CANTO PRIMERO

I

¿Quién ata las pasadas sensaciones

En haces de quimeras

Que, al roce de un recuerdo no buscado,

Juntas en el cerebro se despiertan,

Y nadando en un medio indefinible

Con nuestras almas piensan?

Las notas ignoradas que en la noche

Hasta nosotros llegan,

¿Por quién son recogidas, y ajustadas

A un ritmo misterioso, a una cadencia,

Para formar ese himno prolongado

Con que las sombras ruegan:

Esa flotante ebullición sonora

Que en el aire semeja

De mil voces distintas y lejanas

Los ayes, las palabras o las quejas

Que a extinguirse temblando a nuestro lado

Como heridas se acercan?

¿Quién llora con la luna en los sepulcros,

Y rie en las estrellas,

Y respira en las auras otoñales,

Y anima la hoja seca,

Y es perfume en la flor, gota en la lluvia

Y en la pupila idea?

Acaso en los espacios infinitos

Que el hombre no penetra,

La vida y la armonía se difunden

En cuyas formas entran,

Como elemento indispensable y justo,

Los ignorados llantos de la tierra,

Los ayes de las razas extinguidas,

Su soledad eterna,

Los destinos oscuros e imposibles,

Las lágrimas secretas,

Los latidos que el mundo no comprende

Y en la eterna armonía se condensan.

… … … … … … … … … … … …

Vosotros, los que amáis los imposibles,

Los que vivís la vida de la idea,

Los que sabéis de ignotas muchedumbres

Que los espacios infinitos pueblan;

Los que escucháis quejidos y palabras

Donde el silencio reina,

Y algo más que la idea del invierno

Os sugiere el rodar de la hoja seca,

Escuchad el acorde arrebatado

Al rumor misterioso de la selva,

La voz de aquella noche sin aurora

Que difunde su sombra en mi leyenda.

II

La corriente del tiempo,

En brazos del pasado,

Como el cadáver de otros tantos hijos,

Ha dejado los años tras los años.

Al tramontar las lomas

Del Uruguay, el astro

Deja envuelto en la sombra de las islas

A un villorrio español, que fué fundado

En la desierta margen donde el río

San Salvador, hermoso tributario

Del Uruguay, derrama en este

Su caudal, entre sauces y guayabos[14].

El pueblo aquél, sentado en el desierto

Como un aventurero temerario,

¿Es algo más que una visión de gloria?

¿Brotó del suelo o descendió de lo alto?

Sus cimientos han sido varias veces

Con sangre de dos razas amasados;

Sus techos, convertidos en hogueras,

Varias veces el campo iluminaron;

Y ya más de una vez en la colina

Quedaron sus escombros solitarios,

Como los negros miembros de un gigante

Por la zarpa del tigre hecho pedazos.

Desde el fondo del bosque, los charrúas

Observan los bastiones castellanos,

Las rudas estacadas

De troncos de algarrobos y quebrachos[15],

Antemural sin fosos ni poternas,

Remedo de baluarte que, hacia el campo,

Defiende el caserío

Cuyos techos se asoman al barranco.

Techos pajizos de bambú, con hebras

De la raíz del ñapindá amarrados;

Muros de tierra negros

Entre despojos de bateles náufragos,

Que rodean la casa construida

Por Juan de Ortiz el viejo adelantado,

Con sillares de piedra

Que el tiempo y los incendios respetaron;

Tal es la población conquistadora

En que aun tremola el pabellón hispano,

Sereno como siempre

El desierto sin nombre desafiando,

En una tierra madriguera hermosa

Del indio más bizarro

De los que aullaron y aguzaron flechas

En el salvaje mundo americano.

Como el cachorro oculto bajo el cuerpo

Del tigre provocado,

Así se esconde la uruguaya tierra

De su indómito rey bajo los arcos.

El indio ruje al escuchar la planta

Del extrangero blanco,

Con rugidos de rabia y de deseo,

Siempre en acecho, cauteloso, huraño.

Brilla el ojo del indio en la espesura;

Suena por todos lados

Su alarido feroz: brotan rabiosos

De entre las flores sus agudos dardos.

¿Dónde se esconden? Donde esconde el viento

Sus gritos ignorados;

Donde esconde la muerte las lumbreras

Que enciende sobre el haz de los pantanos

Allí donde tan solo se ve un grupo

De chircas o de cardos,

Hay rostros escondidos y en acecho,

Siempre despiertos, sangre olfateando.

Allá en el matorral algo se mueve…

¿Quién trepa en el barranco?

¿Sentís un grito en la lejana orilla?

Es la muerte… si vais, veréis su rastro.

¿Qué hay más allá? L o ignoto, lo imprevisto,

Quizá lo sobrehumano;

Algo más que la muerte, más oscuro…

¿Quién se llega hasta él? ¿Quién va a retarlo?

España va, su fiero aventurero,

Su incomparable hidalgo;

La noble madre raza en cuyo pecho

Si un mundo se estrelló, se hizo pedazos.

