A veces sientes que caminas hacia tu destino, aunque no sepas qué te depara exactamente. Algo dentro de ti te revela que te acercas a un punto de no retorno que trocará tu vida para siempre o que, incluso, puede suponer un punto y final definitivo. Es como hallar un poco de claridad en medio de la tormenta más agreste. Así me sentía desde que, nada más golpear el primer rayo de sol la cima de la montaña más alta, habíamos partido de Iwadeyama.
Antes de salir, Imamura informó a Miyamoto de que, como había vaticinado, nadie había entrado ni salido de los túneles en toda la noche, así que habían decidido sellarlos. Iwadeyama estaba a salvo de nuevo. Esta vez, Ichiro caminaba unos metros por detrás. El maestro había tratado de convencerle de que regresara a casa, pero había sido del todo inútil. Podría haber ordenado a los señores Komon o Imamura que le escoltaran hasta Senda¡, pero sabía que se las hubiera ingeniado para escaparse y seguirnos. Por eso mantenía la distancia: para hacerle ver que la sola mención de que regresara había supuesto una ofensa para él.
El viaje transcurrió sin ningún sobresalto. Al atardecer del segundo día avistamos las cimas del conjunto de templos que formaban el monasterio de Yamadera y llegamos hasta el pie de las escaleras que conducían a su cumbre. Según contaban, había sido creado por el monje Jikaku Diashi al regresar de un viaje a China, siendo emperador Yozei.
El horizonte estaba de color escarlata y tanto los árboles que nos rodeaban como las construcciones que se observaban en lo alto eran ya simples siluetas negras. Muchos de los pequeños templos que formaban el majestuoso conjunto estaban situados al borde de los salientes de la montaña, coqueteando con el vacío. Nos esperaba un largo ascenso; esta vez, sin embargo, los escalones eran definidos, lejos de la irregular escalera tallada en la roca por la que habíamos trepado hasta el hogar del maestro Ichimura. El esfuerzo, sin embargo, se antojaba parejo.
La escalinata trepaba por la montaña en medio de altísimos árboles. Algunos eran rectos como lanzas; otros, en cambio, se habían retorcido por el viento dibujando formas caprichosas y extrañas. Aquí y allá podían verse diversas estelas con kanjis labrados en la piedra, linternas rematadas por sus pequeños tejados a cuatro aguas, que, como hitos, punteaban el ascenso cada poco, y rocas cubiertas por un ejército de helechos y una gruesa capa de musgo. Algunas de ellas parecían dispuestas a precipitarse y aplastar al visitante en cualquier momento, recordándole su propia fragilidad. En su superficie podía verse también tatuada la acción del agua, con chorretones y manchas de distintos tonos.
Ichiro estuvo toda la subida contando uno a uno los escalones en voz alta. El maestro le había dicho que era un buen modo de mantener la concentración y cansarse menos. Yo había hecho lo mismo en mi interior, pero abandoné el empeño tras alcanzar los quinientos. Mi amigo, sin embargo, nos informó gozoso de que nuestras piernas habían trepado mil cien escalones nada menos. Su enfado había desaparecido por completo.
Las luces de las linternas encendidas en los caminos que unían los distintos templos brillaban intermitentemente, azotadas por el viento. Era ya noche cerrada. Miyamoto se encaminó hacia una de las construcciones más grandes, frente a la que había un monje sentado tranquilamente. Era un tipo bastante grande y de expresión algo feroz. Al vernos relajó el gesto, nos miró como si esperara nuestra llegada, y nos hizo un gesto para que le siguiéramos al interior.
Sentimos de inmediato la caricia del calor al entrar. El complejo de montes estaba a bastante altura y el aire arriba era frío. Recorrimos diversas estancias hasta detenernos frente a una gran puerta. El monje la abrió y nos invitó a pasar con un gesto de su mano; no había abierto la boca en todo el rato. Al fondo de la habitación distinguimos dos sombras sentadas junto a un brasero. El maestro avanzó hacia ellas y se detuvo a unos dos metros. Ichiro y yo, que caminábamos varios pasos por detrás, nos detuvimos en seco.
