CANTO QUINTO

I

¿Quién es ese indio pálido que cruza

Las lomas solitarias,

Y atraviesa el chircal y los bañados,

Y una virgen conduce en sus espaldas?

Camina vacilante como un ebrio;

En convulsiones rápidas

Se sacuden sus miembros, y en sus brazos,

Oscila a veces la preciosa carga.

Es el indio imposible, el extranjero

El salvaje con lágrimas,

La última gota de una sangre fría

Que aun no ha bebido la sedienta pampa.

II

El sol ha recorrido

La mitad de su marcha,

Y los viajeros sin cesar caminan

Al través de las lomas solitarias.

Sienten por todas partes

La metálica voz de la chicharra,

Y al mamangá que zumba dando vueltas,

Y al camoatí[34] que hierve entre las ramas;

El trémulo volido

De la perdiz lejana,

Y, en el quebracho, el golpe vigoroso

Del carpintero, leñador con alas.

El aire está poblado

De susurros que pasan;

Como en un velo de cristal envuelto

El campo brilla entre auréolas diáfanas.

Con intervalos breves,

Del arbusto en las ramas,

Su cantarcillo igual lanza el chingólo[35],

Prolongando la nota con que acaba;

Y se oye repetida

A diversas distancias,

La misma melodía, quejumbrosa

Que va, viene, contesta, ruega o llama.

El zorro entre las chircas

Su larga cola arrastra,

Huyendo a saltos y volviendo a veces

El puntiagudo hocico entre las zarzas;

La pesada cabeza

Inclina el cardo seco; de su blanda

Plumazón se desprenden las semillas

Como enjambres de estrellas apagadas,

Que vuelan en flotantes remolinos,

O en el suelo se arrastran;

Se detienen, y emprenden nuevamente

Su camino sin rumbo atolondradas.

Y, con Blanca en los brazos,

El indio no descansa;

Camina lento, sin cesar camina

Dejando atrás las lomas solitarias.

III

Cruzan por los bañados

Cubiertos de espadañas

Sobre las cuales desarrolla al aire

Su penacho gentil la paja brava[36];

Allí los mirasoles[37]

Abren sus verdes alas,

Y lanzan estridentes alaridos

Los pesados chajás en las barrancas.

Tiemblan los amarillos pajonales

Y brillan las tacuaras,

Y, entre los cardos secos y caídos,

Cruzan la lagartija y las iguanas.

Quejidos de palomas invisibles,

Y voces de calandrias,

Y notas como golpes sonorosos

De los dormidos sauces se desgranan,

Y pueblan el silencio de los aires

Mezclados a las ráfagas

De aromas puros, hálito del campo

Y de perdidas flores ignoradas.

A grave paso y lento, la cigüeña

Recorre las cañadas,

O rozando los juncos al alzarse

Los abanica con sus alas blancas,

Y, vogando a compás firme y solemne,

Tranquila se adelanta,

Y se aleja, y se aleja hasta perderse

Diluida en el aire y la distancia.

En las aguas inmóviles

Se reflejan las garzas,

Que dormitan o cruzan cadenciosas,

Como formas de espuma, entre las cañas;

Los insectos se cuelgan

En sus hilos de plata,

O trepan por sus redes, que parecen

Hebras de sol o cristalinas arpas;

Y con Blanca en los brazos

Sigue el indio su marcha,

Despertando a su paso en la maleza

Los venados, que huyendo se levantan,

Y en la lejana cumbre de la loma

A mirarlo se paran,

Proyectando en el cielo la silueta

Del cuerpo esbelto y enramadas astas.

IV

Y los viajeros siguen.

Y sobre ellos las águilas,

En inmensos balances se remontan

Del transparente espacio soberanas.

Gritan los teru-teros,

Cuyas alas armadas

Zumban con vuelo sesgo y atrevido

Que se acerca a la niña hasta tocarla,

O corren por el suelo,

Y huyendo se agazapan,

Abandonando el nido silenciosos

Para gritar después a la distancia.

Brillan entre las flores

La pequeña coraza

Y la armadura azul y el yelmo de oro

Del picaflor, armado por las auras,

Para librar temblando

Sus rápidas batallas

Contra los genios que invisibles flotan,

Y los ovarios de las flores guardan.

Y todo para el indio

Luce, resuena y pasa,

Como adioses confusos y postreros

Que se van para siempre y que se abrazan.

El sigue, sigue siempre

Con Blanca en las espaldas;

Nada escucha; su cuerpo ya no tiembla;

Ya las heridas de sus pies no sangran.

