CANTO SEXTO

I

El sol va descendiendo lentamente,

Y sus rayos oblicuos,

Como ligeros seres embozados

En diáfanos cendales amarillos,

Van y vienen, flotando entre los árboles,

Se bañan en el río,

Se arrastran por el campo o, escondiendo

El rastro de su vuelo fugitivo,

Van a posarse en el ombú lejano,

A cuyo lado mismo

El urunday, envuelto en los vapores,

Duerme a la sombra el sueño vespertino.

En la nube de bordes inflamados,

De su agrandado disco

El sol oculta una mitad; la otra

Alumbra el campo con su triste brillo.

Al desprenderse entero de las nubes,

Desciende como el ígneo

Escudo de batalla de un arcángel

Que cruza lentamente lo infinito,

Dejando tras de sí, por los espacios.

Sobre un campo rojizo,

Trozos inmensos de armaduras de oro,

O girones de púrpura encendidos.

Los rumores del valle se evaporan;

Los vientos han huido

Al echarse fatigados en las islas

Donde, a poco volar, duermen tranquilos.

II

Solo sobre una loma, separado

Del bosque de espinillos,

Está un ombú de los que allí parecen

Para medir la soledad nacidos.

En el tronco del árbol apoyado,

De pie, mudo y sombrío,

Los brazos sobre el pomo del montante,

Y con los ojos en el suelo fijos,

Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque

En vano ha recorrido,

Y ha traspuesto las lomas y barrancas

Sin hallar de su hermana ni un vestigio;

Que recién apagadas las hogueras

Del bosque vio, junto al cadáver frío

Del indio viejo, cual si viera el lecho

Que el tigre acaba de dejar, aún tibio;

Con la noche en el alma y en la frente.

Comprime de su espíritu

La tempestad siniestra, que se arrastra

De su ira y su dolor en el abismo.

Algunos hombres de armas lo rodean

Mudos y pensativos.

También el Padre Esteban; en sus labios

Asoma y se detiene en su camino

Una frase de amor no articulada,

Que al fin se desvanece en un suspiro;

Todos callan; debajo de la cota

Del capitán se escuchan los latidos.

III

Los soldados comprenden

La pasión de Gonzalo en su silencio.

El que reina en el mar cuando las nubes

Anuncian tempestad, no es más siniestro.

Hay chispas comprimidas del hidalgo

En los ojos inmóviles y negros;

Tiene su pecho el palpitar de la onda

Próxima a reventar; hay en sus nervios

Una tensión violenta,

Que sacude su cuerpo por intervalos

Con un espasmo rápido, que cruza

Por sus rígidos miembros.

IV

¿Quién osará romper con su palabra

Aquel mutismo terco

Del hermano de Blanca, sin que estalle

La tempestad latente de su pecho?

Miran todos al monje; solo él sabe

Del alma los secretos;

El vio nacer al capitán; él solo

Supo calmar sus ímpetus violentos.

—Gonzalo, amigo, escúchame,

Dijo por fin el viejo misionero;

¿Porqué entregarte a ese dolor sombrío?

Aun no es de noche… al bosque volveremos…

Volveremos, y acaso

¿Porqué desesperar? Acaso el cielo,

Mi buen Gonzalo, a tu dolor reserva

Ya tu congoja, el que el humano intento

No alcanza a vislumbrar, próvido amparo

Y benigno consuelo.

Al dolor sobrevive Ya la muerte

La esperanza que a Dios pide su aliento.

Pon la tuya en tu Dios, amigo mío,

Sólo El es grande y bueno.

Oye, Gonzalo… vuelve en tí… confía,

No encones tu dolor, yo te lo ruego…

La ira de Gonzalo,

Cual si saliera de un sopor interno,

Estalló, como el rayo cuando siente,

Desde su nube, la atracción del suelo.

Sus ojos casi atónitos,

Por el campo vagaron un momento,

Hasta que al fin una mirada ardiente

Subió del alma hasta posarse en ellos,

Y saltar sobre el monje

Y en él clavarse con el fuego intenso

Que templaba los nervios del hidalgo

Para que en ellos estallase el vértigo.

¡Vos!, gritó amenazante,

Al monje devorando con el gesto,

¡Vos me venís a hablar de una esperanza

Que sólo vos matasteis en mi pecho!

¡Vos que, con arte indigna,

Me indujisteis al mal con vuestros ruegos,

Me mostrasteis hermanos en los indios,

E hijos de Dios en ese infame pueblo!

