CANTO SEGUNDO

I

¿Qué queda entonces de la tribu errante

De muerte herida la soberbia raza?

Aun queda su agonía; asida al suelo,

La fiera agita su convulsa zarpa.

Quedan indios aun para la muerte

Que cautelosos por los bosques andan,

Cual rebaños de tigres, que en el pueblo

Siempre encendidas sus pupilas clavan.

De noche, por las lomas o entre el bosque,

Como gritos de luz., se ven las llamas

De señales charrúas que se cruzan

Se avivan, se repiten o se apagan;

Y alguna vez, el temeroso aullido

Que algún consejo al terminar levanta

Al pueblo llega, en ráfagas del aire,

Como rumor de tempestad lejana.

Un temor imprevisto y repentino

Entonces suele atravesar las mallas;

Los soldados se miran, y suspenden

La ardiente relación de sus hazañas;

Parece que en sus labios animados

Tropezase un momento la palabra;

Mas pronto, cuando advierten con despecho,

Que, sin quererlo, ha vacilado el alma,

Sus risas y burlescas maldiciones

En el silencio momentáneo estallan,

Y, al amor de la lumbre, se reanuda

Con nuevo ardor la interrumpida plática.

II

Don Gonzalo de Orgaz, joven bizarro,

Manda en jefe la plaza;

La cimera encarnada de su yelmo

Marcó siempre el peligro en la batalla.

Olvidó muchas veces en la lucha

El toque a retirada;

Era noble y valiente, noble y bueno,

Bueno y celoso de su estirpe hidalga.

III

¿Porqué trajo el valiente aventurero

Consigo a Doña Luz la castellana,

Y expone así a su esposa a los peligros

Que ambicionó para lustrar sus armas?

¿Qué hace a su lado, qué hace de sus días

Allí en la triste soledad, qué aguarda

Esa otra niña, la de tez morena,

Blanca, la hermosa, la inocente Blanca?

¿Para quién brillan esos ojos negros,

Profundos hasta el alma,

Y en que la luz del sol de Andalucía

Brillo de estrellas presta a las miradas?

Exprimió el mismo seno que Gonzalo;

Lloró la misma madre, y solitaria,

Huérfana, hermosa, contemplando el cielo

En que su madre se perdió llamándola,

Quedó en el mundo sin más sombra amiga

Que la armadura de su hermano hidalga;

Allí recuerda su niñez reciente,

Y espera el porvenir allí sentada.

¿Qué impulso los condujo

A la salvaje tierra americana?

¡Quién sabe! Acaso el mismo misterioso

Que une a las notas que en el aire vagan,

En prolongado acorde

De transparentes o invisibles arpas,

Que suenan en el viento, en los recuerdos,

En los vagos crepúsculos del alma;

Que en las noches serenas,

Y en los rayos de luna columpiadas,

Se acercan, y se alejan y en los aires,

Las lentas trovas del dolor ensayan;

Ese impulso secreto

Que, aun de entre las lágrimas,

Hace brotar a veces las sonrisas

Como rayos de luna entre las aguas;

Que el polen encendido

Lleva de palma a palma,

Y hace nacer los lirios en las tumbas,

Y en el dolor abriga la esperanza.

Quizá la niña, en cuyos dulces ojos

Se mueven las miradas

Como insectos de luz aprisionados

En urnas de cristal negras y diáfanas,

Allí, bajo el escudo de su hermano,

Es la nota con alas

Que mezclada a un acorde moribundo,

De gritos de dolor hará plegarias.

El Uruguay, al verla en sus orillas,

Palpitaba en sus aguas,

Y temblaba en los juncos, y en la arena

Dejaba notas, quejas y palabras.

El astro que pasea las colinas,

Con su dulce mirada

Seguía a la española que en la tarde

Paseaba tristemente por la playa;

Y buscaba sus ojos cuando, sola,

Sentada en la barranca,

Quedaba confundida en las tinieblas

Que sus esbeltas líneas esfumaban.

Parece que este mundo americano

A aquella niña aguarda

Porque en sus ojos brillen sus estrellas,

Porque su viento pueda acariciarla,

Porque sus flores tengan quien recoja

La esencia de sus almas,

Porque las ondas de sus grandes ríos

Quien oiga y ame sus canciones vagas.

IV

Era una hermosa tarde.

Huía la sonrisa de los cielos

En los labios del sol que la llevaba

A imprimirla en la faz de otro hemisferio

De su excursión del día

Tornan Gonzalo y diez arcabuceros.

