CANTO CUARTO

I

Saltando breñas y horadando muros

De impenetrables ramas,

De enredaderas que, de tronco a tronco,

Corren y se retuerzen y entrelazan;

Mburucuyás que, entre follaje ageno,

Abren sus pasionarias,

Y columpian sus frutos numerosos

De piel dorada y corazón de grana;

Rompiendo del cipo[33] las duras hebras.

Y esquivando las blancas

Ramas del ñapindá que, con sus dientes,

Muerde los troncos y los pies desgarra;

Cruzando entre quebrachos y laureles,

Ñangapirés y talas

Cuyo follaje espeso y verdinegro

Con el del sauce pálido contrasta;

Sumergido entre chircas y juncales,

Matorrales y zarzas,

Se pierde a veces, y se vé de nuevo

Reaparecer, huyendo a la distancia,

El indio Yamandú. Lleva en sus hombros

A la exánime Blanca

Cuyos brazos y negra cabellera

Cuelgan lacios del indio por la espalda.

Ya rompiendo los muros de verdura

El salvaje se agacha,

Ya se abre senda con el duro brazo,

O entre los troncos derribados salta.

Tal el tigre que va a su madriguera,

En la maleza arrastra,

Llevada entre sus fauces sanguinosas,

La res herida que cayó en sus garras.

II

Silencioso está el bosque, el bosque oscuro

De ceibos y de talas,

El bosque de las sombras, en que anidan

Las noches más oscuras y más largas,

Que convierten en moscas o en reptiles

A los indios que pasan,

Y las alas de piel de los murciélagos

Empapan en la sangre de la iguana.

Es el bosque de Añang; las tribus huyen

De sus siniestras ramas;

Tan solo los payés en él aprenden

De Añan-guazú los cantos y palabras.

Nacen en él los seres invisibles

Que a los indios disparan

Las flechitas de piedra que penetran

Y enfrían para siempre las entrañas;

Los indios que en la tierra no se mueven

Entre sus sombras andan

Dando alaridos, y encendiendo fuegos,

Y golpeando los troncos con sus hachas.

Y se les ve subirse a las tormentas

Que por el aire arrastran,

Y, entre una y otra ráfaga de viento,

Se oyen sus voces tristes y apagadas.

Por eso nunca se llegó la tribu

Al bosque de los talas;

Sobre él no tiene luz el astro grande

Las lunas, al tocarlo, se desmayan.

Es un bosque sin cantos y sin nidos;

Sus ceibos y sus talas

Están en toda la terrible fuerza

De su vejez inmóvil y lozana.

Sus cortezas son negras; la maleza

Crece tupida y alta,

Y enredaderas duras y sin nombre

En todas direcciones se enmarañan,

Y cuelgan de la bóveda hasta el suelo,

Y entre el musgo se arrastran

Y envuelven en sus hojas verdinegras

Los troncos secos que en el suelo abrazan;

Los troncos derrumbados por el rayo

Que no mató a las plantas

Que al árbol vivo estaban adheridas

Y su negro cadáver acompañan.

III

Caídos los cabellos

Como el ala del ave fatigada;

Insensible, sin fuerzas ni conciencia,

Sin miradas los ojos y sin lágrimas;

Las formas mal cubiertas,

Formas de líneas tímidas y vagas,

Pues los años, artistas de la vida,

Su obra tienen apenas modelada,

Hundida entre la yerba,

Como una garza herida, yace Blanca.

Su cabeza se mueve sobre el pecho.

Cual colgada del cuello; frías, lacias,

Sus manos han caído

Sobre el blando regazo en que desmayan.

Casi rie su labio; es esa tregua

Que el colmo del dolor presta a las almas.

Los ceibos se han echado

Sobre la espalda el manto de escarlata;

En extranjero idioma están las hojas

Conversando entre sí y en voz muy baja.

