I
Desleída en las tintas de la aurora,
La luz se disolvió de las estrellas;
La risa de los cielos
Ha despertado el himno de la tierra.
El ombú, solitario de las lomas,
La copa verde apenas balancea;
El sauce besa al río,
Y el talle esbelto cimbran las palmeras.
Su carnoso ropaje verdinegro
Sacude el canelón de las riberas;
La flor de camalote
Morada y blanca en la corriente juega.
Como gotas de sangre que sonríen,
Las margaritas rojas se despiertan,
Despiertan las azules
Y esas hijas sin nombre de la hierba
De un amarillo y blanco deslumbrantes
Que en el campo se cuentan
Como en las claras noches de Diciembre
Se cuentan en el cielo las estrellas.
Todas las hojas brillan; una savia
Joven y turbulenta
Circula por las cañas y los juncos,
Da ternura a los brazos de la yedra,
Desabrocha las flores de los talas
Del guaviyú y la ceiba,
Y alegra el corazón de los palmares,
Y los estambres húmedos revienta.
Los cardos, agrupados o dispersos,
Levantan las cabezas
Con sus coronas frescas y azuladas
Sobre el tallo espinoso descubiertas;
Y cual ropas tendidas por la noche
A secar en la arena,
Desparramados vense entre espadañas
Flamencos y gaviotas y cigüeñas;
De dos en dos dispersos y pesados,
O en oscuras hileras,
Se posan en la orilla los chajaes[21]
Lanzando a ratos su estridente queja;
Pasea cadenciosa entre los juncos,
Con su rítmico andar, la garza esbelta,
O asoma entre ellos el nevado cuello,
Mientras abre el biguá[22] sus alas negras;
Y corren por la arena de la playa
Esas aves pequeñas
De largas patas y afilados picos
Que en su base sutil se balancean,
Cual si intentaran emprender el vuelo
Y de ello desistieran,
Para correr de nuevo por la orilla
Allí dejando sus ligeras huellas.
Como vapor en tanto sonoroso
Que en el espacio ondea,
Los pájaros, como arpas que la aurora
De las ramas descuelga,
Dan el cantar del día
Que en temblorosa ebullición se eleva;
Nadan en luz las notas
Y el alma de la luz palpita en ellas.
El día las recoge
Y las ajusta al ritmo de una idea,
Y así elabora el salmo indescriptible
Que eleva a Dios, al despertar, la tierra.
Las islas van brotando lentamente
Del seno de las nieblas
Disueltas por la luz; los horizontes
Al través de los árboles se alejan.
La claridad naciente va ganando
Colinas y laderas;
Tras ella el sol dispara victorioso
Al través de los aires sus saetas.
II
¿Quién no siente en el alma
La fresca sensación de la belleza,
El dulce descansar de los sentidos,
El instintivo amor a la existencia?
¿Quién no siente en los labios
Esas sonrisas vagas y serenas
En que la luz y la quietud del alma
Y el escondido amor se transparentáis,
Y esas lágrimas puras
De luz y encanto llenas,
Que humedecen los ojos, sin dejarles
De llanto ni dolor la amarga huella?
III
Él: TABARÉ el cacique
A quien las sombras cercan,
Ya sus pies se retuercen en abismos
Y en tempestades a su frente ruedan.
Vedlo. El indio charrúa,
La raza pura en su extensión tremenda:
La frente estrecha, el pómulo saliente,
El labio tiembla y la pupila humea.
La lucha sostenida
En la noche anterior, ruda y suprema;
Las armas asestadas a su pecho,
Que aun cree estrujar entre sus manos yertas,
Todo le encona el alma.
Todo en ella renueva
La ansia de lucha, el apagado instinto
De libertad, de destrucción y guerra.
Como del fondo oscuro del abismo
Vuelan las aves negras,
Del fondo de su alma se levantan
Las salvajes tendencias,
Que cruzan por sus ojos
En el suelo clavados, y reflejan
En ellos repentinas llamaradas
Que en sus pupilas encendidas tiemblan.
En vano de sus labios
Solícito pretende el Padre Esteban
Oir una palabra que revele
Un eco al menos de su lucha interna;
En vano a las memorias
Que otras veces al indio conmovieran
Ha llamado en su ayuda el misionero
Para tocarle el corazón con ellas;
La mano del recuerdo
Esa arruga del ceño no despliega,
Ni separa esos dedos que serpientes
Enroscadas semejan.
Oye gritos de muerte,
Silbidos de saetas,
Aullidos de una guerra inextinguible
Que su enconado pensamiento atruena;
Ya la sangre charrúa
Sólo siente en sus venas;
Pero asoma a sus ojos azulados
El alma de la dulce Magdalena,
Y la mortal congoja
Del indio se apodera,
Y la lucha de un átomo con otro
Se renueva potente en sus arterias,
Y silba en sus oidos,
Y estruja su cabeza,
Y afluye al corazón, y en él estalla,
Y se difunde por su ser violenta.
