo comenzó a oscilar un poco.
Miró hacia el gallinero. La gallina roja, que descansaba en el piso de aquél, había extendido sus bonitas y brillantes plumas. No le fue posible ver ni uno tan solo de sus pollitos. Extenuados por las continuas carreras de minutos antes, dormían en el interior del refugio maternal.
—Podías haber hecho un gran daño, «Shadow» —le advirtió Johnny—. Menos mal que llegué a tiempo de evitarlo. Ahora estudia la forma de compensar esa mala faena.
El perro miró a su alrededor. ¿Se le presentaría en algún sitio la oportunidad de hacer una buena acción con la que enmendar* sus yerros anteriores? No se le ocurría nada. Comprobó que los patos se hallaban entregados a sus juegos en el pequeño estanque y no necesitaban que nadie les ayudase. Los cerdos gruñían incesantemente en la pocilga y se encontraban demasiado amodorrados para charlar con él. Los terneros del prado echaban a correr en cuanto se les acercaba y los viejos caballos que tiraban de los carros de la casa se hallaban excesivamente atareados para hacerle caso. Nadie precisaba de su colaboración. No se le ofrecía oportunidad alguna de demostrar sus habilidades.
Pero al día siguiente sucedió algo… «Shadow» avanzaba con los hocicos pegados al suelo, siguiendo el excitante rastro de un conejo, cuando oyó un ruido, como el de un fuelle. Levantó la vista, asustado, viendo entonces que se encontraba junto al huerto en que era guardado habitualmente «Pincher», el toro. Y, evidentemente, el animal estaba verdaderamente irritado. ¿Por qué?, se preguntó «Shadow».
Hallábase al lado de la cerca, resoplando. «Shadow» descubrió a dos chicos, que en aquellos momentos ponían los pies en polvorosa. Sin duda, habían estado importunando al animal. Decidió apartarse de aquel lugar, por si «Pincher» llegaba a pensar que había tenido que ver con las bromas de los dos fugitivos e intentaba vengarse.
En consecuencia, dio media vuelta, para regresar a la granja. «Pincher» le avistó en el acto y sus resoplidos se tornaron más fuertes, violentos. El toro embistió contra la cerca y ésta, integrada por unas débiles maderas y espesas zarzas, ¡cedió! «Pincher», naturalmente, pasó al otro lado, bajando aún más la cerviz, rozando el suelo casi con sus hocicos, atravesados por un anillo.
«Shadow» contempló atentamente al toro. Vio los cuernos de «Pincher»… Sabía que con ellos era capaz de enganchar a un pequeño perro como él y lanzarlo al aire con la misma facilidad con qué un hombre arroja con su horca a un carro una carga de heno. Oía los resoplidos del gran animal y se sentía asustado, verdaderamente.
Echó a correr y Pincher se lanzó en pos de él. Luego, «Shadow» recordó algo… Recordó que un toro irritado arremete contra todo lo que se le ponga por delante. ¡Unos minutos más y Johnny avanzaría por aquel camino, recién salido del colegio!
¿Y si el toro embestía contra Johnny? Seguramente lo engancharía con sus poderosos cuernos, arrojándole al aire. ¡No! Eso no sucedería jamás. Antes de que a su amo le ocurriese algo, «Shadow» estaba dispuesto a ser él la víctima. Por tal motivo, el pequeño perro dio la vuelta súbitamente, haciendo frente al temible Pincher.
—¡Uuuuf, uuuuf! —dijo «Shadow», lo más fuerte posible. Y a continuación gruñó—: ¡Grr-rr-rr-rr! ¡Grr-rr-rr-rr-rr!
El toro se detuvo, sorprendido. No estaba acostumbrado a que nadie le desafiara. La mayor parte de los seres que conocía solían huir cuando daba un resoplido. Examinó con atención a «Shadow»… ¡Y embistió contra él!
El perro se echó a un lado, librándose momentáneamente de los cuernos de su antagonista. «Pincher» había abatido la cabeza para hacerse con él. «Shadow» mordió al toro en las patas, una cosa que a «Pincher» le enojaba mucho. Entonces la enorme bestia intentó repetir su maniobra inicial pero el bravo gozque se escabulló inteligentemente, atacando sus patas por segunda vez, mordiéndoselas con fiereza.
El toro se quedó quieto un momento, reflexionando. Hacía tiempo que no había salido del huerto. Le gustaba este recinto. Los terrenos de las inmediaciones le eran extraños.
Oyose a lo lejos el agudo silbido de una locomotora. «Pincher» arreció en sus resoplidos. «Shadow» saltó sobre la cola del animal, clavando en la misma sus afilados colmillos.
