I
Saltando breñas y horadando muros
De impenetrables ramas,
De enredaderas que, de tronco a tronco,
Corren y se retuerzen y entrelazan;
Mburucuyás que, entre follaje ageno,
Abren sus pasionarias,
Y columpian sus frutos numerosos
De piel dorada y corazón de grana;
Rompiendo del cipo[33] las duras hebras.
Y esquivando las blancas
Ramas del ñapindá que, con sus dientes,
Muerde los troncos y los pies desgarra;
Cruzando entre quebrachos y laureles,
Ñangapirés y talas
Cuyo follaje espeso y verdinegro
Con el del sauce pálido contrasta;
Sumergido entre chircas y juncales,
Matorrales y zarzas,
Se pierde a veces, y se vé de nuevo
Reaparecer, huyendo a la distancia,
El indio Yamandú. Lleva en sus hombros
A la exánime Blanca
Cuyos brazos y negra cabellera
Cuelgan lacios del indio por la espalda.
Ya rompiendo los muros de verdura
El salvaje se agacha,
Ya se abre senda con el duro brazo,
O entre los troncos derribados salta.
Tal el tigre que va a su madriguera,
En la maleza arrastra,
Llevada entre sus fauces sanguinosas,
La res herida que cayó en sus garras.
II
Silencioso está el bosque, el bosque oscuro
De ceibos y de talas,
El bosque de las sombras, en que anidan
Las noches más oscuras y más largas,
Que convierten en moscas o en reptiles
A los indios que pasan,
Y las alas de piel de los murciélagos
Empapan en la sangre de la iguana.
Es el bosque de Añang; las tribus huyen
De sus siniestras ramas;
Tan solo los payés en él aprenden
De Añan-guazú los cantos y palabras.
Nacen en él los seres invisibles
Que a los indios disparan
Las flechitas de piedra que penetran
Y enfrían para siempre las entrañas;
Los indios que en la tierra no se mueven
Entre sus sombras andan
Dando alaridos, y encendiendo fuegos,
Y golpeando los troncos con sus hachas.
Y se les ve subirse a las tormentas
Que por el aire arrastran,
Y, entre una y otra ráfaga de viento,
Se oyen sus voces tristes y apagadas.
Por eso nunca se llegó la tribu
Al bosque de los talas;
Sobre él no tiene luz el astro grande
Las lunas, al tocarlo, se desmayan.
Es un bosque sin cantos y sin nidos;
Sus ceibos y sus talas
Están en toda la terrible fuerza
De su vejez inmóvil y lozana.
Sus cortezas son negras; la maleza
Crece tupida y alta,
Y enredaderas duras y sin nombre
En todas direcciones se enmarañan,
Y cuelgan de la bóveda hasta el suelo,
Y entre el musgo se arrastran
Y envuelven en sus hojas verdinegras
Los troncos secos que en el suelo abrazan;
Los troncos derrumbados por el rayo
Que no mató a las plantas
Que al árbol vivo estaban adheridas
Y su negro cadáver acompañan.
III
Caídos los cabellos
Como el ala del ave fatigada;
Insensible, sin fuerzas ni conciencia,
Sin miradas los ojos y sin lágrimas;
Las formas mal cubiertas,
Formas de líneas tímidas y vagas,
Pues los años, artistas de la vida,
Su obra tienen apenas modelada,
Hundida entre la yerba,
Como una garza herida, yace Blanca.
Su cabeza se mueve sobre el pecho.
Cual colgada del cuello; frías, lacias,
Sus manos han caído
Sobre el blando regazo en que desmayan.
Casi rie su labio; es esa tregua
Que el colmo del dolor presta a las almas.
Los ceibos se han echado
Sobre la espalda el manto de escarlata;
En extranjero idioma están las hojas
Conversando entre sí y en voz muy baja.
… … … … … … … … … … … …
IV
Un grito de terror indescriptible
Blanca por fin exhala,
Un grito que la selva ha estremecido
Y penetró temblando en sus entrañas.
