CANTO SEGUNDO

I

¡Cayó la flor al río!

Los temblorosos círculos concéntricos

Balancearon los verdes camalotes,

Y en el silencio del juncal murieron.

Las aguas se han cerrado;

Las algas despertaron de su sueño,

Ya la flor abrazaron, que moría,

Falta de luz, en el profundo légamo…

… … … … … … … … … … … …

Las grietas del sepulcro

Han engendrado un lirio amarillento;

Tiene el perfume de la flor caída.

Su misma palidez… ¡La flor ha muerto!

Así el himno sonaba

De los lejanos ecos;

Así cantaba el urutí en las ceibas[10].

Y se quejaba en el sauzal el viento.

II

Siempre llorar la vieron los charrúas;

Siempre mirar al cielo,

Y más allá… Miraba lo invisible

Con sus ojos azules y serenos.

El cacique a su lado está tendido.

Lo domina el misterio;

Hay luz en la mirada de la esclava.

Luz que alumbra sus lágrimas de fuego,

Y ahuyenta al indio, al derramar en ellas

Ese dulce reflejo

De que se forma el nimbo de los mártires,

La diáfana sonrisa de los cielos.

Siempre llorar la vieron los charrúas,

Y así pasaba el tiempo.

Vedla sola en la playa. En esa lágrima

Rueda por sus mejillas un recuerdo.

Sus labios las sonrisas olvidaron.

Sólo brotan de entre ellos

Las plegarias, vestidas de elegías,

Como coros de vírgenes de un templo.

III

Un niño, llora. Sus vagidos se oyen

Del bosque en el secreto,

Unidos a las voces de los pájaros

Que cantan en las ramas de los ceibos.

Le llaman TABARÉ[11]. Nació una noche

Bajo el obscuro techo

En que el indio guardaba a la cautiva

A quien el niño exprime el dulce seno.

Le llaman TABARÉ. Nació en el bosque

De Caracé el guerrero;

Ha brotado en las grietas del sepulcro

Un lirio amarillento.

Sonrisa del dolor, hijo del alma,

¡Alma de mis recuerdos!

Lo llamaba gimiendo la cautiva

Al estrecharlo en el materno pecho.

Y al entonar los cánticos cristianos

Para arrullar su sueño:

Los cantos de Belén que al fin escucha

La soledad callada del desierto.

Los escuchan las dulces alboradas,

Los balbucían los ecos

Y, en las tardes que salen de los bosques,

Anda con ellos sollozando el viento.

Son los cantos cristianos, impregnados

De inocencia y misterio,

Que acaso aquella tierra escuchó un día,

Como se siente el beso de un ensueño.

IV

El indio niño en las pupilas tiene

El azulado cerco

Que entre, sus hojas pálidas ostenta

La flor del cardo en pos de un aguacero,

Los charrúas, que acuden a mirarlo,

Clavan sus ojos negros

En los ojos azules de aquel niño

Que se reclina en el materno seno.

Y lo oyen y lo miran asombrados

Como a un pájaro nuevo

Que, unido a las calandrias y zorzales,

Ensaya entre las ramas sus gorjeos.

Mira el niño a la madre. Está llorando,

Lo mira y mira el cielo,

Y envía en su mirada al infinito

Un amor que en el mundo es extranjero.

Mas ya ama al bosque, porque da su sombra

Al indiecito tierno;

Ya es para ella más azul el aire,

Más diáfano el ambiente y más sereno.

La tarde, al descender sobre su alma,

Desciende como el beso

De la hermana mayor sobre la frente,

Del hermanito huérfano;

Y tiene ya más alas su plegaria,

Su llanto más consuelo,

Y más risa la luz de las estrellas,

Y el rumor de los sauces más misterio.

… … … … … … … … … … … …

V

¿Adónde va la madre silenciosa?

Camina a paso lento

Con el niño en los brazos. Llega al río.

¡Es la hermosa mujer del Evangelio

¡E invoca a Dios en su misterio augusto!

Se conmueve el desierto.

Y el indio niño siente en su cabeza

De su bautismo el fecundante riego.

La madre le ha entregado sollozando

El gran legado eterno.

El Uruguay, al ofrecer sus aguas

Entona en el juncal un himno nuevo.

Se eleva, en transparentes espirales

El primitivo incienso;

Una invisible aparición derrama

De su nimbo la luz entre los ceibos.

Se adivinan cantares

A medio pronunciar que flotan trémulos.

Y de que seres absortos los escuchan

Se cree sentir el contenido aliento;

Hay sonrisas posadas

Entre los puros labios entreabiertos

De un invisible coro que, en el aire,

Bate a compás sus alas en silencio.

Hay contacto del cielo con la tierra…

¡Es que hay allí misterio!

Vacila el hombre ante su influjo y mudo

Cierra los ojos, para ver más lejos.

