Tras nuestra partida de Yamadera, Shinnosuke había redactado cuatro cartas: una para Masamune Date; otra, dirigida al daimio Kagetatsu Uesugi, y otras dos destinadas al mismísimo sogún y a la ometsuke, su servicio secreto. En ellas informaba de nuestros descubrimientos acerca del resurgir de la única Verdad y de la trama para tratar de restituir en el poder a los Toyotomi. Aunque el viejo monje era consciente de que el propio Uesugi podía estar implicado de algún modo en todo lo acontecido, sabía que, al conocer que dos copias de aquel mismo mensaje habían sido remitidas a los estamentos oficiales del bakufu, estaría atado de pies y manos. Si realizaba algún movimiento sospechoso, todo el peso de la cólera de Ieyasu Tokugawa caería sobre él. Y el daimio conocía de primera mano las consecuencias que eso podía suponer para su clan.
Para evitar que el enemigo pudiera interceptarlas, cada una de ellas había sido encargada a un correo de confianza y habían salido del monasterio a horas diferentes, por rutas distintas no siempre acordes a su destino final. Esa había sido su jugada para asegurarse de que, en caso de que fracasáramos, la verdad saliera a la luz.
Llevábamos ya prácticamente un mes disfrutando de la hospitalidad de Kagetatsu Uesugi en el castillo de Yonezawa y el maestro se había recuperado casi por completo de su herida. Durante los primeros días, los médicos habían temido por su vida, pero Miyamoto era fuerte y obstinado. También Takeshi se encontraba ya casi perfectamente. Había tenido suerte: la fractura de su pierna había sido limpia, con lo que era probable que no le quedara secuela alguna. Teniendo en cuenta su tesón y fortaleza, estaba seguro de que así sería. Ichiro había sido su bastón para todo durante los primeros días, acompañándole aquí y allá para facilitarle cualquier labor por pequeña que fuera.
A pesar de que el maestro había recibido los mejores cuidados posibles, ninguno de nosotros habíamos querido dejarle solo durante su convalecencia. Un enviado de Masamune nos había visitado para asegurarse de que todo marchaba bien. El maestro había departido con él y había redactado un informe de lo sucedido para que se lo entregara a nuestro señor. Yo, por mi parte, había comenzado a escribir un relato con lo que nos había sucedido; quería dejar constancia de todo…, aunque era perfectamente consciente de que nadie lo podría leer jamás.
La primavera ya había desplegado del todo su manto y el sol brillaba con fuerza. Miyamoto y yo paseábamos por uno de los patios del castillo. Los samuráis de Uesugi nos observaban a lo lejos; tan solo los estamentos más cercanos al propio daimio habían sido informados de lo sucedido, por lo que, para ellos, la presencia del maestro Tsunetomo en su castillo resultaba chocante. Muchos habían luchado en el cerco de Shiroisi y habían perdido a compañeros en la batalla. Ninguno, sin embargo, se atrevió a enfrentarle; tenían órdenes estrictas de tratarnos como a invitados ilustres.
Miyamoto me informó de que partiríamos al día siguiente. Al fin, era hora de regresar. Durante su largo periodo de convalecencia, le había contado todo lo sucedido mientras había permanecido inconsciente durante mi duelo con el espíritu: cómo el sacerdote de la única Verdad había transformado el cadáver de Uchida en un shura, cómo Takeshi había arriesgado su vida por mí y cómo su ayuda había sido esencial para conseguir la victoria. También, que el onmyouji había desaparecido sin dejar rastro.
—¿Crees que, al matar a Uchida, le destruí?
Miyamoto guardó un largo silencio.
—No lo sé. Hace falta mucha energía para dominar a un shura. Quizás eso le consumió.
Había otra cosa que aún no le había dicho tampoco.
Vi a mi padre, maestro —susurré.
Al escucharme, me miró intensamente.
—Cuando creía que iba a morir, se me apareció. Aunque jamás le conocí, supe que era él —continué—. Bueno, lo sentí. Pero estoy seguro.
—Tu padre vela por ti.
Sentía un nudo en el estómago. No quería que mis siguientes palabras le dañaran. Me había criado como a su propio hijo sin pedir jamás nada a cambio.
—Es como si le echara de menos.