¡Dios! ¡Consuelo! ¡Esperanza!

¡Ya mí me lo decís, ira del Cielo!

¡A mí, que lloro a mi inocente hermana

Perdida por seguir vuestros consejos!

¡Qué! ¿Creéis que mi hermana,

De mi madre el legado postrimero,

Pasto de la pasión de vuestros indios

Ha de quedar en extranjero suelo?

¡Oh! Yo os juro que antes

Que tal suceda, escucharé en silencio

Que llamen a mi madre prostituta,

Bastardo a mí, Ya mi blasón plebeyo.

¿No sabéis que mi Blanca

Lleva en las venas esta que yo llevo

Sangre de Orgaz, que agravio no tolera

Ni sobrevive al deshonor? Sabedlo

Y… ¡volvedme mi hermana!

Oh, me la volveréis, ¡voto al infierno!

¿No decís que aun es tiempo de ir al bosque?

¿Pues cómo aquí os halláis? ¿Cómo aquí os veo?

¿Qué hacéis? Idos al bosque

A buscar vuestros indios sólo enfermos,

Vuestros hijos de Dios desheredados…

Buscadme aquel salvaje prisionero,

A quien por vos tan sólo,

Por vuestros ruegos abrigué en mi seno.

Id al bosque, ¿qué hacéis? Oh, por la sombra

Sagrada de mi madre, yo os prometo

Que ese sayal que os cubre

No embotará la punta de mi acero.

¡Hablad! ¡Dadme mi hermana, Padre Esteban!

¡Dádmela! ¿Dónde está? ¿Qué la habéis hecho?

V

El anciano callaba;

Miraba a don Gonzalo por momentos,

Y tornaba a doblar mudo la frente,

En serena actitud permaneciendo.

Callaban los soldados,

Mientras Gonzalo, tembloroso y ciego,

Buscaba en valde en el humilde anciano

Provocación, o enojo cuando menos.

¡Damián! ¡Garcés! ¡Ramiro!

Gritó por fin, pues lo que yo le ordeno

No obedece de grado, por la fuerza

Llevadlo al bosque y retornad… ¿Qué es esto?

¿Qué, no me obedecéis? ¿También vosotros

Contra mí os conjuráis? Damián: ¿Tú entre ellos?

¡Bajáis las frentes! ¿Cómplices acaso,

Traidores todos sois? ¿También sois reos?

VI

Resisten los soldados

En dar a aquel mandato cumplimiento;

Se miran entre sí, y esquivan todos

Ser designados por mandato expreso.

El furor del hidalgo

Toma creces al verlos,

Las metálicas piezas de sus armas

Crujen con sus nerviosos movimientos;

Sobre el callado monje

Va a lanzarse frenético,

Pero los hombres de armas se interponen

Todos a una, en ademán resuelto.

VII

¡Capitán!, gritó el uno,

¡Cuidad de no tocarle, por el Cielo!

¡No le toquéis!, clamaron los soldados,

¡Por vuestra vida, capitán, teneos!

¡Ah, turba de villanos!

El hidalgo gritó retrocediendo;

¿Me amenazáis, ralea de traidores,

Gente soez de corazón de cieno?

¡Me amenazáis, cobardes!

Ya os mostraré cómo se aplasta el cuello

A la víbora inmunda, que se arrastra

Para morder la planta a un caballero.

VIII

Los soldados aguardan,

Con la espada desnuda, y con resuelto

Y ya duro ademán, el de Gonzalo

Temido ataque, que el hidalgo es fiero.

En su mano la espada

Se veía temblar, cual si en el hierro

Continuase la vida y lo animara

Del corazón y el brazo del guerrero.

El primer rudo golpe

Ha sonado del hierro contra el hierro;

Gonzalo apoya la nervuda espalda

En el tronco del árbol, y de nuevo

Alza el armado brazo;

Se adelanta el anciano a detenerlo,

Cuando clama una voz:

—¡Por entre el bosque!

—¡Un indio!

—¡El indio!

—¡Por el bosque! ¡Vedlo!

¡Dónde!, grita Gonzalo,

Los encendidos ojos revolviendo,

—¡Atraviesa aquel llano!

—¡Llega al soto!

¿Lo veis? ¡Es él!…

¡Es Blanca, vive el Cielo!

IX

Allá por entre el bosque,

Apareció un momento

Tabaré conduciendo a la española,

Y en la espesura se internó de nuevo.