Al tornar a la vida, recobrando
Una conciencia vaga;
Al volver a sentir que en sus pupilas
Las confusas miradas despertaban,
Las derramó en su torno; vio a su lado,
Entre la luz escasa,
Los viejos troncos, la maleza, el bosque,
Y por fin, en la sombra, a sus espaldas,
Como tigre en acecho, las pupilas
En lascivia empapadas,
Vio el rostro abigarrado del salvaje
Que de su presa el despertar aguarda.
Una estúpida risa lo contrae
Con una mueca extraña;
La cabellera rígida y oscura
Sobre el pintado rostro se derrama;
El cuerpo tiembla, y el jadeante aliento,
Al rozar al garganta,
Forma un sonido intermitente y áspero
Que se acelera y al rugido alcanza.
El salvaje se rie; de aquel bosque
Sólo él sabe la entrada;
El es payé; de añanguazú no teme
Los fuegos ni los pálidos fantasmas.
V
El grito de la virgen se ha extinguido.
Su cabeza, ocultada
En los brazos que oprimen las rodillas,
Todas las líneas de su cuerpo, pálidas,
Forman un nudo estrecho y tembloroso
Que se ve entre la grama
Al través del cabello que lo envuelve
Como el ramaje al ave amedrentada;
Nudo ajustado apenas, que la mano
De un niño desatara;
Que defender no puede en aquel bosque
El tesoro que guarda.
Siente la virgen tras de sí el romperse
De sacudidas ramas,
Y oprime más sus trémulas rodillas,
Y así un gemido imperceptible lanza.
¿Qué pasa allí? La niña sólo siente
Dos rugidos que estallan,
Dos cuerpos que a su lado se desploman,
Y un grito sofocado a sus espaldas.
Después, por un instante, sólo escucha
Las hojas que se hablan en voz baja…
Alguien también respira junto a ella…
¿Quién es? Nadie la ofende, todo calla.
No se atreve a mirar eso ignorado
Que siente allí, muy cerca, como zarpa
Ya dispuesta a caer; sus pensamientos
Comienzan a voltear en ronda extraña;
Sin rumbo se atrepellan sus ideas;
El silencio la atruena; en su mirada
Las sombras se condensan; los rumores
Se alejan en tropel y, a la distancia,
Parecen remedar voces confusas,
Imperceptibles gritos o palabras;
L e falta tierra, y aire, y se desploma,
Y el nudo de sus brazos se desata.
Ha creído sentir, al desplomarse,
Algo como un lamento a sus espaldas,
Y haber visto una sombra conocida
Llegarse hasta su lado sin tocarla.
VI
El indio Yamandú yace en el suelo.
En los ojos y el alma
Tiene la noche; su salvaje risa
Está en sus labios para siempre helada.
¿Quién es ese indio pálido y convulso
Que entre la yerba se alza
Después que entre sus dedos ha estrujado
De Yamandú el cacique la garganta?
¿Quién escuchó en el fondo de la selva
Temida y solitaria
El grito de la virgen española
Indefensa y esclava?
¿Quién sino él? De pie, junto a la niña
Que inmóvil ve a sus plantas,
Como si el soplo helado de un ensueño
Por sus hinchadas venas circulara,
El indio Tabaré mira el cadáver
De Yamandú, Ya Blanca
Que, cual visión dormida en la maleza,
Se presenta a sus ojos yecta y pálida.
Es él, es Tabaré, que hasta aquel bosque
Fué conducido por la fuerza extraña,
Y al despertar de su sopor, en brazos
De la cruz de la selva solitaria,
Sintió muy cerca, entre el rumor confuso
De ramas agitadas,
El grito que la virgen española
Al distinguir a Yamandú lanzaba.
Saltó como mordido por el aire;
Saltó, y en la garganta
Del indio Yamandú clavó sus manos
Que sacudió con fuerza extraordinaria,
Hasta sentir la muerte entre sus dedos
Crispados por la rabia.