No ha salido del labio del charrúa

Ni una sola palabra;

El movimiento de su paso es dulce

Como el balance de una cuna. Blanca

Sobre el brazo, en el hombro del salvaje

La cabeza descansa;

Las horas cierran sus hinchados párpados:

La virgen duerme… Por sus labios pasa

El aliento a compás, dejando en ellos

Una sonrisa amarga,

Lejana transparencia de un ensueño

Que se mueve en el fondo de su alma.

V

De un sauce Tabaré se ha detenido

Bajo las ramas trémulas;

Está inmóvil, absorto; para el indio

La dulce niña aniquiló la tierra.

Sólo siente en su oído acompasada

La tibia intermitencia

Del aliento de Blanca que, dormida,

Sobre su hombro descansa la cabeza.

Percibe sus latidos melodiosos

Que el pecho le golpean,

Como el ritmo de un canto sin sonidos

Que sin tocar su cuerpo a su alma llega.

El indio no se mueve; como en éxtasis

En sus brazos conserva

A la virgen que duerme, como el ave

Duerme en el nido que en la rama cuelga.

VI

Se acerca el sol a la última colina,

Y Blanca no despierta;

Duerme tranquila. Su jornada el indio

De nuevo emprende cuidadosa y lenta.

Su pie desnudo, por guardar silencio,

Esquiva la hoja seca;

Su mano, sin esfuerzo, dulcemente

Separa la silvestre enredadera;

Del lugar en que anida el teru-tero

Con cuidado se aleja,

Por evitar sus gritos que de Blanca

El dulce sueño interrumpir pudieran.

Y sigue, y sigue, y cruza, unas tras otras,

Las colinas desiertas;

Se pierde en el cardal de las cañadas,

Y aparece de nuevo allá en la cuesta.

VII

¿Los veis allá en la loma? El viento fresco

De la tarde que llega

Despierta a la española que, en su torno,

Derrama la mirada con sorpresa.

¿Cómo pudo dormir? Un raro ensueño,

Que casi no recuerda,

Acaba de volar dejando en su alma,

Como el calor del pájaro que vuela

Queda en el nido un rastro de algo triste

Que a precisar no acierta;

Algo como un acorde, cuyas notas

Siguen vibrando aún, pero dispersas.

Blanca mira al charrúa. Con el dedo

Éste a la virgen muestra

Una columna de humo que, a lo lejos,

Sobre la masa de árboles se eleva.

¡El Uruguay!

¡San Salvador!

La niña

Una mirada intensa

Ha clavado en los ojos del charrúa

Azules y tristísimos. La estrella

Brillaba en ellos, pálida, lejana,

Agonizante y trémula,

La estrella solitaria de las tardes

Que las colinas últimas pasea.

El indio miró a Blanca, y sobre el pecho

Inclinó la cabeza;

Su mirada era fría y extenuada

Cual la última que envía entre las breñas

El inerme venado que allí muere

Sin lanzar una queja,

Lamiéndose la herida dolorosa

Y ya sin sangre en su costado abierta.

La niña, sobre el hombro del charrúa,

Y entre las manos yertas,

Ocultó el rostro, cual si hubiera oído

Una augustiosa inesperada nueva;

Algo como el anuncio de la muerte

Que ya tarde nos llega,

De alguien que al expirar nos ha llamado

Y que escuchamos, sin oir, muy cerca.

¿Qué ha visto Blanca al despertar, y hallarse

Con la mirada aquélla?

¿Porqué rompió de pronto en un sollozo

Y en un llanto de lágrimas acervas?

Lloraba a gritos con el rostro hundido

Entre las manos gélidas,

Y, al través de sus lágrimas, miraba,

Levantando un momento la cabeza,

Al indio en cuyos brazos se encontraba,

A la corriente inmensa

Del Uruguay, Ya la columna de humo

Que se elevaba transparente y lenta.

VIII

Tabaré oyó de Blanca los sollozos

Con muda indiferencia;

Impasible, perdida sin posarse

Entre los aires su mirada muerta.

Estaba en pie pero insensible, frío,

Frío como la tierra;

Parecia extenuado; mas de pronto,

Como empujado por agena fuerza,

Su cuerpo helado descendió la loma

Con la española a cuestas,

Cuyos largos sollozos resonaban

En la salvaje soledad desierta.

Y el grupo indescriptible, en una extraña

Y siniestra carrera,

Como la sombra que en el suelo cruza

De oscura nube que los vientos llevan,

Se hundió en la sombra del cercano bosque,

Cuyos talas y ceibas

Parecieron cerrarse tras el paso

Del indio y la española.

Tal se cierran

Las aguas o el sepulcro, en cuyo seno

Se hunden o se despeñan

La flor que se desprende de su rama,

Y el hombre que resbala de la tierra.