I
El sol va descendiendo lentamente,
Y sus rayos oblicuos,
Como ligeros seres embozados
En diáfanos cendales amarillos,
Van y vienen, flotando entre los árboles,
Se bañan en el río,
Se arrastran por el campo o, escondiendo
El rastro de su vuelo fugitivo,
Van a posarse en el ombú lejano,
A cuyo lado mismo
El urunday, envuelto en los vapores,
Duerme a la sombra el sueño vespertino.
En la nube de bordes inflamados,
De su agrandado disco
El sol oculta una mitad; la otra
Alumbra el campo con su triste brillo.
Al desprenderse entero de las nubes,
Desciende como el ígneo
Escudo de batalla de un arcángel
Que cruza lentamente lo infinito,
Dejando tras de sí, por los espacios.
Sobre un campo rojizo,
Trozos inmensos de armaduras de oro,
O girones de púrpura encendidos.
Los rumores del valle se evaporan;
Los vientos han huido
Al echarse fatigados en las islas
Donde, a poco volar, duermen tranquilos.
II
Solo sobre una loma, separado
Del bosque de espinillos,
Está un ombú de los que allí parecen
Para medir la soledad nacidos.
En el tronco del árbol apoyado,
De pie, mudo y sombrío,
Los brazos sobre el pomo del montante,
Y con los ojos en el suelo fijos,
Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque
En vano ha recorrido,
Y ha traspuesto las lomas y barrancas
Sin hallar de su hermana ni un vestigio;
Que recién apagadas las hogueras
Del bosque vio, junto al cadáver frío
Del indio viejo, cual si viera el lecho
Que el tigre acaba de dejar, aún tibio;
Con la noche en el alma y en la frente.
Comprime de su espíritu
La tempestad siniestra, que se arrastra
De su ira y su dolor en el abismo.
Algunos hombres de armas lo rodean
Mudos y pensativos.
También el Padre Esteban; en sus labios
Asoma y se detiene en su camino
Una frase de amor no articulada,
Que al fin se desvanece en un suspiro;
Todos callan; debajo de la cota
Del capitán se escuchan los latidos.
III
Los soldados comprenden
La pasión de Gonzalo en su silencio.
El que reina en el mar cuando las nubes
Anuncian tempestad, no es más siniestro.
Hay chispas comprimidas del hidalgo
En los ojos inmóviles y negros;
Tiene su pecho el palpitar de la onda
Próxima a reventar; hay en sus nervios
Una tensión violenta,
Que sacude su cuerpo por intervalos
Con un espasmo rápido, que cruza
Por sus rígidos miembros.
IV
¿Quién osará romper con su palabra
Aquel mutismo terco
Del hermano de Blanca, sin que estalle
La tempestad latente de su pecho?
Miran todos al monje; solo él sabe
Del alma los secretos;
El vio nacer al capitán; él solo
Supo calmar sus ímpetus violentos.
—Gonzalo, amigo, escúchame,
Dijo por fin el viejo misionero;
¿Porqué entregarte a ese dolor sombrío?
Aun no es de noche… al bosque volveremos…
Volveremos, y acaso
¿Porqué desesperar? Acaso el cielo,
Mi buen Gonzalo, a tu dolor reserva
Ya tu congoja, el que el humano intento
No alcanza a vislumbrar, próvido amparo
Y benigno consuelo.
Al dolor sobrevive Ya la muerte
La esperanza que a Dios pide su aliento.
Pon la tuya en tu Dios, amigo mío,
Sólo El es grande y bueno.
Oye, Gonzalo… vuelve en tí… confía,
No encones tu dolor, yo te lo ruego…
La ira de Gonzalo,
Cual si saliera de un sopor interno,
Estalló, como el rayo cuando siente,
Desde su nube, la atracción del suelo.
Sus ojos casi atónitos,
Por el campo vagaron un momento,
Hasta que al fin una mirada ardiente
Subió del alma hasta posarse en ellos,
Y saltar sobre el monje
Y en él clavarse con el fuego intenso
Que templaba los nervios del hidalgo
Para que en ellos estallase el vértigo.
¡Vos!, gritó amenazante,
Al monje devorando con el gesto,
¡Vos me venís a hablar de una esperanza
Que sólo vos matasteis en mi pecho!