Dejó el cuerpo del indio extrangulado,
Se alzó y miró… la virgen lo miraba.
VII
Y como sombra, inmóvil, tembloroso,
El indio mira a Blanca,
Cual si la muerte, asida a sus cabellos,
Su oído con sus gritos desgarrara;
Y sigue el ruido sordo de las hojas
Que en voz baja se hablan
En ese idioma dulce y extrangero
En que hablan los crepúsculos al alma;
Y sobre el lecho de hojas y de espinas,
La niña se destaca
Iluminada apenas por los rayos
De aquella aurora azul, trémula y vaga.
VIII
Tabaré cargó en hombros el cadáver,
Miró de nuevo a Blanca,
Y alejóse en silencio
Cual si temiera acaso despertarla.
Y seguía, seguía presuroso,
Con el muerto a la espalda,
Volviendo la cabeza
Entre mortales pavorosas ansias.
Se detiene por fin; tira el cadáver,
Lo esconde entre las zarzas,
Y sigue huyendo, huyendo
Del sitio en que la niña se encontraba.
IX
Como el lebrel tras el perdido rastro
Ciego y sin rumbo vaga,
Y, de pronto, lo encuentra por el aire,
Y vuelve atrás jadeando entre las matas,
El indio Tabaré cambia de rumbo;
Su camino desanda,
Y corre, corre loco y convulsivo
Entre las breñas que sus pies desgarran.
Tal cruza el matorral la hembra del tigre,
Y entre las ramas salta
Dando cortos bramidos, cuando escucha
A su cachorro herido a la distancia.
X
Sólo el indio lo hubiera percibido.
Ha sonado a su espalda
Un vagido a lo lejos, a lo lejos,
En el bosque de ceibos y de talas.
Se parece al quejido del venado
Cuando a su madre llama
Escondido en los verdes matorrales
Al percibir el vuelo de las águilas.
Es el gemido débil que la niña
Al verse sola lanza,
Tabaré llega, y jadeante y mudo,
Se detiene a su lado sin mirarla.
Un pánico de muerte se apodera
De su ser; siente a Blanca
Moverse entre las breñas, como el cisne
Que se revuelca herido en la hojarasca,
Y alguien dijera que algo pavoroso
Al salvaje anonada.
Un soplo helado por sus venas corre
Y en sus pupilas la visión apaga.
Parece que la mano de la muerte
A su rostro se agarra,
Y la ardorosa piel de su cabeza
Con lento esfuerzo de su cráneo arranca.
Tabaré tiembla: siente que a su lado
La española se arrastra;
Percibe en las rodillas el contacto
De sus manos heladas,
El roce de su aliento,
La humedad de sus lágrimas,
Y oye, por fin, su voz, su voz no hay duda,
Que allí como un ensueño se levanta.
Parece que al acento de la niña,
Todo ruido se apaga
En el alma del indio; el mundo todo
Solo una voz para el salvaje exhala.
Jamás la fiera dominó a su presa,
Como la virgen pálida
Al hijo del desierto que, temblando,
Sobrecogido escucha sus palabras.
XI
—¡Eres tú, Tabaré! ¿Porqué me hieres?
¿Porqué así me maltratas?
Yo nunca te hice mal; yo no quería
Que tú de nuestro hogar te separaras.
¿Qué me quieres, charrúa? ¿En mí vengarte
Querrás de las ofensas de mi raza?
No me hagas mal, perdóname,
Yo no te odié jamás… ¿Porqué me odiabas?
Perdóname, por Dios, por la memoria
De aquella madre blanca
Que está en el cielo, y desde allí te mira,
Y en el mundo tus pasos acompaña.
Si no han muerto, me lloran mis hermanos;
¡Oh!, llévame a su lado, que me llaman.
Enséñame el camino:
Yo sola iré, las fuerzas no me faltan.
