CANTO SEXTO

I

Tras los bosques de acacias de las islas

Se esconde el sol; en las más altas ramas

Deja un toque de luz anaranjado,

Y polvo de oro en las dormidas aguas.

Tiemblan en los vapores al perderse

De los cuerpos las líneas esfumadas;

Cruzan hacia las islas las bandurrias,

Los cisnes, y los patos, y las garzas,

Que, ya a lo largo del bruñido río,

Casi rozando el agua se adelantan,

O forman, en la altura que atraviesan,

Simétricas y largas caravanas.

El Uruguay se envuelve en su neblina;

Llega al nido en silencio la calandria;

Buscando su nocturno alojamiento.

Aletea la tórtola en las ramas;

Los flexibles y esbeltos sarandíes[23],

En su alfombra de juncos y espadañas,

Abrigan al dormido camalote

Cuyas hojas se extienden sobre el agua.

Los zorzales se esconden; a lo lejos

Gritando el teru-tero se agazapa;

Sale a pacer la nutria, y el carpincho[24]

Deja su cueva al pie de la barranca.

Como entre dos abismos suspendidos,

En la orilla los sauces y los talas

Sobre un cielo proyectan sus cabezas,

Y en otro cielo sus raices bañan.

II

Entretanto, la frente sobre el pecho,

Y el caos en el alma,

Tabaré cruza el pueblo lentamente;

Vuelve a su selva, a su salvaje patria.

Va sombrío y huraño y silencioso.

El monje lo acompaña.

¿Porqué esa sombra, cuando va a ser libre,

Libre como el venado de la pampa?

¿No es Tabaré charrúa?

¿No son la libertad, el cielo, el aura,

Y la selva nativa, y los combates

La pasión del charrúa y la esperanza?

¡Ay del indio imposible!

¡Ya una mujer de la enemiga raza

Es libertad para él, y cielo y nubes,

Y hogar nativo, y selvas y batallas!

III

Cruza entre los corrillos de soldados

Que hablan tendidos en la yerba, o cantan

O, a su labor constante dedicados,

Allí aderezan sus maltrechas armas.

Al ver pasar al indio con el monje,

Suspenden su labor y se levantan:

¡El indio loco!, dicen por lo bajo;

¡Ya lo hallaremos! ¡Ese no me engaña!

—¿Qué pensará, decid, de esa trahilla

Nuestro bizarro capitán? ¿Aguarda

A que nos mate aquí como a conejos

En la noche mejor esa canalla?

¡Darles la libertad!, ¡valiente idea!

¡Cuál si nada costara darles caza!

¡Hierro y fuego les diera, hierro y fuego!

—Hierro, bien dicho, ¡exterminar la plaga!

—¿Pues no ha dado en creer el buen hidalgo

Que el indio de estos bosques tiene una alma

Como la nuestra, y es vasallo y subdito

Del Rey Nuestro Señor?

—¡Oiga!

—¡No es nada!

—Como lo oís. El padre franciscano

¡Es claro!, lo aconseja, lo acompaña,

Y aquí estamos ¡pardiez!, considerando

Al señor indio como a gente honrada

—¡Los vasallos del rey!

—¿No es una ofensa

Que se infiere, decid, al gran monarca?

Qué dices tú, Rodrigo; tú eres viejo;

—a ver que dices tú; deja esa adarga.

—Pues yo… ¿qué he de decir? Veinte años hace

Que ando en estas diabólicas andanzas;

Por cierto que era yo de lo partida

Cuando encalló la nave capitana.

Fué allí, sobre esa arena ¡triste noche!

¿Veis esa loma? ¿Distinguís la playa

Que se vé más allá? Tras de aquel árbol,

¿Lo veis bien?, tras de aquél, va la barranca.

Pues bien: allí. Cayeron los charrúas

Sobre nosotros, como avispas bravas;

Incendiaron las tiendas, y diezmaron

Nuestras tropas más firmes y bizarras.

