XIV. AKI SAN

La ciudad no parecía haber cambiado mucho. Algunos árboles habían ocupado ya su lugar definitivo en sus nuevos hogares, pero las obras avanzaban despacio y la mayoría de edificios seguían atrapados bajo sus esqueletos de bambú. Sin embargo, todo me pareció diferente. Avanzamos con paso lento hacia casa, como si realmente no quisiéramos llegar y poner fin a nuestro viaje. Un palanquín pasó a toda prisa a nuestra derecha, como si su ocupante llegara tarde a una cita de la mayor importancia, mientras los transeúntes se apartaban a su paso para no ser arrollados. La gente iba de aquí para allá sin prestar la más mínima atención a cuanto sucedía a su alrededor, enfrascados en sus pensamientos y preocupaciones diarias. Senda¡no había crecido únicamente en número de edificios, también lo había hecho en habitantes, lo que acarreaba consigo un trajín considerable de gentes yendo y viniendo por sus calles.

La vieja Kichi estaba en el huerto. Al vernos entrar, nos saludó con una breve inclinación de cabeza y regresó a sus asuntos como si únicamente nos hubiéramos ausentado un rato y acabáramos de regresar de un simple paseo.

Los padres de Ichiro, en cambio, celebraron el regreso de su hijo con una enorme algarabía. Mientras recorríamos el sendero del jardín, el maestro yyo pudimos escuchar las exclamaciones que nos llegaban desde el hogar de los Omura. Imaginé a su madre besando el rostro de Ichiro y pellizcándole como solía hacerlo, pensando que aún era un niño, cuando, en realidad, la persona que había vuelto era ya un hombre. Para ella, sin embargo, aquel bravo adolescente seguiría siendo para siempre su pequeño.

Sabía que el maestro querría acudir cuanto antes a presentar sus respetos al señor Masamune. Apenas pisó la casa, se aseó, se puso ropas nuevas y entró en mi habitación.

—¿Qué haces aún así? —me reprendió con cierta impaciencia mientras aguardaba de pie junto al panel de entrada de mi habitación.

Le miré sin comprender.

—El daimio nos espera, no puedes ir vestido de semejante modo.

—Pensé que…

—Aki Munetomo, hijo de Oishi Munetomo, del clan Date: ¡eres un samurái! Tu señor te espera y debes acudir a su llamada cuanto antes —exclamó. Después, se fijó en mi pelo, absolutamente revuelto y sucio. A pesar de que ya hacía algo más de un mes desde que el shura me había cortado el moño con el filo de su sable, no había crecido aún lo suficiente ni había encontrado la forma de sujetármelo como era debido—. Habrá que hacer algo con ese cabello —exclamó, mostrando de nuevo cierta exasperación—. ¡Kichi!

Su voz retumbó por toda la casa. El ama acudió a su llamada casi al instante, temiéndose alguna desgracia. Al vernos en perfecto estado, reprendió a Miyamoto sin mediar palabra, como solo ella sabía hacerlo.

—A ver cómo puedes arreglar esto —dijo el maestro sosteniendo mi pelo.

Tras bañarme, Ichi se encargó de mi cabello. Lo estiró hacia atrás con fuerza, lo untó profusamente con aceite de gaulteria y logró sujetarlo en una minúscula coleta sobre mi cabeza. Sentía mis cejas enarcadas y tirantes y pensé que debía de tener un aspecto ridículo. Si la vieja Kichi se había fijado en la cicatriz azul que surcaba mi mejilla, no hizo gesto alguno que lo delatara. Era probable que hubiera bañado en muchas ocasiones al maestro y hubiera observado cientos de veces las suyas.

Al regresar a mi habitación, descubrí que había dejado un kimono limpio sobre mi cama. Era mi ropa para las ocasiones especiales; la única elegante que tenía. Órdenes del maestro, estaba seguro. Sobre él reposaban perfectamente ordenados mis dos sables. Además de forjar de nuevo la catana de mi padre, Miyamoto me había hecho, como correspondía, un sable corto a juego.

Me vestí a toda prisa y me reuní con él en el jardín.

