I
¿Quién grita por allá, que tiembla el bosque,
Y hasta los aires tiemblan?
Un vago resplandor, allá a lo lejos,
Sobre el oscuro cielo se proyecta;
Destaca el bosquecillo, cuyas formas
Vacilantes revela,
Y alumbra aquel ombú que solo y negro
Está de pie durmiendo allá en la cuesta.
Parece que se mueven un instante
Las lomas soñolientas
Que en la turbada oscuridad estaban,
Y que asoman en medio a las tinieblas.
… … … … … … … … … … … …
De nuevo el alarido temeroso
En los aires revienta.
¿El hambre acaso tiene congregadas
Allá en los matorrales a las fieras?
No: las fieras, miradlas: en rebaños,
Tendidas las orejas,
Saltan de aquí y de allá; sobre las lomas
Se detienen volviendo las cabezas;
Emprenden nuevamente amedrentadas
Su rápida carrera;
Alargando los cuerpos se deslizan
Con sigiloso paso entre las breñas;
Enarcando los lomos amarillos
Acurrucadas quedan,
Y en la profunda oscuridad del soto
Sus dos ojos de fuego centellean.
El avestruz corriendo en la llanura
Va con las alas sueltas;
Se siente el aleteo de los pájaros
Que abandonan sus nidos y se alejan;
La rápida carrera del venado
Que salta en la maleza,
Y tímidas manadas de carpinchos
Que corren a buscar sus madrigueras.
II
¿Quién va? ¿Qué sombras son las que corriendo
Van entre las tinieblas
E indican, con los brazos extendidos,
El resplandor de la lejana hoguera?
Son los indios charrúas. Han brillado
Los fuegos de la guerra
En las lomas del Hum; fuegos de muerte
Lucen del Uruguay en las riberas.
Y el indio que al venado perseguía
En las pampas desiertas;
Y el que encendía el tronco de algarrobo
En el hogar del valle, Ya las flechas
Ataba con los nervios del carpincho
El colmillo de piedra,
O la cuerda del arco retorcía
Formada de flexible enredadera;
Y el que miraba más allá, tendido
Con su eterna indolencia,
A sus mujeres fermentar la chicha
Y levantar las pieles de la tienda,
Todos vieron los fuegos de las lomas
Y alzaron las cabezas,
Y señalando el resplandor gritaron:
¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú! ¡Fuegos de guerra!
Todos caminan; todos han tomado
Sus lanzas y sus flechas;
Se han pintado los rostros y los cuerpos
Con rayas muy azules y muy negras,
Inyectando en su piel los jugos agrios
De las silvestres yerbas
Que el venado no come ni la nutria,
Y que crecen de noche entre las piedras
Bajo las cuales, en las altas horas,
Ladra el zorro en su cueva
Y se esconde la iguana perseguida
O anida la lechuza o la culebra.
Todos caminan; llevan en sus cuerpos
Arreos de pelea:
Las plumas de ñandú[26] sobre la frente,
En las lanzas, humanas cabelleras.
¿Adonde van? Donde los llama el fuego,
El fuego de la guerra;
El que anuncia la muerte del cacique
Allá en el bosquecillo de las ceibas.
¡Ahú, ahú, ahú! Corren los indios
Gritando en las tinieblas,
Y el turbado silencio de la noche
Huye a esconderse en la inmediata selva.
III
Las nubes de humo denso iluminado
Que en el aire se elevan
Sobre la masa oscura de los árboles,
Marcan el sitio en que las tribus velan;
Desde lejos se ven de los charrúas
Las oscuras siluetas
Que, cruzando y saltando entre los troncos,
Sobre el rojizo fondo se proyectan.
IV
¡Extraño funeral! Los indios ebrios
Avivan diez hogueras
Encendidas en torno de un cadáver
Tendido sobre un lecho de maleza.
Es un viejo cacique. El sueño frío
Se ha entrado por sus venas;
Nadie pudo arrancarlo con los labios
De la piel del anciano; quedó en ella,
Dejándole el color amarillento
Que entristece a las ceibas
Cuando el viento se enfría, y de las ramas
Las hojas bajan a morir en tierra.
Los médicos el vientre del cacique
Han chupado con fuerza
Por arrancarle el dardo y el gusano
Que le causaban mal. Inútil brega.
Vedlo tendido, inmóvil, taciturno,
Tan largo como era;
Los indios gritan, en su torno corren,
Y las abiertas bocas se golpean.
