Eranse una vez tres menudos y gordezuelos perritos que vivían en un barril, entre la cálida paja. Su pelaje era blanco, con algunas manchas de color castaño y sus cuerpecillos resultaban tan redondos casi como la vivienda que ocupaban.
«¡Sois los mejores cachorros del mundo!», Solía decirles su madre todos los días cuando les acariciaba pasándoles por el lomo y la cabeza su suave y rosada lengua. Ellos contestaban apretándose contra ella y produciendo pequeños ruidos que denotaban su complacencia.
Un fornido labrador se aproximó al barril, estudiando su interior.
—¡Muy bien, Jessie! —le dijo a la madre—. ¿Cómo marchan tus cachorros?
Jessie levantó la vista, contemplando al amo con sus grandes ojos castaños, agitando al mismo tiempo su peludo rabo. Tratábase de una hermosa perra de pastor, un inteligente animal que conocía las montañas de los alrededores palmo a palmo. Estaba descansando de su trabajo habitual, dedicada al cuidado de los miembros de su familia. Sus hijos contaban, aproximadamente, tres semanas. Los tres eran ya capaces de contemplar el mundo circundante. Habían nacido con los ojos cerrados pero, unos tras otros, aquéllos, azules, habíanse abierto a la luz y ahora miraban a su alrededor y más allá del barril, comenzando a sentir el espoleo de la curiosidad.
—Bueno, Jessie, tienes unos hijos muy hermosos, tengo que reconocerlo —manifestó su amo—. ¡Johnny! ¿Has visto hoy los cachorros?
Un chico se acercó al hombre corriendo, observando a Jessie con una sonrisa.
—¡Claro que los he visto! Los he visto un centenar de veces, ¿no es verdad, Jessie?
La perra menó la cola y uno de los perritos intentó mordérsela. El chiquillo se echó a reír.
—Quedémonos con uno de los hijos de «Jessie», papá —dijo—. Me gustaría mucho tener un perro que fuese sólo mío. Ese de la mancha blanca más alargada en la cabeza es el que prefiero.
—No… Ya tenemos bastantes perros —respondió el padre—. Ponle a «Jessie» un poco de agua fresca, Johnny. La ha derramado toda.
El labrador se alejó de allí y Johnny se fue a buscar el agua. Luego colocó el cacharro en condiciones al lado del animal, al que acarició dándole unos cariñosos golpecitos en la cabeza.
—Ese cachorro es exactamente igual que tú, «Jessie» —declaró—. Me gusta mucho. ¿No te agradaría que se quedase aquí uno por lo menos de tus hijos?
«Jessie» tornó a mover el rabo. No podía pensar que existiera alguien tan cruel que se atreviera a quitarle sus hijos. Ignoraba que la costumbre es que los perros, como los gatos, busquen acomodo en casas nuevas tan pronto pueden valerse por sí mismos.
Los tres cachorros crecían rápidamente. «Jessie» era una buena madre y por tanto les cuidaba bien. Aquel que se parecía más a ella era muy vivaracho y alegre. Jugaba a todas horas con su cola y le mordía en el hocico y en las orejas, intentando asustarla con sus divertidos ladridos.
No tardaron en poseer la fortaleza necesaria para corretear por el patio, dentro del cual habían nacido. Johnny se divertía de lo lindo con ellos entonces. Nada más verle, los tres perritos iban en su busca, deslizándose por entre sus tobillos, poniéndole a pique de dar un traspiés y caerse.
—Siempre que pasa por el patio, Johnny da la impresión de que está participando en una carrera de obstáculos —comentó la madre del muchacho, riendo—. ¡Vaya familia la de «Jessie»! Pero ha llegado ya la hora de que sean destinados a sus nuevos hogares. Esos perros no deben estar aquí más tiempo.
Johnny se sentía triste. «Jessie», preocupada. Eran sus hijos. ¿Por qué habían de quitárselos? ¿Se quita la gente entre sí sus pequeños? No. Entonces, ¿por qué habían de dejarla sola?
Pero no podía ser de otro modo… Encontráronse nuevas casas para los hijos de «Jessie» y los interesados prometieron pasar por la granja en el curso de la semana siguiente, para hacerse cargo de los animales. La madre de Johnny declaró que se pondría muy contenta el día en que desaparecieran los tres de allí. Era que los hijos de «Jessie» habían descubierto el camino de la cocina y andaban siempre por entre las piernas de su ama.
—Ese que se parece tanto a «Jessie» es el peor de todos. Siempre anda husmeándolo todo; no se pierde nada. Será el primero en desfilar.
—¡Oh, no, mamá! —exclamó Johnny—. ¡Si es el que más me gusta! Déjalo para el último.
«Jessie» sabía que sus hijos se marchaban. Habló con ellos, entristecida.