¡Vos que, con arte indigna,
Me indujisteis al mal con vuestros ruegos,
Me mostrasteis hermanos en los indios,
E hijos de Dios en ese infame pueblo!
¡Dios! ¡Consuelo! ¡Esperanza!
¡Ya mí me lo decís, ira del Cielo!
¡A mí, que lloro a mi inocente hermana
Perdida por seguir vuestros consejos!
¡Qué! ¿Creéis que mi hermana,
De mi madre el legado postrimero,
Pasto de la pasión de vuestros indios
Ha de quedar en extranjero suelo?
¡Oh! Yo os juro que antes
Que tal suceda, escucharé en silencio
Que llamen a mi madre prostituta,
Bastardo a mí, Ya mi blasón plebeyo.
¿No sabéis que mi Blanca
Lleva en las venas esta que yo llevo
Sangre de Orgaz, que agravio no tolera
Ni sobrevive al deshonor? Sabedlo
Y… ¡volvedme mi hermana!
Oh, me la volveréis, ¡voto al infierno!
¿No decís que aun es tiempo de ir al bosque?
¿Pues cómo aquí os halláis? ¿Cómo aquí os veo?
¿Qué hacéis? Idos al bosque
A buscar vuestros indios sólo enfermos,
Vuestros hijos de Dios desheredados…
Buscadme aquel salvaje prisionero,
A quien por vos tan sólo,
Por vuestros ruegos abrigué en mi seno.
Id al bosque, ¿qué hacéis? Oh, por la sombra
Sagrada de mi madre, yo os prometo
Que ese sayal que os cubre
No embotará la punta de mi acero.
¡Hablad! ¡Dadme mi hermana, Padre Esteban!
¡Dádmela! ¿Dónde está? ¿Qué la habéis hecho?
V
El anciano callaba;
Miraba a don Gonzalo por momentos,
Y tornaba a doblar mudo la frente,
En serena actitud permaneciendo.
Callaban los soldados,
Mientras Gonzalo, tembloroso y ciego,
Buscaba en valde en el humilde anciano
Provocación, o enojo cuando menos.
¡Damián! ¡Garcés! ¡Ramiro!
Gritó por fin, pues lo que yo le ordeno
No obedece de grado, por la fuerza
Llevadlo al bosque y retornad… ¿Qué es esto?
¿Qué, no me obedecéis? ¿También vosotros
Contra mí os conjuráis? Damián: ¿Tú entre ellos?
¡Bajáis las frentes! ¿Cómplices acaso,
Traidores todos sois? ¿También sois reos?
VI
Resisten los soldados
En dar a aquel mandato cumplimiento;
Se miran entre sí, y esquivan todos
Ser designados por mandato expreso.
El furor del hidalgo
Toma creces al verlos,
Las metálicas piezas de sus armas
Crujen con sus nerviosos movimientos;
Sobre el callado monje
Va a lanzarse frenético,
Pero los hombres de armas se interponen
Todos a una, en ademán resuelto.
VII
¡Capitán!, gritó el uno,
¡Cuidad de no tocarle, por el Cielo!
¡No le toquéis!, clamaron los soldados,
¡Por vuestra vida, capitán, teneos!
¡Ah, turba de villanos!
El hidalgo gritó retrocediendo;
¿Me amenazáis, ralea de traidores,
Gente soez de corazón de cieno?
¡Me amenazáis, cobardes!
Ya os mostraré cómo se aplasta el cuello
A la víbora inmunda, que se arrastra
Para morder la planta a un caballero.
VIII
Los soldados aguardan,
Con la espada desnuda, y con resuelto
Y ya duro ademán, el de Gonzalo
Temido ataque, que el hidalgo es fiero.
En su mano la espada
Se veía temblar, cual si en el hierro
Continuase la vida y lo animara
Del corazón y el brazo del guerrero.
El primer rudo golpe
Ha sonado del hierro contra el hierro;
Gonzalo apoya la nervuda espalda
En el tronco del árbol, y de nuevo
Alza el armado brazo;
Se adelanta el anciano a detenerlo,
Cuando clama una voz:
—¡Por entre el bosque!
—¡Un indio!
—¡El indio!
—¡Por el bosque! ¡Vedlo!
¡Dónde!, grita Gonzalo,
Los encendidos ojos revolviendo,
—¡Atraviesa aquel llano!
—¡Llega al soto!