De Blanca se escuchaban

Los débiles lamentos;

Aun vierte sobre el hombro del charrúa

El llanto aquel que reventó en su pecho.

El indio va callado,

Sigue, sigue corriendo,

Siempre empujado por la fuerza aquella

Que sacudió sus ateridos miembros.

Va insensible, agobiado,

Y en dirección al pueblo;

Siempre dejando de su sangre fría

Las gotas que aun quedaban, en el suelo.

Un grito de alegría

Lanzó Gonzalo al verlo,

Y, como empuja el arco a la saeta,

De su ciega pasión lo empujó el vértigo.

De su arnés y sus armas

Los choques con los árboles se oyeron

Internarse saltando entre las breñas

Y despertando los dormidos ecos.

Han seguido al hidalgo

El monje y los soldados. Allá adentro

Se vá apagando el ruido de sus pasos;

El aire está y los árboles suspensos…

Un grito sofocado

Resuena a poco tiempo;

Tras él, clamores de dolor y angustia

Turban del bosque el funeral silencio…

X

¡Cayó la flor al río!

Los temblorosos círculos concéntricos

Balancearon los verdes camalotes

Y entre los brazos del juncal murieron.

Las grietas del sepulcro

Engendraron un lirio amarillento.

Tuvo el perfume de la flor caída,

Su misma extrema palidez… ¡Han muerto!

Así el himno cantaban

Los desmayados ecos;

Así lloraba el urutí en las ceibas,

Y se quejaba en el sauzal el viento.

XI

Cuando al fondo del soto

El anciano llegó con los guerreros,

Tabaré, con el pecho atravesado,

Yacía inmóvil, en su sangre envuelto.

La espada del hidalgo

Goteaba sangre que regaba el suelo;

Blanca lanzaba clamorosos gritos…

Tabaré no se oía… Del aliento

De su vida quedaba

Un estertor apenas, que sus miembros

Extendidos en tierra recorría,

Y que en breve cesó… Pálido, trémulo,

Inmóvil don Gonzalo,

Que aun oprimía el sanguinoso acero,

Miraba a Blanca que, poblando el aire

De gritos de dolor, contra su seno

Estrechaba al charrúa

Que dulce la miró, pero de nuevo

Tristemente cerró, para no abrirlos,

Los apagados ojos en silencio.

El indio oyó su nombre,

Al derrumbarse en el instante eterno.

Blanca desde la tierra lo llamaba,

Lo llamaba por fin, pero de lejos.

Ya Tabaré a los hombres

Ese postrer ensueño

No contará jamás… Está callado,

Callado para siempre, como el tiempo,

Como su raza,

Como el desierto,

Como tumba que el muerto ha abandonado:

¡Boca sin lengua, eternidad sin Cielo!

XII

Ahogada por las sombras,

La tarde va a morir. Vagos lamentos

Vienen de los lejanos horizontes

A estrecharse en el aire entre los ceibos.

Espíritus errantes e invisibles,

Desde los cuatro vientos,

Desde el mar y las sierras han venido

Con la suprema queja del desierto:

Con la voz de los llanos y corrientes,

De los bosques inmensos,

De las dulces colinas uruguayas

En que una raza dispersó sus huesos;

Voz de un mundo vacío que resuena;

Raro acorde, compuesto

De lejanos cantares o tumultos,

De alaridos y lágrimas y ruegos.

El sol entre los árboles

Ha dejado su adiós más lastimero,

Triste como la última mirada

De una virgen que muere sonriendo.

Cuelgan entre los árboles del bosque

Largos crespones negros;

Cuelgan entre los árboles las sombras

Que como aves informes van cayendo.

Cuelgan entre los árboles del bosque

Tules amarillentos;

Cuelgan entre los árboles los últimos

Lampos de luz como sudarios trémulos.

La luz y las tinieblas en los aires

Batallan un momento;

Extraña y negra forma cobra el bosque…

La noche sin aurora está en su seno.

Y cual se oyen gotear, tras de la lluvia,

Después que cesa el viento,

Las empapadas ramas de los árboles,

O los mojados techos,

Brotan del bosque en que el callado grupo

Está en la densa oscuridad envuelto,

Ya un metálico golpe en la armadura

Del capitán o algún arcabucero;

Ya un sollozo de Blanca, aun abrazada

De Tabaré con el inmóvil cuerpo,

O una palabra trémula y solemne

De la oración del monje por los muertos

FIN DEL POEMA