El día empezó con un suceso inesperado: Takeshi había desaparecido. Ni nosotros ni nadie del servicio había escuchado nada ni le había visto marcharse de la casa. Ichiro no daba crédito a que se hubiera ausentado así, sin siquiera despedirse.
—¡Tiene que haberle pasado algo! —exclamó buscando nuestro apoyo. La tristeza había cubierto su rostro como un maquillaje de kabuki. De los tres, era el que más tiempo había pasado con el monje y le había cogido verdadero afecto.
El maestro no dijo nada. A veces era difícil saber qué pensaba y sentía. Supuse que su marcha le había sorprendido, pero también era consciente de que su cabeza estaba ocupada en asuntos de mayor importancia. En cuanto a mí, sentí un aguijonazo de tristeza. En los pocos días que habíamos pasado juntos me había llegado a identificar con su historia de una manera profunda; en cierto modo, nuestros caminos habían sido parejos. No sabía exactamente qué pensar. Estaba de acuerdo con Ichiro en que su desaparición resultaba, cuanto menos, extraña, y en que Takeshi no parecía del tipo de hombres que, aunque nuestro asunto no fuera el suyo, dejara algo a medias. Pero si algo había aprendido de aquel pequeño monje cojo era que se trataba de un espíritu completamente libre.
Aunque su súbita partida iba a estar presente en nuestro ánimo durante todo el día, teníamos mucho trabajo por delante. Los sucesos de la última noche habían corrido como la pólvora. Las calles estaban ya completamente desiertas y nadie que no tuviera algún asunto verdaderamente urgente que atender se atrevía a aventurarse al exterior. Las puertas y ventanas de todas las casas y de todos los establecimientos estaban cerradas, lo que amenazaba con convertirse en una ruina para los comerciantes. Algunos de ellos habían acudido al castillo para hablar con el señor Imamura en persona y exponerle sus quejas. La gente tenía miedo y mantener la paz en una situación así era prácticamente imposible. Miyamoto e Imamura lo sabían. Por ello, la ejecución del instigador que las fuerzas del samurái habían detenido el día anterior se hizo dentro de los propios muros del castillo.
Antes de que le trasladaran al patio, el maestro quiso hablar de nuevo con él. Al entrar en su celda, el hombre seguía en la misma posición en la que le había dejado, como si no hubiera pasado un solo minuto entre ambos momentos.
—Dime, ¿para quién trabajas? —le preguntó por segunda vez.
El hombre de la cicatriz se limitó a levantar la mirada y a enfrentarle con una sonrisa. La frialdad de su gesto me heló completamente el ánimo. La clave inmediata para desentrañar la madeja en la que nos habíamos enredado pasaba por encontrar el escondite del asesino.
Miyamoto aceptó finalmente la ayuda de los agentes de policía por sugerencia, aunque más bien era una orden, del propio Imamura: conocían la ciudad y cada uno de sus rincones mejor que nadie, por lo que podrían ser de gran utilidad. Si no conseguíamos atajar el problema, daría exactamente igual que los servicios secretos del sogún se enteraran de lo que estaba sucediendo: el gobierno habría caído ya.
Antes de salir del castillo, se acercó a mí y me entregó su espada corta:
—Quiero que la lleves. Sabes usarla y te protegerá —después, miró a Ichiro—. No quiero que os separéis de mí en ningún momento, ¿de acuerdo?
Ambos asentimos. La pequeña partida salió del castillo en dirección a la calleja en la que Miyamoto y yo habíamos visto desaparecer al encapuchado la noche anterior. A medida que avanzábamos, podíamos sentir las miradas de la gente parapetada tras sus ventanas. Todo estaba fatalmente tranquilo.
—Es aquí —señaló el maestro.
Apenas reconocí la calle. Todo parecía distinto a la luz del día. Ichiro avanzaba pegado a mí, como esperando que el yokai se materializara en cualquier momento. Le había contado con detalle la conversación entre Akira y Miyamoto en los sótanos del castillo. Tanto mi amigo como yo habíamos oído historias acerca de onmyoujis que viven atrapados entre los dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno, lo que les dota de un poder casi absoluto sobre ambos. Aquellos relatos habían dejado de ser, de repente, simples leyendas que nos contaban de pequeños para convertirse en una terrible realidad.
—Quiero que llaméis a la puerta de cada una de las casas de esta calle y las reviséis a fondo —ordenó el maestro al grupo que nos acompañaba.
Los policías se dispersaron por parejas. Miyamoto, Ichiro y yo nos dirigimos a la casa del extremo de la calle. Parecía como si sus dueños se hubieran marchado a toda prisa y lo hubieran dejado todo completamente cerrado. El maestro golpeó con fuerza la puerta del jardín.