Fué eficaz la batida: un grupo de indios

Viene sombrío caminando entre ellos.

Otros muchos quedaron

Tendidos en el campo; el viento fresco

La sangre orea en las manchadas armas,

Y en la piel de los indios prisioneros.

… … … … … … … … … … … …

No son tigres, aunque algo

Del ademán siniestro

Del dueño de las selvas se refleja

En su fiera actitud. Caminan; vedlos.

Son el hombre-charrúa,

La sangre del desierto,

¡La desgraciada estirpe que agoniza

Sin hogar en la tierra ni en el cielo!

Se estrechan, se revuelven,

Las frentes sobre el pecho,

En los ojos oscuros el abismo,

Y en el abismo luz, luz y misterio.

Parece que, en el fondo

De esos ojos, a intérvalos,

Un monstruo luminoso se moviera

Sus anillos flexibles revolviendo;

Con rápidos espasmos

Se sacuden sus miembros,

Sus músculos elásticos y duros

Al acecho y al salto están dispuestos;

Parece que la sangre

Circula bajo de ellos

Como corre callado entre las breñas

Un rebaño de fieras en acecho;

No hay en su rostro inmóvil

Ni siquiera un reflejo

Del espíritu extraño y concentrado

Que, al parecer, lo anima desde lejos;

Se advierte en su mirada

Un constante recelo,

Y una impasible languidez, que tiene

Algo de triste, mucho de siniestro.

Son esbeltas sus formas,

Duros sus movimientos,

La tez cobriza, el pómulo saliente,

Negros los ojos, como el odio negros.

Sobre los fuertes hombros

Se derrama el cabello,

En crenchas lacias, rígidas y oscuras,

Que enlutan más aquel huraño aspecto.

Pupila prolongada

Que prolongó el acecho;

Estrecha frente y, ajustado en ella

Con un cintillo de la piel del ciervo,

Un erizado matorral de plumas

De colores diversos

Que parecen las ramas de aquel tronco

Que en la frente arraigaron y crecieron.

Jamás mira de frente;

Jamás alza la voz: muere en silencio;

Jamás un signo de dolor se posa

Entre sus labios pálidos y gruesos

El suplicio no borra

Su ademán de desprecio;

Sólo la lucha arranca un alarido

Estridente y salvaje de su pecho.

Entonces, semejantes

A los colmillos del jaguar sediento,

Brillan entre los labios del salvaje

Los dientes blancos con horrible gesto.

… … … … … … … … … … … …

Son el hombre-charrúa,

La sangre del desierto,

La desgraciada estirpe que agoniza

Sin hogar en la tierra ni en el cielo

V

El grupo de indios, como masa viva

De apeñuscados cuerpos,

Adelanta, rodeado de arcabuces,

Entre las casas del pajizo pueblo.

Salen de sus viviendas las mujeres

Y los hombres a verlos;

Ni una impresión se nota en sus semblantes:

Todos caminan impasibles, fieros.

Ah… todos no. ¿Quién es ese salvaje

Que se detiene trémulo?

¿No es su pupila azul? Azul, no hay duda.

¿Qué hay en ella? ¿Terror? ¿Asombro? ¿Miedo?

¡Extraño ser! Indescriptibles líneas

Tiene su cuerpo esbelto;

Hay en su cráneo hogar para la idea,

Hay en su frente espacio para el genio.

Esa línea es charrúa; esa otra… humana.

Ese mirar es tierno…

¿No hay en el fondo de esos ojos claros

Un ser oculto con los ojos negros?

La blanda piel de un tigre

Ha ceñido a su cuerpo;

No ha pintado su rostro, ni en su labio

Ha atravesado el signo del guerrero.

Es pálido, muy triste; en su semblante

Y en su azorado aspecto,

Hay algo indescriptible y misterioso

Que inspira amor, o desazón, o duelo.

¿Porqué se ha desprendido de su grupo?

¿Se ha apoderado un vértigo

De ese salvaje enfermo que venía

Entre los otros indios prisionero?

La onda de un suspiro

Se ha notado quizá sobre su pecho,

Y se hubiera creído, al observarlo,

Que ha roto entre sus dientes un lamento.

¡Y no es pasión salvaje

La que remece sus extraños miembros!

¡Así sacude su prisión el alma

Cuando estallan en ella los recuerdos!

VI

Es que Blanca, al pasar, lo está mirando

Con inocente empeño,

Y él clava en ella los azules ojos

Cual poseído de un pavor intenso.

