Estaba Johnny tan contento de tener un perro exclusivamente suyo que no podía separarse de él, ni siquiera durante la noche. Le hacía subir a escondidas de sus familiares por las escaleras interiores de la casa para introducirlo en su dormitorio. Al poco tiempo «Shadow» dormía a los pies de la cama del chico, sobre un trozo de manta vieja.
Johnny no contó a su madre nada de todo esto. Reconocía que hubiera debido pedirle permiso para obrar como obraba pero temía su negativa. La buena señora, no tardó en descubrirlo todo… Habíale sorprendido encontrar en el dormitorio de su hijo un pedazo de manta de desecho.
—Johnny —le dijo enseñándole su hallazgo—, esto huele igual que tu perro. ¿Es que acostumbras a «Shadow» a dormir a los pies de tu cama?
—Sí, mamá —respondió el chico—. Me gusta que esté cerca de mí. Así siempre tengo los pies calientes. Además… ¡Oh, mamá! Cuando duerme hace unos ruidos muy graciosos. No me digas que de aquí, en adelante habrá de pasar las noches en el patio.
—¡Qué raros sois los chicos! —exclamó—. Por nada del mundo consentiría que un perro durmiese en mi cuarto… No obstante, tu padre siempre me está diciendo que le deje hacer eso con «Jessie». Y mis dos hermanos, tus tíos, comparten sus habitaciones con tres perros. Bueno… Supongo que si ese es también tu gusto habremos de consentírtelo. Pero te lo aviso ahora: si llego a encontrar algún hueso en tu cama arrojaré a «Shadow» de aquí.
—¡Oh, mamá! No sabes cuanto te lo agradezco —repuso Johnny, encantado, dando a su madre un abrazo—. Ya procuraré que Shadow no ensucie nada. Verás… Es un perro muy bueno. Me río mucho cuando por la mañana me despierta mordisqueándome los dedos de los pies.
Por consiguiente, «Shadow» se pasaba la noche en la parte inferior del lecho de Johnny y el día corriendo detrás de su amigo. Este era su amo. Para «Shadow» no había en todo el mundo una persona más maravillosa que él. Nada de lo que Johnny hacía le parecía mal y si el chico estaba triste o alguien le reprendía su rabo se abatía inmediatamente, quedándosele entre las patitas y gañía como si hubiera sido él a quien hubiesen reñido.
—He de darte algunas lecciones, «Shadow» —advirtió Johnny a su perro un día—. «Jessie», tu madre, aprendió un puñado de cosas que tú también debes conocer. Has de saber distinguir mi silbido entre otros y acudir a donde yo esté cuando te llame, dejando enseguida lo que estés haciendo, sea lo que sea. Esto será tu primera lección. Hoy te instruiré en ese sentido.
«Shadow» escuchó atentamente el discurso de su amo. Su cola, entretanto, se movía como las aspas de un molino. ¡Qué lección más fácil! Se sabía el silbido de Johnny de memoria. Conocía su voz a la perfección también. No existía ninguna otra que fuese igual, a la del chico. Asimismo, le gustaba el olor de Johnny. En ocasiones le parecía descubrir aquél en algún rincón del patio y entonces se entretenía localizando sus pasos, hasta que daba con su amo.
—Tienes un olfato muy agudo, «Shadow» —le decía Johnny—. Esa es una buena cualidad. Aquél te será muy útil más adelante si se da el caso de que se extravíe alguna oveja.
Johnny se llevaba consigo al perro cuando andaba por la campiña. A «Shadow» le agradaba estar por los excitantes olores que percibía allí por todas partes. Corría de un lado para otro, con los hocicos a ras del suelo. Percibía el olor de las ratas, de los ratones, erizos, conejos, liebres y zorros. ¡Qué delicia! Demasiado grande para explicarla con palabras, se decía el perro. El olor, a veces, adquiría una intensidad que le sacaba fuera de sí, como, por ejemplo, cuando en una ocasión introdujo sus hocicos en la boca de una madriguera.
«Shadow» creyó volverse loco. Comenzó a husmear nerviosamente, a arañar la tierra. Quiso introducir más aún su cabeza en el agujero. Johnny, sonriendo, se alejó, dejando a su perro detrás, separándose de él. ¡El cachorro iba a recibir verdaderamente su primera lección!
Cuando se encontraba en el otro extremo de la finca, Johnny hizo un alto. Shadow continuaba escarbando en la boca de la madriguera. El silbido de su amo rasgó el aire…
«Shadow» lo oyó, pero… ¿cómo iba a apartarse de allí, percibiendo como percibía aquel excitante olor? ¡Si no tardaría ni un minuto siquiera en hacerse con los conejos que hubiera dentro de aquel escondrijo! Decidió, en consecuencia, no hacer caso de la llamada, concentrándose nerviosamente en su tarea.
