CANTO TERCERO

I

Duerme San Salvador entre rumores.

Corre a sus pies el río

Remedando el arrullo de una tórtola

Con su blando y monótono ruido.

El centinela en el bastión se duerme

Y, al verlo allí tranquilo,

Juegan con su arcabuz y con su yelmo,

Los invisibles genios de los indios.

Con sus ojos pequeños, y sus cuerpos

Desnudos y cobrizos,

Con sus pechos y pómulos salientes,

Sus labios gruesos y cabellos rígidos:

Engendros microscópicos que observan

Al soldado dormido,

Trepan por él, lo palpan, cuchichean,

Y en grupos los recorren con sigilo,

Y danzan en su torno de las manos,

Golpeando el suelo con alegre ritmo,

O, al compás de los ruidos de la noche,

Se mecen, en los aires suspendidos,

Lanzando esas fugaces carcajadas

O esos pequeños gritos

Que se oyen en las noches silenciosas

Sin verse quién respira en el vacío.

¿Cómo puede dormir, soñar acaso

Ese hombre? ¿No habrá visto

Esas manchas de sangre que aparecen

Del astro solitario sobre el disco?

Las horas, impregnadas de indolencia,

Al soldado han vencido;

Juegan con su arcabuz y con su yelmo

Los invisibles genios de los indios.

II

¿Sentís moverse ese cardal cercano,

Y el roce de esos cuerpos escondidos,

Que se arrastran, cual suele entre los juncos

Arrastrarse callado el cocodrilo?

¿No veis entre las ramas asomarse

Los temerosos rostros de los indios

Embijados de rojo, y dibujados

Con trazos verdes, negros y amarillos?

Las plumas de sus frentes se confunden

Con las hojas del cardo; el remolino

Del viento suave, al agitar las ramas,

Descubre aquí y allá rostros cobrizos,

Brazos que se abren paso cautelosos,

Entre el tupido bosque de espinillos,

Cuerpos a medio incorporarse. Vedlos.

Salen al llano en dirección al río.

Aquél es Ybipué. ¿Quién no conoce

Al tubichá, tan fiero como listo,

Que al avestruz alcanza y al venado,

Y apresa entre las aguas al carpincho?

Cayú es aquel que corre entre las chircas.

Se le conoce en el profundo signo

Que, con su hacha de piedra, le ha grabado

En la cabeza el arachán Siripo.

¿También tú, Guaycurú? De los cristianos

Tú te dijiste servidor sumiso;

Ese casco que llevas y esa adarga

De Garay los ganaste en el servicio.

Tú fuiste el mensajero de tu tribu.

Rompiste en la rodilla tu macizo

Arco de ñandubay y, en tu piragua,

O a nado, en son de paz, cruzaste el río.

¿No es esa una mujer? Es Tabolia.

Sabe arrancar la piel al enemigo

Y ya más de una de ellas ha colgado

En el movible toldo de sus hijos.

Ella no exprime el fruto del quebracho,

Ni recoge en la selva para su indio

La miel del guabiyú, ni lleva el toldo,

Ni entona el yaraví de triste ritmo.

Tiene en su labio el signo del guerrero;

Suena en la lucha su salvaje grito,

Y en el desnudo seno apoya el arco

En que viene la muerte a hacer su nido.

Yamandú va adelante. El negro brazo

Hacia atrás extendido,

Silencio impone a la jadeante turba

Con ademan nervioso y expresivo,

Mientras él se incorpora; la cabeza

Saca de entre las matas y, al tranquilo

Resplandor de la luna, ya cercano

Observa al silencioso caserío.

III

Blanca duerme. La lámpara en la alcoba

De la inocente niña

Su dormida cabeza en la almohada

Con trémulas aureolas ilumina.

Entreabiertos sus párpados,

Dejan adivinar en sus pupilas,

Como una estrella en el oscuro lago,

La lumbre palpitante de la vida.

Los invisibles labios de un ensueño

Parecen apoyarse en su mejilla,

Y comprimir su boca

Con los pliegues del llanto o la sonrisa.

Una oración acaso,

A medio terminar, interrumpida

Por el sueño, ha quedado abandonada

Entre los labios de la hermosa niña,

Que unos ratos parece recogerla,

Moverla entre ellos pura e instintiva,

Y ofrecerla a los ángeles que nadan

En el callado ambiente que respira.

¿Duerme? ¿O en el vahido indescriptible

Intermedio entre el sueño y la vigilia

La realidad y la ilusión se estrechan

Y en su espíritu flotan confundidas?