El arco de urunday[27] tiene el cadáver
Entre las manos yertas;
A su lado la lanza y la macana
Han colocado, y las agudas flechas,
Y pieles de venados y vasijas
En que el zumo fermenta
De guaviyús silvestres y algarrobas,
Y de la miel que forman las abejas.
V
Las tribus cuidan de que tenga el muerto
Las pupilas abiertas;
Bien atadas han puesto en su cintura
Las silvadoras bolas de pelea;
Y, por que espante entre los toldos negros,
A Añang y a Macachera,
Con jugos de urucú[28] pintan su cuerpo
Y le embijan el rostro que amedrenta.
Tiene azules los pómulos salientes;
Amarillas y negras
Son las rayas que cruzan sus mejillas,
Y su pecho y sus brazos y sus piernas.
El deformado rostro del cadáver
Forma una horrible mueca
Que infundirá terror, cuando el cacique
De los genios del aire se defienda.
VI
¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú! Por todos lados
Los indios atraviesan;
Aullan, corren, corren jadeantes,
Dando al aire las rígidas melenas.
Hacen silbar las bolas, agitadas
En torno a sus cabezas,
Chocan las lanzas, los cerrados puños
Con feroz ademán al aire elevan,
Y forman un acorde indescriptible
Que en los aires revienta:
Ebullición de gritos y clamores,
Golpes, imprecaciones y carreras.
Ya hiriéndolos de lleno, ya a lo lejos
Bañándolos a medias,
Según que a las hogueras se aproximan,
O de ellas con el vértigo se alejan,
La lumbre hace brotar, como arrancados
Del medio en que voltean,
Cuerpos desnudos, rostros que aparecen
Y se hunden nuevamente en las tinieblas.
VII
¿No son mujeres esas que ahora alumbran
De lleno las hogueras,
Esas que danzan en redor del muerto
Y sus pequeños en los brazos llevan?
Sí: son madres de indios. Sus cabellos,
En oscuras guedejas,
Flotan sobre las mórbidas espaldas
Ceñidos en la frente; mas no velan
Los cuerpos palpitantes y desnudos
En que los fuegos tiemblan
Dando relieve a los redondos senos
Y las formas turgentes y correctas.
Sus movimientos tienen convulsivos
Cierta ruda cadencia,
Y sus formas desnudas, a las formas
De la hembra del venado se asemejan.
Sus ojos negros brillan empapados
En la luz y chispean;
Se cimbran sus elásticas cinturas
En largas plumas de avestruz envueltas.
Los collares de piedras de colores
En sus gargantas suenan,
Y los cintillos de brillantes plumas
Adornan sus tobillos y muñecas.
El que ajustado llevan en la frente
Al erguirse sobre esta,
Da a la figura la esbeltez del pájaro
Que su penacho en el sauzal ostenta.
Las indias van cantando; sus cantares
Son una extraña mezcla
De alaridos y gritos quejumbrosos
Que en un ritmo monótono se estrechan.
Las ruidosas bandadas de gaviotas
Que sobre el agua vuelan
Gritan como esas indias, y en el aire
Como ellas se revuelven y atrepellan.
La turba de los indios las empuja,
Y las mujeres ruedan
Heridas, dando gritos, que al vagido
Se mezclan de sus hijos. No se arredran:
De nuevo se levantan, y prosiguen
En su danza frenética,
Y en los cantares bárbaros que entonan
En torno del cadáver dando vueltas.
VIII
En redor de aquel fuego y en cuclillas
Ved a esas indias viejas;
Casi con las rodillas sobre el pecho
Revuelven sus vasijas y bostezan.
Sobre sus rostros penden los cabellos,
Que el tiempo no blanquea,
Como retoños lacios y marchitos
Que aun de sus troncos vacilantes cuelgan.
No se adornan los cuerpos angulosos;
Sus mandíbulas secas
Mastican algo que al brevaje arrojan
Que en las silvestres cascaras fermenta;
Gritan de vez en cuando, y se levantan,
Y de nuevo se sientan.
Hay en sus voces algo de chirrido
Que acaso al grito del chajá se acerca.
IX
¿Y esos indios de bruces en la sombra?
¿Porqué dan esas quejas?
¿No es sangre lo que brota de sus manos
Que destrozadas muestran?
Se han cortado los dedos. Son parientes
Del cacique que velan;
Se han cortado los dedos con el filo
De sus hachas de piedra.
Así, de que lloraron al anciano
Dan elocuente prueba.
¿Quién pondrá en duda su dolor que a voces
En coro manifiestan?
X
Nadie que aquellos gritos y clamores
En una noche oyera,
Evitaría que el terror llevase
El frío de la muerte hasta sus venas.