Aunque ves que desnudas y con sangre
Se resisten mis plantas
A sostener mi cuerpo, no lo creas,
Aun puedo caminar una jornada.
Dime sólo, por Dios, cuál es la senda
Que conduce a la playa…
¿No me contestas? ¿Qué rugido extraño
Sobre ese tronco convulsivo lanzas?
¡Ah!, me infundes terror ¿Porqué así tiemblas?
¿Te ofenden mis palabras?
Yo me iré sola si piadoso y bueno
La senda de mi hogar tú me señalas.
¿O han muerto todos? Dímelo, ¿murieron?
¿Mataste a mi Gonzalo en la batalla?
¡Sola, sola en el mundo
Yo tengo que morir abandonada!
Déjame entonces, Tabaré, que rece
La oración de la noche, pronto acaba;
Y moriré en silencio
Si tengo que morir, si no te apiadas.
XII
El indio que, abrazado a un viejo tronco,
A la niña escuchaba,
Lanza un gemido prolongado, amargo
Como un llanto sin lágrimas.
Todas a una, al reventar, sollozan
Las fibras de su alma;
Blanca atribuye a rabia aquel sollozo
Y un nuevo grito de terror exhala.
Al cielo la oración de la inocencia
Temblorosa levanta,
Con las manos unidas, y los ojos
Llenos de luz, de sombras y de lágrimas.
Cual si quisiera aprovechar los breves
Instantes que le faltan,
Ahoga los sollozos, y de entre ellos
Brota en tropel la fórmula sagrada;
Las fórmulas que el indio en los albores
Escuchó de su infancia
De una mujer, tan blanca como aquella,
Que sus primeros sueños arrullaba.
¡Morir tú!, grita el indio… Por el bosque
El sueño negro pasa;
Ha brotado en la sombra, y va cruzando,
Y al ñapindá sacude con las alas.
Ha golpeado la frente del charrúa
Con sus manos heladas…
¿Dónde está? ¿Quién, en medio de la selva,
Con esa voz de mis ensueños anda?
¡Morir! ¡La virgen del ensueño dulce!
¿Quién llegará a tocarla?
¡El indio entre sus brazos ahogaría
Al negro yacaré de las barrancas;
Arrancará a los fuegos de las nubes
Sus encendidas alas,
Y mojará con sangre de su cuerpo
El astro de las lomas solitarias!
… … … … … … … … … … … …
¡Tú morir! Cuando el indio con sus manos
Vuelque todas las aguas
Del Hum y el Uruguay, y allí derrame
Toda la sangre de su oscura raza;
Cuando en sus dientes Tabaré el charrúa
Destroce las escamas
Del yacaré, y al tigre con los dedos
Arranque palpitantes las entrañas,
Aun entonces la virgen de los sueños
Se moverá gallarda:
Todas las flores se abrirán para ella,
Y cantarán por ella las calandrias.
¿Quién con la voz del sueño de mis noches,
Entre las breñas anda?
¿Quién vierte en las arterias del charrúa
El fuego que calienta las venganzas?
XIII
Blanca mira al salvaje que persigue
Invisibles fantasmas.
Mucho más de una vida se refleja
En su pupila azul iluminada.
La extrema palidez que por sus miembros
Convulsos se derrama
Hace de él una sombra transparente
Forma sin cuerpo, evocación fantástica.
XIV
En la mente del indio se disipan
Las visiones, y clava
Con dulce intensidad en la española
Sus pupilas ardientes y cansadas.
Sus ojos en los ojos de la niña
Largo rato descansan;
Una gota de llanto brota en ellos
Y brilla tristemente en sus pestañas,
Y su voz se transforma, y suena dulce
Como suenan las auras
En los bosques del Hum, cuando las sombras
Que durmieron en él se desparraman.
Porqué la virgen hiere con los labios
Al indio Tabaré,
Que ha contado las horas de sus noches
Todas negras correr?