—¡Takeshi! —exclamó mi amigo, poniendo voz a mi propia sorpresa.
El monje estaba sentado al lado de un anciano. Miyamoto no pareció inmutarse; si la reaparición de Takeshi había supuesto una sorpresa para él, no lo demostró en absoluto. El monje sonrió abiertamente y se puso en pie:
—Bienvenidos. Estaréis cansados —dijo señalando unos pequeños banquitos de madera—. No tenemos mucho que ofrecer, pero todo lo nuestro es vuestro.
El monje que nos había conducido hasta allí entró en la habitación portando una bandeja con algo para comer y beber. Ichiro le siguió con la mirada y la boca medio abierta.
—Os presento a Shinnosuke, mi maestro —pronunció Takeshi.
Recordé entonces la historia que me había contado sobre su llegada al monasterio y cómo había sido aquel hombre el que le había desafiado a convertirse en un guerrero a pesar de su debilidad. Sentí una oleada de profundo respeto por él. Shinnosuke se parecía al maestro Ichimura: quizás era el halo de misterio que les envolvía a ambos, o acaso su rostro pétreo y chupado. En pocos días había conocido al maestro de mi propio maestro y al de Takeshi. Algún día, también mi propio maestro sería como ellos y quién sabe si yo tendría algún discípulo a mi cargo.
El anciano Shinnosuke nos dedicó una ligera inclinación de cabeza y nos invitó de nuevo a sentarnos. Miyamoto se acomodó en la banqueta e Ichiro y yo le imitamos. Mi amigo no dejaba de mirar la bandeja con comida, a la espera de que el maestro probara el primer bocado: lo contrario hubiera sido de mala educación. Su estómago había comenzado a rugir ya sin disimulo.
Veo que tu apetito sigue igual de bien —sonrió Takeshi.
Ichiro enrojeció. El maestro alargó entonces la mano y cogió un trozo de nabo hervido. No tenía intención de comérselo, pero sabía que, si no lo hacía, el pobre acabaría por desmayarse.
—Me preguntaba cuánto tardarías en venir.
Miyamoto respondió con uno de aquellos gruñidos afirmativos que tantas palabras parecían ahorrarle. Ichiro y yo nos miramos sin comprender en absoluto qué pasaba. Nuestra presencia allí, sin embargo, había disipado mis sospechas respecto a Takeshi.
—¿Qué es lo que te ha dado finalmente la pista? —preguntó el monje.
El maestro sacó la estrella de acero que había extraído al cadáver del túnel y se la mostró. Esta vez fue Takeshi quien se limitó a asentir. La cogió y se la entregó a Shinnosuke. El anciano la atrapó entre sus dedos huesudos y la acercó a sus ojos. Todos le observamos en silencio durante un rato, mientras la giraba en el aire y estudiaba sus detalles.
—Hace mucho tiempo, Dengyo Daishi, el fundador de nuestra escuela, subió al Monte Hiei a las afueras de Kioto y construyó un pequeño templo en su cima… —comenzó a relatar. Todos conocíamos aquella historia, pero nadie se hubiera atrevido a interrumpirle—. Pronto reunió a un numeroso grupo de discípulos y, con el tiempo, de aquel pequeño templo inicial levantado por un solo hombre con sus propias manos se pasó a más de tres mil pequeñas cons trucciones. Los monjes se formaban en la meditación, en el estudio, y una élite también en las artes marciales…
Takeshi escuchaba a su maestro con los ojos cerrados. Él era uno de aquellos monjes guerreros, un sohei, y probablemente había escuchado aquella historia más veces que ninguno de nosotros. Su reverencia, sin embargo, era máxima.
—Un día, sucedió lo que ninguno de nosotros quería: la orden se rompió en dos —continuó el viejo Sinnosuke—. Lo que nadie sabe es que aquel día hubo una tercera escisión.