—Hay vínculos que van más allá de la vida y la muerte, Aki —respondió suavemente—. Fuiste el fruto buscado de un gran amor.
—¿Por qué ahora?
—Para eso no tengo respuesta. Todas las cosas suceden a su debido tiempo, es lo único que sé. La hora es ahora y ahora es la hora. Cuando llega el momento, acontecen.
Seguimos paseando un rato más. Miyamoto no dejaba de señalarme lo mucho que había cambiado el castillo.
—Cada daimio lo acomoda a sus propósitos y a los de su ejército —comentó—. Sin embargo, todo va a cambiar a partir de ahora. La llegada de la pólvora traerá nuevos tiempos…
Su mirada pareció perderse en un pasado remoto, el tiempo en el que los guerreros luchaban a caballo simplemente armados con sus arcos, lanzas y sables.
—Hay algo que no te he contado —dijo de repente, cambiando de tema—. Al escapar de los túneles en Iwadeyama me preguntaste qué había sucedido durante el rato que estuve solo allí abajo.
Desde aquel día no había querido preguntarle de nuevo. Sabía que únicamente me lo contaría cuando él quisiera, del mismo modo que también sabía con certeza que conocía la identidad de nuestro enemigo.
—Me encontré con el sacerdote de la única Verdad —espetó—. Es Tetsu Ichigawa.
—¿El maestro Ichigawa? ¿Tu antiguo alumno? —exclamé con sorpresa—. ¿Y desde cuándo lo sabías?
—No lo vi con claridad hasta ese momento, pero comencé a sospecharlo cuando aquellos ladrones nos asaltaron durante nuestro viaje a Iwadeyama. No fue un robo casual: alguien había pagado para que nos asesinaran. Takeshi lo descubrió. Aquel día había una sombra en el bosque, observándonos, pero no quise creer que era él. También pensé que nuestro primer encuentro con Shiro Uchida había sido una casualidad. De hecho, fuimos nosotros los que topamos con él. Sin embargo, todo estaba perfectamente trazado desde nuestra salida de Senda¡.
A continuación guardó un largo silencio, calibrando sus siguientes palabras.
—Alguien de nuestro clan le informó.
Un escalofrío me recorrió por entero. ¿Significaba eso que la única Verdad estaba también infiltrada en nuestras propias fuerzas? La mera posibilidad de que fuera cierto era aterradora. ¡Había un traidor en nuestro clan! ¿Quién podía ser?
—Si conocían todos nuestros movimientos ya, ¿por qué dejar que Uchida te retara en el lago, entonces? No parece tener mucho sentido.
—Supongo que no quería descubrirse. Si Shiro me hubiese matado en aquel momento, todo el mundo habría dado por sentado que se trataba de un duelo normal. Eso les habría allanado el camino. Mi presencia era una amenaza para ellos. Supongo que tanto él como el propio Ichigawa estaban convencidos de su victoria.
—¿Y quién está detrás de todo esto? —inquirí—. No creo que la única Verdad por sí sola busque la restitución del joven Hideyori Toyotomi. ¿Qué ganan con ello?
—No lo sé —respondió—. Está claro que esto es más grande de lo que pensamos. Nuestra victoria ha retrasado sus planes más inmediatos y ha conseguido mantener la estabilidad durante algún tiempo, pero estoy seguro de que volverán a intentarlo. Hay muchos hombres que se sienten inútiles en la paz.
—¿Crees que Kagetatsu Uesugi es uno de ellos?
—Si lo es, ahora está atado de pies y manos. El templo de la única Verdad estaba en su provincia… Todos los ojos del bakufu estarán puestos en él de ahora en adelante. Shinnosuke nos ha salvado a todos de momento —añadió refiriéndose a las cartas enviadas por el monje—. También el propio Hideyori debe andarse con cuidado.
Habíamos llegado ya frente a la puerta de entrada del palacio.
—¿Qué pasó exactamente cuando os encontrasteis tú y el maestro Ichigawa en los túneles?
—Me estaba esperando.
—¿Solo?
—Sí —respondió escuetamente.
—¿Por qué? ¿De qué hablasteis?
—Da igual de lo que habláramos —apuntó—. Fue una simple distracción. Sabía que tú e Ichiro estabais también allí. El encapuchado era un señuelo.
