Parecíamos un simple grupo de peregrinos. Era el modo perfecto de pasar desapercibidos; de hecho, excepto el maestro, Ichiro y yo, el resto de miembros de nuestro pequeño ejército eran monjes de verdad. Antes de partir, Takeshi nos había entregado túnicas moradas y kimonos blancos para que nuestro propósito llegara a buen término. El maestro llevaba, además, su gran sombrero de paja de ala ancha: era el único que corría peligro de ser reconocido allá donde nos dirigíamos. Ichiro y yo, en cambio, nos habíamos decantado por uno más pequeño y cómodo, sujeto a la barbilla por una simple cuerda. Aun así, su borde nos cubría hasta las cejas.
En cuanto al armamento, cada uno de los monjes llevaba consigo su largo bastón, con la hoja de su naginata, supuse, oculta a la espalda, tal y como había podido comprobar cuando aquel grupo de ladrones nos había asaltado y Takeshi la había montado en un abrir y cerrar de ojos. El resto de las armas, incluidas las nuestras, iban ocultas entre nuestros enseres.
Habíamos cruzado la frontera de la provincia vecina a primera hora de la mañana y nos disponíamos ya a alcanzar Yonezawa. Era el punto más conflictivo de la ruta. La otra posibilidad suponía adentrarnos en el sur, dirigirnos al monte Kuriko por el paso de Kanayama, dejando Yonezawa a nuestra derecha, y alcanzar el monte Minowa; de ahí a los lagos Akimoto, Onogawa y llegar al extremo más al norte del Hibara, para encontrar el camino al paso de Funasaka, nuestro objetivo final, desde el sur. Semejante rodeo, sin embargo, nos hubiera llevado varios días. Tanto Miyamoto como Takeshi estaban de acuerdo: nos arriesgaríamos a cruzar Yonezawa. Era la ruta más lógica, y la más rápida. En breve íbamos a poner a prueba nuestro disfraz.
La ciudad estaba enclavada en un pequeño y apacible valle rodeado de montañas, lo que la protegía de los rigores más duros del invierno. Al igual que en la propia Senda¡, los campesinos se afanaban en la plantación del arroz en los cientos de campos que se extendían a ambos lados del camino. La paz también había traído tranquilidad y prosperidad a las gentes de aquellas tierras. Los hombres sencillos viven siempre sus días ignorantes de las disposiciones y maquinaciones de sus señores.
A medida que alcanzamos las primeras casas, la actividad se redobló con comerciantes trasladando sus mercancías de aquí para allá y gentes sumidas en sus quehaceres diarios. Las calles bullían de vida. Debíamos cruzar la ciudad por su mismo centro, sin abandonar el camino principal, hasta salir por su extremo sur y dar con el sendero que nos llevaría a Funasaka. Ichiro, el maestro y yo nos habíamos colocado justo en medio del grupo. Takeshi abría la marcha y Gonnosuke, el monje que nos había guiado hasta la presencia de Takeshi y su maestro en el monasterio, la cerraba. A la luz del día pude comprobar que su tamaño doblaba al del propio Ichiro. Además de ellos, otros dos monjes se habían ofrecido voluntarios para la misión: Tomoko, al que todos llamaban así por su sonrisa perenne y su cara afable, yYumi, que tenía aproximadamente la misma edad que Miyamoto y cuyo nombre hacía referencia a su habilidad letal con el arco. Era delgado y con la cabeza algo grande para su cuerpo, lo que le daba el aspecto de un tallo de trigo maduro. De no ser por su robusto cuello, era hasta probable que se le hubiera ladeado irremediablemente hacia un hombro u otro. Todos ellos eran guerreros experimentados.
La gente se apartaba educadamente a nuestro paso y nos dedicaba leves inclinaciones de cabeza, a las que respondíamos con amabilidad. No podía quitarme de encima la sensación de que todos eran conscientes de nuestro embuste. Mis manos sudaban copiosamente y el corazón me latía desbocado. Traté de controlar mi respiración, como me había enseñado Ichimura, y centrar mi mirada en la espalda del maestro, que llevaba justo delante: saberle cerca era lo único que me tranquilizaba.
De repente, escuchamos una fuerte algarabía. Los transeúntes comenzaron a apartarse atropelladamente hacia los lados, dejando un pasillo en medio de la calle. Todos inclinaron entonces su cabeza y permanecieron con la vista fija en el suelo. Nos detuvimos y les imitamos para no llamar la atención. Traté de adivinar qué sucedía levantando un poco el ala de mi sombrero y descubrí a un jinete abriendo el paso a una comitiva. Tras él circulaba un palanquín con el símbolo del clan Uesugi, y, detrás del vehículo, una escolta a pie.
La carretilla de un comerciante precipitó entonces su carga justo frente a nosotros, haciendo que el caballo del samurái se encabritara y casi diera con él en el suelo. El animal se precipitó en nuestra dirección y me golpeó con el lomo. Traté de asirme a Ichiro para no caerme, pero fue inútil. El maestro se inclinó rápidamente para ayudarme y, entonces, lo vi. ¡Era Shiro Uchida! ¡Estábamos perdidos!
Miyamoto advirtió mi miedo y no apartó sus ojos de mí mientras terminaba de levantarme. Regresamos a la formación y permanecimos completamente quietos. Un error podía costarnos la vida. Uchida descendió al suelo de un salto y se dirigió hacia el tendero con la mano aferrada a la empuñadura de su sable. Pude ver el terror en el rostro de aquel pobre hombre: ¡iba a decapitarle!
El acero brilló a medida que abandonaba su vaina en dirección a su cuello. Los hombres y mujeres que estaban a su lado se apartaron espantados al ver la temible hoja surcando el aire. Entonces, tronó un grito:
—¡Shiro!
Todos los presentes dirigimos la mirada hacia el lugar del que había provenido la voz. La puerta del palanquín se abrió y un hombre vestido con un lujoso kimono negro y verde descendió de él. La multitud prorrumpió en una exclamación apagada: ¡era el mismísimo Kagekatsu Uesugi, el daimio del clan!
La hoja del sable de Uchida se había detenido a escasos centímetros del cuello de su víctima. La mirada de Kagekatsu estaba clavada en él. Shiro Uchida envainó lentamente su catana y le hizo una reverencia. Antes de bajar su rostro, sin embargo, pude ver en él un fuerte sentimiento de contrariedad por no haber arrebatado aquella vida: sus ojos estaban sedientos de sangre. El señor Kagekatsu regresó al interior de su litera y el joven samurái recuperó las riendas de su montura de las manos de un soldado. Después, subió al caballo y reanudó la marcha.
Como si se hubiera levantado un encantamiento, todo el mundo retomó inmediatamente su actividad una vez la comitiva se hubo alejado. Varias personas se acercaron al comerciante cuya cabeza había estado a punto de rodar y se interesaron por él. El hombre seguía paralizado, incapaz siquiera de atender a ninguna de las palabras de ánimo que le dedicaban sus vecinos. Su rostro tenía el mismo color que el de una geisha maquillada con polvos de arroz.
Takeshi nos miró y comprobó que todos nos encontrábamos bien. Debíamos ponernos en marcha cuanto antes; no estaríamos a salvo mientras permaneciéramos en aquellas calles. Avanzábamos pesadamente entre el gentío y, casi sin saber cómo, nos encontramos frente al castillo. La calle torcía a la izquierda y rodeaba la fortaleza antes de recuperar su trazado recto. Nuestro daimio había nacido dentro de aquellas paredes.
Vi cómo el maestro levantaba la mirada mientras discu rríamos cerca del puesto de guardia y pude sentir los recuerdos agolpándose en su interior. Durante muchos años había servido allí y habría despachado con él en sus aposentos o en la sala de audiencias del palacio en más de una ocasión. Sin embargo, nunca hablaba de aquello. Me hubiera gustado preguntarle dónde estaba su casa, aunque conocía de antemano cuál hubiera sido la respuesta: el silencio.
Nuestro objetivo era un pequeño templo a las afueras, una vez cruzado el paso, y esperar allí hasta la protección de la noche. Ahora discurríamos por un barrio pobre, morada sin duda de las clases más bajas de la ciudad. Las casuchas, a medio construir, se hacinaban unas pegadas a las otras, como si cada una dependiera de su vecina para sostenerse en pie. Cualquier trazado lógico había desaparecido por completo; todo eran intrincados callejones por los que apenas cabía una persona. La suciedad de varios días se acumulaba en el suelo, junto a charcos de orines y basura. El hedor era insoportable. ¿Cómo podía alguien vivir así?