¿Lo veis? ¡Es él!…
¡Es Blanca, vive el Cielo!
IX
Allá por entre el bosque,
Apareció un momento
Tabaré conduciendo a la española,
Y en la espesura se internó de nuevo.
De Blanca se escuchaban
Los débiles lamentos;
Aun vierte sobre el hombro del charrúa
El llanto aquel que reventó en su pecho.
El indio va callado,
Sigue, sigue corriendo,
Siempre empujado por la fuerza aquella
Que sacudió sus ateridos miembros.
Va insensible, agobiado,
Y en dirección al pueblo;
Siempre dejando de su sangre fría
Las gotas que aun quedaban, en el suelo.
Un grito de alegría
Lanzó Gonzalo al verlo,
Y, como empuja el arco a la saeta,
De su ciega pasión lo empujó el vértigo.
De su arnés y sus armas
Los choques con los árboles se oyeron
Internarse saltando entre las breñas
Y despertando los dormidos ecos.
Han seguido al hidalgo
El monje y los soldados. Allá adentro
Se vá apagando el ruido de sus pasos;
El aire está y los árboles suspensos…
Un grito sofocado
Resuena a poco tiempo;
Tras él, clamores de dolor y angustia
Turban del bosque el funeral silencio…
X
¡Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes
Y entre los brazos del juncal murieron.
Las grietas del sepulcro
Engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
Su misma extrema palidez… ¡Han muerto!
Así el himno cantaban
Los desmayados ecos;
Así lloraba el urutí en las ceibas,
Y se quejaba en el sauzal el viento.
XI
Cuando al fondo del soto
El anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
Yacía inmóvil, en su sangre envuelto.
La espada del hidalgo
Goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos…
Tabaré no se oía… Del aliento
De su vida quedaba
Un estertor apenas, que sus miembros
Extendidos en tierra recorría,
Y que en breve cesó… Pálido, trémulo,
Inmóvil don Gonzalo,
Que aun oprimía el sanguinoso acero,
Miraba a Blanca que, poblando el aire
De gritos de dolor, contra su seno
Estrechaba al charrúa
Que dulce la miró, pero de nuevo
Tristemente cerró, para no abrirlos,
Los apagados ojos en silencio.
El indio oyó su nombre,
Al derrumbarse en el instante eterno.
Blanca desde la tierra lo llamaba,
Lo llamaba por fin, pero de lejos.
Ya Tabaré a los hombres
Ese postrer ensueño
No contará jamás… Está callado,
Callado para siempre, como el tiempo,
Como su raza,
Como el desierto,
Como tumba que el muerto ha abandonado:
¡Boca sin lengua, eternidad sin Cielo!
XII
Ahogada por las sombras,
La tarde va a morir. Vagos lamentos
Vienen de los lejanos horizontes
A estrecharse en el aire entre los ceibos.
Espíritus errantes e invisibles,
Desde los cuatro vientos,
Desde el mar y las sierras han venido
Con la suprema queja del desierto:
Con la voz de los llanos y corrientes,
De los bosques inmensos,
De las dulces colinas uruguayas
En que una raza dispersó sus huesos;
Voz de un mundo vacío que resuena;
Raro acorde, compuesto
De lejanos cantares o tumultos,
De alaridos y lágrimas y ruegos.
El sol entre los árboles
Ha dejado su adiós más lastimero,
Triste como la última mirada
De una virgen que muere sonriendo.
Cuelgan entre los árboles del bosque
Largos crespones negros;
Cuelgan entre los árboles las sombras
Que como aves informes van cayendo.
Cuelgan entre los árboles del bosque
Tules amarillentos;
Cuelgan entre los árboles los últimos
Lampos de luz como sudarios trémulos.
La luz y las tinieblas en los aires
Batallan un momento;
Extraña y negra forma cobra el bosque…
La noche sin aurora está en su seno.
Y cual se oyen gotear, tras de la lluvia,
Después que cesa el viento,
Las empapadas ramas de los árboles,
O los mojados techos,
Brotan del bosque en que el callado grupo
Está en la densa oscuridad envuelto,
Ya un metálico golpe en la armadura
Del capitán o algún arcabucero;
Ya un sollozo de Blanca, aun abrazada
De Tabaré con el inmóvil cuerpo,
O una palabra trémula y solemne
De la oración del monje por los muertos
FIN DEL POEMA