—¡Abrid! —su voz sonaba imperativa. A pesar de ello, no obtuvimos respuesta alguna.
Su condición de samurái de alto rango le confería poder para entrar en cualquier casa sin mayores contemplaciones, pero prefería mostrarse educado y evitar problemas. Tras un nuevo grito, la puerta de la casa se descorrió tímidamente y un hombre asustadizo y rechoncho asomó la cabeza.
—Abrid en nombre del daimio.
El hombre salió de la casa y se encaminó hacia nosotros. No dijo nada: simplemente abrió, saludó con una inclinación de cabeza y nos franqueó el paso. Sabía que cualquier resistencia por su parte era inútil. Poco a poco me estaba dando cuenta del gran temor que la gente de otras clases sociales sentía por los samuráis. En la mayoría de los casos era auténtico miedo, no respeto.
Dentro, acurrucados en una esquina del comedor, estaban su mujer y su hijo pequeño. Le sostenía entre sus brazos, como si su gesto cariñoso fuera a protegerlo de todo mal. Su miraba hizo que me percatara de que ese mal éramos, en realidad, nosotros. Me volví hacia Ichiro y vi un profundo malestar en su rostro. En ningún momento me había parado a pensar en la invasión de la intimidad que estábamos cometiendo. Mi amigo, sin embargo, no se sentía nada cómodo; probablemente se trataba de una familia de pequeños comerciantes, como la suya propia. Trató entonces de hacer de sonreír al pequeño, pero su intento fracasó y el niño se echó a llorar.
Miyamoto terminó de revisar la casa: no había nada extraño. Al salir descubrimos una pequeña riña en la calle. Un hombre agitaba los brazos mientras no dejaba de lamentarse por el destrozo al que uno de los grupos de agentes había sometido a su vivienda. El jefe de la partida le abofeteó con fuerza, derribándolo, mientras su mujer lo observaba impotente desde la casa. Al ver a su marido en el suelo, salió corriendo y se arrodilló frente al él, suplicando clemencia. El daishin comenzó entonces a burlarse de ella, contagiando al resto de sus compañeros. Sentí una fuerte náusea en mi interior y un grito surgió directo de mis entrañas.
Los policías miraron sorprendidos en nuestra dirección. Entonces me di cuenta de que el clamor que había escuchado dentro de mí había surgido en realidad de la gar ganta del maestro. Miyamoto se encaminó con zancadas firmes hasta plantarse frente a él y, sin ningún tipo de advertencia, le cruzó la cara de un fuerte manotazo. El tipo cayó al suelo con expresión de sorpresa mientras brotaba sangre de su nariz, probablemente rota. Miré a Ichiro y sentí cómo una oleada de satisfacción nos invadía a ambos.
Los policías ayudaron a su jefe a ponerse en pie y se alejaron unos metros. El maestro se inclinó, cogió a la mujer por el brazo y la asistió. El marido le observaba desde el suelo. Poco a poco, se levantó sacudiendo el polvo de su ropa. Ambos hicieron una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento.
—Ayer por la noche seguimos a una persona hasta esta calle —dijo—. Estamos revisando todas las casas. Sentimos las molestias.
—Aquí somos todos honrados comerciantes —acertó a contestar el marido—. Conozco a todas las familias que viven aquí y son buena gente.
—Nadie desaparece sin más —replicó Miyamoto—: Alguno de tus vecinos le ayudó.
El hombre pareció reflexionar durante unos instantes.
—¿En qué dirección corría? —preguntó.
El maestro hizo un gesto indicando el final de la calle, a lo que el hombre reaccionó con un pequeño gruñido, como hacía el propio Miyamoto en muchas ocasiones.
—La casa de la esquina se quedó vacía hace algún tiempo. En ella vivía el viejo Ozu. Un día, sencillamente, se marchó y no volvimos a verle. Tenía familia en Senda¡: es probable que se reuniera con ellos.
—¿Hace cuánto de eso?
—Unos dos meses. La casa está abandonada desde entonces.
Miyamoto asintió. El hombre y la mujer le agradecieron de nuevo su ayuda y regresaron al interior de la casa. El maestro se acercó al grupo de policías y les ordenó que regresaran al castillo.
—No informaré al señor Komon de tu conducta —le dijo al inspector—, pero si vuelves a comportarte de un modo parecido, yo mismo ejecutaré tu castigo.
No quería enemistarse con los miembros de la policía: sabía que podían complicarle mucho su trabajo. Sin embargo, tampoco estaba dispuesto a tolerar semejante actitud. Lo había visto en muchos samuráis menores desde el fin del periodo de guerras: estaban enfadados por haber perdido su estatus y lo pagaban con los más débiles.