Ichiro se llevó las manos a la nariz y la boca y trató de no vomitar. Sus padres habían tenido suerte en los negocios y, debido a su relación con la familia del daimio, habían recibido permiso para habitar en un barrio destinado únicamente a samuráis. Al igual que yo, nunca había visto este tipo de pobreza y los dos quedamos profundamente impresionados. Algunos niños se acercaban a nosotros y nos tiraban de las ropas ante la reprimenda de sus padres; apenas iban cubiertos con harapos y parecían desnutridos. Los largos años de guerras habían pasado una enorme factura, y siempre azotaba a los más desfavorecidos. Vivíamos en una sociedad en la que las clases imponían barreras prácticamente imposibles de franquear, aunque algunos hombres como el anterior sogún hubieran alcanzado el poder máximo desde lo más bajo.
Hideyoshi Toyotomi era hijo de un campesino que había ejercido como soldado de a pie en el ejército del clan Oda. Su padre, un simple campesino, fue herido en batalla y tuvo que abandonar la vida militar. El joven Hideyoshi entró al servicio del gran samurái Nobunaga Oda como uno de sus portadores de sandalias y, paulatinamente, fue escalando posiciones dentro del clan, hasta convertirse en un hábil urdidor de estratagemas en la sombra como diplomático. Eso le valió acabar convirtiéndose en uno de los generales de mayor rango del propio Nobunaga, quien, en el fondo, le despreciaba como todos los demás por su origen y le apodaba «mono» o «rata calva». Tras el asesinato de su señor y de su hijo en el templo de Honnoji, Hideyoshi se adelantó a todos y vengó su muerte. Su ambición no tenía fin. Poco a poco, fue sometiendo a los generales de su propio clan y a otros daimios, hasta convertirse en el virtual amo de todo Japón. Sin embargo, debido a su humilde cuna no pudo ser declarado sogún por el emperador, por lo que se le nombró Regente Imperial. Fue él quien dictó la ley que prohibía portar armas a nadie que no fuera samurái, lo que obligaba a todos los campesinos a desarmarse para evitar posibles insurrecciones populares.
Tan conocida como su habilidad para gobernar, fue su crueldad. Tras la muerte de su primer hijo, Tsurumatsu, adoptó a su sobrino Hidetsugu como heredero. Sin embargo, tiempo después nació Hideyori, su segundo hijo. Toyotomi solucionó el problema condenando a Hidetsugu al exilio, primero, y ordenándole suicidarse más adelante. A todos aquellos miembros de la familia de su sobrino que no siguieron su ejemplo les mandó asesinar sin contemplaciones, entre ellos treinta y una mujeres y todos los niños.
Las últimas casas dieron paso a nuevos arrozales que se extendían hasta las primeras laderas de la cordillera del Ogasa. A partir de allí, el camino se estrechaba y comenzaba a trepar en zigzag por el monte, apareciendo y ocultándose de modo intermitente entre los árboles. Lo habíamos conseguido: estábamos frente al paso de Funasaka.
Según los informes de Shinnosuke, la guarida de la única Verdad se encontraba en un pequeño pueblo de agriculto res llamado Sekimachi, justo al otro lado. Todos deseábamos que sus indagaciones fuesen correctas; de lo contrario, nuestro viaje habría sido inútil y nuestra misión un completo fracaso.
Había sido también el anciano monje quien había sugerido que instaláramos nuestro cuartel general en un pequeño templo al otro lado de la montaña, nada más descender del paso. Nadie sospecharía de un grupo de peregrinos que aprovechaba el lugar para resguardarse y pasar la noche. Ese iba a ser nuestro cuartel general.
Comenzamos la ascensión con paso tranquilo. Todos tratábamos de ocultar los nervios que sentíamos en nuestros corazones. Giré la cabeza y pude ver la tensión en el rostro de Gonnosuke. Supuse que, al igual que él y que yo mismo, todos intuíamos la inmediatez del peligro. Sentí mi boca completamente seca y le pedí a Ichiro que me alcanzara su cantimplora de bambú. Al darse la vuelta para acercármela, observé su miedo. Su mano temblaba sin remedio. Agarré el recipiente y traté de sonreír para calmarle, aunque lo que buscaba realmente era espantar mi propio pánico.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear nuestros sombreros nada más iniciar la ascensión. Poco a poco, la tormenta arreció y empezó a repiquetear también sobre el suelo, las hojas de los árboles y las rocas. Takeshi aceleró el paso. El cielo seguía completamente claro, sin rastro de una sola nube. Era como si la lluvia no proviniera de ninguna parte, sino que, sencillamente, se materializara en algún punto indeterminado sobre nuestras cabezas y se precipitara sin más contra nosotros.
A media subida, eché la vista atrás y observé la ciudad a lo lejos. Todo parecía en calma. El sol brillaba sobre los campos mientras varias figuras se afanaban aquí y allá protegiéndose del aguacero. Desde que habíamos salido de Yonezawa, no nos habíamos cruzado con nadie. Al parecer, aquella era una ruta muy poco transitada.
El gran sombrero del maestro le cubría toda la anchura de los hombros, protegiéndole por completo. El resto no teníamos tanta suerte y nuestras ropas comenzaban a estar caladas. Sin embargo, solo parecíamos notarlo Ichiro y yo; los demás avanzaban monótonamente, como si aquella inclemencia meteorológica no fuera con ellos.
El camino se había convertido en un manto de barro, haciendo que mis pies resbalaran en algunos puntos. Entonces noté la mano de Gonnosuke posándose sobre mi hombro. Me di la vuelta y vi que me ofrecía su bastón. Lo cogí y se lo agradecí con una pequeña sonrisa. Al volver la vista hacia delante me di cuenta de que se había abierto una pequeña brecha entre el grupo que capitaneaba Takeshi y cerraba el maestro y el que formábamos Ichiro, Gonnosuke y yo. Apoyé una mano en la espalda de mi amigo y le empujé como si con ello fuera a imprimirle la velocidad que le faltaba. La cima estaba ya cerca.
La lluvia arreciaba por momentos. Recordé entonces el día en el que conocimos a Takeshi. También en aquella ocasión una fuerte tromba de agua nos había sorprendido descendiendo por la escalera tallada en la roca que conducía a casa del maestro Ichimura. Las tormentas parecían acompañarle irremediablemente cada vez que emprendía un camino, pensé. El agua comenzaba a circular con fuerza por las grietas del suelo, que la llevarían hasta el pequeño valle de Yonezawa. Era probable que los diminutos campesinos que había visto al volver la vista atrás se estuvieran afanando en reforzar los diques de sus arrozales para protegerlos del exceso de agua. Muchas veces, lo mismo que te da la vida, te la arrebata.
Finalmente, coronamos el monte e iniciamos el descenso. Mientras transitábamos ladera abajo pudimos observar un nuevo y minúsculo valle en el que se alzaba una pequeña población rodeada de campos. Era Sekimachi. El pueblo parecía una minúscula isla atrapada en medio de las imponentes laderas que la constreñían. La tierra debía de ser muy fértil allí, tanto como el peligro de inundaciones.
Pequeños penachos de humo salían de los tejados de las casas. No eran más de cinco o seis cabañas humildes, de una sola planta, típicas de campesinos. Lo primero que pensé fue que parecía un lugar ideal para esconder una guarida. Sólo existían dos rutas de acceso: por la que ahora discurríamos y otra que accedía desde el sur. Ambas era fáciles de defender con pocas fuerzas. El resto del terreno era una barrera natural de bosques frondosos, riscos, peñas y barrancos. Claro que eso suponía también que no existía escapatoria alguna en caso de verse atacado por ambos pasos a la vez. Lo que sí era seguro era que nuestra presencia habría sido detectada ya por los aldeanos y, probablemente, por el propio enemigo. Aunque quizás aquella persistente lluvia que amenazaba con traspasar ya hasta nuestra piel se había convertido, sin quererlo, en nuestro mejor aliado. Con un poco de suerte todo el mundo estaría a resguardo en sus casas y nadie habría advertido nuestra llegada.
La bajada nos llevó casi el doble de tiempo que la subida. El suelo estaba completamente empapado, por lo que tuvimos que extremar la precaución al máximo. No alcanzaba a imaginar cómo debía de ser transportar las cosechas al mercado de Yonezawa por aquel pequeño sendero, primero pendiente arriba, después monte abajo.