—Eso está mejor —exclamó repasando mi indumentaria para asegurarse de que todo estuviera correcto. Él se había puesto también su chaqueta y su gorro laqueado, como cada vez que acudía a una audiencia.

Esta vez fuimos al castillo montados en nuestros propios caballos. Así vestido, con mis dos sables cruzados en mi cintura, me sentía como un samurái importante.

Los guardias de la puerta nos franquearon el paso sin problemas. Noté cómo uno de ellos se fijaba en mi cicatriz antes de retirar su vista rápidamente al verse descubierto. Cabalgamos hasta el patio principal y dejamos nuestras monturas. Kagetsuna Katakura salió inmediatamente a nuestro encuentro.

—Bienvenido, Miyamoto san —le saludó. Acto seguido, se giró hacia mí—. Es un placer conocerte al fin, Aki —señaló dedicándome una profunda reverencia.

El señor Katakura nos guió por un largo pasillo, con habitaciones a uno y otro lado destinadas a las más variadas actividades, hasta la antesala de audiencias. Imaginé cuántas veces había recorrido el maestro aquel mismo camino. Siempre que partía hacia el castillo, yo trataba de poner imágenes a sus encuentros secretos; para mí constituían el más absoluto de los misterios. Me imaginaba a Miyamoto conducido por una puerta secreta a una estancia recóndita, del tamaño de un pequeño sótano, que nadie excepto el daimio y sus más fieles servidores conocían y en la que se urdían los planes de futuro del clan.

Aunque había visto al señor Masamune con ocasión de algún desfile por las calles, jamás había sido presentado formalmente. Sentía un ligero cosquilleo en el estómago debido a los nervios: no quería avergonzar al maestro.

—Haz lo que yo haga y no hables a menos que se te pregunte —me instruyó Miyamoto, leyéndome de nuevo la expresión.

—Sí, maestro.

Katakura descorrió la puerta y nos precedió a la sala de audiencias. Jamás había visto una habitación tan grande. El daimio estaba en seiza sobre una tarima ligeramente elevada. Me fijé en su armadura y en la gran media luna de su casco: eran imponentes. Su aspecto con él puesto debía de ser aterrador.

El vasallo principal ocupó su lugar y el maestro y yo nos postramos en medio de la estancia.

—Bienvenido, Miyamoto —pronunció Masamune. Su voz me pareció profunda y atronadora.

El maestro postró su cabeza completamente, tocando el suelo. Yo no sabía si hacer lo mismo o esperar a que el daimio se dirigiera a mí personalmente, así que preferí imitarle.

—… y Aki san —añadió seguidamente Masamune. En aquel instante comprendí que debía haber esperado. Miré al maestro de reojo para disculparme, pero su cabeza seguía completamente inclinada—. He leído tu informe, pero quiero que me relates todo lo sucedido de viva voz.

Miyamoto se incorporó y posó sus manos sobre sus muslos. Durante un buen tiempo, relató los pormenores de nuestra misión. Al llegar al momento en el que se había encontrado con Tetsu Ichigawa en los túneles de Iwadeyama, noté un momento de duda y vacilación en su voz. Sin embargo, se recuperó de inmediato. Había decidido omitir esa parte a su señor. Pude sentir sus remordimientos y su concien cia golpearle por dentro. Era probable que, de exponer su desobediencia, el daimio le hubiera exigido cometer seppuku. Al finalizar, le relató nuestro último enfrentamiento con Ichigawa y su aprendiz en su escondite a las afueras de Yonezawa, y cómo yo había dado muerte al fantasma vengador del samurái.

—La única Verdad ha salido de su escondite y ha abandonado el mutismo al que se había sometido durante los últimos tiempos. No todo el mundo está de acuerdo con la paz, ni está contento con quién ejerce la responsabilidad de sogún, mi señor —concluyó.

Esta vez fue el daimio quien emitió un pequeño gruñido.

—Debemos tener cuidado. Las alianzas son frágiles, como lo es aún el poder de Ieyasu. ¿Crees que Hideyoshi está detrás de todo esto?