El daishin movió la cabeza en señal de obediencia. En su rostro podían verse una mezcla de alivio y de agradecimiento combinados con un rencor que, por mucho que trataba de disimular, se abría paso en sus ojos. No en vano, él también era un samurái y el maestro le había humillado. De todos modos, sabía que era inútil desafiarle: atacar a un superior estaba penado con la muerte. Eso, claro, en caso de sobrevivir al duelo.
El grupo se perdió calle abajo mientras Miyamoto regresabajunto a nosotros. Ichiro se le quedó mirando fijamente. Tenía los ojos humedecidos por la tristeza, la rabia y la impotencia.
—Gracias, Miyamoto san —exclamó con una reverencia completa y ceremoniosa.
El maestro se limitó a gruñir.
—Solo nos queda una posibilidad. El hombre me ha dicho que la casa al final de la esquina lleva dos meses abandonada. Debemos inspeccionarla.
Nos encaminamos hacia allí con paso decidido. La vegetación del pequeño jardín trasero crecía libre y descuidada y el papel de arroz de los paneles de algunas ventanas estaba completamente rasgado. Aquí y allá se acumulaban pequeños montones de hojas secas que crujían al ser rozadas por el viento, y la madera del porche presentaba un aspecto sucio y áspero. Hacía bastante tiempo que nadie atendía la casa: si alguien se escondía en su interior, no había dejado ningún rastro aparente en sus idas y venidas.
La puerta del jardín emitió un prolongado quejido a medida que el maestro la abría. Avanzamos hacia la construcción, de una única planta, y nos asomamos dentro. El interior no tenía mejor aspecto. Algunas enormes telas de araña cubrían las esquinas y los muebles como si fueran tules de delicada seda, y una gruesa capa de polvo se había asentado completamente por todas partes. No parecía que nadie hubiera entrado ni salido de allí en mucho tiempo; de lo contrario, sus pisadas hubieran quedado inevitablemente escritas en el suelo. Es curioso comprobar cómo la naturaleza recupera en tan poco tiempo sus dominios.
Aquella casa parecía nuestra última oportunidad, y no encontramos nada. Quizás debíamos comenzar a asumir que nuestro misterioso encapuchado se había desvanecido realmente. El maestro salió al jardín y echó un vistazo alrededor. Entonces, se fijó en algo. Una zona de la maraña de hierba estaba algo más aplastada que el resto: parecía una pisada.
Miyamoto se adentró entre las matas con suma delicadeza. Avanzaba como lo haría un tigre, colocando un pie detrás de otro exactamente en el mismo punto en el que ya había pisado con el anterior. De repente, desapareció por completo de nuestra vista.
—¡Maestro!
Me giré hacia Ichiro para comprobar si él también lo había visto desaparecer o habían sido imaginaciones mías.
—¡Vamos! —exclamé.
Poco a poco, seguimos las pisadas hasta un punto en el que morían sin más. Me arrodillé y palpé el suelo frente a mí: no parecía haber nada extraño. Ichiro se arrodilló a mi lado. Había cogido una rama y comenzó a tantear el terreno. De repente, la vegetación y la tierra cedieron. ¡Era una trampilla secreta!
Apoyamos nuestras manos y presionamos con fuerza hacia abajo. La portezuela cedió, revelando un túnel que descendía suavemente hasta una zona en la que parecía haber luz. No se veían ningún tipo de escaleras, así que no nos iba a quedar más remedio que deslizarnos hasta abajo.
Yo iré primero —informé.
Nos levantamos y di un paso firme hacia delante. La trampilla cedió, engulléndome, y resbalé suavemente por el túnel hasta aterrizar en el suelo. Quien hubiera diseñado aquel agujero lo había hecho con una pendiente leve, para que el impacto al llegar abajo fuera moderado. Mis ojos trataron de acostumbrarse a la penumbra poco a poco. En ese instante, escuché un fuerte ruido y no fui consciente de lo que sucedía hasta que sentí a Ichiro caer sobre mí y aplastarme contra el suelo.
—¿Por qué no te has apartado? —rugió.
—¡No me has dado ni tiempo! —protesté, todavía aturdido por el impacto.
—¡Pero si he avisado! —dijo enrojeciendo de enfado y vergüenza—. ¡La próxima vez no diré nada!
En ese caso, pensé para mis adentros, el resultado será más que probablemente el mismo. Cuando me hube recuperado, eché un vistazo alrededor. Entonces me di cuenta de que había algo en el suelo, a unos pasos de distancia… ¡Era un esqueleto! Aún llevaba puesto su kimono. Al verlo, Ichiro abrió la boca para gritar; apenas tuve tiempo de abalanzarme sobre él para que no pregonara a los cuatro vientos que estábamos allí. «El factor sorpresa es más de media batalla», me había repetido el maestro en varias ocasiones: quizá tuviéramos que usarlo.