—No lo entiendo, maestro. ¿Un señuelo para qué?
—Para matarte, Aki —soltó finalmente.
Un nuevo escalofrío recorrió mi espinazo.
—Me ponía a prueba: debía escoger entre mi deber y tu vida —su mirada era sombría. Traté de imaginarme qué habría sentido en ese momento, obligado a escoger entre su obediencia al daimio y la vida de su hijo adoptivo.
—Maestro… —comencé a hablar.
—Hice mi elección, Aki, y no me arrepiento de ella —me cortó—. Prepara tus cosas.
—Sigo sin entender por qué… —traté de continuar, pero mis palabras murieron en el vacío.
Miyamoto se había perdido ya pasillo abajo. Noté una enorme carga sobre mis hombros: mi maestro había traicionado su voto sagrado de obediencia y mancillado su honor por mí: jamás me lo perdonaría. Sabía que una brecha se había abierto en su corazón, y que nunca sanaría.
Antes de nuestra partida, el maestro quiso presentar sus respetos a Kagetatsu Uesugi. Nos había tratado como a sus invitados y debíamos mostrar nuestro agradecimiento. Ni Ichiro ni yo habíamos entrado jamás en la sala de audiencias de un daimio. Kagetatsu descansaba en el suelo sobre un pequeño cojín. Su armadura decoraba una esquina de la habitación, junto a sus armas. Su chambelán nos anunció. El maestro avanzó por el tatami y se postró a unos cuatro metros del daimio. Ichiro, Takeshi y yo le imitamos.
—Quiero agradeceros vuestra generosa hospitalidad —dijo Miyamoto con la cabeza inclinada totalmente hacia el suelo—. Me gustaría también que transmitierais mi gratitud a vuestros médicos. Estoy en deuda con vos.
Kagetatsu le pidió que alzara su rostro. Ambos sabían perfectamente lo que discurría dentro de la cabeza del otro.
Tras la batalla de Sekigahara, juré obediencia al sogún. No soy hombre que incumpla sus promesas, Miyamoto san. Ambos somos samuráis y sabemos lo que eso significa —señaló con tranquilidad. Su mensaje era claro e iba destinado tanto al maestro como a Masamune Date y al propio sogún leyasu, por mucho que ambos no estuvieran presentes.
—La guerra únicamente sirve a los propósitos de la propia guerra —respondió el maestro—, como la única Verdad solo sirve a la muerte: todo aquel que se mezcla con ella, acaba sucumbiendo a su oscuridad.
Kagetatsu Uesugi se puso en pie, algo incómodo. La insinuación del maestro le había molestado y no estaba dispuesto a tolerar más sospechas en su propia casa. Tampoco Miyamoto pretendía ir más allá: hubiera sido una falta grave de respeto, y nuestra situación no era la más idónea para enfadar a Uesugi. Regresamos a nuestras habitaciones y recogimos nuestras cosas.
Takeshi y el maestro nos esperaban en el patio principal del castillo. Ambos sujetaban sendos caballos. A su lado, dos escuderos mantenían a raya a otros dos. Eran animales magníficos. Ichiro me miró con cierta cara de pánico:
—¡No he montado nunca! —me confesó al oído.
Esbocé media sonrisa.
—No te preocupes, lo importante es no permitir que los demás lo noten. Haz lo mismo que yo y deja que tu caballo siga a los otros.
Mi amigo irguió el pecho y se dirigió con decisión hacia su montura; al parecer, no estaba dispuesto a aceptar consejos de un samurái petulante como yo. Cogió las riendas, puso un pie en el estribo y se alzó majestuosamente.
Takeshi y Miyamoto se echaron a reír sin poder contenerse mientras los pobres pajes trataban de mantener su compostura. Ichiro se giró hacia ellos, indignado.
—¿Qué pasa? —espetó desafiante—. ¡He montado muchas veces en mi vida y así es como lo hago!
Giró entonces su cuello hacia delante, agarró las riendas con fuerza, dispuesto a espolear al animal, y descubrió con estupor que el pobre caballo no tenía cabeza. ¡Se había subido al revés! Herido en lo más profundo de su orgullo, descendió y volvió a montar como si la cosa no fuera con él.