Ichiro y yo nos miramos. Jamás habíamos oído aquella parte de la historia. El maestro, en cambio, no había mudado en absoluto la expresión.
—Los monjes de aquella tercera vía habían sido infiltrados por algunos onmiyouji. Pronto se dieron cuenta de que sus habilidades podían traspasar las fronteras de este mundo, adentrarse en el de los espíritus y controlarlos a su voluntad. Sus corazones se habían corrompido —señaló pesadamente Shinnosuke, como si aquel acontecimiento lejano hubiera tenido lugar ayer mismo. Su rostro mostraba la preocupación y el dolor por unos compañeros lejanos a los que no había conocido, pero que, a diferencia de las simples disputas de poder que habían estallado entre las otras dos facciones por controlar la orden, habían traicionado gravemente la Triple Verdad—. En un último intento por aniquilarles, las dos facciones se unieron en secreto y atacaron. Durante años se pensó que la Orden de la única Verdad, como se hacían llamar, había sido completamente aniquilada. No obstante, por precaución, se decidió instruir a un grupo de sohei en algunas artes especiales para que en caso de que alguien tratara de resucitarla pudieran enfrentarse a ellos. Con el tiempo, el señor de la guerra Nobunaga Oda destruyó el monasterio y derrotó a los monjes del Hiei. Nos vimos obligados entonces a desplazarnos a otras zonas del país y el conocimiento de aquellos monjes se perdió para siempre con la muerte del último de ellos.
Esa parte de la historia volvía a ser conocida por todos. Sin embargo, jamás había oído hablar de la Orden de la única Verdad; aunque sospechaba que no estaba tan muerta como nos había contado el maestro de Takeshi.
—Por desgracia, algunos de los monjes de aquella orden secreta sobrevivieron y se ocultaron, manteniendo en secreto su Vía y ofreciendo sus habilidades al mejor postor. Desde entonces, nuestros monjes tratan de localizarles, pero, por desgracia, es muy difícil saber quiénes son: no tienen ningún monasterio ni se distinguen de ningún modo, ni por sus ropas ni por su conducta. Viven como personas normales de todo rango y condición, desde altos samuráis a artesanos, comerciantes, campesinos… Incluso entre los proscritos eta y los hinin. Tan solo un pequeño símbolo tatuado en su cabeza, bajo su cabello, les distingue —finalizó mostrándonos un pequeño dibujo labrado en el acero del shuriken.
Al fijarme con detenimiento, me quedé completamente boquiabierto. El símbolo era un círculo partido por la mitad por una raya vertical. Un rostro partido en dos.
—En cuanto vi a aquel charlatán en Iwadeyama, lo sospeché —señaló Takeshi—. Pero tenía que asegurarme. Le pedí entonces permiso a Imamura para interrogarle de nuevo y descubrí su marca.
—Por eso te marchaste —intervino Ichiro.
El monje le miró fijamente.
—Tenía que informar a mi maestro cuanto antes.
—¡Podías haberte despedido! —exclamó entonces sin importarle lo que pensáramos los demás—. Eso hacen los amigos, despedirse.
—Tienes razón —contestó Takeshi—. Fue una descortesía por mi parte —después, volvió a dirigirse a Miyamoto—. Supuse que no tardarías en descubrir la verdad y que acabarías atando cabos y viniendo aquí. Nuestro encuentro no fue una casualidad —reveló entonces—. Cuando lo que sucedía en Iwadeyama llegó a oídos de mi maestro, supo que Masamune enviaría a su cazador. Mi misión era comprobar que se trataba de la Única Verdad y encontrarte. Al princi pio, cuando te vi acompañado, dudé. Sin embargo, el intento de asesinato en el camino me desveló la verdad. Te necesitamos, Miyamoto Tsunetomo: solo tú puedes acabar con su sacerdote.
Yo trataba de seguir la conversación, pero me di cuenta de que había muchas cosas que desconocía. ¿A qué se refería exactamente el monje? Entonces vi que me miraba fijamente. Hasta ese momento no parecía haberlo advertido, pero sus ojos emitieron de pronto un destello apenas disimulado de sorpresa al ver mi cicatriz.