Otra vez oyó el silbido, esta vez más fuerte y prolongado. «Shadow» sacó un momento la cabeza del agujero. Advirtió que Johnny aguardaba que se uniese a él. Se preguntó si debía obedecer a su amo o no. No. Johnny podía esperar un minuto, todo el tiempo que necesitaba para cazar a sus presas. Y volvió a introducir la cabeza en la abertura.
Entonces el chico gritó:
—¡«Shadow»! ¡«Shadow»! ¡Ven aquí!
Pero ni aun así obedeció «Shadow». Este no acertaba a encontrar la forma de apartarse de la madriguera. ¡Le atraía tanto aquel olor! Entonces Johnny volvió sobre sus pasos, acercándosele. El perro sintió que alguien le daba un manotazo en el lomo. Sacó la cabeza de la madriguera para mirar asombrado al chico. ¡Johnny le había pegado! ¡Oh! ¡Qué experiencia tan terrible!
—¡«Shadow»! Has oído mi silbido, ¿verdad? Pero no has querido obedecer, ¿eh? Has oído que te llamaba y como si nada. No te has portado bien. Eres un mal perro.
¡Pobre «Shadow»! Su rabo se abatió instantáneamente, quedándosele entre las patas. Agachó las orejas. No tenía valor para mirar a su amo. Echó a andar tras él, gimiendo blandamente. Seguro que en aquellos momentos no había en todo el mundo un perro que se sintiese más infeliz, más avergonzado. Jamás, jamás volvería a desobedecer a su amo, por muchas que fueran las madrigueras que encontrase en su camino.
Habiendo llegado a la boca de otro agujero semejante al anterior, Johnny se detuvo.
—¡Conejos! —exclamó—. ¡Conejos! ¡A ellos, «Shadow»!
«Shadow» se puso en seguido a arañar la tierra, husmeando en la boca de la madriguera. El chiquillo echó a correr, separándose considerablemente del perro. Luego se volvió, silbando. Tenía que comprobar si el animal había aprendido su primera lección. El silbido sonó claro, con fuerza, como si flotara sobre la campiña.
En esta ocasión «Shadow» sacó la cabeza de la madriguera inmediatamente, echando a correr en dirección a Johnny con toda la velocidad que le permitían sus patas. No estaba dispuesto a ser castigado de nuevo.
—Eso está bien, «Shadow», muy bien —aprobó el chico, orgulloso, acariciándolo—. Te ha costado poco trabajo aprender esa lección. No creo que vuelva a ser necesario pegarte para que aprendas las que vendrán después.
Y así fue. Nada más oír el silbido de su amo, «Shadow» emprendía una veloz carrera hacia él. Luego vino la lección siguiente… Tenía que avanzar exactamente tras los pasos de Johnny cuando andaban por la ciudad o iban dando un paseo por el campo.
—Fíjate bien, «Shadow»: un perro bien enseñado debe caminar detrás de su amo, sin interponerse en su camino —le explicó/ el muchacho—. Ha de mantenerse en todo instante atento a lo que aquél le diga, ya que puede necesitar de él en un momento dado. Por tanto, cuando yo dé una voz señalando el suelo a mis espaldas habrás de colocarte ahí, tocando casi con tus hocicos mis zapatos. Y cuando yo te ordene: «¡Corre, “Shadow”!», dejarás ese sitio, alejándote de mí a toda velocidad hasta que yo te mande lo contrario.
«Shadow» escuchó con toda atención las instrucciones de Johnny. Cuando avanzaban por las calles de la población no le gustaba mucho ir pisándole los talones a su amo. Solía hallar al paso muchas cosas que ver y oler. Experimentaba el fuerte impulso de detenerse y olfatearlo todo. Le entraban unas ganas enormes de irse con los perros con que tropezaban, para hablar con ellos de Johnny.
Pero éste llevaba en la mano una ramita y cada vez que «Shadow» se alejaba de él más de la cuenta, en lugar de mantenerse pegado a sus zapatos, le «acariciaba» con la punta de aquélla los hocicos. Pronto, pues, aprendió a interpretar los deseos de su amo. «¡Aquí!», significaba que Johnny quería que le siguiese… En este caso no podía irse a un lado ni a otro, ni mucho menos colocársele delante. «Shadow» era un perro inteligente, de manera que sólo necesitó un par de días para asimilar perfectamente la nueva lección.
Johnny no hizo daño nunca a «Shadow». Ahora bien, su padre le había dicho que, al igual que los niños, los perros han de ser instruidos en ciertos hábitos, haciéndoles ver que la desobediencia tiene su castigo. Por consiguiente, el chico se mostró severo con el animal, porque le tenía cariño y ansiaba que de mayor fuese un buen perro.
—Ahora debes enseñarle a mantenerse «en guardia», Johnny —le dijo a este su padre—. Eso es muy importante tratándose de un perro pastor.
El chico explicó a «Shadow» lo que quería decir aquello. ¡Ya no se trataba de una cosa tan fácil de aprender! Johnny se lo llevó al campo, dejando sobre la hierba su gorra y su chaqueta. Obligó a «Shadow» luego a que se sentara encima.
