CANTO CUARTO

I

En la limpia armadura

De un grupo de guerreros

Dejaba el sol, al trasponer las lomas,

Su resplandor postrero.

Las flotantes cimeras

De los ferrados yelmos

Al viento de la tarde se agitaban

Con blando movimiento.

Como españoles, bravos,

Como soldados, crédulos,

El brazo apercibido a la batalla

Y el alma a las consejas y los cuentos,

Los del corro escuchaban

A un camarada viejo,

Los unos apoyados en su adarga,

Y sentados los otros en el suelo.

II

—¿Dices que es un fantasma

Eso que anda de noche por el pueblo?

—No es otra cosa, a mi sentir: la sombra

De algún cacique muerto.

—Que es un indio no hay duda:

Lleva en la frente plumas, y su cuerpo…

—¡Su cuerpo! ¿Crees acaso

Que esa sombra impalpable ha de tenerlo?

—¡Será posible!

—¡Y tanto!

No es el primer espectro

Que, haciendo yo la guardia en los bastiones,

Se ha llegado hasta mí. Bien lo recuerdo.

La noche en que Garay venció a los indios

En aquel llano que se ve a lo lejos,

Vi muchas de esas sombras

Cruzar gimiendo entre los indios muertos.

La flor y nata de indios y caciques

Cayó en el lance aquel. ¡Si sus espectros

No vinieran entonces,

No sé cuando vendrían, ¡voto al cielo!

No es de extrañar, por ende,

Que ese fantasma, que de noche vemos,

Viniera a presagiar ruinas o males,

Y es fuerza le arranquemos su secreto.

III

Más que con los oídos,

Con los ojos oyeron

Los soldados absortos, las consejas

Del camarada viejo;

No quisieron los unos

Habérselas con muertos;

Pero los más serenos y esforzados,

No sin algún recelo,

En velar esa noche

Se pusieron de acuerdo,

Para tender una emboscada heroica

Al vagabundo espectro.

IV

El último soldado

De los que por las calles discurrieron,

Se perdió entre la sombra de las chozas

Del villorrio desierto.

Cayó la noche, y embozado en ella

Quedó San Salvador. El viejo Tiempo

Sobre las altas horas se adelanta

Con paso soñoliento.

Todos duermen: las aves en el nido,

Los niños en el cielo,

En las cunas los ángeles

Y en las ramas inmóviles el viento.

Sólo vela el soldado

Que está de guardia en el bastión del pueblo,

Y algún perro que ladra, se levanta,

Y sobre el musgo tiéndese gruñendo.

La noche está tranquila; las estrellas

Se ven brillar muy lejos;

Como una sombra que entre ruinas anda,

La luna entre las nubes va en silencio.

V

Alguien también en vela está sin duda

Allá en un aposento

De la casa del jefe, en cuyos vidrios

Se proyecta una sombra por intervalos.

Es la del Padre Esteban,

Encarnación de aquellos misioneros

Que del reguero de su sangre hacían

La primer senda en medio del desierto,

Y marcaban el sitio

Hasta el cual penetraba el Evangelio,

Con el cadáver solo y mutilado

De algún mártir sin nombre y sin recuerdo.

La lumbre, en las paredes

Del aposento estrecho,

Dibujaba, con mano temblorosa,

Las formas sin color de los objetos;

Y la negra silueta

Del pensativo monje, sobre el suelo,

Obediente a la luz, se estremecía

Con un imperceptible movimiento.

Meditaba el anciano y perseguía

Los destinos secretos

De aquella pobre raza moribunda

Que el abismo atraía hacia su seno.

Miraba el crucifijo,

Símbolo dulce del amor eterno;

Interrogaba a sus cerrados ojos,

Ya su labio espirante y entreabierto,

Y entonces recordaba

Al indio de ojos de color de cielo;

Miraba en él su estirpe redimida

Y el clarear de un horizonte nuevo.

Quizá el anciano adivinó en el indio

El imborrable sello

Del bautismo del bosque. En su alma oscura

Algo brillaba vacilante y trémulo.

¡Cuántas veces, sentado

Junto al indio infeliz, de sus recuerdos

El enjambre dormido despertaba

Con sólo una palabra o un consejo

¡Cuántas veces el indio

Sus pupilas clavó en el misionero,

Pugnando por secar entré sus ojos

Gotas de llanto con esfuerzo interno,

Y bebió sus palabras

Inmóvil y suspenso

Cuando en su oído absorto resonaba

El tierno son de los cristianos rezos!

Cuando el indio escuchaba

El nombre de la Madre del Eterno,

Madre también del hijo de los bosques,

Virgen que vive en el azul inmenso,

Entonces se agitaba,

Se incorporaba, y del anciano al cielo,

Y de este nuevamente hasta el anciano

Pasaban sus miradas. En el viejo

Por fin clavaba los azules ojos

Con triste desaliento,

Y escondiendo la frente entre los brazos,

Se tendía clamando: ¡No la encuentro!

… … … … … … … … … … … …

El monje meditaba, meditaba

Con desolado empeño.

Cuando creía su ilusión cumplida,

Tocaba lo imposible y el misterio.

