I
Duerme San Salvador entre rumores.
Corre a sus pies el río
Remedando el arrullo de una tórtola
Con su blando y monótono ruido.
El centinela en el bastión se duerme
Y, al verlo allí tranquilo,
Juegan con su arcabuz y con su yelmo,
Los invisibles genios de los indios.
Con sus ojos pequeños, y sus cuerpos
Desnudos y cobrizos,
Con sus pechos y pómulos salientes,
Sus labios gruesos y cabellos rígidos:
Engendros microscópicos que observan
Al soldado dormido,
Trepan por él, lo palpan, cuchichean,
Y en grupos los recorren con sigilo,
Y danzan en su torno de las manos,
Golpeando el suelo con alegre ritmo,
O, al compás de los ruidos de la noche,
Se mecen, en los aires suspendidos,
Lanzando esas fugaces carcajadas
O esos pequeños gritos
Que se oyen en las noches silenciosas
Sin verse quién respira en el vacío.
¿Cómo puede dormir, soñar acaso
Ese hombre? ¿No habrá visto
Esas manchas de sangre que aparecen
Del astro solitario sobre el disco?
Las horas, impregnadas de indolencia,
Al soldado han vencido;
Juegan con su arcabuz y con su yelmo
Los invisibles genios de los indios.
II
¿Sentís moverse ese cardal cercano,
Y el roce de esos cuerpos escondidos,
Que se arrastran, cual suele entre los juncos
Arrastrarse callado el cocodrilo?
¿No veis entre las ramas asomarse
Los temerosos rostros de los indios
Embijados de rojo, y dibujados
Con trazos verdes, negros y amarillos?
Las plumas de sus frentes se confunden
Con las hojas del cardo; el remolino
Del viento suave, al agitar las ramas,
Descubre aquí y allá rostros cobrizos,
Brazos que se abren paso cautelosos,
Entre el tupido bosque de espinillos,
Cuerpos a medio incorporarse. Vedlos.
Salen al llano en dirección al río.
Aquél es Ybipué. ¿Quién no conoce
Al tubichá, tan fiero como listo,
Que al avestruz alcanza y al venado,
Y apresa entre las aguas al carpincho?
Cayú es aquel que corre entre las chircas.
Se le conoce en el profundo signo
Que, con su hacha de piedra, le ha grabado
En la cabeza el arachán Siripo.
¿También tú, Guaycurú? De los cristianos
Tú te dijiste servidor sumiso;
Ese casco que llevas y esa adarga
De Garay los ganaste en el servicio.
Tú fuiste el mensajero de tu tribu.
Rompiste en la rodilla tu macizo
Arco de ñandubay y, en tu piragua,
O a nado, en son de paz, cruzaste el río.
¿No es esa una mujer? Es Tabolia.
Sabe arrancar la piel al enemigo
Y ya más de una de ellas ha colgado
En el movible toldo de sus hijos.
Ella no exprime el fruto del quebracho,
Ni recoge en la selva para su indio
La miel del guabiyú, ni lleva el toldo,
Ni entona el yaraví de triste ritmo.
Tiene en su labio el signo del guerrero;
Suena en la lucha su salvaje grito,
Y en el desnudo seno apoya el arco
En que viene la muerte a hacer su nido.
Yamandú va adelante. El negro brazo
Hacia atrás extendido,
Silencio impone a la jadeante turba
Con ademan nervioso y expresivo,
Mientras él se incorpora; la cabeza
Saca de entre las matas y, al tranquilo
Resplandor de la luna, ya cercano
Observa al silencioso caserío.
III
Blanca duerme. La lámpara en la alcoba
De la inocente niña
Su dormida cabeza en la almohada
Con trémulas aureolas ilumina.
Entreabiertos sus párpados,
Dejan adivinar en sus pupilas,
Como una estrella en el oscuro lago,
La lumbre palpitante de la vida.
Los invisibles labios de un ensueño
Parecen apoyarse en su mejilla,
Y comprimir su boca
Con los pliegues del llanto o la sonrisa.
Una oración acaso,
A medio terminar, interrumpida
Por el sueño, ha quedado abandonada
Entre los labios de la hermosa niña,
Que unos ratos parece recogerla,
Moverla entre ellos pura e instintiva,
Y ofrecerla a los ángeles que nadan
En el callado ambiente que respira.
¿Duerme? ¿O en el vahido indescriptible
Intermedio entre el sueño y la vigilia
La realidad y la ilusión se estrechan
Y en su espíritu flotan confundidas?