Alcanzamos nuestro destino al atardecer. El templo era minúsculo y apenas había espacio para resguardarnos a todos de la lluvia. La construcción no había sido reparada en años y el tejado filtraba agua por varios puntos. Dejamos nuestra carga en el suelo y nos sentamos a descansar, absolutamente exhaustos. Casi inmediatamente, sin embargo, el maestro nos ordenó a Ichiro y a mí salir a buscar leña para encender un fuego.
—Pero así delataremos nuestra posición… —señalé. Mi respuesta, sin embargo, expresaba más una queja que realmente una indicación táctica.
—Eso es precisamente lo que quiero. A estas alturas ya saben que estamos aquí, de modo que debemos hacer que sigan pensándolo —contestó.
Traed un tronco grueso y también algunas ramas algo más largas, de la anchura de tus brazos extendidos —añadió Takeshi en dirección a Ichiro—. Necesitaremos diez como mínimo.
Mi amigo y yo salimos del templo y recorrimos los alrededores en busca de cualquier cosa que pudiera servir a nuestros propósitos. La lluvia seguía cayendo con insistencia. En semejantes circunstancias, sería prácticamente imposible prender una llama; aun así, cumplimos con nuestra misión. Las primeras estrellas comenzaban a asomar en el firmamento y la gigante sombra de la montaña por la que acabábamos de descender avanzaba poco a poco sobre los campos.
Al cabo de un rato, regresamos al pequeño templo. Ichiro cargaba en sus brazos un montón de ramas y un gran tronco partido. Visto de lejos parecía como si trasladara en volandas a una pesada muchacha. Se arrodilló y dejó su carga en el suelo. Yumi y Gonnosuke comenzaron a seleccionar los tallos más largos, amontonándolos en una esquina.
—Desnudaos —nos ordenó el maestro.
Los dos nos miramos, incrédulos. En ese instante vimos cómo el propio Miyamoto y Takeshi comenzaban a quitarse sus ropas, al igual que el resto de los monjes. Al observar nuestra expresión de sorpresa, Gonnosuke esbozó una sonrisa.
Vamos, ¿a qué esperáis? —insistió Takeshi.
—Quizá necesitan ayuda —terció Tomoko con cierta sorna.
Miré a mi amigo y comencé a quitarme la ropa. Había refrescado y estábamos calados, por lo que, en cuanto nuestra piel quedó expuesta, comenzamos a tiritar. Al ver a Miyamoto y a los demás prácticamente desnudos, me di cuenta de los terribles rastros que distintas batallas y enfrentamientos habían dejado en sus cuerpos. Todos mostraban cicatrices más o menos feroces aquí y allá, recuerdos de la propia fragilidad del ser humano y de la crueldad de espíritu que era capaz de alcanzar. Nuestra piel, sin embargo, era blanca y tersa. Ichiro y yo enrojecimos sin poder evitarlo.
Takeshi se afanaba ahora en prender la pequeña hoguera. Había dejado el tronco aparte, a la espera de que, más adelante, cumpliera con su cometido. Me fijé entonces en Gonnosuke y en Tomoko. Habían armado una especie de estructura entrelazando entre sí las ramas más largas. En alguna ocasión había observado a algún campesino hacer algo parecido. Le ponían un kimono viejo encima y lo plantaban en medio de un campo durante la siembra, para espantar a los pájaros que acudían a picotear.
Poco a poco, cubrieron cada esqueleto con los kimonos de los que nos habíamos desprendido. Yumi había sacado ropas nuevas de uno de los arcones de mimbre que llevábamos y comenzó a repartirlas. Todas eran negras, como las que vestiría un ninja para confundirse con la noche. También había sacado nuestras armas y las había dispuesto ordenadamente en el suelo. Takeshi y Tomoko habían escogido su naginata y sendos sables; Gonnosuke, por su parte, era un experto en el manejo de la lanza. Al prestarme su bastón durante el ascenso había advertido que tenía un grosor considerable. Ahora veía por qué: su yari, además de contar con una afilada punta rematada con dos astas de acero, estaba reforzada con láminas de metal para bloquear los cortes; de ellas sobresalían, a su vez, varios ganchos destinados tanto a inutilizar las hojas de las catanas de sus rivales como a prender cualquier parte de su cuerpo. La parte inferior estaba rematada con una pequeña bola metálica, lo que le permitía atacar no únicamente con un extremo, sino con ambos. Era un arma temible. Yumi, por su parte, era experto en el manejo del sai, que utilizaba a la perfección con ambas manos; por eso siempre cargaba con dos. Junto a ellos reposaba una aljaba llena de flechas con distintos tipos de puntas, simples y dobles, y su inseparable arco. También descansaban allí el sable del maestro y su wakizashi, que llevaría yo, además de la catana que Miyamoto había seleccionado para mí y el kanabo de Ichiro.
Takeshi logró finalmente encender el fuego. Poco a poco, el calor nos reconfortó. Era ya noche cerrada y tan solo se escuchaba el sonido de la lluvia golpeando rítmicamente el tejado de paja.
—Es la hora —indicó dirigiéndose aYumi.
El arquero asintió con la cabeza, cogió sus armas y salió del templo, desapareciendo inmediatamente en la oscuridad. El maestro y el monje habían acordado enviarle a reconocer el pueblo y sus alrededores: nunca entables una lucha sin dominar el terreno en el que va a librarse. En ese caso, es preferible posponer el combate o forzar que tenga lugar en otra parte. Era lo que había hecho el maestro en el lago.
Mientras esperábamos, Takeshi ayudó a sus compañeros a terminar las siluetas que harían de nosotros en nuestra ausencia. Mantener la mente ocupada hace que no pienses en la batalla. El maestro sacó entonces un tintero, diversos pinceles y unas hojas de nuestra maleta, y se sentó a mi lado.
—Debes escribir tu poema —pronunció solemnemente. Después se sumió en el silencio más absoluto frente a su propio papel.
El pensamiento de que podía morir aquella noche hizo que me invadiera una gran desazón. ¿Qué escribir si apenas había vivido aún? Miyamoto comenzó a trazar símbolos con tranquilidad y fluidez mientras Ichiro nos observaba en riguroso silencio.
—Maestro —interrumpió de repente—: ¿Puedo?
Miyamoto le miró durante unos instantes y después le acercó papel y pincel. En mi interior se agolpaban cientos de pensamientos a la vez: mi madre, mi padre, el propio Ichiro, Kumico, la misión y todo lo que había visto en aquellos días. También la muerte, la mía propia y la que había arrebatado. Y el miedo. Respiré hondo y traté de vaciar mi ánimo de todo.
Poco a poco, mi mano comenzó a moverse como si algo en mi interior se hubiera apoderado de ella. Las palabras acudieron a mi mente una a una, claras. Al acabar, solo sentía paz. Levanté el papel y miré lo que había escrito:
Noche de lluvia
Las flores se marchitan
Ya sin remedio
Dejamos nuestros poemas guardados entre nuestros enseres, deseando que nadie los leyera jamás, y nos sentamos alrededor del fuego. Takeshi y Gonnosuke meditaban profundamente. El silencio era absoluto, hasta el punto de que miré por la ventana para comprobar que seguía lloviendo.
En ese instante escuchamos un sonido que provenía del exterior. El maestro agarró su catana y se puso en pie, listo para desenvainar. Una silueta surgió de la oscuridad y se acercó a la puerta: era Yumi. Se detuvo en la entrada y sacudió con fuerza la capa que le protegía del aguacero. Estaba completamente empapado y la expresión de su rostro era de cierto desasosiego.
—Pasa algo extraño —dijo.
—¿A qué te refieres? —inquirió Miyamoto.
—Me acerqué sigilosamente hasta una de las casas. Había luz dentro y la lumbre estaba prendida, pero al mirar por la ventana, vi que estaba completamente vacía. Después fui a otra y sucedió lo mismo. ¡Todas están vacías!
—¿Quieres decir que no hay nadie en todo el pueblo? —intervino Takeshi.
—Así es.
—Se habrán escondido al vernos llegar —señaló Tomoko.
Yumi negó entonces con la cabeza.
—Lo más extraño de todo es que no creo que nadie viva en esas casas. ¡Quiero decir que nunca! —trató de aclarar—. Todo parecía, no sé… demasiado en su sitio.
—Pero los campos están sembrados —afirmó Gonnosuke—. Me he fijado mientras descendíamos. Alguien habrá tenido que ararlos, plantarlos e inundarlos, ¿no?
—Nuestro enemigo utiliza nuestras mismas tácticas. Es probable que nos esté observando y quiera ofrecer la apariencia de lo que no es, al igual que nosotros. Todo el pueblo es una mentira —sentenció Miyamoto—. Quizás se escondan bajo tierra, como en Iwadeyama.