El esqueleto debía de pertenecer al dueño de la casa: al parecer, nunca había abandonado su hogar. Trataba de orientarme y de decidir nuestro siguiente movimiento. No había ni rastro de Miyamoto por ninguna parte. Estábamos justo en medio de un túnel que se prolongaba unos metros a izquierda y derecha; después, ambos extremos dibujaban una suave curva y se perdían más allá. Miré a ambos lados: debía tomar una decisión. Dividirnos no era una buena idea, así que opté por ir hacia la izquierda y buscar al maestro.
Avanzamos despacio hasta llegar a la curva del túnel y asomé la cabeza. Una nueva galería se prolongaba varios metros hasta una puerta de madera. Alguien había empleado mucho tiempo en excavar aquellos pasillos; a juzgar por lo que nos había dicho el vecino del anciano muerto, unos dos meses. El responsable había colocado pequeñas antorchas ancladas a la pared cada tres pasos aproximadamente. Todo parecía desierto.
Era la primera vez que estaba sin el maestro a mi lado y sentí un cosquilleo que se originaba en la zona de mi nuca y descendía por mi columna vertebral como una hilera de hormigas. La boca se me secó y sentí nuevamente la punzada del miedo. No era únicamente que Miyamoto no estuviera para tomar decisiones, sino que sentía el enorme peso de la responsabilidad porque el bienestar de Ichiro dependía de mí. No podía fallarles a ninguno de los dos.
Avanzamos lentamente por el túnel. Todo estaba en completo silencio, lo que permitía que pudiéramos escuchar el sonido de nuestro propio corazón. Su repiqueteo constante me golpeaba las sienes sin cesar, acelerándose más y más. Al llegar a la altura de la puerta, agarré con la derecha la empuñadura de la espada corta del maestro y dirigí la izquierda al pomo, un simple trozo de cuerda gruesa pasado por un agujero. Comencé a tirar de él suavemente, arrastrando la puerta hacia mí.
Una sombra se movió en el interior. Detuve en seco mi mano y tomé aire. Sentía la respiración de Ichiro pegada a mi nuca y su cuerpo presionando el mío. Giré la cabeza y le clavé la mirada; trataba de decirle que había visto algo moverse dentro, pero él entrecerró sus ojos y enarcó las cejas sin entender qué estaba pasando. Abrí entonces un poco más la puerta, para que pudiera asomarse ligeramente y verlo por sí mismo. Una figura encapuchada nos daba la espalda. Recorrí la estancia de un vistazo y descubrí que era prácticamente igual que el sótano del castillo en el que trabaja Akira: también allí había una gran mesa en el centro y otra más pequeña sobre la que reposaba diverso instrumental, idéntico al que había observado en la sala del eta.
No sabía qué hacer, pero, fuera lo que fuera, debía hacerlo rápido. Tomé aire de nuevo, más por llenarme de valor que porque lo necesitara realmente, y terminé de abrir mientras desenvainaba el wakizashi.
—¡No te muevas! —grité con aplomo.
El encapuchado se quedó completamente quieto al oír mi voz.
—Date la vuelta despacio, con las manos abiertas y bien a la vista —le ordené.
Poco a poco, la figura cobró vida y comenzó a girarse con los brazos extendidos. Había dejado unos dos metros de distancia entre nosotros, por si se le ocurría hacer algún movimiento extraño. Además, contaba con Ichiro. El tipo no nos había visto aún y era probable que pensara que iba solo. Si intentaba algo, le inmovilizaríamos entre los dos.
El extraño terminó de darse la vuelta. La capucha le generaba sombras profundas en el rostro, hasta el punto de que era incapaz de distinguir sus facciones. Era como si aquella capa estuviera rellena simplemente de oscuridad; las manos, sin embargo, confirmaban que se trataba de un hombre.
—Descúbrete —le ordené—. ¡Despacio!
Llevó sus manos a la cabeza y comenzó a deslizar la capucha hacia atrás. Al terminar, mi sangre se había helado por completo, como la de Ichiro. Una enorme cicatriz recorría su cara partiéndola en dos: ¡era el charlatán! El tipo advirtió mi sorpresa y dibujó una mueca burlona en su rostro:
—Ya os lo dije. Tengo muchas cabezas: si me cortáis una, otra la sustituirá.