¿Conserva esa conciencia vacilante,
Esa confusa actividad que infiltra
La voluntad del hombre en los ensueños
Que en lo oscuro procuran sumergirla?
IV
Acaso no dormía. Se incorpora;
En el espacio la mirada fija;
Separa los cabellos de su frente,
Y escucha inmóvil, temblorosa, lívida.
Vedla en el borde del revuelto lecho.
¿Qué ve? ¿Sueña? ¿Delira?
¿Quién derrama en el alma de la virgen
Ese terror que asoma a sus pupilas?
¡Ah! Blanca no ha soñado.
La ronca gritería
Que llegó hasta su oído, se repite,
Crece, arrecia, se acerca, no es mentira.
Es el malón salvaje
Derramado en la villa;
El aullido terrible de la fiera
Que se revuelve en medio a su agonía.
¡Indios! ¡Los indios vienen!
En medio de la grita
Se oye clamar ¡Los indios! ¡El charrúa!
¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!… Suena la esquila
Sobre el pajizo techo
De la humilde capilla,
Con ayes repetidos de rebato;
Estalla un arcabuz, el plomo silba.
¡Ah del valiente hidalgo!
¡Los indios en la villa!
¿Do está la espada, brazo de la muerte,
Que en las batallas Don Gonzalo vibra?
El salvaje alarido
Con que las tribus su valor excitan,
Suena, cual si los átomos del aire
Para aullar y gemir cobraran vida.
Y vuelan las saetas
Que sus colmillos en el aire afilan,
Y en ellas, discurriendo por la sombra,
Silba la muerte como errante víbora.
Como el penacho ardiente
Del yelmo de un demonio, va encendida
Su roja cabellera desgarrando
En los aires la bola arrojadiza;
Y se quiebran las ramas,
Los árboles oscilan,
Despierta el arcabuz, pero sin rumbo
El plomo vuela, el fogonazo brilla.
Y el salvaje alarido
Levanta a los jaguares que dormían
Y se alejan corriendo, Ya los pájaros
Que huyen despavoridos a las islas.
Y el malón se dilata
Como reptil inmenso, que se agita
En mortal convulsión, y envuelve al pueblo,
Y lo estruja, y lo ahoga en sus anillas.
¡Ay del pueblo dormido!
¡Ay de la hermosa niña!
¿Quién duerme dulce sueño, quién descansa
Al lado de la fiera que agoniza?
V
Mal ajustado el yelmo,
La cota mal ceñida,
Con la espada desnuda, Don Gonzalo
Ha estrechado a su esposa; a sus rodillas
Se ha abrazado gimiendo
Su hermana Blanca. El capitán vacila.
Ruje el malón afuera… ¡Cierra España!
Se oye clamar en medio de la grita.
¡Gonzalo, no nos dejes!
Gonzalo, si te vas, ¿quién nos auxilia?
¡Santiago! ¡Cierra España!… Ruje el indio:
¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!… ¡Ah, por Castilla!
De los queridos brazos
Se arranca el capitán, corre a la lidia;
Ha huido Doña Luz y, junto al lecho,
Blanca ha caído como flor marchita.
VI
Las macanas que agitan los charrúas
Ya están en sangre tintas,
Y brotan sangre los desnudos cuerpos
Y fuego las pupilas.
Rueda el incendio en los pajizos techos,
Como de aladas víboras
Una bandada inmensa que, entre el humo
Y el rojizo fulgor, se arremolina.
Con retumbante son, en las rodelas
Chocan las mazas indias;
Mudo está el arcabuz, porque el charrúa
El cuerpo ciñe a la armadura misma
Del español, y clava
En él sus dientes que la rabia irrita;
Y ruedan ambos en estrecho nudo
Estremeciendo el suelo en su caída.
Los alaridos crecen;
Recrudece la brega, y la rojiza
Claridad del incendio, los pintados
Rostros de los salvajes ilumina;
Se refleja en las aguas
En fantástica danza, y en la villa
Las desnudas siluetas de los indios
Por todas partes cruzan fugitivas,
Como sombras extrañas e impalpables
Que los aires vomitan,
Y, a la voz de un conjuro, se levantan
Cuajando en las tinieblas sacudidas.
¡Ay de la dulce hermana
De la estrella que alumbra las colinas
Cuando la tarde entona sus rumores
Al quedarse dormida entre las islas!
VIl
¿No es Yamandú el cacique
El que huye allá en la sombra?
Corre volviendo el rostro abigarrado,
Huye trepando las cercanas lomas.