—¿Y nadie ha sospechado nunca nada? —exclamó perplejo Tomoko.
—¿Quién se molestaría en venir hasta aquí si no es de aquí? Esto está apartado de todo y es probable que esté aislado por la nieve buena parte del año —respondió Takeshi.
—¡Algún funcionario del gobierno del clan al menos! —replicó Gonnosuke.
—La Única Verdad se infiltra a todos los niveles allá donde va. Probablemente tengan a alguien dentro —señaló Miyamoto—. Ahí tienes tu explicación.
El maestro se puso en pie: había llegado el momento. Takeshi arrojó el tronco que habíamos traído al fuego para asegurarse de que duraría encendido durante nuestra ausencia, mientras Tomoko y Gonnosuke ponían en pie las ramas que sostenían los kimonos y las clavaban en las cestas de mimbre. Quizás fuera cierto que el enemigo estaba ya al tanto de nuestra visita y nuestras intenciones. O quizás no.
Descendimos por el camino que conducía al pueblo mientras nuestros ojos se acostumbraban poco a poco a la oscuridad. En esta ocasión, era Miyamoto quien abría la marcha. Al llegar a la altura del primer campo de arroz, se desvió y enfiló por uno de los pequeños diques de tierra que los separaba. Atacaríamos por uno de los flancos.
El agua de la lluvia creaba miles de burbujas al golpear con fuerza la superficie de los arrozales. Avanzábamos pesadamente de dique en dique, con nuestros pies hundidos en el barro, lo que nos exigía un esfuerzo cada vez mayor. Pensé entonces en lo difícil que debía de ser para Takeshi. El monje, sin embargo, avanzaba con paso resuelto: su espí ritu era firme y su fuerza de voluntad, absolutamente férrea. Alcanzamos el dique del último campo sin oposición alguna. Todo estaba inusualmente tranquilo.
Un extraño silbido alteró la monotonía regular de la lluvia. Yumi fue el primero en darse cuenta de lo que sucedía. Una flecha impactó en el muslo de Gonnosuke, haciendo que se trastabillara. Su cuerpo cayó a un arrozal y quedó completamente cubierto por unos instantes. Casi de inmediato, Yumi armó su arco y disparó uno de sus dardos hacia la oscuridad mientras Tomoko descendía de un salto y agarraba por el kimono a su compañero herido, tratando de sacar su cabeza del agua. La cara de Gonnosuke, completamente cubierta de barro, estaba contraída en una mueca de dolor.
—¡Estoy bien! —rugió al cabo de unos instantes, mientras luchaba orgulloso por liberarse de la mano que le había prestado ayuda.
Una nueva flecha apareció de la nada trazando una estela entre las gotas de lluvia que golpeaba a medida que volaba hacia nosotros. El maestro desenvainó su sable y la cortó de un solo y certero tajo. Yumi armó su arco de nuevo y disparó en la dirección exacta de la que había provenido. Al cabo de un segundo, escuchamos un quejido sordo y lejano. ¡Había dado en el blanco! Me giré hacia él para felicitarle y le vi cargar su arma y soltar un nuevo proyectil hacia un punto indeterminado de la oscuridad. ¡Sus ojos estaban completamente cerrados! Había hincado su rodilla en la tierra y tomaba flechas de su carcaj sin descanso. Una tras otra, las colocaba en su arco, lo tensaba mientras parecía escuchar la respiración lejana de un blanco invisible y las soltaba hacia su destino.
Los primeros gritos comenzaron a abrirse paso mucho antes de que pudiéramos ver a quienes los proferían. De repente, una silueta se materializó a unos metros de nuestra posición. Un encapuchado corría hacia nosotros armado con una lanza; un metro tras él se materializó otro, y des pués otro, y otro más. Parecían surgir de la nada, como si la propia noche tomara de repente forma humana. Una de las flechas de Yumi alcanzó al primero en el pecho, derribándolo de espaldas. Hasta ese momento no fuimos conscientes del número de hombres que corrían hacia nosotros. ¡Eran decenas!
El maestro y Takeshi saltaron a tierra firme. Gonnosuke, que ya se había incorporado y sujetaba de nuevo su yari con fuerza, les secundó casi de inmediato, al igual que Tomoko, que permanecía a su lado. La figura del gran monje, con la flecha aún clavada en su muslo, infundía terror. Yumi seguía derribando enemigos sin pausa; su carcaj, sin embargo, estaba ya prácticamente vacío. Entonces lo comprendí. Miyamoto había decidido cruzar los campos no únicamente para sorprender al enemigo por un flanco, sino también para evitar que pudiéramos caer en una emboscada y ser rodeados por él, dotando a nuestra propia retaguardia de una barrera natural. Ichiro y yo debíamos permanecer allí para avisar en el improbable caso de que alguien tratara de cercarnos. Trataba de protegernos.
Todos conocíamos perfectamente la identidad de los encapuchados que nos atacaban: eran los sirvientes del sacerdote de la única Verdad, con sus caras partidas. Hasta el momento, sin embargo, no había rastro alguno de ningún tipo de yokai. Tanto el sable de Miyamoto como mi espada corta permanecían en su estado normal. ¿Acaso su líder, alertado por nuestra presencia, había escapado?
El maestro echó a correr de frente contra el enemigo. Como una ola que rompe furiosa contra las rocas, acabó uno a uno con los primeros hombres con los que se topó. Cruzaba la espada de lado a lado, esquivando las estocadas de sus lanzas y sables y derribándolos con un firme y preciso corte diagonal.
Los enemigos llegaban ahora en tromba. Takeshi cubría el flanco derecho, y Gonnosuke y Tomoko el izquierdo. Yumi lanzó su última flecha y se unió a ellos con los sais en la mano. Takeshi levantó su naginata y cortó en dos la lanza con la que uno de los sirvientes trataba de herirle; después, cambió la dirección de su arma como si fuera un remo y le golpeó en la cara con el otro extremo, rompiéndole la mandíbula. El segundo no tuvo tanta suerte. El arma del monje describió una parábola completa sobre su cabeza y le segó la vida en su camino de descenso. No hacía ningún movimiento inútil; cada gesto, cada ir y venir de su larga y mortífera arma tenía un sentido y un propósito. Cada giro hacía crecer su velocidad y su energía, como si, una vez puesta en marcha, cobrara vida propia. El maestro me había enseñado que el final del recorrido de un golpe no era sino el principio del siguiente, y así sucesivamente hasta acabar el combate. Viendo pelear a aquel pequeño hombre olvidabas por completo su pierna tullida.
Gonnosuke, por su parte, lanzaba estocadas veloces como aguijonazos con su yari. Al igual que Takeshi, no había parte de su arma que no usara de forma letal. En ese momento, un nuevo encapuchado se abalanzó sobre él. Llevaba la catana armada sobre su cabeza, dispuesto a dibujarle una cicatriz como la que él mismo lucía en su rostro. El monje bloqueó su corte descendente antes incluso de que empezara a ejecutarlo, atrapando su muñeca con uno de los ganchos afilados de la punta. Después, deslizó el palo por sus manos para cargar un golpe con el extremo contrario. El ataque impactó en su pecho, justo a la altura de su esternón, provocando un crujido seco. El pobre infeliz se desplomó sin saber qué había sucedido.
El estilo de lucha de Tomoko con la naginata era algo diferente al de Takeshi. Al advertir la carga frenética de los primeros hombres, había comenzado a voltearla sobre su cabeza sin desplazarse de su sitio. Al cabo de unos segundos, la velocidad con la que la movía era tal que el arma parecía estar en todas partes a la vez. Según la dirección de la que proviniera cada enemigo que osaba acercarse a él, inclinaba ligeramente su cuerpo y descargaba un golpe tras otro derri bándolos sin piedad. Parecía imposible penetrar en el espacio letal que había creado a su alrededor, daba igual desde qué dirección lo intentaras.
La destreza de Yumi con los sai no era menor que con el arco. Le bastaban únicamente dos movimientos para despachar a cada enemigo que se cruzaba en su camino. Su cuerpo basculaba de lado a lado al ritmo de su cadera, con el ombligo, siempre bajo, como centro del universo. Jamás había visto manejar un sai con semejante destreza: bloqueaba primero el arma de su enemigo con uno de ellos, atrapándola con la ayuda de los ganchos e inutilizándola con un giro de muñeca para, acto seguido, abrir su guardia y asestar su golpe definitivo con el otro.