Los llantos de mujeres y de niños
En el aire se mezclan
A los gritos, palabras y alaridos
De los indios que airados vociferan,
Y al choque de las armas, y al silbido
De las bolas de piedra,
Ya los golpes de cuerpos desplomados
Que heridos en el suelo se revuelcan.
XI
¿Qué quieren esas gentes? ¿Porqué corren?
¿Qué ven en las tinieblas?
¿A quiénes amenazan en el aire
Y dirigen sus bárbaras arengas?
¡Quién no lo sabe! Espantan a las sombras
Que, en bandadas, se acercan
Al indio muerto, por cerrar sus ojos
Y apagarle los fuegos. Ved: son esas.
Esas que, con sus alas de carancho[29],
Entre las ramas vuelan;
Curupird las sopla y las revuelve,
El negro Añanguazú viene con ellas.
Son los hijos del aire y de la noche
Que andan en las tormentas
Encendiendo sus fuegos en las nubes,
Los grandes ruidos derramando en estas;
Son los perros que roen a las lunas,
Y apagan las estrellas,
Y dan esos ladridos prolongados
Cuando el viento los sopla en sus cavernas;
Los que afilan los dientes de las víboras
Dormidas en sus cuevas,
Y en la yerba que pisan los charrúas
Las arañitas de la muerte siembran.
Son las sombras malditas que al cadáver
Del cacique se acercan,
Para cerrar sus párpados, quedando
Bajo de ellos ocultas; allí esperan
Que se apague del indio la mirada
Y hacia dentro se vuelva.
Entonces lo persiguen y lo acosan
En la noche sin lunas que comienza
Y allí, escondidos en sus toldos negros,
Le disparan sus flechas,
Y allí corren tras él, y lo persiguen
Con los fantasmas de la noche eterna.
XII
El viento se ha calmado; algunas voces.
En medio a la incoherencia
De la grita salvaje, con esfuerzo
Acaso se comprendan.
Oid a esos que cruzan: sus palabras
Claras allí resuenan;
También a aquellos que, con duros gestos,
Amenazando al aire vociferan:
¡Ahú! ¡Dejad al muerto!
¡Dejad al tubichá!
¡No sopléis más la lumbre de sus fuegos!
¡Dejad al muerto, Añang!
—¡No le cerréis los ojos!
—¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú!
—¿Sentís ladrar las sombras que salieron
Del tronco del ombú?
—¡Corred, seguid aquella
¡Que se revuelve allá!
Sacude la maleza con las alas,
Y agita el ñapindá.
¿A quién lleva el fantasma
De rápido correr?
Va fugitivo, y en sus hombros lleva
Al cacique que fué.
—¡Cómo gritan los árboles!
—¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú!
—El aire zumba; son los moscardones
Que corre Añanguazú.
—¡Persiguiendo la luna
Los perros negros van!
—¡Los perros negros que a beber comienzan
Su tibia claridad!
¡Cómo mira esa sombra
Con sus ojos de luz!
—¡Y cómo se retuercen y se alargan
Sus alas de ñandú
—¡El viento! ¡El viento negro!
¡Allá va!, ¡allá va!
¿Quién zumba en él? ¡Las moscas que conduce
Gruñendo el mamangá[30]!
XIII
Las sombras de la noche
Vienen volando en caravana aérea,
Y luchan con las llamas, las sacuden,
Y en torno del hogar revolotean.
Las llamas las rechazan,
Y las detienen en aureola negra,
En cuyo seno los añosos árboles
Cobran formas variables y quiméricas.
Los ojos del cadáver
Horriblemente abiertos, parpadean;
Parece que sus miembros se estremecen
Al avivarse el fuego que lo cerca,
O que el rígido cuerpo
Nada en el aire, flota en las tinieblas,
Y se hunde, y reaparece, y se transforma
Cuando la inquieta llamarada amengua,
Formando un fondo negro
Lleno de líneas vagas y revueltas;
Un medio en que se esfuman y se mueven
Formas abigarradas e incompletas.
XIV
El viento se ha callado entre los aires;
Los salvajes jadean;
Se apoyan en sus lanzas o en los troncos,
O se dejan caer sobre la yerba.
La grita se enrarece; por el aire
Las voces se dispersan.
Suenan aquí los llantos de mujeres;
Allá los magullados aun se quejan.
Los fuegos no avivados languidecen;
Sus oscilantes lenguas
Se mueven como el indio que borracho
Lleva de un hombro al otro la cabeza.
Corre entre aquellas voces un silencio
Semejante al que reina
Sobre la onda del río, cuando acaba
De pasar por el aire la tormenta.