En ese instante noté que algo comenzaba a temblar en mi muñeca. Miré hacia abajo y vi cómo el acero del wakizashi comenzaba a llamear. Apenas era capaz de sujetarlo; el resplandor me cegaba y sentí un soplo de aire ardiendo golpear mi rostro. El tipo de la cicatriz comenzó a reírse como si estuviera poseído.
—¡Qué está pasando! —gritó Ichiro presa del pánico.
Sabía lo que aquel resplandor incandescente significaba: lo había visto con mis propios ojos.
—¡Un yokai! —grité.
El tipo de la capa trató entonces de alcanzar la puerta, pero Ichiro le zancadilleó e hizo que cayera al suelo. Sin pensárselo siquiera, se tiró sobre él y le inmovilizó rodeándole con sus piernas y sus brazos. Yo sostenía el sable en posición de guardia, esperando la entrada del terrible oni. La puerta, sin embargo, comenzó a abrirse con enorme suavidad. Al terminar de hacerlo, no pude dar crédito a lo que veían mis ojos: ¡era Kumico! Me quedé absolutamente paralizado. De repente, sentí que todo desaparecía a mi alrededor y experimenté una enorme paz. Iba vestida con un kimono blanco sensualmente abierto que sujetaba con una de sus manos para que no resbalara hasta el suelo. Una enorme turbación se apoderó de mí al ver sus hombros desnudos y parte de la curva de sus senos asomar bajo la seda. Sus labios encarnados dibujaron una dócil sonrisa que me embelesó. ¡Estaba bellísima!
Bajé mi sable y sonreí. Sentía unas ganas tremendas de besarla. Poco a poco, su rostro se acercó al mío, hasta apenas dejar espacio a un suspiro entre los dos. De pronto, sentí cómo comenzaba a aspirar el aire de mis pulmones con su boca abierta. Noté mi pecho comenzar a vaciarse y cómo toda la energía de mi cuerpo fluía hacia el interior del suyo. Traté entonces de moverme con todas mis fuerzas, pero era inútil. Entonces, me di cuenta: ¡su rostro estaba pegado al mío, pero su cuerpo permanecía aún en la puerta! Su alargado cuello flotaba sinuosamente en el aire como si fuera una serpiente ¡Era una rokurokubi!
Apenas podía sujetar ya el sable corto con mi mano y mis piernas temblaban como si no fueran capaces de sostener el peso de mi cuerpo. ¡Aquel demonio estaba succionándome la vida!
De repente, su rostro se contrajo en una mueca y se desva neció dejando una pequeña nube de polvo blanco flotando frente a mí. Al disiparse, descubrí al maestro con el sable en la mano. Me miraba con cara de profunda conmoción. Vi cómo sus labios se movían, pero no escuchaba ningún sonido salir de su garganta. Envainó la catana, se acercó a mí y me agarró con fuerza. Solo al sentir sus manos posarse sobre mis hombros fui consciente de que mi boca aún estaba abierta.
—¡Aki! ¡Contéstame! —gritó zarandeándome.
Poco a poco, volví a la realidad y sentí cómo las fuerzas comenzaban a regresar a cada uno de mis músculos. Le agarré las manos y traté de que parara.
—¡Estoy bien! —grité.
El maestro miraba fijamente un punto concreto de mi rostro, pero no le di importancia. Me giré entonces hacia Ichiro, que se había incorporado y también tenía su vista fija en mí. El encapuchado yacía inerte en el suelo, de costado. Traté de adivinar el movimiento de su pecho, subiendo y bajando a cada respiración, pero nada. ¿Era posible que, sin saberlo, mi amigo le hubiera estrangulado?
Miyamoto se arrodilló junto a él y le dio la vuelta. Ichiro apenas pudo ahogar una exclamación. ¡Estaba muerto! Clavada en el centro de su corazón tenía una estrella de acero, un shuriken como el que usan los ninjas para matar en silencio, amparados por la distancia. ¡Alguien le había asesinado mientras todo sucedía! Me giré hacia mi amigo, que seguía con los ojos fijos en la estrella plateada. Fuera quien fuese el ejecutor, había lanzado su dardo mortal mientras Ichiro le sujetaba: la habilidad requerida para hacer algo así era increíble.
—¿Estás bien? —quiso asegurarse Miyamoto, con la voz algo quebrada aún.
—Sí, maestro —contesté con una suave inclinación de cabeza. Me sentía tranquilo, aunque el rostro de Kumico seguía nítido y claro en mi mente.
Entonces, sucedió algo que no esperaba. Miyamoto me abrazó con fuerza. Sentí sus brazos cerrarse sobre mi cuerpo como si me ataran con una cuerda y apretaran una y otra vez. Apenas podía respirar, pero me sentí profundamente en paz. Cerré los ojos y dejé que su contacto me reconfortara. Noté su corazón latir junto al mío, apenas separados por la tela de nuestros kimonos y nuestra piel. Jamás en mi vida me había sentido tan cerca de él como en aquel instante.