… … … … … … … … … … … …

IV

Un grito de terror indescriptible

Blanca por fin exhala,

Un grito que la selva ha estremecido

Y penetró temblando en sus entrañas.

Al tornar a la vida, recobrando

Una conciencia vaga;

Al volver a sentir que en sus pupilas

Las confusas miradas despertaban,

Las derramó en su torno; vio a su lado,

Entre la luz escasa,

Los viejos troncos, la maleza, el bosque,

Y por fin, en la sombra, a sus espaldas,

Como tigre en acecho, las pupilas

En lascivia empapadas,

Vio el rostro abigarrado del salvaje

Que de su presa el despertar aguarda.

Una estúpida risa lo contrae

Con una mueca extraña;

La cabellera rígida y oscura

Sobre el pintado rostro se derrama;

El cuerpo tiembla, y el jadeante aliento,

Al rozar al garganta,

Forma un sonido intermitente y áspero

Que se acelera y al rugido alcanza.

El salvaje se rie; de aquel bosque

Sólo él sabe la entrada;

El es payé; de añanguazú no teme

Los fuegos ni los pálidos fantasmas.

V

El grito de la virgen se ha extinguido.

Su cabeza, ocultada

En los brazos que oprimen las rodillas,

Todas las líneas de su cuerpo, pálidas,

Forman un nudo estrecho y tembloroso

Que se ve entre la grama

Al través del cabello que lo envuelve

Como el ramaje al ave amedrentada;

Nudo ajustado apenas, que la mano

De un niño desatara;

Que defender no puede en aquel bosque

El tesoro que guarda.

Siente la virgen tras de sí el romperse

De sacudidas ramas,

Y oprime más sus trémulas rodillas,

Y así un gemido imperceptible lanza.

¿Qué pasa allí? La niña sólo siente

Dos rugidos que estallan,

Dos cuerpos que a su lado se desploman,

Y un grito sofocado a sus espaldas.

Después, por un instante, sólo escucha

Las hojas que se hablan en voz baja…

Alguien también respira junto a ella…

¿Quién es? Nadie la ofende, todo calla.

No se atreve a mirar eso ignorado

Que siente allí, muy cerca, como zarpa

Ya dispuesta a caer; sus pensamientos

Comienzan a voltear en ronda extraña;

Sin rumbo se atrepellan sus ideas;

El silencio la atruena; en su mirada

Las sombras se condensan; los rumores

Se alejan en tropel y, a la distancia,

Parecen remedar voces confusas,

Imperceptibles gritos o palabras;

L e falta tierra, y aire, y se desploma,

Y el nudo de sus brazos se desata.

Ha creído sentir, al desplomarse,

Algo como un lamento a sus espaldas,

Y haber visto una sombra conocida

Llegarse hasta su lado sin tocarla.

VI

El indio Yamandú yace en el suelo.

En los ojos y el alma

Tiene la noche; su salvaje risa

Está en sus labios para siempre helada.

¿Quién es ese indio pálido y convulso

Que entre la yerba se alza

Después que entre sus dedos ha estrujado

De Yamandú el cacique la garganta?

¿Quién escuchó en el fondo de la selva

Temida y solitaria

El grito de la virgen española

Indefensa y esclava?

¿Quién sino él? De pie, junto a la niña

Que inmóvil ve a sus plantas,

Como si el soplo helado de un ensueño

Por sus hinchadas venas circulara,

El indio Tabaré mira el cadáver

De Yamandú, Ya Blanca

Que, cual visión dormida en la maleza,

Se presenta a sus ojos yecta y pálida.

Es él, es Tabaré, que hasta aquel bosque

Fué conducido por la fuerza extraña,

Y al despertar de su sopor, en brazos

De la cruz de la selva solitaria,

Sintió muy cerca, entre el rumor confuso

De ramas agitadas,

El grito que la virgen española

Al distinguir a Yamandú lanzaba.