XV
Rompe el silencio un indio. Dando saltos
Desaforado llega;
Da un grito clamoroso, y con su lanza
Pasa de un viejo tronco la corteza.
Habla con grandes voces, sacudiendo
Su cabellera negra;
Sus palabras parecen alaridos
De una ruda y fantástica elocuencia;
Y salta como el tigre, y con la maza
El cuerpo se ensangrienta,
Y sobre el negro matorral de plumas
La bola agita atada a su muñeca.
Son de hierro los miembros de aquel indio;
Su talla gigantesca;
Ramas de sauce negro, los cabellos
Sobre el rostro y los hombros, se despeñan,
Y en los ojos pequeños y escondidos
Las miradas chispean
Como las aguas negras y profundas,
Tocadas por el rayo de una estrella.
XVI
Es el cacique Yamandú. Los indios
Se alzan y lo rodean.
¿Qué quiere Yamandú? Reclama el mando
Mostrando sus heridas y su fuerza.
Nadie como él se descompone el rostro
Con espantosa mueca,
Ni lanza el alarido que, en la lucha,
Brota del hueco de su boca abierta;
Nadie como él en el hinchado labio
La señal atraviesa
Que distingue a los indios de las tribus,
Que más espanto infunden en la guerra.
¿Quién sino él, entonces, a los indios
Llevará a la pelea?
¿Quién sino él, que de enemigos muertos
Cien cabelleras en su toldo ostenta,
Y adorna su garganta con collares
De los dientes y muelas
De arachanes vencidos, cuyas pieles
Forman de su arco la flexible cuerda?
Jamás el gamo, huyendo en la llanura,
Pudo esquivar su flecha,
Ni el avestruz el golpe de su bola
Que silba como víbora sedienta.
¡Ahú!, con grito prolongado clama.
Aquí en el urunday
El indio Yamandú clavó su lanza
¡Nadie la arrancará!
Yo he peleado con ella entre las tribus
Ven salir el sol;
No la he roto jamás en la rodilla,
Ni en mi brazo tembló.
La he clavado en el bosque donde encienden
Los caciques chañas,
Y los minuanos, tapes y bohanes
Los fuegos de su hogar.
Yo arranqué la sangrienta cabellera
Del fiero tubichá
Cuya piragua atravesó las ondas
Del río como mar.
¡Ved mi pellejo! Tiene más heridas
Que plumas el ñandú,
Y que lunas han visto los ancianos
Salir del guaycurú.
Yo derramo la sangre de mi cuerpo,
Y de ella en el chircal
Brotan los yacarés que entre los juncos
Duermen del Uruguay.
Los rayos de los blancos no penetran
En mi curtida piel,
Más dura que la piel de la tortuga
Que cría el arapey.
Mirad mis ojos: brillan en la sombra.
Son de ñacurutú
¿Cuál de los indios tiene la mirada
De mis ojos de luz?
XVII
Un murmullo de asombro se dilata
Entre la turba atenta;
La tribu, fascinada y aturdida,
Nuevo cacique en el salvaje encuentra.
Ya en algunas gargantas comprimido
Está el grito de guerra,
La aclamación al indio cuyos ojos
Al moverse en la sombra centellean.
Entreabiertos e inmóviles los labios
Los indios lo contemplan;
Sobre aquel grupo de desnudos cuerpo
Las rojas llamaradas se reflejan.
Ellas solas se mueven y el cacique
Cuya ruda elocuencia
Es algo como un vértigo que estalla;
Una danza fantástica y siniestra.
Solo él se agita, salta, se retuerce
Con espantosa fuerza.
Inmóvil lo demás; todas las almas
En los ojos absortos se condensan.
¡Nadie, prosigue el indio, dominando
La turba con su voz,
Nadie la lanza que clavó mi brazo
De su tronco arrancó!
Llega a mi toldo, sin morder mis piernas,
El malo añanguazú;
Yo penetro de noche al más oscuro
Bosquecillo del Hum;
Las sombras de los viejos de mi tribu,
Que viven con Tupá,
Van en sus nubes a enseñarme el grito
Que lanzan los chajás;
Los perros que devoran a las lunas
No ladran como yo;
El viento negro de la noche calla
Cuando escucha mi voz.
¿Quién arranca mi lanza? ¿Quién su fuerza
Mide con Yamandú,
El indio de los brazos como el tronco
Del viejo guabiyú[31]?
… … … … … … … … … … … …
¿Sentís el río? Suena en sus barrancas.
¡Sentid al Uruguay!