¡Buena la hubimos, por San Jorge, buena!

¡Por poco allí los indios nos acaban!

Estábamos sitiados en las naves,

Oyendo sus aullidos y amenazas;

Mirándolos llegar hasta la orilla

Con gritos e insolentes musarañas,

Y citar al más bravo de nosotros

Para retarlo a singular batalla.

Las pieles o cabellos de los nuestros

Que en el campo quedaron, enhastaban

En sus picas, aullando los malditos,

Y dando saltos en siniestra danza.

Así pasamos las eternas horas

Aguardando la muerte, como ratas,

Hambrientos y desnudos, dando al río

Tributo de cadáveres; sin armas,

Pues ni un grano de pólvora teníamos

Que dar al arcabuz; sin esperanza,

Pues una tempestad hacía imposible

De recursos humanos la llegada.

¡Ah, Don Juan de Garay! Sin él os juro

Que no llevamos este cuento a España;

En los barcos hallamos nuestra tumba

Sin su arribo con tropas bien armadas.

¡Y no era la primera, ¡voto a Sanes!

Ni la última será… ¡Maldita raza!

Luchan como demonios, no como hombres.

¿Digo bien?

—¡Bien, muy bien!

—Entonces, ¡nada!

¡Bien los conoces! Mientras quede uno

Capaz de alzar la endemoniada lanza,

No hay que andar con escrúpulos; al indio

Lanzazo firme; nada de palabras.

—Lo propio digo yo.

—Pues yo otro tanto;

—¿Qué hacemos ¡vive Dios!, en esta plaza,

Sin un caballo, expuestos noche y día…

—Noche y día, bien dicho, desde el alba.

Y el capitán, en tanto, se entretiene

En dar la libertad a esa canalla.

¡Buena les diera yo!

—Mirad al indio:

Allá va con el monje; a ese mañana

L o hemos de ver venir acaudillando

Alguna turba de esos perros.

—¡Cáspita!

¡Que vengan, voto al diablo!

—¡Qué me place!

¡Tiempo hace ya que no tenemos danza!

—Yo os juro que, en las noches, a mi lado,

Bosteza mi arcabuz de holganza tanta.

—Bien dicho, ¡el arcabuz!

—¡Oiga! ¿Qué esperan

El indio y el anciano? ¿Qué les pasa?

IV

Tabaré ya se aleja;

Ya lo despide el monje con palabras

De consuelo y de amor. Indiferente

L o escucha el indio que a su lado marcha,

Terrible, duro, con el ceño torvo,

La actitud fiera, como nunca huraña;

Lleva la noche, la infinita noche,

Sin un rayo de luz en sus entrañas.

De pronto se detiene,

En un punto clavada la mirada.

¿Qué lo agita? ¿Qué ve? Temblor de muerte

Por sus rígidos miembros se derrama.

¿La víbora silbando

Casi invisible en el chircal se arrastra?

¿O es el jaguar, despierto en la maleza,

Que hacia el charrúa silencioso avanza?

No: Tabaré no teme

A la amarilla fiera que a sus plantas

Muchas veces miró, cuando su flecha

Hasta morderle el corazón llegaba;

No es fiera lo que ha visto;

Una mujer lo mira entre las ramas;

Mirándolo, se acerca al Padre Esteban,

Y esa mujer que se le acerca es Blanca.

Ya no puede dudarlo:

No es sólo una ilusión, no es un fantasma

Han crujido a sus pies las hojas secas,

Ha hecho mover las ramas al tocarlas.

El viento de la tarde

Viene a agitar con sus movibles alas

Su cabello en desorden, y en su rostro

A orear la huella de recientes lágrimas.

Es ella: trae un ramo

De margaritas en la falda blanca;

Ella, con su fulgor en las pupilas,

Sus alas invisibles en la espalda.

Viene la dulce niña

Como un rayo fugaz de luz del alba

Que en la profunda oscuridad penetra

Y el seno oscuro de la noche aclara.