—Debéis descansar y reponer fuerzas… —señaló finalmente—, porque necesitaremos todas las que podamos reunir.
Se puso en pie y ayudó a Shinnosuke a incorporarse. Por un instante me vi libre de su mirada, pero regresó casi inmediatamente antes de posarse en Miyamoto de nuevo; no hizo falta que hablaran entre ellos: ambos sabían qué significaba aquella marca.
No pude dormir en toda la noche. Ichiro, en cambio, se había sumido casi de inmediato en un sueño profundo. Su boca abierta amenazaba con succionar el mundo entero a cada ronquido. El maestro, por su parte, parecía descansar serenamente, ajeno por completo a aquel estruendo. Abandoné la habitación y recorrí a tientas la pequeña cabaña que nos habían asignado.
El frío era intenso y el vaho de cada una de mis respiraciones formaba una pequeña niebla frente a mi rostro al exhalar. Tenía mucho en lo que pensar. De la noche a la mañana había pasado de ser un joven samurái inexperto a enfrentarme a peligros que jamás hubiera imaginado: había matado a un hombre y me había enfrentado a un ser del más allá, y ambas cosas habían ensombrecido mi alma y marcado para siempre mi rostro y mi corazón.
Alcé los ojos y los posé en las estrellas que se filtraban entre los árboles. Las cigarras habían empezado a cantar ya y formaban una orquesta bien conjuntada, cuyo sonido llegaba armónico desde todos los rincones. Entonces, escuché una respiración a mi espalda y me giré con los músculos en tensión. El maestro se había percatado de mi marcha y venía a buscarme.
—Tengo miedo —dije casi sin pensar. Era un sentimiento que me atenazaba por dentro. Dudaba de mi aplomo y de mis propias fuerzas—. No sé si estoy preparado.
Miyamoto guardó uno de sus largos silencios. Podía ver su respiración tranquila y regular cristalizando en sus labios.
—En una ocasión le pregunté al maestro Ichimura cómo sabría que ya estaba preparado. «¿Preparado para qué?», me respondió. «¿Cuándo sabré que ya soy un samurái hábil en la vía de la espada?». Jamás me había enfrentado a nadie y dudaba de mi propia capacidad: ¿vencería a otro guerrero en combate? Ichimura me miró y dijo: «Yo tampoco sé cómo superar a los otros samuráis; lo único que sé es cómo superarme a mí mismo. Hoy sé que soy mejor que ayer, y, mañana, que seré superior a hoy. Eso es todo lo que sé». Lo más importante no es ganar o perder un combate, es hacerlo con honor, ya sea en la victoria o en la derrota. Lo único que nadie puede arrebatarte, Aki, es el honor: solo tú mismo puedes perderlo o conservarlo.
—¿Tú nunca sientes miedo, maestro?
Miyamoto sonrió. Fue una sonrisa afable y sincera.
—Sí —respondió mirándome como un niño pillado en falta—. Cada vez.
—¿Y cómo lo vences?
—Trato de no pensar en él. El miedo siempre ataca al principio, antes de iniciarse el combate. Es en ese momento en el que debes fijar tus pensamientos en la estrategia para alejarlo de ti, porque te hace débil. Siempre debes mostrarte fuerte y convencido de ganar. Espera a que tu oponente descargue su golpe y véncele. Nunca ataques primero si pue des evitarlo, a no ser que estés absolutamente convencido de que tu corte va a ser definitivo… porque solo vas a tener una oportunidad.
—Maestro… —una pregunta recorría mi ánimo sin descanso. A veces es más difícil usar las palabras que el propio sable—. ¿A qué se refería Takeshi con lo de tu pasado?
Miyamoto me miró fijamente y echó a andar despacio por el camino que conducía a un pequeño templo situado sobre una gran roca. Me puse a su altura y caminé en silencio a su lado.