El pueblo altivo que, en la edad sin nombre

Era el cerebro acaso

De aquel dorso gigante y misterioso

Ya sumergido en el abismo atlántico

Que, no teniendo en su profundo seno

Para el coloso espacio,

Dejó asomar, sobre la vasta tumba,

Miembro insepulto, el mundo americano.

Sólo España ¿quién más?, sólo ella pudo,

Con paso temerario,

Luchar con lo fatal desconocido,

Despertar el abismo y provocarlo;

Llegarse a herir el lomo del desierto

Dormido entre los brazos

De la infinita soledad su madre,

Y en él clavar el pabellón cristiano;

Y resistir la convulsión suprema

Del mundo americano

Sin que aquel estertor indescifrable

Le aniquilara el corazón y el brazo.

III

En las torcidas calles del villorrio

La guarnición se ve diseminada:

Quién aguza en la piedra

El hierro de su lanza,

Quién enluce un mohoso

Capacete, o remalla

Alguna vieja cota, o busca en vano

Sobre la gola encaje a la celada;

Quién las gastadas piezas

Ajusta de sus armas,

Espaldares o antiguas escarcelas

De coseletes varios arrancadas;

Mientras allá, a la sombra

Tendido de una acacia,

Algún soldado arrulla sus recuerdos

Con un cantar querido de la patria.

El brazo desfallece,

Sin que por ello desfallezca el alma,

De los rudos guerreros españoles

Que, para dar la postrimer lanzada,

Persiguen y no encuentran

El corazón de la invencible raza

Que prolonga el honor de su agonía

Más allá de su vida legendaria.

En los cobrizos pechos

De indios muertos luchando en la batalla,

Las escamas grabadas y arabescos

Se hallaron de las cotas y corazas

De los guerreros blancos

Que el charrúa, con fuerza extraordinaria,

Estrujaba en el nudo de sus brazos

Que la muerte tan sólo desataba.

En los dientes de algunos

O en sus manos crispadas

Trozos sangrientos de enemiga carne

Con vestigios de vida palpitaban;

Pero jamás un ruego,

Nunca una sola lágrima

Plegó los labios ni anubló los ojos

Del dueño de las selvas uruguayas.

IV

Sapicán, el cacique más anciano,

Ya cayó en la batalla

Después que por Garay en la llanura

Vio sin vida sus tribus más bizarras.

Sopló la muerte, y apagó en sus ojos,

Sedientos de venganza,

El último fulgor. Pero aun la muerte

Del indio en las pupilas amenaza,

Cuando las tribus, con clamor inmenso,

Del combate separan

Su cadáver, envuelto en los vapores

De la caliente sangre que derrama.

Murió; pero en la noche, cuando el astro

No alumbra las barrancas,

Y se duermen las víboras, y agita

Solo el ñacurutú[16] sus lentas alas;

Cuando las sombras salen de los árboles

Y con los vientos andan,

Y la nutria nadando cruza el río,

Y canta el grillo oculto entre las matas,

El cacique aparece. Ya lo han visto

Las tribus espantadas

Buscar en vano su arco entre los juncos

O su maza de pórfido en las aguas.

Cuando como jauría

De lebreles con alas,

Vientos de tempestad cruzan rabiosos

Aullando de la selva entre las ramas;

Cuando las nubes negras

Se ven amontonadas

Un momento no más sobre el relámpago

Que por el fondo de los cielos pasa,

Y las gotas de lluvia

En las hojas restallan,

Y golpean el lomo de los tigres

Que encandilados y encogidos braman,

La sombra del cacique

Cruza en los aires pálida,

Con sus ojos profundos encendidos,

Con su misma actitud fiera y gallarda.

Esa es su frente estrecha,

Su cabellera lacia,

Y su saliente pómulo, y sus ojos

Pequeños, de pupila prolongada

Al acecho dispuesta

Ya devorar distancias;

A encenderse, a apagarse entre la sombra,

Ya comprimir relámpagos de rabia.

El viento que en su torno

Los centenarios ñandubáis descuaja,

No mueve ni un cabello del cacique

Que al través de los árboles resbala;

Y si acaso dispersa

Los miembros de la sombra alguna ráfaga

De los vientos del sur, al punto vuelven

A reunirse y cobrar la forma humana.

El rayo no lo ofende

Aunque a liarse a su cabeza vaya,

O silbando en su cuerpo se retuerza

Y lo ilumine con su lumbre cárdena.

El indio sigue mudo,

Buscando siempre su guerrera maza,

Ya su paso los tigres se espeluznan

Y las tribus se esconden espantadas.

Erizando las plumas,

Huyen chirriando, y el fulgor apagan

De sus ojos redondos las lechuzas

Que huyen a guarecerse en las barrancas;

Hasta que, al oír el indio

La primera canción que anuncia el alba,

En el aire sutil pierde sus formas,

Se diluye en la luz, se va o se apaga.