—Pronto dejaréis esta casa, vuestro primer hogar —les dijo—. Dentro de unos días os adentraréis en el mundo y tendréis nuevos amos. Debéis ser en todo momento valientes y buenos. Haced siempre lo que os manden. Jamás recurráis a vuestros dientes en tanto que vuestro amo no os lo mande.
—¿Te vendrás tú con nosotros? —le preguntaron los cachorros, medio asustados.
—Por supuesto que no —respondió la gigantesca perra—. Mi trabajo está aquí. Fijaos. Aquí se acerca un hombre para quedarse alguno de vosotros. ¿Quién será el elegido?
El padre de Johnny se aproximaba acompañado por otro campesino. Los dos contemplaron el interior del barril unos instantes. Los perritos salieron, paseándose por entre las piernas de los dos hombres. Uno de ellos intentó mordisquear el cuero de las polainas del visitante.
—¡Este es un buen ejemplar! —exclamó aquél, cogiéndolo con una de sus velludas manazos—. Me lo quedo. Di adiós a tu madre, pequeñín.
«Jessie» le pasó la lengua por los hocicos por última vez. Luego husmeó las grandes botas del hombre.
—Adiós —dijo a su cachorro, que se sentía muy excitado y como crecido, de repente—. Este hombre es bueno pero tiene mal genio. Haz siempre lo que te mande si no quieres que te castigue.
El perrito echó a andar tras su nuevo amo, estirando cuanto podía sus cortas patas. Movía la cola nerviosamente. Sentíase ya tan mayor que apenas se avino a ladrar en señal de adiós a sus hermanos.
Los dos se quedaron mirándole. Uno de ellos quiso acompañarle pero el otro se alegró de no verse obligado a separarse de su madre. Después apareció Johnny, dándose cuenta de que la familia había disminuido.
—¡Qué lástima! Ya falta uno —comentó—. Eso es lo malo que tienen perros y gatos. Vienen a marcharse cuando ya uno podría jugar con ellos.
Al día siguiente fueron a recoger el segundo de los perritos de «Jessie». Tratábase de la señora Hillocks, quien vivía en el poblado. «Jessie» se alegró al ver a aquella mujer, pues ésta era una buena persona. Tenía un gallinero en la parte posterior de su casa y deseaba colocar allí un perro para que se lo custodiase. Examinó atentamente los dos cachorros que quedaban. Uno de ellos se agachó junto a «Jessie», temeroso de ser el elegido, pero el otro empezó a dar saltitos en torno a los tobillos de la visitante.
—¡Este es el que va a ser para mí! —exclamó la señora Hillocks—. Espero que no permitas que los zorros o los vagabundos se lleven mis gallinas, ¿estamos? Eres un perrito de buenas trazas. ¡Vámonos, pequeño!
Aquel era el segundo hijo de «Jessie» que se marchaba. Durante dos o tres días nadie apareció en busca del tercero. Este se acordaba mucho de sus hermanos. En su añoranza, lanzaba continuos gruñidos y pasaba el tiempo buscándolos por todo el patio. Johnny contemplaba entristecido sus andanzas y le llamaba con un silbido cada vez que le veía.
El perrito terminó por acompañar a Johnny a todas partes. Colocábase a espaldas de su joven amigo y este reía complacido, observando sus travesuras.
—Te has convertido en mi sombra al seguirme adondequiera que vaya —le dijo el chico—. ¡Ojalá fueras mío! Te llamaré «Shadow[1]».
—¡Johnny, Johnny! —le gritó su padre—. Ese perro ha de ser enviado a su dueño por el ferrocarril. Búscate una caja y pon dentro de ella un poco de paja y un trozo de bizcocho. Habrás de darle de beber antes de que se vaya. Una vez hayas acomodado al animal en la caja pon esta en el carro y yo me lo llevaré a la estación.
Johnny estaba enojado. No quería que «Shadow» se fuera. Pero tenía que obedecer a su padre. Así pues, no tardó mucho en estar aquél bien instalado en la caja, sobre un mullido lecho de paja y un gran trozo de bizcocho, que comenzó a mordisquear. El animal emitía leves gruñidos, intentando recuperar la perdida libertad. «Jessie» se le acercó para hablarle.
—Te ha llegado el turno, hijo mío. Sé bueno y obediente y recuerda que eres un hermoso perro de pastor. ¡Adiós pequeño!
La caja iba dando continuos saltos dentro del carro que la conducía a la estación. Se hallaba casi en el mismo borde de la plataforma del rústico vehículo. Repentinamente, por obra de un salto más violento que los demás, aquélla cayó a la carretera. El campesino no advirtió nada porque en aquel preciso momento daba una voz a su caballo.