… … … … … … … … … … … …
… … … … … … … … … … … …
IV
Doña Luz suplicaba
Al noble capitán que, ensimismado,
Escuchaba a su esposa, con los ojos
Clavados, sin mirar, en el espacio.
—Sólo he visto en ese indio
Un misterio infeliz, un ser extraño;
No hallo peligro en él; mas… tú lo quieres…
TABARÉ partirá, dijo Gonzalo.
—¡Partirá!, dijo Blanca;
¿Y adonde ha de ir el indio desgraciado?
¿Qué será de él en el desierto bosque
Enfermo y solo? ¡No hagas tal, hermano!
¿Qué mal nos hizo el indio?
¿Porqué así abandonarlo?
El pobre TABARÉ no nos ofende
¿Qué vais a hacer? ¿Es una fiera acaso?
—Blanca: tú siempre niña;
Le dijo Doña Luz ¡Qué! ¿Estás pensando
Que son capaces de pasiones nobles
Esos indios, nacidos para esclavos?
¿Piensas, Blanca, que anoche
No meditaba un crimen ese bárbaro,
Cuando en las altas horas sorprendido
Por suerte le encontraron los soldados?
—¡Un crimen! No, por cierto.
¡Un crimen Tabaré! ¿Qué estás hablando?
Tú no has oído, como y o, al charrúa;
Si lo oyes, Luz, ya no podrás odiarlo.
¡Oh! No arrojéis al indio
¡Lanzarlo para siempre!… ¡Es inhumano!
Llamad al Padre Esteban; que él os diga
Si Tabaré el charrúa es un malvado.
—¡Oh! ¡El Padre, el Padre Esteban!
¡De masa de indios quiere hacer cristianos!
¡Inocente ilusión! El no imagina
¡No puede ser! Arrójalo, Gonzalo.
Si crees que no es culpable
Ese indio taciturno y temerario,
No le hagas mal; pero, por Dios, arrójalo,
Dale su libertad. Yo mientras tanto.
Mientras él está aquí, tú bien lo sabes,
En mi lecho sentado
Siempre el insomnio, con la faz de ese indio,
Introduce sus dedos en mis párpados…
… … … … … … … … … … … …
V
TABARÉ entró sombrío…
Don Gonzalo, que solo lo esperaba,
Busca al mirarlo entrar, mas busca en vano
Del indio la mirada,
Que arde en el fondo oscuro
De la órbita ceñuda, como llama
Que una profunda oscuridad comprime,
Se extingue, reaparece y se dilata.
—¿Porqué el indio charrúa
Fué sorprendido anoche por la guardia?
¿Qué buscaba en las sombras?
¿Qué intento lo llevaba?
El indio queda inmóvil en su sitio
Con la cabeza baja.
Repite su pregunta Don Gonzalo
E igual respuesta: el prisionero calla.
El jefe continuó: —Cuando el cacique
Rompió ante mí su lanza
En señal de amistad, le di la mía
¿No he sido fiel a la amistad jurada?
Diga el indio charrúa si el cristiano
A sus promesas falta
¡Conteste Tabaré! ¿Qué es lo que intenta?…
Todo es en vano: el prisionero calla.
—En cambio, el indio amigo
En la alta noche por el pueblo vaga;
Y en la sombra revela de su frente
Que en su espíritu hay sombras, sombras malas.
¿Qué plan revuelve en ellas?
¿Nada en su abono que decirnos halla?
¡Raza maldita! ¿No es capaz el indio
De amor y gratitud? ¿Todo es venganza?
Una terrible lucha
De Tabaré en el alma se desata,
Y como el eco de la lucha interna
Suena un gemido extraño en su garganta;
Pero calló. Temblor imperceptible
Su carne recorrió. Onda del alma
Llegó a su cuerpo enfermo, como llega
La ola a morir en la desierta playa.
Compasivo, sin odio,
El capitán al indio contemplaba;
Mas recordando el ruego de su esposa,
—Pues bien, gritó, con expresión airada,
Pues el indio charrúa
Nuestra amistad rechaza,
Vuelva a sus bosques a enconar sus flechas,
Vuelva a buscar las fieras sus hermanas.
El español no quiere
Violar un punto la amistad jurada;
Pero verá en el indio su enemigo,
El eterno enemigo de su raza.
Vaya libre a su selva,
Pues no hay amor ni gratitud en su alma;
Pero jamás donde el cristiano aliente
Vuelva a posar la sigilosa planta.
… … … … … … … … … … … …
Don Gonzalo partió. Quiso en el labio
De Tabaré asomar una palabra;
Alzó la frente
¡Y la inclinó de nuevo!
Mudo y sombrío abandonó la estancia.