Saltó como mordido por el aire;

Saltó, y en la garganta

Del indio Yamandú clavó sus manos

Que sacudió con fuerza extraordinaria,

Hasta sentir la muerte entre sus dedos

Crispados por la rabia.

Dejó el cuerpo del indio extrangulado,

Se alzó y miró… la virgen lo miraba.

VII

Y como sombra, inmóvil, tembloroso,

El indio mira a Blanca,

Cual si la muerte, asida a sus cabellos,

Su oído con sus gritos desgarrara;

Y sigue el ruido sordo de las hojas

Que en voz baja se hablan

En ese idioma dulce y extrangero

En que hablan los crepúsculos al alma;

Y sobre el lecho de hojas y de espinas,

La niña se destaca

Iluminada apenas por los rayos

De aquella aurora azul, trémula y vaga.

VIII

Tabaré cargó en hombros el cadáver,

Miró de nuevo a Blanca,

Y alejóse en silencio

Cual si temiera acaso despertarla.

Y seguía, seguía presuroso,

Con el muerto a la espalda,

Volviendo la cabeza

Entre mortales pavorosas ansias.

Se detiene por fin; tira el cadáver,

Lo esconde entre las zarzas,

Y sigue huyendo, huyendo

Del sitio en que la niña se encontraba.

IX

Como el lebrel tras el perdido rastro

Ciego y sin rumbo vaga,

Y, de pronto, lo encuentra por el aire,

Y vuelve atrás jadeando entre las matas,

El indio Tabaré cambia de rumbo;

Su camino desanda,

Y corre, corre loco y convulsivo

Entre las breñas que sus pies desgarran.

Tal cruza el matorral la hembra del tigre,

Y entre las ramas salta

Dando cortos bramidos, cuando escucha

A su cachorro herido a la distancia.

X

Sólo el indio lo hubiera percibido.

Ha sonado a su espalda

Un vagido a lo lejos, a lo lejos,

En el bosque de ceibos y de talas.

Se parece al quejido del venado

Cuando a su madre llama

Escondido en los verdes matorrales

Al percibir el vuelo de las águilas.

Es el gemido débil que la niña

Al verse sola lanza,

Tabaré llega, y jadeante y mudo,

Se detiene a su lado sin mirarla.

Un pánico de muerte se apodera

De su ser; siente a Blanca

Moverse entre las breñas, como el cisne

Que se revuelca herido en la hojarasca,

Y alguien dijera que algo pavoroso

Al salvaje anonada.

Un soplo helado por sus venas corre

Y en sus pupilas la visión apaga.

Parece que la mano de la muerte

A su rostro se agarra,

Y la ardorosa piel de su cabeza

Con lento esfuerzo de su cráneo arranca.

Tabaré tiembla: siente que a su lado

La española se arrastra;

Percibe en las rodillas el contacto

De sus manos heladas,

El roce de su aliento,

La humedad de sus lágrimas,

Y oye, por fin, su voz, su voz no hay duda,

Que allí como un ensueño se levanta.

Parece que al acento de la niña,

Todo ruido se apaga

En el alma del indio; el mundo todo

Solo una voz para el salvaje exhala.

Jamás la fiera dominó a su presa,

Como la virgen pálida

Al hijo del desierto que, temblando,

Sobrecogido escucha sus palabras.

XI

—¡Eres tú, Tabaré! ¿Porqué me hieres?

¿Porqué así me maltratas?

Yo nunca te hice mal; yo no quería

Que tú de nuestro hogar te separaras.

¿Qué me quieres, charrúa? ¿En mí vengarte

Querrás de las ofensas de mi raza?

No me hagas mal, perdóname,

Yo no te odié jamás… ¿Porqué me odiabas?

Perdóname, por Dios, por la memoria

De aquella madre blanca

Que está en el cielo, y desde allí te mira,

Y en el mundo tus pasos acompaña.

Si no han muerto, me lloran mis hermanos;

¡Oh!, llévame a su lado, que me llaman.

Enséñame el camino:

Yo sola iré, las fuerzas no me faltan.