—¿Qué ha pasado?
—Descubrimos la trampilla del suelo y bajamos a buscarte. No sabía qué hacer. Pensé que quizás el encapuchado podría sernos útil para interrogarlo.
El maestro asintió con uno de sus gruñidos.
—Entonces… —traté de explicar—. Todo sucedió muy deprisa. Noté cómo el acero de la espada temblaba y se encendía en mis manos. El charlatán trató de escapar e Ichiro le inmovilizó. Después…
Recordaba haber visto a Kumico, su rostro suave y precioso acercándose para besarme, y recordaba también querer abandonarme completamente a ella y a aquel momento. El resto de lo sucedido permanecía borroso en mi mente.
—«Tengo muchas cabezas; si me cortáis una, me saldrá otra» —pronuncié—. ¿Qué magia es esta, maestro?
Miyamoto extrajo el shuriken del cadáver.
—Un lanzamiento perfecto —señaló.
—No entiendo por qué le han matado… —dije tímidamente.
—No querían que hablara.
—Pero el hombre al que detuvieron los samuráis de Imamura no habló —repliqué.
—No querían darle la oportunidad. Probablemente, el onmyouji intentó matarle también, pero no pudo sin descubrirse. De lo que estoy seguro es de que estaba allí.
—¿Cómo puede tener un hombre varias cabezas?
—Todo hombre tiene una sola cabeza, pero mil hombres distintos pueden tener el mismo rostro. Han formado un ejército de iguales para que, a ojos de la gente, parezca inmortal. Matas a uno y aparece otro. Pero si observas con detenimiento —dijo señalando el cadáver—, su complexión no es la misma. Ni siquiera su cara es la misma: únicamente nos fijamos en la cicatriz y vemos lo que queremos ver. Debes atender a los detalles, de lo contrario, el miedo y la superstición se apoderarán de ti.
Miré atentamente el rostro del hombre que yacía muerto en el suelo de la habitación y comprendí que Miyamoto estaba en lo cierto: no se parecían tanto, pero aquella huella que partía su rostro en dos hacía que ambos parecieran casi idénticos.
—Pero el yokai… ¡Era Kumico! —exclamé—. ¿Está muerta? —pregunté con gran temor. No comprendía el alcance de lo que había sucedido y no sabía si realmente se trataba de ella en verdad o no.
El maestro negó con la cabeza.
—Los onmyouji usan a menudo tus deseos y tus miedos más profundos contra ti. De ese modo, consiguen paralizarte. Conocen todos tus secretos interiores, invocan a un espíritu y le dan la forma que tú deseas.
Yo creía que los espíritus eran libres —intervino Ichiro.
—Así es —respondió Miyamoto—. Un nigromante, sin embargo, puede convocarlos y dominarles a su antojo. Le basta con matar a uno y hacerse con su cabeza.
—Seguimos igual que al principio —pronuncié, desanimado—. Hemos fallado.
—No —señaló el maestro.
Ichiro y yo le miramos sin comprender.
—El asesino ha dejado su firma —dijo mostrándonos el shuriken que sostenía en la mano—. Esta estrella es muy especial.
—¿La habías visto antes?
Miyamoto confirmó con la cabeza.
—El pasado nunca desaparece —pronunció a continuación.
Salimos de la estancia, doblamos la esquina y nos encontramos de nuevo en el punto por el que habíamos descendido. El esqueleto del pobre vecino seguía allí: nadie le había llorado ni podido dar un funeral adecuado. No parecía haber ninguna salida oculta. El maestro siguió avanzando hasta el final de la galería y torció a la izquierda. Nos adentramos en un nuevo corredor, idéntico al que acabábamos de dejar atrás; esta vez, sin embargo, no había puerta al final, sino que el pasadizo se prolongaba más allá de la vista.
Miyamoto parecía conocer el camino y avanzaba con paso firme. Iba unos pasos por delante y desaparecía en la oscuridad para volver a materializarse cada vez que pasábamos junto a una de las antorchas de la pared. El túnel esbozaba una nueva curva, esta vez hacia la derecha, y terminaba frente a otra puerta. La abrió sin siquiera detenerse. Había estado allí ya, no cabía duda. Dentro había unos grandes escalones que ascendían. Traté de imaginar en qué punto de la superficie apareceríamos; ya no estábamos bajo eljardín de la casa, eso era seguro.