—¡En guardia! ¡En guardia, «Shadow»! No debes separarte de esa prenda hasta que yo vuelva o hasta que te llame con un silbido. Eres el encargado de su custodia.
«Shadow», muy feliz, meneó el rabo. Siempre le agradaba sentarse sobre las ropas de Johnny. Este echó a andar, alejándose. Nada más ver esto, «Shadow» se lanzó en su seguimiento, olvidándose de la gorra y la chaqueta del muchacho. Su amo dio la vuelta rápidamente, mirándole con severidad.
—¿No te ordené que guardaras esas prendas? —gritó—. Eres un mal perro. Colócate otra vez donde estabas. ¡En guardia!, te he dicho. ¡En guardia!
Johnny obligó a «Shadow» a situarse en el sitito que abandonara. La cola del perro se abatió. No quería quedarse allí sólo, con una gorra y una chaqueta por toda compañía. Quería irse con su amo.
Este se apartó de él nuevamente. «Shadow» esperó hasta que llegó un instante en que le perdió de vista. Entonces se lanzó en su busca. ¡Mal hecho! No era eso precisamente lo que de él esperaba Johnny conseguir. El chico, muy enfadado, le reprendió. «Shadow» se sintió desconsolado. Pensó que, sin duda, la gorra y la chaqueta tenían su importancia.
—¿Me obligarás de nuevo a que te lleve donde has debido quedarte? —gritó Johnny—. Decididamente, eres un mal perro. Te dije que en guardia, ¡en guardia!, ¡en guardia!
«Shadow» comprendió. Tenía que volverse y permanecer quieto junto a aquella gorra, sobre la chaqueta, hasta que le mandaran otra cosa. Bueno… No «por qué» pero se daba cuenta de que no tenía más remedio que obedecer. Por tanto sin que Johnny tuviera que insistir más, emprendió voluntariamente el camino de regreso, sentándose encima de la chaqueta, colocando entristecidamente su cabeza entre las patas delanteras. De todos modos le gustaba percibir el olor de aquella prenda: olía a Johnny.
El chico se adentró por otro campo, aguardando unos minutos. Oculto en un matorral, comprobó que realmente «Shadow» se mantenía «en guardia» esta vez. «¡Qué bueno es este perro!», pensó Johnny, orgulloso. «Ahora regresaré para recompensarle con una galleta. Le ha costado trabajo aprender esta lección».
Al verle de nuevo, «Shadow» se puso en pie, muy contento, meneando el rabo alocadamente. Pero ni siquiera entonces se apartó de la chaqueta. No… Se le había ordenado que permaneciese allí, en guardia hasta que su amo decidiese lo contrario.
Había valido la pena aprender aquella lección porque Johnny le obsequió luego con una galleta deliciosa, al tiempo que le acariciaba y le decía que era el perro más maravilloso del mundo. «Shadow» se tendió en el suelo, dando vueltas y más vueltas, aullando de puro gozo.
Johnny se puso la chaqueta y la gorra.
—¡Otra lección más! —exclamó—. ¡Este «Shadow» es estupendo!
El perro aprendió también a estarse quieto cuando su amo le quitaba un hueso, absteniéndose de gruñir o manotear. Aprendió, asimismo, a localizar a Johnny dondequiera que estuviese, aunque les separase una distancia de dos o tres kilómetros. Esto era demostrar una inteligencia y habilidad nada corrientes. A veces su amo le encerraba, marchándose. Media hora más tarde uno de los obreros de la granja lo ponía en libertad, diciéndole:
—¡Busca a Johnny, «Shadow»! ¡Hala, hala! ¿Dónde está Johnny?
«Shadow» acercaba sus hocicos al suelo, corriendo alocadamente de un lado para otro hasta que descubría; la huella de los pasos de su amo. Entonces salía disparado, igual que una flecha al abandonar el arco, localizando al chico sin equivocarse nunca. En muy poco tiempo dejaba atrás campiñas y setos y arroyos… Inevitablemente, encontraba a su amo, escondido en la copa de un árbol o en unos matorrales.
—¡Qué buen perro es este «Shadow»! En esta ocasión no has tardado más de diez minutos —decía a lo mejor Johnny—. ¿Te gusta aprender todo esto que te enseño, «Shadow»? ¡Naturalmente que sí! Aprendes con bastante rapidez. Pronto acompañarás a los otros perros y debes saber cómo te has de conducir para gobernar al ganado. Me figuro que tú vas a ser el más inteligente de los perros pastores que hemos tenido en casa. Harás lo que puedas por destacarte, ¿verdad, «Shadow»?
El animal le contestaba lamiendo una y otra vez la mano. Sintiose muy agitado al enterarse de que no tardaría en reunirse con los restantes perros. ¡Ah! ¡Ya sabría demostrarles que se proponía superar a todos en los cometidos que habitualmente se les confiaba dentro y fuera de la granja!