… … … … … … … … … … … …

… … … … … … … … … … … …

VI

Madre: ¡no llores más! Siempre en tus ojos

Gotas de llanto veo

Que humedecen tu voz y tus miradas,

Tus cantos y tus besos;

Con ese llanto siempre

Al despertar te encuentro

¿Quién lleva, pobre madre, tantas lágrimas

Hasta el mismo silencio de tus sueños?

¡No llores más! Porque no llores nunca

Yo rezo, siempre rezo

La oración qué despierta en mis auroras

Y se duerme conmigo cuando duermo.

¿Por qué lloras? Las tribus no te ofenden.

¿Oyes? Están muy lejos.

Beben sangre de Palmas y algarrobos,

Y después dormirán no tengas miedo.

En la cruz que reciben las plegarias,

En esa que has clavado entre los ceibos,

A hacer su nido bajarán los ángeles

Ya recoger mis ruegos.

No llores, que la virgen invisible

Que me enseñas a amar, vendrá por ellos.

Ya ti también te besará en la frente,

Ya nuestro lado velará tu sueño.

La madre sollozaba;

Estrechaba a su hijo sobre el seno,

Y sus miradas húmedas

Escalaban los mundos ascendiendo.

Huían de la tierra, hasta posarse

En el regazo eterno

Pero el cielo ansiosas descendían

El indio niño a acariciar de nuevo.

VII

Cayó la flor al río,

Y en el obscura légamo

Derramó su perfume entre las algas.

Se ha marchitado, ha muerto.

Las algas la estrecharon

En sus brazos de hielo…

Ha brotado en las grietas del sepulcro

Un lirio amarillento.

… … … … … … … … … … … …

VIII

Duerme, hijo mío; mira, entre las ramas

Está dormido el viento;

El tigre en el flotante camalote,

Y en el nido los pájaros pequeños.

Ya no se ven los montes de las islas:

También están durmiendo.

Han salido las nutrias[12] de sus cuevas;

Se oye apenas la voz del teru-tero[13].

… … … … … … … … … … … …

Las tribus embriagadas

Aullaban a lo lejos;

El aire, con los roncos alaridos,

Elaboraba quejas y lamentos.

Tras la salvaje orgía,

Vendrá el cacique ebrio;

Vendrá a buscar a su cautiva blanca

Que a su hijo esconderá tras de los ceibos.

IX

Cayó la flor al río.

Se ha marchitado, ha muerto.

Ha brotado en las grietas del sepulcro

Un lirio amarillento.

La madre ya ha sentido

Mucho frío en los huesos;

La madre tiene en torno de los ojos

Amoratado cerco;

Y en el alma la angustia,

Y el temblor en los miembros,

Y en los brazos el niño que sonríe,

Y en los labios un cántico y un ruego.

Duerme, hijo mió. Mira: entre las ramas

Está dormido el viento;

El tigre en el flotante camalote

Y en el nido los pájaros pequeños.

Los párpados del niño se cerraban.

Las sonrisas entre ellos

Asomaban apenas, como asoman

Las últimas estrellas a lo lejos.

Los párpados caían de la madre

Que, con esfuerzo lento,

Pugnaba en vano porque no llegasen

De su pupila al agrandado hueco.

Pugnaba por mirar al indio niño

Una vez más al menos;

Pero el niño para ella, poco a poco,

En un nimbo sutil se iba perdiendo.

Parecía alejarse, desprenderse,

Resbalar de sus brazos, y por verlo,

Las pupilas inertes de la madre

Se dilataban en supremo esfuerzo.

X

Duerme, hijo mío. Mira, entre las ramas

Está dormido el viento;

El tigre en el flotante camalote,

Y en el nido los ptijaros pequeños;

Hasta en el valle

Duermen los ecos.

Duerme. Si al despertar no me encontraras,

Yo te hablaré a lo lejos;

Una aurora sin sol vendrá a dejarte

Entre los labios mi invisible beso;

Duerme; me llaman,

Concilia el sueño.

Yo formaré crepúsculos azules

Para flotar en ellos;

Para infundir en tu alma solitaria

La tristeza más dulce de los cielos.

Así tu llanto

No será acervo.

Yo empaparé de dulces melodías

Los sauces y los ceibos,

Y enseñaré a los pájaros dormidos

A repetir mis cánticos maternos…

El niño duerme,

Duerme sonriendo.

… … … … … … … … … … … …

La madre lo estrechó; dejó en su frente

Una lágrima inmensa, en ella un beso,

Y se acostó a morir. Lloró la selva

Y, al entreabrirse, sonreía el cielo.

XI

¿Sentís la risa? Caracé el cacique

Ha vuelto ebrio, muy ebrio.

Su esclava estaba pálida, muy pálida…

Hijo y madre ya duermen los dos sueños.