¿Conserva esa conciencia vacilante,

Esa confusa actividad que infiltra

La voluntad del hombre en los ensueños

Que en lo oscuro procuran sumergirla?

IV

Acaso no dormía. Se incorpora;

En el espacio la mirada fija;

Separa los cabellos de su frente,

Y escucha inmóvil, temblorosa, lívida.

Vedla en el borde del revuelto lecho.

¿Qué ve? ¿Sueña? ¿Delira?

¿Quién derrama en el alma de la virgen

Ese terror que asoma a sus pupilas?

¡Ah! Blanca no ha soñado.

La ronca gritería

Que llegó hasta su oído, se repite,

Crece, arrecia, se acerca, no es mentira.

Es el malón salvaje

Derramado en la villa;

El aullido terrible de la fiera

Que se revuelve en medio a su agonía.

¡Indios! ¡Los indios vienen!

En medio de la grita

Se oye clamar ¡Los indios! ¡El charrúa!

¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!… Suena la esquila

Sobre el pajizo techo

De la humilde capilla,

Con ayes repetidos de rebato;

Estalla un arcabuz, el plomo silba.

¡Ah del valiente hidalgo!

¡Los indios en la villa!

¿Do está la espada, brazo de la muerte,

Que en las batallas Don Gonzalo vibra?

El salvaje alarido

Con que las tribus su valor excitan,

Suena, cual si los átomos del aire

Para aullar y gemir cobraran vida.

Y vuelan las saetas

Que sus colmillos en el aire afilan,

Y en ellas, discurriendo por la sombra,

Silba la muerte como errante víbora.

Como el penacho ardiente

Del yelmo de un demonio, va encendida

Su roja cabellera desgarrando

En los aires la bola arrojadiza;

Y se quiebran las ramas,

Los árboles oscilan,

Despierta el arcabuz, pero sin rumbo

El plomo vuela, el fogonazo brilla.

Y el salvaje alarido

Levanta a los jaguares que dormían

Y se alejan corriendo, Ya los pájaros

Que huyen despavoridos a las islas.

Y el malón se dilata

Como reptil inmenso, que se agita

En mortal convulsión, y envuelve al pueblo,

Y lo estruja, y lo ahoga en sus anillas.

¡Ay del pueblo dormido!

¡Ay de la hermosa niña!

¿Quién duerme dulce sueño, quién descansa

Al lado de la fiera que agoniza?

V

Mal ajustado el yelmo,

La cota mal ceñida,

Con la espada desnuda, Don Gonzalo

Ha estrechado a su esposa; a sus rodillas

Se ha abrazado gimiendo

Su hermana Blanca. El capitán vacila.

Ruje el malón afuera… ¡Cierra España!

Se oye clamar en medio de la grita.

¡Gonzalo, no nos dejes!

Gonzalo, si te vas, ¿quién nos auxilia?

¡Santiago! ¡Cierra España!… Ruje el indio:

¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!… ¡Ah, por Castilla!

De los queridos brazos

Se arranca el capitán, corre a la lidia;

Ha huido Doña Luz y, junto al lecho,

Blanca ha caído como flor marchita.

VI

Las macanas que agitan los charrúas

Ya están en sangre tintas,

Y brotan sangre los desnudos cuerpos

Y fuego las pupilas.

Rueda el incendio en los pajizos techos,

Como de aladas víboras

Una bandada inmensa que, entre el humo

Y el rojizo fulgor, se arremolina.

Con retumbante son, en las rodelas

Chocan las mazas indias;

Mudo está el arcabuz, porque el charrúa

El cuerpo ciñe a la armadura misma

Del español, y clava

En él sus dientes que la rabia irrita;

Y ruedan ambos en estrecho nudo

Estremeciendo el suelo en su caída.

Los alaridos crecen;

Recrudece la brega, y la rojiza

Claridad del incendio, los pintados

Rostros de los salvajes ilumina;

Se refleja en las aguas

En fantástica danza, y en la villa

Las desnudas siluetas de los indios

Por todas partes cruzan fugitivas,

Como sombras extrañas e impalpables

Que los aires vomitan,

Y, a la voz de un conjuro, se levantan

Cuajando en las tinieblas sacudidas.

¡Ay de la dulce hermana

De la estrella que alumbra las colinas

Cuando la tarde entona sus rumores

Al quedarse dormida entre las islas!

VIl

¿No es Yamandú el cacique

El que huye allá en la sombra?

Corre volviendo el rostro abigarrado,

Huye trepando las cercanas lomas.