Poco a poco, los enemigos dejaron de llegar. El maestro derribó al último de un corte preciso en el estómago. ¡Habíamos ganado! Me fijé en él, en Tomoko, Takeshi, Gonnosuke y en Yumi: ¡eran los mejores guerreros que había visto jamás! A sus pies yacían los cuerpos inconscientes, heridos o muertos del enemigo.
—Ha sido demasiado fácil —gruñó entonces el maestro—. Eran simples sirvientes. Los han usado únicamente para comprobar nuestras fuerzas.
Takeshi, Yumi y Gonnosuke asintieron, mostrando su acuerdo. Ichiro y yo nos miramos, perplejos. ¿Acaso significaba que lo que acababa de suceder había sido una simple escaramuza? Todo había regresado a la calma más absoluta.
—Aquí fuera somos vulnerables. Debemos encontrar la entrada a la guarida cuanto antes —añadió Miyamoto.
Nos dirigimos entonces hacia la zona de las casas. Todas estaban dispuestas alrededor de una pequeña plaza, que en realidad era más bien un simple descampado, a la que daban todas las puertas de entrada. El maestro miró alrededor. Nada de lo que podía observarse a simple vista sugería que aquella aldea no fuera lo que pretendía ser: un pequeño pueblo de campesinos. Aquí y allá podían verse distintos tipos de aperos de labranza, carretillas, cestos y sacos de semillas. Sin embargo, Yumi tenía razón: todo era demasiado perfecto, como si fuera un decorado cuidadosamente construido para una obra de kabuki.
—Es probable que la entrada esté situada en una de las casas. Debemos dividirnos —sugirió Takeshi.
El monje se dirigió a la primera construcción a su izquierda; Gonnosuke fue a la siguiente y Yumi y Tomoko a las más alejadas.
—Vosotros dos permaneceréis juntos —nos ordenó Miyamoto—. Tened cuidado.
Ichiro yyo asentimos. El maestro se digirió entonces hacia la segunda casa de la derecha y nosotros entramos en la que quedaba más cercana a nosotros. Nada más entrar, en el genkan, descubrimos tres pares de sandalias: unas de hombre, otras de mujer y las de un niño pequeño. Miramos nuestros pies, completamente cubiertos de barro, y decidimos descalzarnos.
Lo primero que llamó nuestra atención fue que la lumbre de la cocina estaba encendida; sin embargo, no había ningún recipiente colgando sobre el fuego ni olía a comida. Durante unos segundos disfrutamos del agradable calor que nos envolvió y de la ausencia de lluvia golpeando insistentemente nuestras cabezas y hombros.
—Está claro que alguien tiene que haberla encendido —señalé mirando en dirección al rectángulo del suelo, lleno de ascuas brillantes.
Recorrimos la estancia tratando de hallar algo que pudiera asemejarse a una trampilla. El suelo, sin embargo, parecía firme. Levantamos una a una todas las láminas del tatami, por si alguna ocultara un acceso secreto; pero no encontramos nada. Tanteamos después cada una de las tablas de madera que conformaban el suelo bajo las planchas de paja de arroz, pero tampoco ninguna de ellas parecía suelta.
La fusuma que separaba la sala de estar del dormitorio estaba cerrada. La descorrimos lentamente, como si temiéramos despertar a los dueños de la casa, y entramos. En el suelo había dos futones desplegados, uno grande y otro más pequeño, cada uno con su edredón y su almohada correspondientes. Era como si la familia que habitaba la casa acabara de extender las camas para disponerse a dormir, pero, al oírnos, se hubiera desvanecido de repente.
La decoración se limitaba a un gran arcón de madera situado junto a la cama principal y al oshüre para guardar los futones. Las paredes estaban completamente desnudas, como las del ima que acabábamos de inspeccionar; ni siquiera un pequeño altar o una simple caligrafía.
Apartamos los lechos y levantamos de nuevo el tatami, pero fue inútil. Ichiro se acercó al arcón, lo abrió y sacó un par de kimonos doblados en busca de un posible fondo falso. Nada. Únicamente nos quedaba por inspeccionar el baño, una pequeña caseta pegada a la vivienda principal a la que se accedía por el exterior.
Regresamos a la entrada para recuperar nuestras sandalias. Al volver al genkan, eché la vista atrás: a pesar de habernos descalzado, habíamos dejado huellas y rastros de barro y agua por todas partes. Sentí una punzada de vergüenza al recordar los enfados de la vieja Ichi cuando en alguna ocasión entraba en casa procedente de la calle y olvidaba descalzarme, dejando la marca de mi delito perfectamente visible sobre el tatami.
El pequeño baño estaba en la parte trasera y consistía en un simple retrete formado por una especie de cofre cerrado con una tabla de madera. Era una construcción simple y tosca, hecha con tableros apenas sin cepillar.
—Yo ahí no miro —protestó Ichiro en cuanto abrí la puerta.
—¿Tienes miedo? —repliqué con cierta socarronería.
A mí tampoco me hacía mucha gracia pensar en lo que pudiera encontrar en el interior. Levanté la tapa y asomé la cabeza. Estaba limpio. De hecho, nadie lo había usado desde que se había construido.
En ese instante, un grito se abrió paso entre el rumor constante de la lluvia. Al igual que nosotros, el maestro, Takeshi, Gonnosuke y Yumi salieron corriendo de cada una de las casas que les había tocado inspeccionar. Todos estábamos de pie en la plaza. Nos miramos desconcertados. ¿Dónde estaba Tomoko? Giramos la cabeza hacia la cabaña a la que se había dirigido el monje. Una figura se recortó en la puerta y descendió el escalón sobre el que descansaba el pequeño edificio: era él. Avanzó un paso hacia nosotros y alzó su brazo derecho como si tratara de advertirnos de algo. De repente, cayó desplomado.
—¡Tomoko! —bramó Gonnosuke. El monje echó a correr hacia él, pero Takeshi le detuvo interponiendo su brazo.
—¡Quieto!
Una nueva silueta apareció entonces en la puerta. Una capa ocultaba completamente sus rasgos, dándole un aspecto fantasmal. Empuñaba un sable en su mano derecha y el acero desnudo refulgía con la luz que provenía del interior de la cabaña. Estaba teñido de rojo. Descendió el escalón con un paso largo y firme y afianzó sus pies en el barro, junto al cuerpo de Tomoko. La lluvia hizo que la sangre resbalara lentamente por la hoja y goteara en el suelo, hasta quedar completamente limpia. Casi inmediatamente, una segunda figura ocupó su puesto.
—Bienvenido a mi casa, Miyamoto —pronunció el recién aparecido con enorme frialdad.
El maestro entrecerró sus ojos. En aquel instante tuve la certeza de que sabía perfectamente quién era. Lentamente, comenzó a levantar sus brazos a ambos lados, como si quisiera apaciguar a una multitud invisible, y los juntó de golpe frente a su pecho con una fuerte palmada. Casi de inmediato, sentí una punzada de dolor en el rostro. Me llevé las manos a la caray me di cuenta de que mi cicatriz comenzaba a iluminarse.
—¡Aki! —exclamó Ichiro.
Todos sabíamos lo que estaba a punto de suceder. No había duda: ¡aquel encapuchado era el sacerdote de la Única Verdad! Comenzó a mover sus brazos lentamente, como si ejecutara un preciso baile. A medida que su coreografía avanzaba, una extraña y densa niebla se materializó frente a él. Parecía moldearla y dotarla de vida con sus dedos. Cuando hubo alcanzado el tamaño de una gran linterna de papel, introdujo una de sus manos en su interior y arrancó un pequeño jirón. Durante un instante, lo sostuvo sobre su palma justo antes de lanzarlo a un lado de la casa.
Casi al instante, escuchamos un terrible gruñido. Poco a poco, la silueta de un enorme perro surgió de la oscuridad. ¡Era un inugami! Sus ojos brillaban como dos ascuas encendidas y sus dientes eran del tamaño de puñales. Repitió el mismo gesto y lanzó un nuevo pedazo de aquella niebla espectral en dirección al otro lado de la cabaña. Un nuevo inugami se materializó de inmediato. Ambos permanecieron quietos, mostrando sus enormes colmillos a la espera de que su señor les diera la orden de atacar.
Se decía que para convocar y dominar a aquellos espíritus había que enterrar a un perro hasta el cuello y dejarle comida cerca del hocico, pero sin posibilidad de que la alcanzara, hasta que el animal muriera. Entonces, se le cortaba la cabeza y pasaba a ser un inugami. El onmyouji que realizaba el sacrificio debía conservarla para asegurarse la obediencia ciega del perrodemonio. Era un acto de crueldad extrema. Con un suave gesto de sus manos hizo avanzar a ambos yokais hasta situarse al lado del encapuchado que había matado a Tomoko. No había ninguna duda: era su aprendiz. El ataque era inminente.
