I
¿Quién es ese indio pálido que cruza
Las lomas solitarias,
Y atraviesa el chircal y los bañados,
Y una virgen conduce en sus espaldas?
Camina vacilante como un ebrio;
En convulsiones rápidas
Se sacuden sus miembros, y en sus brazos,
Oscila a veces la preciosa carga.
Es el indio imposible, el extranjero
El salvaje con lágrimas,
La última gota de una sangre fría
Que aun no ha bebido la sedienta pampa.
II
El sol ha recorrido
La mitad de su marcha,
Y los viajeros sin cesar caminan
Al través de las lomas solitarias.
Sienten por todas partes
La metálica voz de la chicharra,
Y al mamangá que zumba dando vueltas,
Y al camoatí[34] que hierve entre las ramas;
El trémulo volido
De la perdiz lejana,
Y, en el quebracho, el golpe vigoroso
Del carpintero, leñador con alas.
El aire está poblado
De susurros que pasan;
Como en un velo de cristal envuelto
El campo brilla entre auréolas diáfanas.
Con intervalos breves,
Del arbusto en las ramas,
Su cantarcillo igual lanza el chingólo[35],
Prolongando la nota con que acaba;
Y se oye repetida
A diversas distancias,
La misma melodía, quejumbrosa
Que va, viene, contesta, ruega o llama.
El zorro entre las chircas
Su larga cola arrastra,
Huyendo a saltos y volviendo a veces
El puntiagudo hocico entre las zarzas;
La pesada cabeza
Inclina el cardo seco; de su blanda
Plumazón se desprenden las semillas
Como enjambres de estrellas apagadas,
Que vuelan en flotantes remolinos,
O en el suelo se arrastran;
Se detienen, y emprenden nuevamente
Su camino sin rumbo atolondradas.
Y, con Blanca en los brazos,
El indio no descansa;
Camina lento, sin cesar camina
Dejando atrás las lomas solitarias.
III
Cruzan por los bañados
Cubiertos de espadañas
Sobre las cuales desarrolla al aire
Su penacho gentil la paja brava[36];
Allí los mirasoles[37]
Abren sus verdes alas,
Y lanzan estridentes alaridos
Los pesados chajás en las barrancas.
Tiemblan los amarillos pajonales
Y brillan las tacuaras,
Y, entre los cardos secos y caídos,
Cruzan la lagartija y las iguanas.
Quejidos de palomas invisibles,
Y voces de calandrias,
Y notas como golpes sonorosos
De los dormidos sauces se desgranan,
Y pueblan el silencio de los aires
Mezclados a las ráfagas
De aromas puros, hálito del campo
Y de perdidas flores ignoradas.
A grave paso y lento, la cigüeña
Recorre las cañadas,
O rozando los juncos al alzarse
Los abanica con sus alas blancas,
Y, vogando a compás firme y solemne,
Tranquila se adelanta,
Y se aleja, y se aleja hasta perderse
Diluida en el aire y la distancia.
En las aguas inmóviles
Se reflejan las garzas,
Que dormitan o cruzan cadenciosas,
Como formas de espuma, entre las cañas;
Los insectos se cuelgan
En sus hilos de plata,
O trepan por sus redes, que parecen
Hebras de sol o cristalinas arpas;
Y con Blanca en los brazos
Sigue el indio su marcha,
Despertando a su paso en la maleza
Los venados, que huyendo se levantan,
Y en la lejana cumbre de la loma
A mirarlo se paran,
Proyectando en el cielo la silueta
Del cuerpo esbelto y enramadas astas.
IV
Y los viajeros siguen.
Y sobre ellos las águilas,
En inmensos balances se remontan
Del transparente espacio soberanas.
Gritan los teru-teros,
Cuyas alas armadas
Zumban con vuelo sesgo y atrevido
Que se acerca a la niña hasta tocarla,
O corren por el suelo,
Y huyendo se agazapan,
Abandonando el nido silenciosos
Para gritar después a la distancia.
Brillan entre las flores
La pequeña coraza
Y la armadura azul y el yelmo de oro
Del picaflor, armado por las auras,
Para librar temblando
Sus rápidas batallas
Contra los genios que invisibles flotan,
Y los ovarios de las flores guardan.
Y todo para el indio
Luce, resuena y pasa,
Como adioses confusos y postreros
Que se van para siempre y que se abrazan.
El sigue, sigue siempre
Con Blanca en las espaldas;
Nada escucha; su cuerpo ya no tiembla;
Ya las heridas de sus pies no sangran.