—Cuando terminé mi entrenamiento con Ichimura, empecé mi servicio para el daimio junto a tu padre. Por entonces, uno de sus generales, Sadatsuna Ouchi, se rebeló contra él y se alió con el clan Ashina de Aizu. Masamune le declaró la guerra, pero fuimos frenados por el general Morokuni Iwashiro. Aquella noche, mientras dormía en el campamento tras la batalla, fui atacado por un shura.
Me quedé atónito. Se decía que nadie que se hubiera enfrentado jamás al demonio furioso de un guerrero sin reposo había sobrevivido para contarlo. Los shuras eran probablemente los yokais más peligrosos.
—Debí de haber muerto —continuó Miyamoto—, pero, nadie sabe cómo, salvé la vida. El maestro Ichimura habló entonces con el señor Date y ambos acordaron que lo sucedido era una señal: debía acudir a Dewa Sanzan. Allí, en la cumbre del monte Gassan, se levanta un pequeño templo.
Aunque nunca había estado, conocía las montañas sagradas de Dewa Sanzan y sus tres cumbres, Gassan, Yudono y Haguro. También conocía la existencia del templo de Gosaiden, pero no sabía que en la cumbre misma del Gassan, cubierto por las nieves la mitad del año, hubiera otro templo. ¿Quién podía vivir allí? El monte Daito, donde había nacido, también solía estar impregnado de nieve desde finales del otoño hasta principios de la primavera; nadie, sin embargo, vivía en su cima, y la gente lo rodeaba por el paso de Sasaya o por su otro extremo.
—Allí vivía un monje —continuó Miyamoto.
—¿En la cumbre? —pregunté, perplejo.
El maestro movió su cabeza afirmativamente.
—El templo era apenas una pequeña pagoda de madera, rodeada por un grueso muro de piedra más alto que un hombre y ancho como el de un castillo. El frío se te metía hasta el corazón líquido de los huesos y te paralizaba por completo… - Miyamoto detuvo su relato y me miró fijamente. —El monje se llamaba Kenshi y había pertenecido a la Escuela de la única Verdad.
La revelación me pilló desprevenido. ¡El maestro había conocido a un miembro de la secta a la que ahora nos enfrentábamos! Y no solo eso: ¡aquel hombre le había entrenado!
—Pasé todo un año recibiendo sus conocimientos. Me enseñó el arte de enfrentarme y vencer a los seres del otro mundo. Durante mucho tiempo, sentí la tentación de conocer sus secretos más profundos y aprender a adentrarme y dominar el mundo de los espíritus. Él, sin embargo, me advirtió: «quien conoce la Vía, acaba sucumbiendo a ella». «¿Y tú?», le pregunté. «Yo hace tiempo que no estoy ni vivo ni muerto, no pertenezco a este mundo ni al otro. Ese es el precio que pagué; ahora trato de preparar a otros para vencerme», respondió. Al acabar mi instrucción, me dijo que todo cazador necesitaba un arma. Durante el siguiente año aprendí el arte de la fragua. Descendí de la montaña y busqué un acero especial para hacer una catana y una espada corta. Después, regresé y pasé todo un invierno forjándola, hasta que estuvo lista.
—¿Y qué son esos símbolos?
—Cuando el acero estaba al rojo, Kenshi dibujó una serie de palabras sobre él. Me dijo que pertenecían a un idioma muy antiguo de las tierras de las que procede el propio budismo, más allá de China. Me habló de los demonios de aquí y de mucho más allá de los mares, de sus nombres, sus habilidades y de cómo vencerles.
—¿Hay otros como tú?
El maestro asintió.
—Kenshi aceptaba un alumno cada tres años: uno lo pasaba instruyéndole; el otro, enseñándole a forjar su catana, y, a lo largo del tercero, meditaba él solo.
—¿Aún sigue vivo?
Miyamoto movió afirmativamente de nuevo la cabeza.
—Solo un sable de acero como el mío puede arrebatarle la existencia.
—¿Le has vuelto a ver?
—Al abandonar el templo haces un juramento: no puedes volver jamás… ni hablar sobre ello.