El maestro desenvainó su sable y se situó justo frente a ellos. Al igual que sucedía con mi espada corta, su acero estaba ya incandescente y los símbolos impresos en él eran perfectamente visibles.
—También nosotros nos volvemos a encontrar, viejo —pronunció el hombre de la catana mientras se desprendía de su capa.
¡Era Shiro Uchida! ¡No podía creerlo! Levantó su sable hasta situarlo a un costado de su cuerpo y se puso en guardia. En sus ojos vi el mismo odio y sed de sangre que había observado aquella mañana.
—Esta vez, sin embargo, nada podrá salvarte.
—Como ya sabes —dijo entonces el sacerdote—, mi joven amigo es algo impaciente y aún le queda mucho por aprender. Su espíritu, sin embargo, es bellamente cruel y su determinación no conoce límites. Cometí un error al dejarle enfrentarse a ti sin estar preparado. Ahora, sin embargo, ha llegado el momento.
A un gesto de sus manos, ambos inugamis echaron a correr como si hubiera liberado las correas invisibles que los retenían hasta ese instante. El primer demonio se abalanzó sobre el maestro de un gran salto. Miyamoto esquivó su feroz dentellada y descargó un golpe de sable a su costado. El animal aulló al sentirse herido y cayó rodando por el suelo. Ambos sabíamos, sin embargo, que hasta que no le cortara la cabeza, no sería capaz de romper el hechizo.
Aprovechando el ataque, Uchida arremetió contra él. Su acero rasgó furioso la lluvia en busca de su objetivo. Miyamoto apenas tuvo tiempo de girarse y tratar de esquivarlo, pero fue inútil. Justo cuando el sable del joven samurái se disponía a herirle mortalmente, el yari de Gonnosuke bloqueó el golpe. El monje recogió inmediatamente la lanza y prendió la muñeca de Uchida con uno de los ganchos. El samurái trató de liberarse dando un gran paso atrás, lo que Gonnosuke aprovechó para golpear con fuerza una de sus rodillas y derribarle de espaldas en el barro.
El segundo inugami venía directamente hacia Ichiro y hacia mí. Desenvainé el wakizashi y me puse en guardia. El demonio se acercaba con sus mandíbulas abiertas, dispuesto a devorarme. Era como si el acero de mi sable corto le señalara sin ningún tipo de duda su objetivo. Debía herirle y tratar de cortarle la cabeza de inmediato. Sin embargo, mi hoja era demasiado corta… ¡No lo conseguiría! Entonces, justo cuando volaba hacia mi cuello, la naginata de Takeshi se hundió en su costado y lo proyectó a varios metros de distancia. El animal emitió un aullido atronador. Clavó sus garras en el suelo y se puso en pie de nuevo, desafiante.
—¡Debo cortarle la cabeza; si no, no servirá de nada! —grité mientras veíamos atónitos cómo la herida que le había infligido el monje se cerraba poco a poco.
Gonnosuke y Uchida estaban ahora frente a frente. El samurái se había levantado de un salto y el monje le mantenía a distancia con su lanza. Los músculos de su rostro estaban tensos. Prometía ser un combate colosal. El maestro, por su parte, se preparaba para un nuevo ataque del inugami. Esta vez, sin embargo, no podía fallar. Los ojos del animal estaban fijos en él. Ambos permanecían inmóviles, estudiándose. A diferencia de lo que había sucedido con el yokai que me había atacado a mí, la herida abierta por el maestro en el lomo del suyo derramaba sangre a borbotones.
El sacerdote de la única Verdad observaba la refriega desde su posición. Parecía enormemente satisfecho. Yumi agarró firmemente sus sai y se lanzó a la carrera contra él.
—¡No! —gritó Miyamoto.
Demasiado tarde. El monje corría hacia su objetivo con gran decisión. El sacerdote extendió suavemente su brazo, con la palma abierta hacia fuera, y lo detuvo en seco. Yumi trataba de avanzar con todas sus fuerzas, pero sus intentos eran absolutamente inútiles. Poco a poco, el onmyouji comenzó a elevarle por los aires como a un títere de Bunraku y lo lanzó contra la pared de una de las casas. El cuerpo del monje impactó en la madera con enorme brutalidad y cayó al suelo ya sin vida, en una postura imposible.
Sentí cómo el odio crecía en mi interior. La cicatriz de mi rostro hizo que un intenso resplandor azul rodeara totalmente mi cabeza alimentado por mi ira.
Ichiro y Takeshi avanzaban hacia el inugami desde ambos flancos.
—¡Ahora! —grité con todas mis fuerzas.
Ambos arremetieron al unísono contra él. El monje hundió de nuevo su naginata en su costado e Ichiro le golpeó con la punta roma de su garrote. Al sentirse atrapado, el animal comenzó a girar su cabeza tratando de alcanzar sus armas y liberarse. Sabía que no podrían sujetarle durante mucho tiempo, así que debía actuar de inmediato. Sin pensármelo, desenvainé mi espada larga y me arrojé contra su cabeza, clavándosela en la parte inferior de la mandíbula. El acero le atravesó la boca y el cráneo, lo que me permitió inmovilizarle el tiempo suficiente para descargar varios machetazos a su cuello con el wakizashi. Sus ojos brillantes se apagaron poco a poco y su cuerpo estalló en una gran nube negra. Su cabeza cayó al suelo, absolutamente inerte. ¡Lo habíamos logrado!
Miyamoto seguía frente al otro inugami. El animal había probado su acero y el dolor se reflejaba en sus ojos. El maestro esperaba su siguiente ataque, consciente de que un paso en falso podía costarle la vida. Los dos sabían que todo acabaría en aquel encuentro. Miyamoto retrasó ligeramente su pierna derecha y pegó su sable a la cadera, con la hoja apuntando hacia atrás. Trataba de ocultar su arma para que el yokai no pudiera intuir su siguiente golpe. El perro asentó sus piernas traseras en el barro y flexionó ligeramente las delanteras, bajando su pecho y cabeza. Sus orejas estaban echadas hacia atrás y su boca abierta, con la lengua asomando entre los dientes.
Finalmente, se lanzó contra Miyamoto como una centella. El maestro se mantuvo firme en su sitio. La mandíbula del perro estaba ya a escasos centímetros de su cuello cuando retrocedió su pierna izquierda, giró sus muñecas, colocando el filo de su sable hacia arriba, y ejecutó un firme golpe ascendente. La hoja rebanó el cuello del animal, separando de un solo tajo la cabeza del tronco. Al igual que había sucedido con el otro inugami, su cuerpo se desvaneció de inmediato.
Gonnosuke y Uchida seguían frente a frente, desplazándose hacia uno y otro lado como si oscilaran en torno a un punto central invisible. El samurái era consciente de que el sohei era un experto con aquella arma y estudiaba la manera de penetrar su guardia. El monje le lanzó entonces una estocada al pecho. Uchida la esquivó armando el sable sobre su cabeza y partió en dos su yari de un firme tajo. Inmediatamente después, dio un gran paso hacia él y realizó un rapidísimo corte diagonal. El acero rasgó el kimono y la piel del monje como si cortara papel. Era el mismo golpe con el que había acabado con el ronin en la aldea. Gonnosuke cayó de rodillas, mortalmente herido. Uchida giró entonces sus muñecas en el aire, desplazó su cadera para imprimirle toda la fuerza de la que era capaz y descargó la hoja de su sable sobre el cuello del monje. La cabeza de Gonnosuke se separó del cuerpo ante nuestra mirada de impotencia. Una leve sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro del joven samurái.
—Ha llegado tu turno —dijo señalando desafiante al maestro con su catana ensangrentada.
Miyamoto avanzó un paso hacia el joven samurái y, de repente, se desplomó. Apoyó la punta de su sable en el suelo y trató de incorporarse. Corrí hacia él para ver qué sucedía. Al colocar mi mano en su costado descubrí la terrible herida. En su último ataque, el inugami le había alcanzado con una de sus garras profundizando casi hasta sus costillas.
Yo ocuparé su lugar —pronuncié entonces.
—No, Aki… —trató de detenerme mientras luchaba por incorporarse de nuevo. Su esfuerzo, sin embargo, fue inútil. La sangre manaba abundantemente de su flanco.
—¡Takeshi! —grité en dirección al monje.
El sohei se acercó, se arrodilló junto a Miyamoto y presionó con firmeza su piel desgarrada para tratar de detener la hemorragia.