—Quizás la única Verdad actúe bajo las órdenes de algún daimio, o quizás, simplemente, busque desestabilizar el país —expuso Miyamoto.

—¿Tú qué crees?

El maestro meditó largamente su respuesta. Revelar lo que sabía implicaba exponer en parte su conversación con Tetsu Ichigawa en los túneles. El asunto, sin embargo, era de la mayor importancia y estaba muy por encima de sí mismo. Confió en que Masamune no quisiera indagar más allá. Al fin y al cabo, lo que le pedía era una opinión. Debía escoger sus palabras con sumo cuidado.

—Creo que la secta se sirve únicamente a sí misma y a sus objetivos —dijo finalmente—. Usan a los clanes para provocar un enfrentamiento que nos lleve a la guerra y hacerse así con el poder.

La expresión del daimio era ahora de profunda preocupación.

—Tú conoces a Ichigawa. ¿Qué tipo de hombre es? —inquirió.

—Al igual que yo, el maestro Ichigawa sirve a su señor y no se detendrá ante nada.

—Comprendo —murmuró—. Debemos averiguar quién es su máximo responsable. No podemos permitirnos una nueva guerra. Este asunto nos compete a todos, Miyamoto, no únicamente al sogún…

Sus palabras quedaron suspendidas en la habitación. Masamune sabía que los servicios de espionaje de Ieyasu se encargarían del asunto. La amenaza de una guerra, no obstante, pendía sobre la cabeza de cada uno de los daimios del país y era perfectamente consciente de cuáles serían las consecuencias en caso de que eso ocurriera. Era un camino por el que ya había transitado demasiadas veces. La única Verdad estaba usando el descontento de los vencidos y manipulando al propio Hideyoshi para alcanzar su fin último y establecer su dictadura. El maestro comprendió de inmediato que Masamune no se limitaría a esperar acontecimientos. Sencillamente, no iba con su carácter. Eso solo significaba una cosa: debía seguir investigando.

Poco a poco, el daimio relajó algo su expresión y me miró directamente.

—Así que este es el joven que mató al secuaz de Ichigawa. El hijo de Oishi. En su informe, tu maestro destaca tu conducta y tu valentía. También dice que, al igual que hizo tu padre, has prestado un gran servicio al clan… —en aquel instante sentí cómo el rubor se extendía por mis mejillas sin poder controlarlo—… y que hay algo que deseas saber —pronunció finalmente—. Pues bien, Aki Munetomo, hijo de Oishi Munetomo: aquí me tienes.

De repente, me quedé sin palabras. Desde que tenía uso de razón anhelaba descifrar cómo había muerto mi padre. ¡Al fin se me presentaba la oportunidad y era incapaz de pronunciar una sola frase! El maestro se giró hacia mí con gesto serio. Traté de buscar su ayuda y consejo con la mirada, pero no hizo ningún ademán. Era algo que debía hacer solo. Mis ojos regresaron lentamente hacia la posición del daimio.

—Señor… —era una simple pregunta, pero la temía más que al acero de Shiro Uchida—. Desearía saber cómo murió mi padre.

—No ha sido tan difícil, ¿verdad? —respondió Masamune con una ligera sonrisa en el rostro.

Me ruboricé de nuevo.

—Hablar de la muerte de tu padre es hablar de la del mío —empezó. En ese instante sentí una punzada de arrepentimiento por haber querido saber—. Hace tiempo, siendo yo ya líder del clan, mi padre fue invitado a una comida en casa de la familia Hatakeyama. Fue una trampa para secuestrarle. Trataron de llevárselo y esconderle para hacerme chantaje. Yo estaba de cacería; junté a un grupo de mis más leales samuráis y fuimos en su auxilio. Les sorprendimos en un río. Ellos establecieron su campamento a un lado y nosotros al otro. Antes de la batalla, mi padre logró hacerme llegar un mensaje: debía darle muerte sin dudarlo; únicamente así sería capaz de luchar libremente y vencer. De haber podido, lo hubiera hecho él mismo, estoy seguro.