La trae el mismo impulso

Que conduce los besos de las palmas,

Que despierta sonrisas en los labios

Y de los ojos lágrimas arranca,

Cuando el alma sonríe

Y el espíritu llora, sin más causa

Que esas ansias de llanto o de ternura

Que en ciertas horas nuestro ser asaltan.

Besó la mano al monje,

Que con muda sorpresa la observaba;

Alzó tímidamente la cabeza

Y bañó a Tabaré con la mirada.

Al verlo, sacudido

Por la lucha que su alma despedaza,

El ceño torvo, ardiente la pupila,

Convulso y presa de mortales ansias,

En terror y amargura

El corazón sintió se le inundaba,

Como si al borde de ignorado abismo

Después de un corto sueño despertara.

Dio un grito; las azules margaritas

Rodaron hasta el suelo por su falda;

Se acogió horrorizada al Padre Esteban,

Y escondió en su sayal la frente helada.

—¿Entonces es verdad, ¡verdad, Dios mío!

Que el indio nos odiaba?

¿Es verdad que en su pecho no hay latidos

Y que jamás su corazón se ablanda?

¡Oh, padre!… ¿Porqué entonces de esos seres

El amor me enseñabais?

Padre, no me dejéis, volvamos pronto…

Mirad: la noche baja.

Huye del indio esclavo, me decían,

Sólo hay odio en su alma;

No tuvo hogar, ni madre; de ternura

Su raza es incapaz: todo lo ultraja.

Yo nunca lo creí; yo vi en sus ojos

Dolor… ¡y tuve lástima!

Venía a consolar su desventura

Nada más… ¿hice mal? No lo pensaba.

No quise nada más, nada, os lo juro,

Vine por consolarla.

L o sabe Dios muy bien… pero ¡qué tarde!

Qué tarde es ya. ¡Cómo la niebla se alza!

Y el indio, Padre Esteban, me da miedo.

¿Qué tiene? ¿Qué le pasa?

Vedlo… Volvamos, por piedad, volvamos.

¿Porqué vine hasta aquí? ¡Quién lo pensara!

Indio… Adiós, Tabaré. Terror y pena

Me inspira tu desgracia.

¡Qué tarde es ya!… ¡La Virgen te proteja!

¡Anda con Dios a tu salvaje patria!

V

Ya huyendo temblorosa hacia la villa

Blanca exhaló sus últimas palabras.

La tarde la arropaba en sus vapores

Y sus esbeltas líneas esfumaba.

La vio el indio flotar como una sombra;

La siguió con estúpida mirada;

La vio aún volver de nuevo la cabeza,

Y ocultarse, por fin, entre los talas.

Cuando la vio perderse para siempre,

Sintió la soledad. Toda su raza

En él moría, muda, sin quejarse,

Sola en la densa noche de su alma.

En brazos del anciano misionero

Se arroja el indio cuya tez abrasa.

Solloza… Sus sollozos, cual rugidos

De fieras moribundas, se dilatan.

Al sentir en sus párpados el llanto,

Exhala un grito de dolor o rabia,

Un grito indescriptible que, a lo lejos,

Se transforma en lamento o en plegaria.

De pronto, con un brusco movimiento,

Se desprende del monje; la mirada

Clava en el punto en que la vez postrera

Sobre el fondo del cielo miró a Blanca,

Y huye como la fiera perseguida

Y se interna en la selva solitaria

Largo tiempo se oyeron sus quejidos

Como si un tigre herido se alejara.

VI

Sobre el sayal del monje

Del charrúa quedó la primer lágrima;

El supremo dolor entre sus dedos

Una raza exprimió para arrancarla.

Las horas de la noche

Ya vestidas de luto se adelantan;

El tiempo entre los árboles del bosque

Como gotas de llanto las derrama.

Sobre el sayal del monje

Del charrúa quedó la primer lágrima:

¡Para llorar la moribunda estirpe

Una pupila azul necesitaba!