—Ayúdame, Ichiro.
Entre ambos, le postraron en el suelo. El monje se arrancó un trozo del kimono y lo introdujo en la herida con fuerza. El maestro emitió un quejido sordo: apenas le quedaba un hilo de consciencia. Me quité mi catana del obi, recogí su sable del suelo y dejé a Takeshi y a Ichiro atendiéndole.
—Qué enternecedor —se mofó Uchida—. Quiero que sepas que en cuanto acabe contigo, te cortaré la cabeza como al monje. Después cortaré la de tu maestro, para decorar el jardín de mi casa.
La voz de Miyamoto sonó entonces en mi interior, clara y firme:
Recuerda, Aki: hay que desaprender lo aprendido para poder aprender de nuevo.
Asenté mis pies en el suelo y me puse en guardia. Sabía que mi destino cierto era la muerte, y, por primera vez, no sentí miedo alguno. Cerré los ojos y bajé lentamente mis manos, hasta dejar mis brazos suspendidos a ambos lados del cuerpo. Me ofrecía para el sacrificio.
Escuché la risa de Uchida y, sin necesidad de mirarle, pude ver su rostro ufanándose. Escuché sus manos aferrarse a la empuñadura de su catana y su pie derecho comenzando a desplazarse por el suelo. Era como si fuera capaz de escucharlo todo: su respiración, el sonido de cada una de las gotas de lluvia que caían sobre su cuerpo, los latidos de su corazón…
En aquel instante, el samurái se lanzó sobre mí con todas sus fuerzas. Escuché el tintineo del agua golpear el acero mientras su sable descendía hacia mi cabeza. Me desplacé entonces suavemente hacia mi derecha, como había visto hacer al maestro Icimura, y levanté mi brazo derecho con la catana bien sujeta. Shiro Uchida se dio cuenta demasiado tarde de lo que sucedía. Su corte vertical pasó rozando mi hombro izquierdo mientras observaba la punta de mi sable dirigirse recta y certera hacia su cuello. Antes incluso de sentir la muerte penetrar en su carne, sus ojos se abrieron de par en par, consciente de que era el final.
La punta del sable del maestro entró en su cuello por un extremo y salió por el otro con la velocidad con la que se asesta una puñalada. El samurái cayó al suelo de rodillas y me miró. Después, su cuerpo se desplomó sobre un costado.
—¡Shiro! —gritó el sacerdote con angustia. Al parecer, era capaz de expresar sentimientos. La inesperada muerte de su joven aprendiz le había afectado.
Descendió pausadamente de la casa y avanzó hasta él. Retrocedí levantando el sable y preparándome para luchar. La sombra, sin embargo, se detuvo a un metro del cuerpo de Uchida y levantó sus manos. Una nueva niebla negra comenzó a formarse justo frente a él. Esta vez, no obstante, no la proyectó en ninguna dirección, sino que la posó delicadamente sobre el cadáver, envolviéndolo por completo. Entonces, levantó sus brazos y lo dejó suspendido sobre el suelo.
De repente, el kimono que cubría el cuerpo de Shiro Uchida comenzó a rasgarse: ¡su cuerpo se expandía! Sus brazos se alargaron, como sus piernas y el tronco, y todos sus músculos comenzaron a desarrollarse hasta adquirir unas dimensiones sobrehumanas. ¡Era imposible! Cuando la transformación hubo terminado, Ichiro, Takeshi y yo nos dimos realmente cuenta de lo que acabábamos de presenciar: el sacerdote le había transformado en un shura delante de nuestros propios ojos.
—¡Atrás! —gritó el monje poniéndose en pie. Había recuperado su naginata y la blandía amenazante frente al espíritu.
Los shuras eran la reencarnación de samuráis muertos en batalla y simbolizaban el odio y la venganza más ciega y oscura. Su fuerza era sobrehumana, tanto como su crueldad. No sólo conservaban las destrezas del guerrero a partir del que se habían formado, sino que las elevaban al máximo, lo que les convertía en un enemigo imbatible.
Sus ojos, completamente negros y con la pupila roja, parecían penetrar hasta lo más profundo de tu alma. Alrededor de su cabeza flotaba una especie de aura del color de la san gre, como la que cubría su pecho procedente de la herida que le había abierto en el cuello y que no dejaba de manar.
Dio un paso al frente y emitió un grito ensordecedor que resonó en todo el valle. Takeshi le atacó con su naginata, pero su acero resbaló por su piel como si llevara puesta una armadura. Uchida la agarró con la mano y la quebró como la rama seca de un árbol. El monje trató entonces de desenvainar su sable, pero el shura le golpeó con el dorso de la mano, proyectándole varios metros más allá. Inmediatamente después, desenvainó su enorme catana, dos veces más grande que ninguna que hubiera visto jamás, y avanzó hacia mí con paso firme. Era yo quien realmente le interesaba.
Uchida descargó un golpe vertical sobre mi cabeza. Al tratar de bloquearlo sentí cómo mis rodillas se doblaban y mis piernas se hundían en el barro. El shura cargó un nuevo ataque, dispuesto a enterrarme en el suelo. Esta vez, opté por esquivarlo: no sabía cuánto más aguantaría el acero del maestro. Los símbolos de la hoja brillaban con fuerza, envolviéndome en un resplandor anaranjado que contrastaba con el brillo azulado de mi rostro.
A cada paso que el espíritu encolerizado de Shiro Uchida daba hacia mí, el suelo temblaba como si estuviera a punto de abrirse. Era alto como una cabaña y tenía una envergadura colosal: sería prácticamente imposible que pudiera alcanzar su cuello. ¡Debía pensar en algo, y debía hacerlo deprisa! Takeshi acudió de nuevo en mi ayuda. Había cogido el yari de Gonnosuke y avanzaba resuelto hacia el enemigo. Si éramos capaces de combinar nuestros esfuerzos, quizá tuviéramos una oportunidad.
Atacamos simultáneamente desde ambos flancos, como habíamos hecho contra el inugami.
—¡Golpea su talón! —grité.
El monje entendió enseguida mi estrategia. Sin embargo, la punta de su lanza rebotó otra vez en la piel del espectro sin causarle daño alguno. Uchida le lanzó un nuevo golpe. Esta vez lo esquivó a duras penas y volvió a la carga; bus caba distraerle lo suficiente para que yo tuviera alguna posibilidad de éxito. Descargué entonces un corte paralelo con todas mis fuerzas. La hoja de mi sable seccionó su talón, haciendo que perdiera pie e hincara una rodilla en el suelo. ¡Era el momento!
Sin pensármelo, me lancé sobre su cuello. El shura bloqueó mi ataque con su enorme sable y me golpeó el pecho. Sentí cómo una de mis costillas se rompía y me quedé sin aire. Apenas podía moverme por el dolor. Estaba completamente a su merced. Uchida armó entonces su catana y descargó su golpe letal.
Había fracasado. A mi mente acudió mi haiku de despedida. Entonces, un rostro se materializó frente a mí. Traté de identificarle, pero fui incapaz de reconocer sus rasgos. En un primer instante pensé que Yosho Yataemon venía finalmente en mi busca; sin embargo, al fijarme más detenidamente en la aparición, sentí una enorme familiaridad… ¡Era mi padre!
El fuerte sonido del metal al chocar contra el metal hizo que su espíritu se desvaneciera. La punta de la lanza de Takeshi bloqueaba el golpe del shura. En su cara observé el tremendo esfuerzo que aquello le estaba suponiendo: no aguantaría mucho. Me aparté hacia atrás tan rápido como pude para ponerme a salvo. En ese instante, el shura le lanzó una patada a la rodilla. Pude sentir el chasquido de su tibia y ver asomar el hueso a través de la carne. ¡Era su pierna sana!
El monje cayó al suelo aullando de dolor. Corrí hacia él y me postré a su lado. Aún le quedaba un hilo de consciencia. Dirigió su mirada hacia la naginata de Tomoko, que había quedado olvidada junto a la cabaña tras su muerte.
—Cambia el acero… —susurró justo antes de desmayarse.
Mis ojos se fijaron en el arma cubierta de barro. Recordé entonces a Takeshi sacar su hoja de la espalda y colocarla en el extremo del bastón gracias a un simple mecanismo, el mismo que sujeta la hoja de toda catana a su empuñadura. ¡Eso era! Me incorporé y escondí el sable del maestro a mi espalda para que Uchida no pudiera verme presionar el mekugi y liberar el acero.