Es él; bien se distinguen

Sus gigantescas formas;

Bien se conoce el matorral de plumas

Que su cabeza en el combate adorna.

Es él. ¿Porqué va huyendo?

¿Porqué la lucha Yamandú abandona?

¿Teme la muerte el guaraní cobarde

Después que él mismo concitó las hordas?

No: el indio ha conquistado

Lo que su ardor provoca:

El fué una vez a la española villa,

Y vio una virgen. Lo siguió su sombra

Al bosque de los talas,

A su movible choza;

Hirvió su sangre; la pasión salvaje

Brutal y ciega devoró sus horas.

Miradlo: entre sus brazos

Conduce a la española:

¡Es Blanca! Blanca, la inocente hermana

De la tranquila estrella de las lomas!

Blanca, cuyos lamentos

En el aire sofoca

El último clamor de la batalla

Que desgarrando los espacios flota;

Blanca que se retuerce,

Y forceja, y se ahoga,

En ese nudo de viviente hierro

Que hace crujir sus delicadas formas.

Lleva tan solo de su lecho aun tibio

Las desceñidas ropas;

Entre los brazos negros del charrúa

Se ven alas de un nido de palomas;

Y entre el pecho nervudo

Y la mano callosa,

La cabeza de Blanca va oprimida

Inmóvil y encajada entre dos rocas.

VIII

Allá en el horizonte

Una raya de luz traza la aurora;

Luz vaga y cenicienta que franjea

Los ropages talares de las sombras.

Los últimos charrúas

El incendiado pueblo ya abandonan,

Y en grupos se dirigen a la selva

Dando alaridos que el espacio asordan;

Y, sobre el nimbo tenue

Que circunda la frente de las lomas,

A ratos se proyecta, siempre huyendo,

La silueta del indio y la española.

IX

Cuando se lo dijeron,

La planta vaciló de Don Gonzalo;

Perdió el mundo las formas a sus ojos

Y, para no caer, se asió de un árbol.

Zumbaron sus oídos

Con gritos y lamentos prolongados,

Y ese llanto sin lágrimas, que baña

La raíz del dolor, secó sus párpados.

El nombre de su hermana

Con un ruego brotó de entre sus labios,

Sintió la sombra de su madre extinta

Alzarse suplicante allí a su lado;

Y, como negras brotan

Las nubes sobre el fondo de un relámpago

De Tabaré el recuerdo presentóse

En el fondo del alma de Gonzalo.

Tabaré a quien el jefe

Buscó siempre en la lucha sin hallarlo;

¿Quién sino él, pensaba, de los indios

La turba vil como caudillo trajo?

¿Qué otra cosa en su mente

Acariciaba aquel salvaje huraño,

Cuando en las altas horas por el pueblo

Solía discurrir con sobresalto?

X

Duró sólo un instante

Del abatido joven el letargo;

Un instante mortal en que perdiera

La conciencia del tiempo y del espacio.

Cuando alzó la mirada.

Vio que sus hombres de armas, a su lado,

Por su intenso dolor sobrecogidos

En silencio lo estaban contemplando.

Los vio como quien vuelve,

De larga ausencia, los hallaba extraños;

Meditó, recordó… y un grito sordo

Lanzó al hallar de su dolor el rastro.

¡Ah, ya os comprendo, amigos!

El bosque entero arrancaréis de cuajo.

Lo arrancareis, ¿verdad? ¡Oh, en vuestras venas

Sangre española no discurre en vano!

¡Mis valientes, mis fieles!

¿La oís? Os llama sollozando… ¡vamos!

¿Cuándo una dama ha recurrido en valde

Al hidalgo valor de un castellano?

¡Es mi Blanca!, ¡mi hermana!

¿La recordáis? ¿Lo veis? No está a mi lado.

Y no está muerta… ¡ni siquiera muerta!

¿Sentís su voz? ¿No la sentís, mis bravos?

Yo a mi maldita suerte

Su inocencia y su vida he vinculado;

Yo la arrojé a las fauces de las fieras

Del salvaje desierto americano.

¡Y era el último ruego

De mi madre espirante su cuidado!

Para ella fué, para mi tierna hermana

La última gota del sagrado llanto.

Yo juro, al que la salve

Ceder mi vida, mi blasón hidalgo.

¡Damián! ¡Ramiro! ¡Vamos, Padre Esteban!

Es tiempo aun, y nos está esperando.

Corramos a salvarla…

¿Españoles no sois? ¿No sois soldados?

¡Yo juro a Dios que vadearé el infierno,

Si el infierno se opone ante mi paso!