La intensa luz del sol nos cegó y tuvimos que protegernos los ojos con la mano. Poco a poco, el paisaje que nos rodeaba comenzó a filtrarse entre mis dedos. Estábamos frente a un pequeño arroyo, en un bosque a las afueras de la ciudad. La salida apenas era una pequeña abertura camuflada entre la vegetación, imposible de localizar si no sabías dónde estaba. Los tres miramos alrededor y tratamos de ubicarnos. Por la posición del sol en el cielo, era mediodía.
Ichiro y el maestro me miraron entonces de nuevo fijamente, del modo en el que lo habían hecho en los túneles. La sonrisa en mi rostro al respirar aire fresco al fin se diluyó poco a poco.
—¿Qué pasa? —pregunté, aunque la respuesta me atemorizaba.
Ninguno de los dos respondió. Me encaminé hacia el riachuelo y me arrodillé buscando la complicidad del agua. Entonces lo vi. Una finísima raya azul surcaba mi mejilla izquierda. Hundí mis manos en el espejo líquido, rompiendo mi rostro en mil pequeñas ondas, y me enjuagué completamente. Poco a poco, el agua se calmó y pude ver mi rostro reflejado de nuevo: aquel suave e irregular trazo azul seguía en mi piel, tatuado.
—Maestro… —fue lo único que acerté a decir. Estaba asustado.
Miyamoto se arrodilló a mi lado y se abrió el kimono de cintura para arriba. Jamás le había visto desnudo y mis ojos se clavaron en las cicatrices azules que rayaban la piel de su pecho y de su espalda. Pude contar hasta una decena.
—Cada vez que te enfrentas a un yokai, te deja una marca indeleble. El mundo de los espíritus se lleva siempre un trozo de ti y deja un pedazo del suyo en tu interior: ese es el precio. Debes recordarlo siempre.
Había algo que no quería contarnos. En su rostro vi la misma expresión de ausencia y preocupación que había observado durante el entrenamiento en casa antes de que me dijera que iba a acompañarle en esta misión. Algo le inquietaba seriamente. ¿Qué había sucedido durante todo el rato que había permanecido solo en los túneles? Otra pregunta me rondaba la cabeza:
—Maestro… ¿quién ha convocado al demonio? ¿Y cómo ha podido hacerlo? No había ni rastro de sangre en aquella habitación…
—Cada yokai tiene su propia forma de ser llamado —respondió—. Para invocar a una rokurokubi basta con pronunciar un sencillo conjuro y el demonio se nutrirá de tus deseos y tus miedos hasta tu muerte.
—¿Así de simple?
—Invocar a un espíritu y dominarlo requiere mucha destreza y mucha fuerza interior. Los yokais no sólo se alimentan de la energía de su víctima, también consumen la del mago que los convoca. Por eso, la mayoría no son capaces de dominar a más de uno a la vez.
—Entonces… ¿no le ha pasado nada a Kumico?
No podía soportar la idea de que el onmyouji hubiera encontrado un punto débil en mí y lo hubiera aprovechado para atacarla y convertirla en un espíritu para siempre.
—Los rokurokubi bucean en tu interior hasta encontrar la identidad de alguien a quien jamás harías daño. Es su forma de protegerse. Ella está bien.
El maestro se cubrió de nuevo, se puso en pie y emprendió el regreso. Al llegar al castillo, se entrevistó con los señores Imamura y Komon y les informó de nuestros hallazgos. El samurái mayor y el jefe de policía acordaron vigilar con discreción la entrada y la salida de los túneles, por si alguien regresaba; en ese caso, sus hombres caerían sobre él y le detendrían. Miyamoto les indicó que era inútil: el enemigo había escapado y no regresaría. Su labor estaba hecha. Debía informar de inmediato al daimio de que todo había terminado, al menos de momento: habíamos dado con la guarida en la que habían asesinado a las víctimas e impedido nuevas muertes. A pesar de todo, no parecía muy satisfecho. Los señores Imamura y Komon, sin embargo, sintieron un gran alivio: al fin, la ciudad iba a regresar a su tranquilidad habitual.
Al caer la tarde, un manto de densos nubarrones cubrió el cielo. Se asemejaban al algodón apelmazado sin refinar; la tormenta, sin embargo, pasó amenazante sobre nuestras cabezas sin descargar. Tras su entrevista con el vasallo principal y el jefe de policía, el maestro se excusó y nos informó de que debía hacer algo, así que Ichiro y yo decidimos aprovechar para darnos un baño. Los acontecimientos del día habían mantenido nuestra mente ocupada y nuestros corazones encogidos, y ninguno de los dos se había acordado de la misteriosa desaparición de Takeshi hasta ahora.