¡No eres el sueño! ¿Sientes en las venas
La vida como yo?
¡Ah! ¿No eres sombra de la noche oscura
Que vive en mi dolor?
Ven, el charrúa posará sus labios
Donde poses el pie;
Vamos con tus hermanos. A las sombras
Yo volveré después.
No se abrirá dos veces con la aurora
La flor de guabiyú;
No mojarán dos lunas en el río
Su temblorosa luz,
Y ya el charrúa el sueño que no acaba
Comenzará a dormir,
Pues siente ya en sus huesos mucho frío…
¡El frío de morir!
¿Oyes el canto? Ya anda entre las ramas
Con su canto el urú:
El pájaro que anuncia las auroras
Y llora por la luz.
¿No lo sientes? Es triste como el indio,
Dulce como el sabiá…
¡No hieras, virgen, al salvaje enfermo
Que la noche sin lunas va a cruzar!
La noche sin auroras y sin cantos,
Donde corren sin fin
Las almas perseguidas, que aspiraron
La flor del curupí.
Sólo una vida tiene, una tan sólo
El indio para tí;
T ú no dirás su nombre dulcemente.
El volverá a morir,
Allá en el bosque donde el astro hermoso
Nunca se ve asomar,
Donde vuelan los pájaros oscuros
Que no duermen jamás;
Donde duerme la madre del charrúa
Tan blanca como tú,
Donde los fuegos de su hogar primero
Brillaron con su luz.
Nadie dirá con llanto de ternura:
¡Ha muerto Tabaré!
Nadie verá los huesos con tristeza,
De mi cuerpo que fué;
Mas la ligera madre del venado
Herido en el chircal,
Sobre los huesos del cacique muerto
Por el venado herido balará.
Vamos con tus hermanos. A su selva
El indio volverá.
Su raza ha muerto; se apagaron todos
Los fuegos de su hogar.
Ya siento el sueño negro que no acaba
En mis huesos correr;
Vamos hasta el hogar de tus hermanos;
Allí te dejaré.
Tú quedarás como te vio en los sueños
El indio Tabaré
Que va a cruzar entre los negros toldos
Para nunca volver:
Pura como las aguas transparentes
Que duermen en el Hum
Cuando en los aires enmudece el viento
Del Paraná-guazú.
Vamos con tus hermanos; no me hieras,
El indio no te odió;
Tú lo has seguido siempre, derramando
En sus venas dolor;
Tú te has llevado el sueño de sus noches
Y el fuego de su hogar,
Las alas de sus flechas, y la fuerza
De su arco de urunday.
Vamos con tus hermanos. A su selva
El indio volverá
¡A morir con su raza y con los fuegos
De su salvaje hogar!
La voz del indio suena dulcemente,
Como suenan las auras
En los bosques del Hum, cuando las sombras
Que durmieron en él se desparraman.
Blanca lo escucha como se oye el eco
De canción olvidada,
Que en ráfagas acude al pensamiento
Sin que el labio consiga formularla.
Pende en los labios de la absorta niña
La tímida palabra
De la trunca oración, y mira al indio
Con expresión atónita y extraña.
En sus ojos azules ha creído
Ver algo que esperaba,
Algo como la estrella de las tardes
Que en las riberas alumbró sus lágrimas;
Punto de luz en que miraba acaso
Aquella madre blanca
Que se acostó a morir bajo los ceibos
Y en el dolor de su hijo despertaba.
La niña vio la luz en el abismo;
Y alguien que habló en su alma:
«Esa es, le dijo, tu soñada lumbre,
Pero ese abismo sólo Dios lo salva».
Todo lo comprendió, y amó al salvaje
Como las tumbas aman;
Como se aman dos fuegos de un sepulcro
Al confundirse en una sola llama;
Como de dos deseos imposibles
Se aman las esperanzas,
Cual se ama, desde el borde del abismo
Al vértigo que vive en sus entrañas.