Salimos de la ciudad por el mismo camino por el que habíamos llegado un mes atrás. Supuse que Takeshi regresaría a Yamadera y nosotros atravesaríamos el paso de Sasaya hasta alcanzar la vía principal que unía Edo con Sendai. Eso significaba que pasaríamos cerca de la casa de mi madre. Sentí una enorme excitación. El maestro, sin embargo, no me había dicho nada. Al fin y al cabo, era la ruta más natural y breve hasta casa.
Dejamos atrás Yonezawa y cruzamos los grandes campos de cerezos de Akayu. Los árboles rebosaban de flores. La vista era maravillosa y enardecía el espíritu. Se decía que siendo Yoshitsuna Miyamoto señor de la región de Tohoku, sumergió en uno de los manantiales de aguas termales de aquella pequeña villa a uno de sus soldados heridos; al hacerlo, el agua se tiñó inmediatamente de rojo debido a la sangre que manaba de su corte, pero éste se cerró milagrosamente. A partir de entonces, se la conoció precisamente como Akayu: el lugar del agua roja caliente. También admiramos el imponente templo de Kumano en Miyauchi y nos desviamos ligeramente para ver la cascada de Kuguritaki, que no habíamos podido disfrutar en nuestro anterior viaje como falsos monjes. Después, dejamos atrás el monte Iwabu y continuamos hacia Kaminoyama.
Allí se levantaba el castillo de Tsusioka, construido por Michinaga Satomi. Durante muchos años, la fortaleza había sido el centro de numerosos escarceos entre nuestro clan y el de nuestros vecinos, el Mogami, hasta su derrota y sometimiento a los Date. Hacía ya más de sesenta años, sin embargo, durante la guerra civil Tenbun que enfrentó al abuelo y al bisabuelo de nuestro daimio, Yoshimori Mogami recuperó el castillo y logró la independencia de los suyos. Desde entonces pertenecía de nuevo a su clan. Más tarde, el apoyo de Yoshiaki, su hijo, a Ieyasu en Sekigahara le valió una enorme recompensa al frenar él solo el ejército enemigo. El han de los Mogami era ahora uno de los cinco más ricos de todo el país. También había reforzado el castillo de Yamagata y hecho prosperar la ciudad hacia la que ahora nos encaminábamos.
Se acercaba el momento en el que deberíamos despedirnos de Takeshi. Ichiro llevaba un rato en silencio, cosa extraña en él. Pude ver que sus ojos estaban húmedos, pero lo achacó a la falta de costumbre por el polvo del camino.
Cuando llegamos a la bifurcación en la que nuestras rutas se separaban definitivamente, los cuatro desmontamos. El maestro se despidió del monje con una reverencia formal; no era hombre de muchas palabras. Los dos sabían, sin embargo, que entre ellos se había establecido un vínculo de respeto que duraría ya para siempre. Miyamoto subió de nuevo a su montura y esperó. Era mi turno. Me acerqué a él y le abracé. El monje había dejado una huella indeleble en mí, no únicamente porque me hubiera salvado la vida. Sentía un profundo y verdadero afecto por él.
—Recuerda: debes perseverar, pase lo que pase —me susurró al oído—. Conserva tu honor, sé justo y muestra siempre respeto por aquellos que lo merezcan, sean de la condición que sean. —Sus palabras me recordaron a las que había pronunciado el propio maestro al referirse a Akira. Ambos eran las dos personas más honorables que había conocido.
—Lo haré —respondí con lágrimas en los ojos. A continuación le dediqué una gran reverencia, mostrándole mi mayor admiración—. Ha sido un honor conocerte.
El monje se acercó entonces a Ichiro. Ambos quedaron frente a frente en completo silencio durante unos interminables segundos.
—Me alegro de haberte conocido, Ichiro Omura. Son pocas las personas a las que uno puede llamar verdaderamente amigo, y la vida me ha dado la oportunidad de cruzarme con una de ellas. Si me necesitas, sean cuales sean la situación y el momento, allí estaré.