V

¡También Abayubá cayó en la lucha!

Abayubá a quien llaman

En vano con sus grandes alaridos

Las tribus que el cacique acaudillaba.

Era el joven amado

Del viejo Sapicán; con sus palabras

Encendía el valor de los charrúas

Y con su paso y su actitud gallarda.

Aun contaba sus fríos

Por sus manos que, hiriendo con la maza,

Eran rudas y fuertes como el viento

Que sopla al Uruguay desde las pampas.

¡Cómo cayó! Su cuerpo,

Pasado por el bote de una lanza,

Trepó por esta hasta morir, cortando

Con el diente afilado por la rabia,

La rienda del caballo,

De cuya grupa el español acaba

Con el puñal, la destructora brega

Que la ocupada lanza comenzara.

VI

¿Y Añagualpo el gigante y Yandinoca?

También sus sombras vagan

En la noche sin lunas, y se envuelven

En el triste vapor de las montañas.

¿Qué fué de Tabobá? También ha muerto

Buscaba en el combate la venganza

De Abayubá, cuando del sueño frío

Sintió en sus huesos la corriente helada.

El fiero Magaluna,

Ligero como el tigre, se abalanza

Al cuello del corcel del enemigo

Al que sus dientes y sus uñas clava;

Se agita, ruge, grita,

Mientra el ginete el pecho le traspasa;

Sólo la muerte lo desprende, y yerto

El cuerpo solo se desploma y calla.

No volverá a tenderse

El arco de algarrobo que ajustaba

La mano de Yací, del joven indio

Que daba muerte al yacaré[17] en las aguas;

No encenderá sus fuegos

En los bosques del Hum ni en sus barrancas

El valiente Terú; las sombras negras

Gimen cuando se posan en sus armas.

¡Maracopa y Abaroré no existen!

¡Gualconda ya es esclava!

Ya no reirá la dulce Liropeya,

La virgen más hermosa de la playa,

Hija del tiempo de los soles largos,

Que brillan en las ramas

Cuando el botón del ceibo se revienta

Como una urna de sangre. Por llevarla

A sus toldos de pieles, muchos indios

Se hendieron con sus hachas;

Venció Yandabayú; pero la virgen

En vano llora y al cacique aguarda.

Murió Yandubayú, ¡también ha muerto!

Jamás en su piragua

Vendrá a buscar a Liropeya; nunca

¡Se oirá su voz en medio a la batalla!

Los hijos valerosos

De muchas indias, cuando no contaban

Haber visto diez veces hojas nuevas

Abrir en el penacho de las palmas,

Han caído en la lucha

Dando débiles gritos de venganza;

Sus brazos no eran fuertes, y sus flechas

Eran temidas sólo de las gamas.

Los viejos que habían visto

Nacer la primer luna, y en los talas

En que hoy sus uñas el leopardo[18] afila

Habían visto correr la primer savia,

También hicieron arcos,

Y aguzaron las puntas de las lanzas,

Y fueron al combate lentamente

Apoyados en ellas o arrastrándolas.

Y todos han caído

Uno tras otro en la desierta pampa;

Y nadie abrió sus párpados; la noche

Bajo de ellos quedó, la noche larga,

Triste, sin lunas, con su viento negro,

La noche solitaria.

Ya no se mueven los caciques indios,

No encienden fuegos; para siempre callan.

VII

¡Héroes sin redención y sin historia

Sin tumbas y sin lágrimas!

¡Estirpe lentamente sumergida

En la infinita soledad arcana!

¡Lumbre espirante que apagó la aurora!

¡Sombra desnuda muerta entre las zarzas!

Ni las manchas siquiera

De vuestra sangre nuestra tierra guarda,

¡Y aun viven los jaguares amarillos!

¡Y aun sus cachorros maman!

¡Y aun brotan las espinas que mordieron

La piel cobriza de la extinta raza!

Héroes sin redención y sin historia,

Sin tumbas y sin lágrimas:

Indómitos luchasteis… ¿Qué habéis sido?

¿Héroes o tigres? ¿Pensamiento o rabia?

Como el pájaro canta en una ruina,

El trovador levanta

La trémula elegía indescifrable

Que al través de los árboles resbala,

Cuando os siente pasar en las tinieblas

Y tocar con las alas

Su cabeza que entrega a los embates

Del viento secular de las montañas.

Sombras desnudas que pasáis de noche

En pálidas bandadas

Goteando sangre que, al tocar el suelo,

Como salvaje imprecación estalla;

Yo os saludo al pasar. ¿Fuisteis acaso

Mártires de una patria,

Monstruoso engendro a quien feroz la gloria

Para besarle el corazón lo mata?

Sois del abismo que la mente sonda

Confusa resonancia;

Un grito articulado en el vacío

Que muere sin nacer, que a nadie llama;

Pero sois algo. El trovador cristiano

Arroja, húmedo en lágrimas,

Un ramo de laurel en vuestro abismo…

¡Por si mártires fuisteis de una patria!