Es río de los indios… ¡Y los blancos
En su ribera están!
Los blancos que vinieron de allá lejos,
De donde sale el sol;
Los que matan los indios con los rayos
Que el astro les prestó,
Y les cortan las negras cabelleras,
Y les quitan la piel,
Y les roban la tierra en que nacieron
Y en que posan los pies.
Sólo esclavos del blanco allá en su toldo
El indio engendrará,
Y en sus bosques el fuego de la guerra
No encenderá jamás;
Dando un quejido, morirá el charrúa
Que nunca se quejó,
Y sus mujeres correrán lanzando
Sus gritos de dolor
¿Queréis matar al extranjero blanco?
Seguid a Yamandú.
Yo sé matarlo como al gato bravo
De los bosques del Hum.
Los cráneos de los pálidos guerreros
Al indio servirán
Para beber la chicha de algarrobas
Y el jugo del palmar.
Sus rayos no me ofenden; en su sangre
Se hundirán nuestros pies;
Sus cabelleras en las lanzas nuestras
El viento ha de mover;
Vírgenes blancas, que en los ojos tienen
Hermosa claridad,
Encenderán en nuestros libres valles
Nuestro salvaje hogar.
En esos días de las horas largas
En que canta el sabiá,
Y al pie de la barranca está el bañado
Dormido en el juncal;
En esas noches en que se oye a ratos
El canto del urú,
Las vírgenes esclavas del charrúa
Brillarán con su luz.
Sus cuerpos son más blandos que el venado
Que acaba de nacer,
Y tiemblan como tiembla entre la yerba
La verde caicobé[32].
Sus cabellos parecen los renuevos
Más tiernos del sauzal;
Sus bocas se abren como el dulce fruto
Que dá el mburucuyá
¡Vamos! ¡Seguidme! ¡El extranjero duerme,
Duerme en el Uruguay!
¡El sueño que en sus ojos se ha sentado
No se levantará!
¿Veis? La luna de fuego de las lomas
No se distingue aún;
¡Aun se siente a lo lejos en las ramas
El canto del urú!
XVIII
Un alarido inmenso, pavoroso
En los aires revienta;
Nadie a fauces humanas esos gritos,
A sentirlos de noche, atribuyera.
Un águila tranquila, que pasaba
Sobre la selva aquella,
El vuelo aceleró, cambió de rumbo,
Y se perdió en la soledad inmensa;
Y el tigre, bajo el párpado apagando
De su enorme pupila la lumbrera,
Y barriendo la tierra con la cola
Y tendiendo hacia atrás la aguda oreja,
A largo paso y con temor, cambiando
De sitio en la maleza,
Se revolvió tres veces, para hundirse
Y quedar más oculto entre las breñas.
XIX
¡Yamandú tubichá! ¡Yamandú enciende
Los fuegos de la guerra!
¡Al río! ¡Al río! ¡El extranjero blanco
Tendido duerme en su cerrada tienda!
¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú! ¡Vamos, cacique,
Lanza al aire tu flecha,
Para que al astro de los indios llegue,
Y con presagios de victoria vuelva!
Y la flecha del indio por el aire
Tiende las alas muertas…
¡Ahú!, ¡ahú!, ¡ahú! Volvió del astro,
Volvió del astro y se clavó en la tierra.
¡Recta como las palmas de los ríos!
¡El astro habló con ella!
¡Al río! ¡Al río! ¡Al Uruguay la tribu!
¡Cacique Yamandú! ¡Fuegos de guerra!
XX
En pos de Yamandú corre la tribu.
Su negra silueta
Se ve a lo lejos tramontar las lomas
Como oscuro rebaño de culebras.
Sus gritos y los choques de sus armas
Se perciben apenas;
Las mujeres, los niños, los heridos
En todas direcciones se dispersan.
Se escuchan sus quejidos algún tiempo,
Que en el bosque se internan;
El silencio que huyó, vuelve de nuevo
A echarse fatigado entre la yerba.
XXI
Todo está en calma: el viento está callado;
Han vuelto las estrellas
A brillar al través de sus vapores,
Y siguen en silencio su carrera.
El cadáver del indio, abandonado,
Flota entre las tinieblas;
Las hogueras, a punto de extinguirse,
Lo alumbran con penosa intermitencia,
Bañándolo en las tenues llamaradas
Que, oscilantes y trémulas,
Sacan de entre las cálidas cenizas
Las agudas y lívidas cabezas.
Las sombras que en el aire se movían
Han bajado a la tierra,
Y en torno de los fuegos expirantes,
Se arrastran, agarrándose a las breñas.