Habíamos llegado hasta el borde de una gran roca en la que se enclavaba una pequeña pagoda de madera sujeta al suelo por unas cuerdas. Su pared más exterior estaba prácticamente suspendida en el vacío. Desde allí arriba podía observarse la villa de Yamagata. La población dormía tranquila.
—Los devotos de la única Verdad son un enemigo peligroso, Aki: debemos estar preparados.
Takeshi entró en nuestra habitación a primera hora de la mañana. Ichiro y yo dormíamos a pierna suelta, pero hacía rato que el maestro se había levantado. El monje nos condujo hacia un templo. Al entrar, descubrimos a Miyamoto reunido con Sinnosuke; junto a ellos había otros tres monjes: eran todos soheis.
—Según nuestros informes, los miembros de la secta tienen su guarida a las afueras de Yonezawa, cerca del paso de Funasaka, al sureste —informó el viejo monje.
El maestro dejó escapar un gruñido.
—Conozco la zona.
Durante años, Yonezawa había sido la capital de nuestro clan. El propio Masamune Date había nacido en su castillo. Ambos tenían aproximadamente la misma edad; la que ten dría mi padre si aún estuviera vivo. Su rostro estaba sombrío: no había estado allí desde que el clan fue expulsado. Viajar hastaYonezawa iba a suponer, además, adentrarse en el territorio de un enemigo peligroso. Estaríamos completamente solos.
—Debemos tener mucho cuidado. No sabemos hasta qué punto el gobierno de los Uesugi puede estar infiltrado por miembros de la única Verdad —advirtió Takeshi.
El viejo Sinnosuke asintió con la cabeza. Su rostro mostraba la preocupación que sentía por dentro. No solo por enviar a sus hermanos a una lucha peligrosa de la que no sabría si regresarían, sino por nosotros y por el futuro de la paz.
—No sabemos con qué os vais a encontrar. Ni siquiera sabemos si su sacerdote estará allí —señaló—. Vais a exponer el máximo de vosotros, pero puede ser que no sirva de nada.
—Quizás deberíamos informar al sogún —sugerí.
El maestro se giró y me miró, como todos los demás.
—Si lo hacemos ahora, es probable que se oculten y desaparezcan. Quizás ganemos una pequeña batalla, pero no servirá de mucho. Tenemos la oportunidad de asestar un golpe mortal y no podemos desaprovecharla. Además, el bakufu está tan infiltrado como lo están por él los gobiernos de los distintos daimios. No podemos arriesgarnos.
Le di la razón con un gesto de mi barbilla y regresé a mi silencio.
—Tampoco sabemos con cuántos sirvientes y seguidores cuentan. Debemos sorprenderles, y eso no será fácil. Quizás piensen que nos hemos retirado después de lo de Iwadeyama, pero no contéis con ello. Es probable que nos esperen —terminó Miyamoto—. Partiremos al caer el sol. Es mejor viajar de noche.
El grupo se disolvió. Debíamos prepararnos para la partida. Takeshi se acercó a nosotros y nos pidió que le acompañáramos. El monje nos condujo a un pequeño templo encajado bajo una gran roca. Visto de lejos, parecía que el enorme peñasco fuera a aplastarlo en cualquier instante; al hallarnos prácticamente frente a él, sin embargo, la sensación era la contraria: como si el pináculo que sobresalía del tejado hacia arriba y rozaba la panza de aquel pedrusco fuera el que lo sostuviera en perfecto equilibrio.
La única luz que llenaba el interior era la que se había colado con nosotros al entrar. Takeshi prendió una antorcha y descubrimos que todas las paredes estaban llenas de armas perfectamente ordenadas.
—Coged lo que necesitéis —dijo mientras nos dejaba solos.
Los ojos de Ichiro se abrieron como platos; apenas sabía en qué dirección mirar. Me giré hacia el maestro:
—¿Cómo vamos a tener una posibilidad si nuestras armas no pueden matarles?
Ichiro se detuvo de golpe:
—¿Qué quieres decir? —preguntó inquieto.