Es él; bien se distinguen
Sus gigantescas formas;
Bien se conoce el matorral de plumas
Que su cabeza en el combate adorna.
Es él. ¿Porqué va huyendo?
¿Porqué la lucha Yamandú abandona?
¿Teme la muerte el guaraní cobarde
Después que él mismo concitó las hordas?
No: el indio ha conquistado
Lo que su ardor provoca:
El fué una vez a la española villa,
Y vio una virgen. Lo siguió su sombra
Al bosque de los talas,
A su movible choza;
Hirvió su sangre; la pasión salvaje
Brutal y ciega devoró sus horas.
Miradlo: entre sus brazos
Conduce a la española:
¡Es Blanca! Blanca, la inocente hermana
De la tranquila estrella de las lomas!
Blanca, cuyos lamentos
En el aire sofoca
El último clamor de la batalla
Que desgarrando los espacios flota;
Blanca que se retuerce,
Y forceja, y se ahoga,
En ese nudo de viviente hierro
Que hace crujir sus delicadas formas.
Lleva tan solo de su lecho aun tibio
Las desceñidas ropas;
Entre los brazos negros del charrúa
Se ven alas de un nido de palomas;
Y entre el pecho nervudo
Y la mano callosa,
La cabeza de Blanca va oprimida
Inmóvil y encajada entre dos rocas.
VIII
Allá en el horizonte
Una raya de luz traza la aurora;
Luz vaga y cenicienta que franjea
Los ropages talares de las sombras.
Los últimos charrúas
El incendiado pueblo ya abandonan,
Y en grupos se dirigen a la selva
Dando alaridos que el espacio asordan;
Y, sobre el nimbo tenue
Que circunda la frente de las lomas,
A ratos se proyecta, siempre huyendo,
La silueta del indio y la española.
IX
Cuando se lo dijeron,
La planta vaciló de Don Gonzalo;
Perdió el mundo las formas a sus ojos
Y, para no caer, se asió de un árbol.
Zumbaron sus oídos
Con gritos y lamentos prolongados,
Y ese llanto sin lágrimas, que baña
La raíz del dolor, secó sus párpados.
El nombre de su hermana
Con un ruego brotó de entre sus labios,
Sintió la sombra de su madre extinta
Alzarse suplicante allí a su lado;
Y, como negras brotan
Las nubes sobre el fondo de un relámpago
De Tabaré el recuerdo presentóse
En el fondo del alma de Gonzalo.
Tabaré a quien el jefe
Buscó siempre en la lucha sin hallarlo;
¿Quién sino él, pensaba, de los indios
La turba vil como caudillo trajo?
¿Qué otra cosa en su mente
Acariciaba aquel salvaje huraño,
Cuando en las altas horas por el pueblo
Solía discurrir con sobresalto?
X
Duró sólo un instante
Del abatido joven el letargo;
Un instante mortal en que perdiera
La conciencia del tiempo y del espacio.
Cuando alzó la mirada.
Vio que sus hombres de armas, a su lado,
Por su intenso dolor sobrecogidos
En silencio lo estaban contemplando.
Los vio como quien vuelve,
De larga ausencia, los hallaba extraños;
Meditó, recordó… y un grito sordo
Lanzó al hallar de su dolor el rastro.
¡Ah, ya os comprendo, amigos!
El bosque entero arrancaréis de cuajo.
Lo arrancareis, ¿verdad? ¡Oh, en vuestras venas
Sangre española no discurre en vano!
¡Mis valientes, mis fieles!
¿La oís? Os llama sollozando… ¡vamos!
¿Cuándo una dama ha recurrido en valde
Al hidalgo valor de un castellano?
¡Es mi Blanca!, ¡mi hermana!
¿La recordáis? ¿Lo veis? No está a mi lado.
Y no está muerta… ¡ni siquiera muerta!
¿Sentís su voz? ¿No la sentís, mis bravos?
Yo a mi maldita suerte
Su inocencia y su vida he vinculado;
Yo la arrojé a las fauces de las fieras
Del salvaje desierto americano.
¡Y era el último ruego
De mi madre espirante su cuidado!
Para ella fué, para mi tierna hermana
La última gota del sagrado llanto.
Yo juro, al que la salve
Ceder mi vida, mi blasón hidalgo.
¡Damián! ¡Ramiro! ¡Vamos, Padre Esteban!
Es tiempo aun, y nos está esperando.
Corramos a salvarla…
¿Españoles no sois? ¿No sois soldados?
¡Yo juro a Dios que vadearé el infierno,
Si el infierno se opone ante mi paso!