Aunque ves que desnudas y con sangre

Se resisten mis plantas

A sostener mi cuerpo, no lo creas,

Aun puedo caminar una jornada.

Dime sólo, por Dios, cuál es la senda

Que conduce a la playa…

¿No me contestas? ¿Qué rugido extraño

Sobre ese tronco convulsivo lanzas?

¡Ah!, me infundes terror ¿Porqué así tiemblas?

¿Te ofenden mis palabras?

Yo me iré sola si piadoso y bueno

La senda de mi hogar tú me señalas.

¿O han muerto todos? Dímelo, ¿murieron?

¿Mataste a mi Gonzalo en la batalla?

¡Sola, sola en el mundo

Yo tengo que morir abandonada!

Déjame entonces, Tabaré, que rece

La oración de la noche, pronto acaba;

Y moriré en silencio

Si tengo que morir, si no te apiadas.

XII

El indio que, abrazado a un viejo tronco,

A la niña escuchaba,

Lanza un gemido prolongado, amargo

Como un llanto sin lágrimas.

Todas a una, al reventar, sollozan

Las fibras de su alma;

Blanca atribuye a rabia aquel sollozo

Y un nuevo grito de terror exhala.

Al cielo la oración de la inocencia

Temblorosa levanta,

Con las manos unidas, y los ojos

Llenos de luz, de sombras y de lágrimas.

Cual si quisiera aprovechar los breves

Instantes que le faltan,

Ahoga los sollozos, y de entre ellos

Brota en tropel la fórmula sagrada;

Las fórmulas que el indio en los albores

Escuchó de su infancia

De una mujer, tan blanca como aquella,

Que sus primeros sueños arrullaba.

¡Morir tú!, grita el indio… Por el bosque

El sueño negro pasa;

Ha brotado en la sombra, y va cruzando,

Y al ñapindá sacude con las alas.

Ha golpeado la frente del charrúa

Con sus manos heladas…

¿Dónde está? ¿Quién, en medio de la selva,

Con esa voz de mis ensueños anda?

¡Morir! ¡La virgen del ensueño dulce!

¿Quién llegará a tocarla?

¡El indio entre sus brazos ahogaría

Al negro yacaré de las barrancas;

Arrancará a los fuegos de las nubes

Sus encendidas alas,

Y mojará con sangre de su cuerpo

El astro de las lomas solitarias!

… … … … … … … … … … … …

¡Tú morir! Cuando el indio con sus manos

Vuelque todas las aguas

Del Hum y el Uruguay, y allí derrame

Toda la sangre de su oscura raza;

Cuando en sus dientes Tabaré el charrúa

Destroce las escamas

Del yacaré, y al tigre con los dedos

Arranque palpitantes las entrañas,

Aun entonces la virgen de los sueños

Se moverá gallarda:

Todas las flores se abrirán para ella,

Y cantarán por ella las calandrias.

¿Quién con la voz del sueño de mis noches,

Entre las breñas anda?

¿Quién vierte en las arterias del charrúa

El fuego que calienta las venganzas?

XIII

Blanca mira al salvaje que persigue

Invisibles fantasmas.

Mucho más de una vida se refleja

En su pupila azul iluminada.

La extrema palidez que por sus miembros

Convulsos se derrama

Hace de él una sombra transparente

Forma sin cuerpo, evocación fantástica.

XIV

En la mente del indio se disipan

Las visiones, y clava

Con dulce intensidad en la española

Sus pupilas ardientes y cansadas.

Sus ojos en los ojos de la niña

Largo rato descansan;

Una gota de llanto brota en ellos

Y brilla tristemente en sus pestañas,

Y su voz se transforma, y suena dulce

Como suenan las auras

En los bosques del Hum, cuando las sombras

Que durmieron en él se desparraman.

Porqué la virgen hiere con los labios

Al indio Tabaré,

Que ha contado las horas de sus noches

Todas negras correr?