A continuación, le estrechó con fuerza. Sus brazos no eran lo suficientemente grandes para rodearle, así que Ichiro le envolvió con los suyos y lo levantó del suelo bañado en lágrimas. Así lo sostuvo durante un buen rato, sin pronunciar una sola palabra. Sencillamente, no podía. En cuanto volvió a dejarle sobre la tierra, el monje le miró fijamente:
—Se puede derrotar a un ejército entero con una simple astilla: lo verdaderamente importante son la firmeza, la voluntad y la determinación de quien la empuña, sea quien sea.
Antes de montar de nuevo, volvió a mirarnos a todos, como si quisiera atrapar para siempre aquel momento, e hizo una nueva reverencia en dirección a Miyamoto.
—Maestro…
Takeshi se subió al caballo y lo espoleó con fuerza. Al ver su figura empequeñecerse lentamente, sentí un gran vacío. Algo me decía, sin embargo, que, con toda seguridad, esta aventura no iba a ser la última vez que nuestros destinos volvieran a encontrarse.
—Debemos darnos prisa si queremos llegar antes de que anochezca —dijo entonces el maestro mientras hundía sus talones en el lomo de su caballo—. Estoy seguro de que tu madre estará deseando verte.
Mis ojos se abrieron completamente, como mi boca, por la mayúscula sorpresa. Miré a Ichiro, que estaba igual de estupefacto que yo. ¡Íbamos a casa de mi madre!
El paso de Sasaya estaba bastante más concurrido que el de Funasaka. Era una de las vías principales que unían el este con el oeste de la isla y por ella transitaban a diario muchas personas y mercancías. La vida discurría completamente ajena a lo que había sucedido en un pequeño rincón apartado de Japón. «Los destinos de muchos hombres son cambiados solo por unos pocos», me había dicho en una ocasión el maestro. Era cierto. Tres monjes habían dado su vida a cambio de la paz; su sacrificio y sus nombres, sin embargo, permanecerían ocultos a la historia. Nos cruzamos entonces con un grupo y creí ver entre ellos a Yumi, a Gonnosuke y a Tomoko sonriéndome.
Sentía que algo había cambiado en mi interior. Iba más allá de los sucesos que habían acontecido durante nuestra misión. Era como si mi corazón hubiera aprendido a latir más lento y mis ojos a mirar de un modo distinto. Algunos de los viajeros con los que nos cruzamos por el camino se giraban para observarme con disimulo. Ya me había acostumbrado a aquella mirada furtiva y de cierto espanto por mi cicatriz azul; sin embargo, no volvería a esconderla nunca más. Me recordaba todo lo que había vivido y quién era ahora.
Cruzamos el punto más alto del paso y comenzamos a descender hacia nuestro destino. El cielo, totalmente liso, comenzaba a tener el aspecto de una acuarela de naranjas degradados. Hacía casi un año ya que había visto a mi madre por última vez. Su ausencia se diluía cada vez más en mi corazón, haciendo que, a veces, me costara hasta definir su rostro y recordar su voz, el olor de su pelo, de su piel y el tacto de sus manos
Cuando Miyamoto me adoptó, ella decidió quedarse en su destierro. Nunca supe cuál fue exactamente el acuerdo al que llegaron, ni tampoco de qué vivía; sin embargo, jamás me había atrevido a preguntárselo, ni a ella ni al maestro. Lo único que sabía era que su familia no la había perdonado, y que, probablemente, no lo haría jamás. Por expreso deseo suyo, Miyamoto me había mantenido alejado de ellos. Ni siquiera sabía quiénes eran. A veces, mientras paseaba por las calles de Senda¡, trataba de reconocer algún rasgo reconocible en los rostros de la gente con la que me cruzaba, del mismo modo que cuando alguien me miraba intensamente, pensaba si sería mi abuelo, mi abuela o alguno de mis tíos. La idea, sin embargo, desaparecía pronto de mi cabeza como el vapor de un barreño de agua hirviendo. Lo único que sabía de ellos era que pertenecían a una de las familias de más alta posición dentro del clan. El precio que habían pagado por haberla despreciado era no conocer a su nieto.