La mira absorto, fijo, con el labio

Inmóvil y entreabierto;

Parece interrogar algo invisible,

A sí mismo, a su sombra, a su recuerdo.

Sus ojos aparecen alumbrados

Por el vivo reflejo

De algo como una aparición radiosa

Sólo visible para el indio enfermo,

Y por la lumbre intensa de una idea

Que viene desde adentro;

Que arde en el alma y llega hasta los ojos

Y se revela palpitante en ellos.

Esperando a Gonzalo estaba Blanca

En el umbral de su morada; al verlo

Corrió hacia él, y distinguió al salvaje

Que allí venía entre los indios presos.

Ved cómo tiembla el indio

De ojos extraños de color de cielo.

Blanca esa noche se encontró llorando

Al acordarse del salvaje enfermo.

VII

Cayó una flor al río.

Los temblorosos círculos concéntricos

Balancearon los verdes camalotes

Y entre los brazos del juncal murieron.

Las grietas del sepulcro

Han engendrado un lirio amarillento.

Guarda el perfume de la flor caída,

La flor no existe: ha muerto.

Así el himno cantaban

Los desmayados ecos;

Así lloraba el urutí en las ceibas.

Y se quejaba en el sauzal el viento.

VIII

¿Quién es ese charrúa que suspira?

¿Quién es el prisionero

Que es capaz de alumbrar con luz del alma

Esos sus ojos de color de cielo?

TABARÉ lo apellidan los charrúas,

O el hijo de los ceibos

¡Hijo de mi dolor!, una española

Le decía llorando ha mucho tiempo.

… … … … … … … … … … … …

Las grietas del sepulcro

Han engendrado un lirio amarillento,

Tiene el hálito triste de la muerte

Su extrema palidez y su misterio.

IX

El pánico del indio indescriptible

Duró sólo un momento;

Ya confundido entre los otros indios

Se aleja Tabaré; pero a lo lejos

Entre el grupo cobrizo se destacan

Las lineas de su cuerpo

De una amarilla palidez. La niña

L o sigue con los ojos largo tiempo.

… … … … … … … … … … … …

X

—¿Quién es, Gonzalo, ese indio que trajiste,

El de la frente pálida,

Que me miró de un modo tan extraño

Cuando venía entre tus hombres de armas?

¿Qué tiene? ¿Estaba enfermo? Me ha inspirado

Una profunda lástima.

¿Qué tiene en esos ojos? ¿Lo recuerdas?

¿Qué harás con él? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—¿Lo sé yo acaso? Ese indio es un misterio,

Es un misterio, Blanca.

Al cruzar aquel bosque, lo encontramos

En actitud de duelo o de plegaria.

Y es el mismo, lo es, estoy seguro,

Que he visto en las batallas

Reir con el peligro y con la muerte

Bravo como el aliento de su raza.

¡Y qué! ¿Qué crimen tiene?

¿No lucha por su hogar y por su patria?

¿No defiende la tierra en que ha nacido,

La libertad que el español le arranca?

Cuando a él nos llegamos,

No sintió nuestros pasos a su espalda,

Ni demostró sorpresa, al encontrarse

Rodeado de arcabuces y de adargas.

Este pueblo por cárcel

Le he dado; ha prometido respetarla.

Yo probaré en ese indio si se encuentra

Capaz de redención su heroica raza.

¡Qué! ¿Sólo muerte y crimen

América obtendrá de nuestra España?

¡La sangre de esos hijos del desierto

Mas que el orín deslustra nuestras armas!

—Gonzalo, no te olvides

De la española sangre derramada,

Le dijo Doña Luz; esos salvajes

Hombres no son; la redención cristiana

No alcanza a redimirlos

Pues para ellos no fué: no tienen alma;

No son hijos de Adán, no son, Gonzalo;

Esa estirpe feroz no es raza humana.

… … … … … … … … … … … …

… … … … … … … … … … … …

XI

Duermen los indios prisioneros; duermen

Tendidos en el suelo, como masa

De bronce que se mueve y que palpita

Con aliento vital en las entrañas.

Sobre aquellas cabezas que, en los brazos

Y entre cabellos rígidos descansan,

No se siente pasar un solo ensueño;

Nada invisible por los aires anda.

Pero entre el grupo de dormidos cuerpos,

Despierta una figura se destaca:

Inmóvil, con los ojos encendidos.

Clavada en lo invisible la mirada.

Las horas, una a una, la encontraron,

Como una sombra silenciosa y vana;

La vio la noche, la abrazó el insomnio,

Y así la halló la claridad del alba.