«Pincher» dio la vuelta. ¡Eso era precisamente lo que «Shadow» necesitaba! El toro, ahora, miraba de nuevo hacia el huerto. Quizás a «Shadow» se le presentara la ocasión de ponerlo en camino de regreso al recinto.
Empezó a rodear a «Pincher» dando continuos ladridos. El toro se movía en la dirección que él quería. Después «Shadow» vio aparecer a Johnny. Le miró muy nervioso, ladrando, angustiado:
—¡No te acerques! ¡Ve en busca de alguien! ¡El toro se ha escapado!
Johnny vio enseguida a «Pincher». Y también a «Shadow», acosándole desesperadamente. Comprendió que le sería muy difícil conseguir que el toro entrase en el huerto, apresurándose entonces a dirigirse a los pajares, donde se encontraban unos cuantos hombres trabajando. Diales unas voces. Confiaba en que a «Shadow» no le ocurriera nada. Leí atormentaba la idea de que su perro llegara a verse entre los cuernos de la fiera.
—¡«Pincher» se ha escapado! ¡Rápido, rápido! ¡«Pincher» se ha escapado! —gritó el chiquillo.
Los trabajadores se le acercaron corriendo. Cogieron unas horcas y se encaminaron hacia donde les señaló Johnny. «Pincher» echó un vistazo al grupo que se le aproximaba. Se preguntó si sería lo mejor cargar a ciegas contra todos, a ver cuantos eran los que podía derribar. Luego vio las horcas de que eran portadores sus adversarios, decidiendo que era preciso obrar sensatamente.
En aquel instante «Shadow» le mordisqueó en las patas. ¡Esto era ya demasiado! El toro lanzó un alarido de dolor, girando en redondo. Uno de los hombres, precavido, había abierto la puerta del huerto, por la que poco después pasaba «Pincher», trotando calmosamente. Cerrada aquélla, dos de los trabajadores se pusieron a levantar la parte de la cerca abatida.
—¡Muy bien, «Shadow»! —aplaudió Johnny—. ¡Supiste contener perfectamente a Pincher! ¡Estoy muy orgulloso de ti!
La verdad es que el perro estaba tan contento de sí mismo como si se hubiera hallado en posesión de dos rabos. El único que en realidad tenía oscilaba en aquellos momentos con tanta rapidez que apenas podía verse. Elogiado por Johnny… Esto era lo que más le agradaba del mundo. Echó a correr para referir el episodio a las gallinas, los patos, los cerdos, los otros perros y los caballos.
Pero estos animales no quisieron que «Shadow» se tornara orgulloso. Solamente los pollitos escucharon asombrados el relato de su encuentro con el toro. La gallina roja cacareó un poco, diciéndole al final que no se mostrara vano. Los cerdos gruñeron, apresurándose a manifestar que tampoco ellos temían a «Pincher». Los patos ni siquiera se molestaron en prestarle atención unos minutos. Deslizáronse hasta el agua, batiendo las alas para salpicar con aquélla al engreído «Shadow».
El enorme caballo que normalmente era enganchado al carro más grande de la granja, por toda respuesta, estampó uno de sus cascos en un charco que tenía al lado. Voló el cieno por los aires, viniendo a caer encima de «Shadow», que quedó manchado, sucio, desde la cabeza hasta el rabo. ¡La que se había buscado!
—¿Por qué has hecho eso, bruto? —preguntó el perro, irritado, al caballo, al tiempo que se sacudía vigorosamente—. ¡A ver si tienes más cuidado otra vez! Ya has visto que sé pararle los pies a un toro, de manera que no me costaría mucho trabajo hacer lo mismo contigo.
El caballo lanzó un relincho, a modo de risa, y repitió el movimiento anterior. «Shadow», profundamente disgustado, se alejó de él. ¿Por qué se portaban todos tan mal con él después de protagonizar un incidente que ponía de relieve su inteligencia y su valentía?
«Tinker» fue el que respondió a esta pregunta.
—Nosotros no acostumbramos a ir de aquí para allá contando a todo el mundo las hazañas que hemos llevado a cabo —manifestó muy serio—. Siempre dejamos que sean los demás quienes hablen de nuestras buenas acciones, «Shadow». Si todo el mundo te escuchara y alabase te volverías vano y orgulloso. En fin de cuentas, cualquiera de nosotros hubiera hecho lo que tú hiciste.
«Shadow» se sintió avergonzado.
—Lo siento —contestó—. No diré uno palabra más sobre esto, «Tinker». De veras.
Y así fue. Y entonces observó con gran sorpresa por su parte que siempre* que se dirigían a él todos hablaban de su aventura con el toro. ¡Vaya, vaya! «Shadow» aprendía una lección tras otra, aparte de tener ocasión de vivir algunas aventuras. Bueno. Que Johnny estuviera contento de él… ¡Esto era lo que más le importaba!