CANTO TERCERO

I

Ahí va… callado, cual lo miran siempre

Discurrir por el pueblo:

Extraño, taciturno. El indio loco

Los soldados le llaman; pero, al verlo

Pasar entre ellos pálido, absorvido,

Lo miran en silencio,

Lo siguen con los ojos y, mostrándose

Al salvaje entre sí, dicen ¿Qué es esto?

—¿Qué dices tú?

—Que es loco rematado

A estar a lo que veo.

—Rematado, bien dicho; ved sus ojos,

Ese indio tiene barajado el seso.

—Moscardón que no gruñe me parece

En sus mudos paseos.

—¡Y parece que sufre!

—¡Ca! Esa gente

No es capaz de dolor… ¡muere en silencio!

Ved qué pálido está, qué desmayado.

Sus pasos son inciertos:

Parece que su cuello no pudiera

De la cabeza soportar el peso.

—Es que algo habrá perdido, y anda siempre

Buscándolo en el suelo.

—Y también en el aire, que a las veces

Suele buscar en él pájaros negros.

—¿Y si os dijera que ese insano duerme

Con los ojos abiertos?

—¡Oiga!

—Como os lo digo. Lo he observado

Más de una noche, y me asustó su aspecto.

¡Si parece un cadáver que nos mira!

—¿Tendrá el diablo en el cuerpo?

—Todo es posible. Si en las altas horas

Vais a observar los indios allá dentro,

Entre el grupo cobrizo que allí duerme

Con un profundo sueño,

Siempre tropezará vuestra mirada

Con dos ojos diabólicos despiertos.

Son los de ese indio: no se cierran nunca;

Sentado, inmóvil, yerto,

Lo veréis siempre, hasta en la media noche.

Tal cual lo estamos ahora mismo viendo.

—Loco, no hay más.

—O poseído acaso.

—¿Qué dices? ¿L e hablaremos?

—Habíale tú que entiendes de latines

A ver si te contesta.

—No lo creo.

Un mes hace que vive entre nosotros;

Ni su voz conocemos.

—¿No será mudo?

—No: con el anciano

Ha hablado alguna vez, según entiendo.

—Vedlo, alla va; cuando en aquella loma

Aparezca el lucero,

Frente a nosotros pasará de vuelta;

Puedes salirle entonces al encuentro.

—Pero habíale con tino, con mesura:

Cuida de no ofenderlo;

Sabes que el capitán tiene ordenado

Que al Señor Don Charrúa no irritemos.

—¿No es aquélla la hermosa Doña Blanca?

—La misma. El prisionero

Va a pasar a su lado.

Ved qué hermosa,

Qué hermosa está con esos ojos negros.

II

Tabaré sigue, se detiene a veces

Cual si escuchara atento,

Y se hunde su mirada en los espacios

O vaga en torno suyo con recelo.

Inclina nuevamente la cabeza,

Y sigue a paso incierto,

Como el que va temiendo a cada instante

Ser sorprendido por oculto riesgo.

Blanca lo observa; sigue del charrúa

Los tristes movimientos;

Espera la ocasión de ver sus ojos,

Pues sabe que algo ha de encontrar en ellos.

Pero es en vano: el prisionero pasa

Sin mirarla jamás, nublado el ceño,

Y, al cruzar frente a ella, se apresura

Y se aleja temblando, casi huyendo.

Es que cierra los ojos, y no obstante,

Ve la imagen de Blanca entre los velos

De una aurora confusa, imperceptible,

Que ilumina el nacer de sus recuerdos.

¿Es ella la que flota en su pasado?

¿Es la blanca visión de sus ensueños?

A una mujer tan blanca como aquélla

Oyó cantar los cánticos maternos.

El indio siente confusión ignota;

Vacila, tiene miedo;

Busca a la niña, y huye al encontrarla;

Huye de la ilusión y del misterio.

III

Así pasaba aquella vez el indio

Frente a la virgen que, con dulce acento,

¡Vaya el indio con Dios! ¿Porqué así corre?

Dijo por fin, ¿le infundo algún recelo?

El se detuvo, sin alzar la frente,

Cual llamado a lo lejos;

Cual si la voz tardara largo espacio

En ir desde el oído al pensamiento.

Quedó fijo; temblaba como el arpa

Que ha sacudido el viento;

Como el corcel que en su carrera escucha

El bramido del tigre en el desierto.

Así como una piedra,

Al fondo del abismo descendiendo,

Despierta temerosas resonancias,

Voces lejanas, quejas y lamentos,

La voz de la española

Descendió al alma del salvaje enfermo,

Y en ese abismo despertó la vida,

La queja, el grito del dolor y el tiempo.

El indio alzó la frente; miró a Blanca

De un modo fijo, iluminado, intenso.

Había en su actitud indescifrable

Terror, adoración, reproche, ruego.

IV

—¡Tú hablas al indio! ¡Tú, que de las lunas

Tienes la claridad!

¿Porqué lo hieres con tu voz tranquila,

Tranquila como el canto del sabiá?

Si tienes en los ojos, de las lunas

La transparente luz,

¿Porqué tu alma para el indio es negra,

Negra como las plumas del urú?

¿Porqué lo hieres en el alma oscura?

¡Deja al indio morir!

Tú tienes odio negro para el indio,

Para el triste cacique guaraní.

Blanca sintió una lágrima en los ojos,

Y una amargura insólita en el pecho:

—Yo no tengo odio para tí, charrúa,

Dijo al cacique, con acento ingenuo.

Las pupilas azules del salvaje

Brillaban asombradas; en sus nervios

Vibraba el alma. Tabaré sentía

El abismo sonar en su cerebro.