VI

De pronto, penetró por la ventana

Algo como un lamento

Que el monje ya otras noches había oído,

A una vana ilusión atribuyéndolo;

Pero en aquella noche, claramente

Al sentirlo de nuevo,

Se llegó a la ventana presuroso

Y la abrió con estrépito.

Una sombra medrosa, entre los árboles,

Se levantó del suelo,

Y, esquivando la luz, huyó hacia el río

Como empujada por extraño vértigo.

Las plumas que en frente de la sombra

Hacía mover el viento,

Denunciaron la forma de un charrúa

Que conoció al instante el misionero;

Miró a la alcoba en que dormía Blanca,

Miró en seguida al cielo,

Y una oración cruzó, sin hacer sombra,

La inmensa soledad del firmamento.

¿Quién es ese charrúa? Es la fantasma

Que han visto los guerreros,

Y que acertaron al mirar en ella

Una sombra, un espectro:

Es Tabaré que, cuando todo duerme,

Huye de sus ensueños;

Vaga en la sombra, huyendo de sí mismo,

Y llevando la fiebre en su cerebro,

Hasta caer, guiado noche a noche

Por un instinto ciego,

Allí, frente a la casa de Gonzalo,

Donde hasta el alba permanece yerto.

De la casa del jefe

Tendido junto al cerco,

¡Cuántas noches lloraron su rocío

De aquel charrúa sobre el cuerpo enfermo!

Allí el ñacurutú lo contemplaba

Con sus ojos de fuego,

Y hasta tocarlo con las negras alas,

Se acercaba volando el teru-tero.

Allí el aire del río

Penetraba en sus huesos,

Y la luz de la luna lo miraba

Con amor impotente desde el cielo.

Allí estaba la noche

En que oyó el Padre Esteban su lamento,

Y al verse sorprendido, huyó sin rumbo,

Sobrecogido de un pavor intenso.

De su amor imposible,

De su desconocido sentimiento

Huía ante la sombra, que sentía

Correr tras él, asida a sus cabellos;

Las carnes erizadas,

Temblorosos y rígidos los miembros,

Dilatadas y ardientes las pupilas,

Corría tropezando y sin aliento.

Las sombras de los árboles

Que la luna trazaba sobre el suelo;

Las zarzas que sus pies ensangrentados

Mordían, al romperse con estrépito;

Los ladridos agudos

De los perros despiertos;

Las aves que, a su paso, levantaban

De aquí y de allá su sonoroso vuelo;

Todo atronaba el exaltado oído,

Todo enconaba el vértigo

De Tabaré el charrúa, que seguía

Su carrera sin rumbo y sin objeto.

VII

Los soldados que el golpe concertaron,

A su paso febril se interpusieron,

Sus picas y arcabuces asestando

A su desnudo pecho.

Los encendidos ojos dilatados

Clavó el salvaje en ellos,

Escondido en la sombra proyectada

Por un grupo de ceibos.

La fiebre comprimía su cabeza

Con sus dedos de acero,

Y un temblor convulsivo sacudía

Sus ateridos miembros.

—¡Hablanos!

—¡Di quién eres

Los soldados a voces le dijeron,

Sin tener más respuesta que un rugido

No articulado y fiero.

—¡Dale tú con la lanza,

Veremos si habla; hiérelo!

Y por si fuere espíritu maligno,

El signo de la cruz haz en el hierro.

—Cuida que no te esquive,

Porque mucho me temo

Que nos haga cegar. Este fantasma

Al irse o estallar puede ofendernos.

—No, no tiene bastante

Potestad para eso.

¿No ves que está temblando? ¿No lo sientes?

¡Herir con brío! ¡No tenerle miedo!

… … … … … … … … … … … …

Cual tigre acorralado,

Volvía el indio su mirar de fuego,

Todo el furor salvaje

Sintiendo en su alma y en sus duros nervios;

Y el asta de la lanza

Dirigida a su pecho,

Crujió y saltó en pedazos, estrujada

Con fuerza prodigiosa entre sus dedos.

Aunque el asombro embarga a los soldados,

No vacilan por ello

Y con creciente ardor, sus alabardas

Asestan al fantasma con empeño.

El indio, sacudido por la fiebre,

Siente que ya su cuerpo

Vá a desplomarse, pues sus piernas trémulas

Se doblan a su peso,

Cuando, a espaldas del grupo de soldados,

Clamó una voz cansada ¡Deteneos!

Y con la frente cana descubierta

Se vio llegar jadeante al misionero.

Se abrió paso entre el grupo,

Tendió al indio los brazos y éste, al verlo,

Se aferró a su sayal, dobló la frente,

Y en tierra dio con su extenuado cuerpo.

VIII

Del seno de una nube,

Sus desflocadas orlas encendiendo,

Salió la luna que alumbró piadosa

La yerta faz del infeliz enfermo.

—¡Tabaré!, prorrumpieron los soldados.

—¡El indio de los ceibos!

—¡El indio loco!

—¡El de los ojos claros!

¡El fantasma del cuento!

… … … … … … … … … … … …

El monje la cabeza

Del indio reclinó sobre su pecho.

¡Los soldados entonces se engañaban

Al creer que el indio aquel no era un espectro!