—Generalmente solo hay un sacerdote de la orden en cada guarida. Son muy pocos y no pueden arriesgarse, por lo que al menos debe quedar siempre uno de ellos con vida para poder transmitir sus enseñanzas. Cada sacerdote tiene un aprendiz mayor, pero es aún mortal a cualquier acero hasta iniciarse. A los sirvientes ya les habéis visto —dijo refiriéndose a los encapuchados de la cara partida en dos.
—¿Y cómo sabremos quién es quién? —traté de averiguar.
—No te preocupes: yo lo haré —respondió.
—TY si hay más de uno?
—En ese caso, es probable que la batalla esté ya perdida.
El maestro avanzó hacia la zona en la que estaban los sables. Había por lo menos una docena, apoyados sobre un pequeño armero de madera como el que teníamos en la escuela. Cogió una a una todas las catanas y las observó con detenimiento para comprobar su calidad. Finalmente, escogió una de saya negra y ornamentación muy simple y me la entregó.
—No es diferente de un sable de madera, ni en longitud ni en peso. Sabes cómo manejarlo, así que úsalo bien y con honor.
La cogí, la desnudé y la sostuve en mis manos. Tenía razón. También las consecuencias que ambas armas podían producir eran prácticamente las mismas. En unas manos bien entrenadas, un bokken era tan mortal como una catana bien afilada. Se contaba que Musashi Miyamoto había matado a su primer hombre con una gran estaca de madera. De hecho, se trataba del propio palo que el samurái había usado para colgar en su pueblo el cartel anunciador de que retaba a todo aquel que quisiera probar suerte.
Miyamoto me tendió de nuevo su espada corta:
—Si me pasa algo, esto te dará una oportunidad.
Cogí el arma de sus manos con una profunda reverencia y me la ajusté en el cinturón. Entonces se acercó a Ichiro, que seguía contemplando el arsenal, hipnotizado.
—En cuanto a ti… —meditó en voz alta. Trataba de localizar un arma que fuera adecuada para él, ya que no tenía ningún tipo de instrucción. Se detuvo entonces frente a un garrote de madera de tamaño medio, recubierto de hierro reforzado con tachuelas metálicas en una de sus mitades.
—¡Esa es un arma de demonio! —exclamó Ichiro retrocediendo.
Era un instrumento algo tosco, pero terriblemente efectivo en manos de alguien de brazos fuertes. En una ocasión, el maestro me había contado cómo un ashigaru, un soldado de a pie de la infantería, había descabalgado a un samurái partiendo las piernas de su caballo con un golpe de aquel arma.
—Vas a luchar contra demonios, ¿qué mejor que usar una de sus armas? —respondió Miyamoto sonriendo.
Ichiro cogió el kanabo y lo sostuvo en sus manos. Al entrar en contacto con él pude ver cómo un destello se encendía en sus ojos: se sentía poderoso.
—Sígueme —le indicó el maestro.
Los tres salimos de la pequeña pagoda. Miyamoto echó un vistazo alrededor, hasta que localizó una roca bastante grande.
—Colócate frente a ella —le ordenó.
Ichiro obedeció y posicionó sus pies a un brazo de distancia aproximadamente.
—Ahora quiero que cargues un golpe y lo lances contra la piedra con todas tus fuerzas.
Mi amigo levantó el kanabo por encima de su cabeza, agarrándolo firmemente con sus manos, y descargó un fuerte garrotazo sobre la piedra. Algunas chispas salieron despedidas del recubrimiento de metal del arma y un puñado de esquirlas y polvo se proyectaron a varios metros de distancia. Poco a poco, el polvo suspendido se disipó y observamos boquiabiertos el resultado. La roca se había partido como si una catana la hubiera cortado en dos con gran precisión. Ichiro posó el kanabo en el suelo y sonrió satisfecho.
—Tienes buenos brazos-exclamó el maestro. —¡Eres de temer, Ichiro Omura! Me alegro de tenerte de nuestro lado.
La cara de mi amigo se iluminó. Estábamos preparados.