Habla por vez primera a la española;

Sus palabras, sin orden ni concierto,

Brotan de entre sus labios, como informe

Tropel de sombras, luces y reflejos:

—¡Oh, sí! Yo sé que acechas

Mis horas de dolor;

Sé que remedas alas de jilgueros

Donde yo estoy.

Yo sé que tú el secreto

Conoces de mi ser,

Y sé que tú te escondes en las nieblas

¡Todo lo sé!

Que gimes en el viento,

Que nadas en la luz,

Que ries en la risa de las aguas

Del Iguazú,

Que miras en las altas

Hogueras de Tupá,

Y en las lunas de fuego fugitivas

Que brillan al pasar.

Tú, como el algarrobo,

Sueño das a beber;

Y das la sombra hermosa que envenena

Como el ahué[19].

Y o, temiendo tu sombra,

Tiemblo y huyo de tí,

Y tú en el despertar de mis memorias,

Vas tras de mí.

Mis nervios que eran fuertes,

Fuertes cual ñandubay,

Blandos como el retoño más temprano

Del ombú están…

No ha pasado una luna

Después que yo te vi;

¡Mira cómo está enfermo el indio bravo

Sólo por tí!

La súplica, el reproche,

La imprecación, la ira, el ruego tierno,

Se sucedían en la voz del indio

Y en su ademán nervioso y altanero;

El, que se había alejado

Con la frente inclinada sobre el pecho.

Como impulsado por la fuerza interna,

Hacia la niña se volvió de nuevo;

La miró un breve espacio,

Y señaló su rostro con el dedo,

Cual si del fondo oscuro de su alma

Envuelto en luz brotara un pensamiento.

—Era así como tú… blanca y hermosa;

Era así… como tú.

Miraba con tus ojos, y en tu vida

Puso, su luz;

Yo la vi sobre el cerro de las sombras

Pálida y sin color,

El indio niño no besó a su madre…

¡No la lloró!

Las avispas de fuego de las nubes,

Ellas brillaron más;

Pero el hogar del indio se apagaba,

Su dulce hogar.

Han pasado más fríos que dos veces

Mis manos y mis pies…

Sólo en las horas lentas yo la veo

Como cuerpo que fué.

Hoy vive en tu mirada transparente

Y en el espacio azul…

Era así como tú la madre mía,

Blanca y hermosa… ¡pero no eres tú!

… … … … … … … … … … … …

Por ocultar el llanto

Que, sin mojar los párpados, acervo

Como lluvia de hiél, se derramaba

Y empapaba del indio los recuerdos,

El infeliz charrúa,

En convulso y mortal desasosiego,

Se alejaba sombrío, y se volvía

Á la española en ademán violento:

—Así como tu mano,

Blanca como la flor del guayacán[20],

Es la que he visto siempre en la batalla

Mi sudorosa frente refrescar.

La misma mano blanca

De mi desnudo pecho separó

El rayo que arrojaban tus hermanos,

Más rápido que el vuelo del halcón;

La he visto entre sus dedos

Romper la flecha que a esconder llegó

En mis venas el sueño de las sombras,

Ese pálido sueño del dolor…

… … … … … … … … … … … …

Pero… ¡no era la tuya!

Era otra aquella mano ¿no es verdad?

¡Dile al charrúa que esos ojos tuyos

No son los que en sus sueños ve flotar!

Dile que no es tu raza

La que vierte esa tenue claridad

Que en el alma del indio reproduce

Aquella luz de su extinguido hogar;

Aquella luz que el astro de los muertos

¡Nunca sabrá copiar,

Más pura que el reir de las auroras,

Y el llorar de las tardes, mucho más!

… … … … … … … … … … … …

¡Oh!, no: tú eres la sombra,

Tú no vives la vida como yo;

¿Porqué has de arrebatarme mis memorias

Y vestirte ante mí de su color?

¡Déjame! ¡No me sigas!

¿No sientes? ¿No lo ves?

¡El corazón del indio está muy negro!

¡Triste como la sombra del ahué!

… … … … … … … … … … … …

V

Con movimiento brusco

Se ha separado de la niña el indio,

Volviendo la cabeza, cual si huyera

Por intenso temor sobrecogido.

Un rastro muy amargo

Quedó de Blanca en el absorto oído.

Tabaré atravesó entre los soldados.

Ninguno lo detuvo en su camino.

Blanca siguió con pena,

Con los ojos al indio fugitivo.

Aquel salvaje extraño en sí tenía

La atracción de lo oscuro del abismo.

VI

En ese estado en que, movida el alma

Por fuerza superior al hombre mismo,

Medita, sin conciencia de sus actos,

Como otro yo de nuestro ser distinto;

Y conoce los seres del espacio

En que vaga, desnuda de sentidos,

Y torna a nuestra vida, sin traernos

De su escursión lejana ni un indicio;

Y al despertar la sensación de nuevo,

Rompe de un sueño el transparente hilo,

Quedó la niña, hasta que oyó a su espalda

Que alguien le dijo: —¿Qué te hablaba el indio?

—¿El indio?… nada. ¿En qué estaba pensando?

¡Ah! Luz, no te había visto.

¿Qué me dijiste?… Ahora lo recuerdo:

Nada, nada me dijo.

Y agregó Doña Luz: —¡Pero aquí, hablando

Lo hemos visto contigo!

Y Blanca: ¿Sabes, Luz, que ese salvaje

Amó a su madre? El mismo me lo ha dicho.

—¿Y no le temes, Blanca?

—¡Temerlo! Puede ser. —Lo que al oirlo

Mi espíritu sintió, fué un algo raro,

Muy semejante al miedo de los niños…

… … … … … … … … … … … …

Con terror, la mirada

Clavó en su hermana Doña Luz.

—¿Qué ha visto

O creído advertir en sus pupilas?…

L e aconsejó que huyese de aquel indio.