Ichiro pegó su caballo al mío. El buen humor había regresado a su rostro. Él también tenía ganas de volver a casay abrazar a sus padres. Estaba seguro de que, en cuanto les hubiera estrujado, su madre le serviría un suculento y enorme man jar y él lo engulliría sin miramientos mientras, con la boca llena, les relataba todo lo que nos había acontecido. Sentí una punzada de envidia: a mí únicamente me esperaba la vieja Kichi, con su cara de búfalo enfadado. Miyamoto le había advertido severamente de que debía guardar silencio sobre los aspectos concretos de la misión; de lo contrario, el daimio le acusaría de traición y traería la desgracia sobre su familia. De todos modos, también sabía que sus padres no creerían ni una palabra de todo lo que les relatara.
Tengo ganas de conocer a tu madre. Por más que lo intento, no soy capaz de imaginármela —me confesó.
Tiene la cabeza grande, mucho más grande que el cuerpo, que es extremadamente pequeño —respondí en tono serio. Mi amigo me miró con los ojos bien abiertos—. Su piel es áspera y de color verde, y tiene dos cuernos que le salen de la cabeza justo encima de sus orejas. Pero lo que más me gusta de ella son sus ojos: cada uno mira hacia un lado distinto, y es capaz de moverlos en varias direcciones a la vez —terminé sin poder apenas ya contener la risa.
—¡Idiota! —rugió—. ¡Lo digo en serio!
Prorrumpí en una gran carcajada. Me pregunté si, con los años, mi amigo seguiría cayendo de aquel modo en mis trampas.
—Pronto lo sabrás —dije indicando con mi cabeza hacia delante.
Los primeros tejados de paja de la pequeña aldea de Gozu comenzaron a asomar entre los árboles. Nunca había entrado desde aquella dirección, por lo que, al principio, me costó reconocerla. Ahí estaba, oculta entre los árboles como si fuera un pequeño templo. La casa de mi madre. Mi corazón se aceleró sin remedio.
Al oír nuestros caballos, salió al porche. Nos detuvimos frente a la pequeña construcción y desmontamos. Sonreí y me giré hacia el maestro para compartir mi alegría. Sus ojos estaban fijos en ella. Entonces, en aquel preciso instante, supe sin querer saberlo, sin necesidad de que ninguno de los dos me lo contara, que el samurái al que ella había rechazado para casarse con mi padre era Miyamoto. No se pueden ocultar los sentimientos ni mentir en una mirada.
—¡Madre!
Corrí hacia ella y la engullí literalmente entre mis brazos. Sentí su cuerpo pequeño y cada vez más huesudo apretado contra mi pecho. Al mirarla, vi que sus ojos estaban húmedos como los míos. Ichiro se acercó hasta nosotros, tímido.
Te presento a Ichiro Omura, mi mejor amigo.
Mi madre le saludó con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa. Ichiro le correspondió, enrojeciendo. Entonces se giró hacia mí y exclamó de nuevo:
—¡Idiota!
Miyamoto permaneció alejado, sujetando los caballos, como si no le estuviera permitido compartir nuestra felicidad. Sus miradas se encontraron fugazmente de nuevo. Mi madre, Ichiro y yo entramos. Un agradable olor a comida lo llenaba todo. Ichiro se acercó al fuego y destapó la olla que colgaba sobre él.
—¡Shabushabu! —exclamó mientras su estómago respondía al instante ante aquella maravilla.
Mi madre dejó escapar una risita.
—Bienvenido, Ichiro Omura —dijo con su voz suave—. Esta es tu casa.
Ichiro enrojeció sin control y escondió la mirada.
—Cada vez que viene a verme, Aki me habla mucho de ti.
—Gracias, señora Munetomo —balbuceó usando mi verdadero apellido.
En ese momento, el maestro entró en la casa. Mi madre le saludó de nuevo, esta vez formalmente.
—Bienvenido, Tsunetomo san. Hacía mucho tiempo…
El maestro asintió ligeramente mientras dejaba escapar uno de sus pequeños gruñidos.
—Los asuntos del señor Masamune me mantienen siempre muy ocupado.
Ambos eran conscientes de la mentira, pero, como hacen los adultos, habían establecido una especie de pacto silencioso entre ellos hacía tiempo. Aquella tarde había comprendido al fin por qué. Supuse que no debía de ser fácil para él verla; su mirada me había dicho con claridad que aún seguía queriéndola y que, probablemente, jamás dejaría de hacerlo. Pensé en Kumico: ¿era ese también el destino que me esperaba a mí?