No ha salido del labio del charrúa
Ni una sola palabra;
El movimiento de su paso es dulce
Como el balance de una cuna. Blanca
Sobre el brazo, en el hombro del salvaje
La cabeza descansa;
Las horas cierran sus hinchados párpados:
La virgen duerme… Por sus labios pasa
El aliento a compás, dejando en ellos
Una sonrisa amarga,
Lejana transparencia de un ensueño
Que se mueve en el fondo de su alma.
V
De un sauce Tabaré se ha detenido
Bajo las ramas trémulas;
Está inmóvil, absorto; para el indio
La dulce niña aniquiló la tierra.
Sólo siente en su oído acompasada
La tibia intermitencia
Del aliento de Blanca que, dormida,
Sobre su hombro descansa la cabeza.
Percibe sus latidos melodiosos
Que el pecho le golpean,
Como el ritmo de un canto sin sonidos
Que sin tocar su cuerpo a su alma llega.
El indio no se mueve; como en éxtasis
En sus brazos conserva
A la virgen que duerme, como el ave
Duerme en el nido que en la rama cuelga.
VI
Se acerca el sol a la última colina,
Y Blanca no despierta;
Duerme tranquila. Su jornada el indio
De nuevo emprende cuidadosa y lenta.
Su pie desnudo, por guardar silencio,
Esquiva la hoja seca;
Su mano, sin esfuerzo, dulcemente
Separa la silvestre enredadera;
Del lugar en que anida el teru-tero
Con cuidado se aleja,
Por evitar sus gritos que de Blanca
El dulce sueño interrumpir pudieran.
Y sigue, y sigue, y cruza, unas tras otras,
Las colinas desiertas;
Se pierde en el cardal de las cañadas,
Y aparece de nuevo allá en la cuesta.
VII
¿Los veis allá en la loma? El viento fresco
De la tarde que llega
Despierta a la española que, en su torno,
Derrama la mirada con sorpresa.
¿Cómo pudo dormir? Un raro ensueño,
Que casi no recuerda,
Acaba de volar dejando en su alma,
Como el calor del pájaro que vuela
Queda en el nido un rastro de algo triste
Que a precisar no acierta;
Algo como un acorde, cuyas notas
Siguen vibrando aún, pero dispersas.
Blanca mira al charrúa. Con el dedo
Éste a la virgen muestra
Una columna de humo que, a lo lejos,
Sobre la masa de árboles se eleva.
¡El Uruguay!
¡San Salvador!
La niña
Una mirada intensa
Ha clavado en los ojos del charrúa
Azules y tristísimos. La estrella
Brillaba en ellos, pálida, lejana,
Agonizante y trémula,
La estrella solitaria de las tardes
Que las colinas últimas pasea.
El indio miró a Blanca, y sobre el pecho
Inclinó la cabeza;
Su mirada era fría y extenuada
Cual la última que envía entre las breñas
El inerme venado que allí muere
Sin lanzar una queja,
Lamiéndose la herida dolorosa
Y ya sin sangre en su costado abierta.
La niña, sobre el hombro del charrúa,
Y entre las manos yertas,
Ocultó el rostro, cual si hubiera oído
Una augustiosa inesperada nueva;
Algo como el anuncio de la muerte
Que ya tarde nos llega,
De alguien que al expirar nos ha llamado
Y que escuchamos, sin oir, muy cerca.
¿Qué ha visto Blanca al despertar, y hallarse
Con la mirada aquélla?
¿Porqué rompió de pronto en un sollozo
Y en un llanto de lágrimas acervas?
Lloraba a gritos con el rostro hundido
Entre las manos gélidas,
Y, al través de sus lágrimas, miraba,
Levantando un momento la cabeza,
Al indio en cuyos brazos se encontraba,
A la corriente inmensa
Del Uruguay, Ya la columna de humo
Que se elevaba transparente y lenta.
VIII
Tabaré oyó de Blanca los sollozos
Con muda indiferencia;
Impasible, perdida sin posarse
Entre los aires su mirada muerta.
Estaba en pie pero insensible, frío,
Frío como la tierra;
Parecia extenuado; mas de pronto,
Como empujado por agena fuerza,
Su cuerpo helado descendió la loma
Con la española a cuestas,
Cuyos largos sollozos resonaban
En la salvaje soledad desierta.
Y el grupo indescriptible, en una extraña
Y siniestra carrera,
Como la sombra que en el suelo cruza
De oscura nube que los vientos llevan,
Se hundió en la sombra del cercano bosque,
Cuyos talas y ceibas
Parecieron cerrarse tras el paso
Del indio y la española.
Tal se cierran
Las aguas o el sepulcro, en cuyo seno
Se hunden o se despeñan
La flor que se desprende de su rama,
Y el hombre que resbala de la tierra.