¡No eres el sueño! ¿Sientes en las venas

La vida como yo?

¡Ah! ¿No eres sombra de la noche oscura

Que vive en mi dolor?

Ven, el charrúa posará sus labios

Donde poses el pie;

Vamos con tus hermanos. A las sombras

Yo volveré después.

No se abrirá dos veces con la aurora

La flor de guabiyú;

No mojarán dos lunas en el río

Su temblorosa luz,

Y ya el charrúa el sueño que no acaba

Comenzará a dormir,

Pues siente ya en sus huesos mucho frío…

¡El frío de morir!

¿Oyes el canto? Ya anda entre las ramas

Con su canto el urú:

El pájaro que anuncia las auroras

Y llora por la luz.

¿No lo sientes? Es triste como el indio,

Dulce como el sabiá

¡No hieras, virgen, al salvaje enfermo

Que la noche sin lunas va a cruzar!

La noche sin auroras y sin cantos,

Donde corren sin fin

Las almas perseguidas, que aspiraron

La flor del curupí.

Sólo una vida tiene, una tan sólo

El indio para tí;

T ú no dirás su nombre dulcemente.

El volverá a morir,

Allá en el bosque donde el astro hermoso

Nunca se ve asomar,

Donde vuelan los pájaros oscuros

Que no duermen jamás;

Donde duerme la madre del charrúa

Tan blanca como tú,

Donde los fuegos de su hogar primero

Brillaron con su luz.

Nadie dirá con llanto de ternura:

¡Ha muerto Tabaré!

Nadie verá los huesos con tristeza,

De mi cuerpo que fué;

Mas la ligera madre del venado

Herido en el chircal,

Sobre los huesos del cacique muerto

Por el venado herido balará.

Vamos con tus hermanos. A su selva

El indio volverá.

Su raza ha muerto; se apagaron todos

Los fuegos de su hogar.

Ya siento el sueño negro que no acaba

En mis huesos correr;

Vamos hasta el hogar de tus hermanos;

Allí te dejaré.

Tú quedarás como te vio en los sueños

El indio Tabaré

Que va a cruzar entre los negros toldos

Para nunca volver:

Pura como las aguas transparentes

Que duermen en el Hum

Cuando en los aires enmudece el viento

Del Paraná-guazú.

Vamos con tus hermanos; no me hieras,

El indio no te odió;

Tú lo has seguido siempre, derramando

En sus venas dolor;

Tú te has llevado el sueño de sus noches

Y el fuego de su hogar,

Las alas de sus flechas, y la fuerza

De su arco de urunday.

Vamos con tus hermanos. A su selva

El indio volverá

¡A morir con su raza y con los fuegos

De su salvaje hogar!

La voz del indio suena dulcemente,

Como suenan las auras

En los bosques del Hum, cuando las sombras

Que durmieron en él se desparraman.

Blanca lo escucha como se oye el eco

De canción olvidada,

Que en ráfagas acude al pensamiento

Sin que el labio consiga formularla.

Pende en los labios de la absorta niña

La tímida palabra

De la trunca oración, y mira al indio

Con expresión atónita y extraña.

En sus ojos azules ha creído

Ver algo que esperaba,

Algo como la estrella de las tardes

Que en las riberas alumbró sus lágrimas;

Punto de luz en que miraba acaso

Aquella madre blanca

Que se acostó a morir bajo los ceibos

Y en el dolor de su hijo despertaba.

La niña vio la luz en el abismo;

Y alguien que habló en su alma:

«Esa es, le dijo, tu soñada lumbre,

Pero ese abismo sólo Dios lo salva».

Todo lo comprendió, y amó al salvaje

Como las tumbas aman;

Como se aman dos fuegos de un sepulcro

Al confundirse en una sola llama;

Como de dos deseos imposibles

Se aman las esperanzas,

Cual se ama, desde el borde del abismo

Al vértigo que vive en sus entrañas.