También pensé en la generosidad de Miyamoto. No sólo había renunciado al amor de su vida, sino que había aceptado criar al hijo que había tenido con otro hombre. Imaginé que mi sola presencia en su casa debía de recordarle día tras día que la mujer de la que estaba enamorado le había rechazado. El corazón se me encogió. Su generosidad era mucho más grande de lo que jamás había acertado siquiera a vislumbrar.
La cena transcurrió entre historias. Mi madre quería saber absolutamente todos los detalles de nuestro viaje. Miyamoto se apresuró a relatar una aventura que no coincidía prácticamente en nada con la realidad. Ichiro y yo le observábamos, atónitos. Estaba convencido de que mi madre se había dado cuenta, pero, de ser así, no hizo ningún gesto que lo revelara y disfrutó de cada parte. Me moría de ganas de compartir con ella todo lo acontecido realmente; mis sentimientos, mis miedos y mis dudas. Y decirle que, justo en el momento preciso en el que creí que iba a morir, se me había aparecido mi padre. Sin embargo, comprendí que jamás podría hacerlo. De nuevo, un fuerte sentimiento de afecto por el maestro me llenó por completo: nunca podía contar la verdad a nadie. A partir de aquel momento supe que la vía en la que me había sumergido ya sin remedio era no únicamente la de la muerte, sino también la de la soledad.
Ichiro insistió en recoger los cuencos y bandejas de la cena. En el momento en el que desapareció hacia la cocina con todo balanceándose en un precario equilibrio, el maestro dirigió una mirada directa a mi madre. Ella asintió y se puso en pie.
—¿Qué pasa?
Miyamoto no respondió. Mi madre desapareció camino de su habitación sin mediar palabra. Intenté averiguar lo que sucedía mirando fijamente al maestro, pero su rostro permanecía absolutamente severo y formal. Al cabo de unos instantes, ella regresó sosteniendo algo envuelto en una funda de seda verde. Se arrodilló junto al maestro y lo dejó a su lado. Miyamoto lo recogió y lo tendió hacia mí con gesto ceremonioso.
Extendí mis brazos, con las palmas hacia arriba, y me dispuse a recogerlo. Al sentir el primer contacto, mis ojos no pudieron ocultar la enorme sorpresa que sentí: ¡era una catana! Retiré la funda y la observé:
—¡¡Es el sable de mi padre!! —exclamé sin poder contenerme.
El maestro asintió con un movimiento de su cabeza, apenas perceptible.
—El alma del samurái es su sable. Eres un guerrero valiente, atrevido y noble, como lo fue tu padre. Esta catana fue forjada por el último Muramasa: llévala con el mismo honor con el que él lo hizo toda su vida.
—¿Pero cómo…?
—Hace un año, Miyamoto san me envió una carta pidiéndome que le mandara el sable… —intervino mi madre.
—¡Pero estaba roto! —la interrumpí—. ¿Quién la ha forjado de nuevo?
Nada más enunciar mi pregunta, supe con claridad la respuesta.
—¡Has sido tú, maestro! —exclamé recordando su estancia en el monte Gossan y cómo el monje de la única Verdad le había enseñado el arte de la forja.
La desenvainé despacio para admirar el acero.
—¿Es…? —dudé en preguntar. No sabía cómo hacerlo delante de ella—. ¿Es como la tuya? —acerté a exponer finalmente.
—Es más fuerte que la mía, porque combina dos aceros especiales —respondió.
Al instante comprendí que había mezclado el acero Muramasa del sable de mi padre con el que él mismo había usado para forjar el suyo propio. Al igual que la catana de Ichimura, la vaina era completamente negra y sin ninguna filigrana. La guarda era redonda, sólida y prácticamente lisa. Al estudiarla con mayor atención descubrí algo grabado en ella. La levanté a la altura de los ojos yvi un lema inscrito: «Aprender para desaprender».
Aún me quedaba un último detalle por descubrir: había decidido conservar en la empuñadura el menuki ornamental de mi padre, una libélula con las alas desplegadas.
En ese instante, Ichiro regresó de la cocina. Al verme con el sable en la mano, la parte inferior de su mandíbula se aflojó sin poder evitarlo.
—¿Es tuya? —balbuceó.
—¡Sí! —grité sin poder contenerme.
Por fin tenía mi propia catana.