Comencé a comprender cuál había sido la misión exacta que el daimio había encargado a mi padre. No podía creerlo.

—Pedí un voluntario para que se adentrara en el campamento enemigo y le diera una muerte honorable. Ese samurái sabía que su muerte era segura.

—Mi padre —acerté a concluir.

Masamune asintió.

—Tu padre me prestó el mayor de los servicios sin dudarlo. A pesar de nuestras diferencias, éramos amigos. Sólo hubo dos samuráis aquel día que aceptaron la misión —señaló el daimio mirando en dirección al maestro.

En aquel instante, tuve un momento de duda. De odio. Miré a Miyamoto a los ojos, pero él permaneció impasible. Quizás pensó que, con la muerte de mi padre, podría recuperar al amor de su vida. ¿Era posible que mi maestro, mi padre adoptivo, hubiera permitido aquello? Masamune debió adivinar la oscuridad que comenzaba a invadir mi corazón.

—No debes buscar al culpable donde no está —pronunció con severidad—. Yo tomé la decisión. A pesar de las súplicas del otro samurái. Al regresar a casa de aquella escaramuza para informar a tu madre de lo sucedido, tu maestro se enteró de que estaba embarazada, y, para honrar a tu padre, decidió adoptarte como si fueras su propio hijo. Le dije que, si así lo deseaba, podía tomarla por esposa, pero él declinó y decidió respetar su voluntad de no volver a casarse. Desde ese día, tu maestro se ocupa de ambos.

Una lágrima recorrió mi cicatriz azul. Sentí odio hacia mí mismo por haber dudado del hombre que permanecía arrodillado junto a mí. Apenas era capaz de soportar la vergüenza. Giré mi cuerpo hacia él y me postré por completo, suplicando su perdón.

Sentí las manos de Miyamoto posarse suavemente sobre mis brazos, indicándome que me levantara. Masamune permaneció en completo silencio, como Katakura. Al levantar la cabeza, descubrí que los ojos del maestro estaban humedecidos, a pesar de que su rostro permanecía prácticamente inexpresivo. Trataba de mantener las formas frente a su señor. Y, entonces, justo en aquel instante, delante de él y de su vasallo mayor, hizo algo que no le había visto hacer jamás: rompió a llorar.

Al cabo de un rato, Masamune carraspeó educadamente. Miyamoto y yo nos separamos y regresamos a nuestra posición formal. El daimio hizo entonces un gesto a Katakura, que abrió un pequeño arcón y extrajo papel, un pincel y un tintero, dispuesto a tomar nota.

—Aki Munetomo —me interpeló en tono ceremonioso—: Tu maestro me ha pedido que, a partir de este mismo instante, quedes oficialmente asignado al servicio del clan como ayudante del Investigador Principal de Asuntos Especiales. Que así sea —dijo entonces en dirección a Katakura, que lo anotó con caligrafía rápida y hábil. Después, volvió a dirigirse a nosotros—. Miyamoto Tsunetomo también ha solicitado mi permiso para que Ichiro Omura reciba sus ense ñanzas como estudiante de su escuela y sea asignado a su servicio como vasallo. Que así sea también —finalizó.

Katakura terminó de escribir y le tendió los papeles. Masamune tomó entonces un sello de una arqueta situada a su lado, lo mojó en un pequeño tintero a juego y estampó el documento. Entonces, se puso en pie y descendió de la tarima. Se plantó frente a mí y me ordenó levantarme. Su figura era imponente. Miré a Miyamoto, buscando una indicación de qué debía hacer. El maestro me señaló que obedeciera. El daimio me miró fijamente a los ojos, primero, y a mi mejilla, después. Ambos compartíamos una cara marcada que nos acompañaría toda la vida. La figura de Takeshi acudió a mi mente: «No te compadezcas nunca de ti mismo: haz de tu debilidad algo que infunda temor a tus enemigos». Masamune Date lo había conseguido: ahora me tocaba a mí. Me entregó el documento, lo cogí y me incliné ante él.

A partir de ese instante, era ya oficialmente un samurái. Como mi padre. Como mi maestro.