—¡No te funcionará dos veces el mismo truco! —exclamó el shura mientras armaba un golpe lateral con la intención de partirme en dos. En cuanto comenzó a ejecutarlo, rodé por el suelo en dirección a la cabaña. El sable de Uchida pasó rozando mi cabeza y me cortó el moño. Había estado muy cerca. Terminé de dar la voltereta y alcancé mi objetivo. No tenía mucho tiempo. Liberé rápidamente la hoja y la reemplacé por la del sable de Miyamoto.
Uchida había comenzado a girarse. Sin pensármelo, alcé la naginata sobre mi cabeza y lancé mi golpe sin dejar que el shura terminara de darse la vuelta. Era todo o nada. La hoja separó la cabeza del cuerpo a tal velocidad que permaneció unos instantes en su sitio antes de desprenderse. El samurái estalló en una densa nube negra. Al disiparse, descubrí de nuevo que el cuerpo normal de Shiro Uchida yacía en el suelo, justo donde lo había dejado.
Me giré hacia el sacerdote de la única Verdad, dispuesto a acabar con él de una vez por todas. Mis ojos se abrieron entonces de par en par: en el suelo, frente a mí, solo quedaba su capa vacía. Me acerqué y comprobé con mis pies que ni siquiera el aire habitaba ya el interior de la tela. ¡Se había desvanecido por completo!
La voz entrecortada del maestro me llegó desde lo lejos. Ichiro lo sujetaba aún entre sus brazos. Me acerqué y me arrodillé a su lado.
—Estoy orgulloso de ti.
—Todo ha terminado por fin —le dije, exhausto.
—¡Eres más grande que Musashi! —gritó Ichiro abrazándome con fuerza. En ese momento me di cuenta que me dolía todo el cuerpo.
—El precio ha sido muy alto —respondí mirando alrededor. Gonnosuke, Tomoko y Yumi habían entregado su vida sin vacilar, con honor. Un gran sentimiento de respeto y de agradecimiento hacia ellos me inundó por completo.
—¿Y Takeshi? ¿Dónde está Takeshi? —preguntó entonces Ichiro con cara de preocupación.
Ambos nos sentimos avergonzados por habernos olvidado completamente del monje. Ichiro levantó la vista y le localizó a lo lejos. Yacía inerte en el suelo, con su pierna quebrada.
—¡Takeshi! —gritó mientras soltaba al maestro y corría en su dirección.
Miyamoto trató de incorporarse.
—Me ha salvado la vida, maestro —alcancé a decir apesadumbrado. De todas nuestras pérdidas, aquella me dolía de un modo muy especial.
Ichiro se arrodilló junto a él y arrancó a llorar desconsoladamente. Lo rodeó con sus brazos y lo estrujó contra su pecho. Su cuerpo menudo estaba roto.
—Tu abrazo sigue siendo tan fuerte como el de un oso —logró articular entonces el monje con un hilo de voz apenas audible—. Si sigues así, algún día conseguirás acabar conmigo…
El rostro de Ichiro recuperó la felicidad y una enorme sonrisa se abrió paso entre sus amargas lágrimas.
—¡¡Está vivo!! —exclamó en nuestra dirección—. ¡¡Está vivo!!
Al igual que había sucedido en el rostro de mi amigo, un gesto de satisfacción se abrió paso en el del maestro y en el mío. Todos comenzamos a reírnos sin poder controlarnos, liberando completamente al fin la tensión acumulada durante la lucha.
Justo en ese instante, escuchamos un tintineo lejano. Parecían cientos de minúsculas campanas, perfectamente acompasadas, repiqueteando en nuestra dirección. Nos miramos sin saber qué sucedía. ¿Qué extraño y nuevo suceso se avecinaba contra nosotros?
Los primeros estandartes se materializaron casi de inmediato. En apenas unos segundos, nos vimos rodeados por un pequeño ejército de soldados de a pie bien pertrechados, cada uno con su correspondiente banderola atada a la espalda. No tardamos en darnos cuenta de que se trataba de fuerzas regulares del clan Uesugi. Avanzaron entre las casas hasta cercarnos por completo, con las puntas de sus lanzas hacia nosotros.
El maestro trató de incorporarse, sujetándose con fuerza la herida del costado, en la que aún permanecía entre las costillas el tapón improvisado por Takeshi. La sangre se filtraba entre sus dedos sin remedio: debíamos detener la hemorragia cuanto antes. De no ser por el monje, ya estaría muerto. Hice ademán de ayudarle, pero me detuvo con un gesto.
—Soy Miyamoto Tsunetomo, del clan Date —exclamó en voz alta.
—Sé quién eres —respondió una voz desde la oscuridad.
Inmediatamente, un grupo de soldados rompió el círculo y formó un pasillo por el que entró un samurái a caballo. Llevaba su armadura de guerra puesta. Todos reconocimos de inmediato el emblema de su casco: era Kagetatsu Uesugi.
Miyamoto inclinó su cabeza ceremoniosamente. Aunque pertenecía a un clan rival, Uesugi era un samurái superior. Un paje sujetó el caballo del daimio mientras descendía y se quitaba el kabuto. Sus ojos se dirigieron casi de inmediato hacia el cadáver de Uchida.
—Todos los hombres tenemos un destino, y el suyo era morir joven por la espada —dijo pausadamente.
El maestro hizo un gesto de afirmación.
—Deben curarte esa herida de inmediato —añadió el daimio mientras hacía un gesto con la mano. Inmediatamente, dos hombres con una camilla de bambú y paja se acercaron y la posaron en el suelo junto a Miyamoto. El maestro aguantaba de pie a duras penas, pero se negaba a recibir ayuda.
—Primero solicito que asistáis a mis hombres —señaló.
Uesugi le miró fijamente. Asintió con la cabezay una nueva pareja de camilleros se dirigió hacia donde yacía Takeshi. Le levantaron con gran suavidad y lo postraron sobre la camilla bajo la atenta y amenazadora mirada de Ichiro, que no se separaba de su lado. Kagetatsu miró de nuevo al maestro: era su turno. Miyamoto se desplomó entonces en el suelo, inconsciente: había empleado sus últimas fuerzas en asegurarse de que sus hombres eran correctamente atendidos.
—¡Maestro! —grité angustiado. Me arrodillé junto a él, pasé mis brazos por debajo de su cuerpo y traté de incorporarle. Los hombres de Uesugi miraban a su señor sin saber qué hacer. El daimio les indicó que aguardaran. Finalmente, logré colocar con sumo cuidado su cuerpo sobre el lecho de paja. Los asistentes le levantaron y se lo llevaron a toda prisa. Su vida pendía de un hilo.
Mis ojos estaban inundados de lágrimas. Traté de secármelas con el dorso de la mano antes de incorporarme del todo: no quería que nadie me viera llorar.
—Tu maestro es un hombre formidable —señaló Kagetatsu.
Correspondí a sus palabras con una reverencia formal. El hombre al que acababa de referirse había sido el responsable de su derrota en Shiroisi, lo que había supuesto malos tiempos para el clan Uesugi. Aun así, el daimio le había honrado como se merecía. Sentí de inmediato un gran respeto por él.
—¿Qué va a suceder ahora? —pregunté, algo titubeante. No desconocía lo delicado de nuestra situación: habíamos penetrado en secreto en una provincia de un clan rival, habíamos atacado una de sus poblaciones y acabado con la vida de uno de los samuráis de su gobierno.
—Seréis conducidos al castillo y allí recibiréis todas las atenciones necesarias hasta vuestra total recuperación —respondió serenamente.
Levanté la cabeza y mis ojos enfrentaron los suyos. Kagetatsu Uesugi percibió la duda que me invadía por dentro.
—Sois mis invitados.
Hasta ese momento no me di cuenta de que hacía ya un buen rato que había dejado de llover, ni tampoco de que la noche era tan fría. Estaba calado hasta los huesos y tiritaba sin remedio. Todos los soldados tenían su mirada clavada en mí; supuse que mi aspecto debía de ser bastante trágico. Miré a mi alrededor y observé de nuevo el cuerpo sin vida de Shiro Uchida. Sus ojos aún permanecían abiertos, con la sorpresa de la muerte atrapada para siempre en su rostro. Más allá estaba la capa del sacerdote de la única Verdad. ¿Qué había sucedido? Quizás no lo supiéramos nunca. ¿Era posible que, al decapitar al shura, espíritu y mago hubieran muerto?
Mi mirada se dirigió finalmente a los cadáveres de Tomoko, Yumi y Gonnosuke. Uesugi leyó la súplica en mi rostro.
—Les honraremos como se merecen —pronunció.