Con el golpe, «Shadow» se llevó un susto tremendo, quedándose por unos segundos casi sin aliento. Luego descubrió que a consecuencia de la caída habíase quebrado una de las tablas de la caja. «Shadow» se liberó instantáneamente de la misma, emprendiendo el camino de regreso a la casa con toda la velocidad que le permitían sus cortas patas. Había conseguido escapar…
—¡Uf! —gritó al ver a su madre, una vez hubo entrado en el patio—. ¡Ya estoy de vuelta! ¡Uf! ¡Johnny! ¡Ya he vuelto!
—¡Tiene gracia! ¿Cómo conseguiste escaparte de la caja, bribón? —dijo Johnny, cogiendo entre las manos al cachorro—. Vaya, vaya. Tendrás que ser enviado en el tren de mañana.
El padre del chico se quedó sorprendido cuando al llegar a la estación vio que la caja y el perro habían desaparecido. No obstante, habiendo hallado aquella a la vuelta, adivinó lo ocurrido. Al día siguiente, «Shadow» fue acomodado en otra y esta vez llegó sin novedad a la estación. Un empleado colocó la caja en un vagón y al poco, con un silbido de la locomotora, partía el convoy.
«Shadow» estaba aterrorizado. Le daba miedo el espantoso traqueteo del tren. El silbido que de vez en cuando lanzaba la locomotora le inspiraba un verdadero pavor. No cesaba de temblar y de gruñir… El vigilante que iba en el vagón no se dio cuenta de esto. El tren se detuvo en una nueva estación y el hombre saltó al andén. El perro elevó el tono de sus interminables gruñidos, haciéndolos más quejumbrosos.
Una chiquilla le oyó. Esta asomó la cabeza al interior del vagón. «¿Qué puede pasarle a ese perrito?», se preguntó. «¿Estará herido? Voy a ver…»
Levantó la tapa de la caja y… «Shadow» movió el rabo vigorosamente y de dos saltos se plantó en el andén, cruzando luego la puerta de la estación para internarse por una polvorienta calleja. No sabía dónde se encontraba. Sin embargo, estaba contento, por haber salido de su encierro, habiendo perdido de vista por fin el rugiente tren.
Al cabo de un rato se detuvo, husmeando atentamente el aire. ¿Qué camino sería el mejor para regresar a su casa? Se estuvo quieto unos minutos, decidiendo luego la ruta a seguir. Doblaría la esquina de la calle en que se encontraba, cruzando por unos campos vecinos. No sabía por qué había de ir por allí. En cambio, estaba seguro de que ese y no otro era el camino…
Y al cabo de media hora entraba en el patio de Johnny un perrito sediento, verdaderamente cansado, con las patas doloridas… ¡Qué gusto daba volver a casa! Por allí andaban las gallinas… Vio el pequeño estanque en que se bañaban los patos. ¡Y también a su amigo Johnny! Con un gruñido de alegría, el animal echó a correr en dirección a él. El chiquillo se le quedó mirando, totalmente desconcertado.
—Pero… ¡Otra vez estás aquí, «Shadow»! ¿Cómo conseguiste escaparte esta vez? Nunca conocí un perro más obstinado que tú. ¡Papá, papá! ¡Aquí está el tercer cachorro de nuevo!
El padre de Johnny salió del cobertizo en que se hallaba, mirando sorprendido al animal.
—Al parecer no vamos a poder desembarazarnos de él —exclamó—. Ese gozquecillo es un descarado.
—Papá: ¿no podríamos quedárnoslo? —inquirió Johnny, cogiendo entre sus brazos a «Shadow», que temblaba como nunca—. Me gusta mucho y somos amigos. Por muy lejos que lo enviemos terminará por volver, estoy seguro de ello.
—Bueno, hay que reconocer que lo que él desea es permanecer aquí —convino el padre de Johnny—. De acuerdo, quédate con él. También a mí me hace gracia ese animal. Será tuyo pero… procura adiestrarlo bien con, las ovejas porque tendrá que ganarse lo que se coma, exactamente igual que los demás perros, Johnny.
—¡Oh, papá! ¡Gracias! —gritó Johnny, echando a correr en dirección al interior de la casa, para decírselo a su madre.
El chico depositó a «Shadow» en el suelo y éste, como siempre, empezó a seguirle, pisándole los talones.
—¡Mamá! El perrito de Jessie ha vuelto de nuevo y papá me ha dicho que puedo quedarme con él. ¿Sabes qué nombre le he dado? ¡«Shadow»! Es que siempre me sigue, como si fuese mi sombrad ¡Oh! ¡Qué contento estoy de tener un perro mío! ¡«Shadow»! ¡«Shadow»! ¿Eh? ¿Qué tal? ¿Te gusta el nombre?
«Shadow» gruñó, moviendo la cola orgullosamente. Tenía un nombre. Tenía un hogar también. Poseía cuanto había de poseer un perro que se tuviese en alguna estima. Y… esto que nadie lo pusiese en tela de juicio: ¡demostraría a todos que era digno de todo aquello!