La figura del monje regresó a mi mente al cerrar los ojos dentro del barreño de agua caliente. ¿Por qué se había marchado? Un súbito pálpito se abrió paso en mi ánimo: ¿era posible que el monje tuviera algo que ver con todo lo que estaba sucediendo? ¿Acaso era eso lo que ocultaba el maes tro? La idea me pareció absurda: nuestro encuentro había sido una casualidad y había luchado contra los salteadores de caminos que nos habían atacado como uno más. Algo en mi interior, sin embargo, me decía que estaba conectado con nuestra historia de un modo que aún no era capaz de atisbar. ¿Era posible que el mago al que buscábamos fuera el propio monje?
Una de las criadas entró con un cubo de agua caliente. Noté entonces cómo Ichiro se agitaba y comenzaba a chapotear nervioso dentro de su barreño. Abrí los ojos y me di cuenta de que era la joven de la que se había prendado durante la cena el día en que llegamos. No estaba acostumbrado a que nadie le observara mientras se bañaba, y menos aún una mujer, así que había cogido el pequeño cazo que servía para verter el agua y trataba de taparse lo que podía con él. Su rostro estaba completamente encarnado. La criada se quedó de pie, esperando con el pequeño cubo en la mano. Ichiro no comprendía que la pobre aguardaba a que le diera el cucharón para echar más agua caldeada dentro de su tina.
—Discúlpale, es un poco tímido —apunté maliciosamente.
—¡Puedo hacerlo yo solo! —bramó mi amigo.
La chica dejo el cubo en el suelo y se marchó. Al percatarse de que le miraba con una enorme sonrisa en la cara, Ichiro se enfureció.
—¡No soy yo el niño que no sabe bañarse solo! —berreó.
Estallé en una enorme carcajada. Mi amigo se levantó, cogió el cubo lleno de agua del suelo y lo vació entero sobre mi cabeza. Por un instante, el intenso calor hizo que me ardiera hasta el rincón más oculto tras mis orejas.
—¿No querías más agua caliente? Pues tenga el señor.
Ahora era él el que se reía a borbotones al ver las muecas de mi rostro. No estaba dispuesto a dejar aquello así, pero la venganza debe prepararse y planearse adecuadamente.
Nos vestimos y decidimos ir a dar una vuelta por el castillo. A pesar de que el maestro acudía regularmente al monte Aoba a ver al daimio, jamás me llevaba consigo, así que aquello también suponía una novedad para mí. No obstante, traté de disimular y mostrarme frío ante Ichiro, como si prácticamente me hubiera criado entre las murallas de un bastión samurái.
Mientras caminábamos por el patio principal noté cómo algunos soldados me miraban fijamente. Observaban la cicatriz azul de mi rostro y se alejaban cuchicheando entre ellos. Instintivamente, me llevé la mano a la cara, pero era perfectamente consciente de que sería inútil ocultarla el resto de mi vida: debía aprender a convivir con ella. Recordé entonces el pecho y la espalda del maestro, surcados de cuchilladas azules como la mía. Él había tenido suerte: podía ocultarlas sin problema. Yo, sin embargo, estaba condenado a lucirla de por vida. Pensé entonces en Kumico: ¿cómo se iba a fijar nunca en un pobre samurái humilde como yo con la cara marcada de aquel modo? Noté un sentimiento de impotencia y turbación.
Mientras me ahogaba en aquel pensamiento, escuché una voz detrás de mí. Ichiro y yo nos giramos. Frente a nosotros estaba el daishin al que el maestro había abofeteado. Sus ojos reflejaban ira.
—¡Fijaos, se ha dejado rastros de maquillaje en la cara! —trató de provocarme.
Noté cómo la sangre se me calentaba. Comencé a dar un paso al frente, pero sentí la mano de Ichiro aferrándose a mi brazo con firmeza.
—Estábamos practicando y hemos pensado que quizás podrías darnos alguna lección. Seguro que tu maestro te habrá enseñado bien, ¿verdad? —siguió.
Me estaba desafiando. Me fijé en que sostenía un sable de madera en su mano derecha.
Vamos, somos tus humildes aprendices —añadió realizando una reverencia teatral—. Queremos aprender alguna de las técnicas del famoso Miyamoto Tsunetomo.
Le di la espalda y emprendí la marcha de nuevo. Entonces, sentí el golpe del bokken en mi espinazo y lo oí caer al suelo, a mis pies.
Vaya, el chico es un cobarde —pronunció el samurái en voz alta—. No tiene honor, al igual que su maestro.
Me di la vuelta lentamente. Miyamoto me había hablado muchas veces de aquel tipo de bravucones en busca de pelea. Eran peligrosos.
—Las enseñanzas de mi maestro son suyas. Ve y pide audiencia en su escuela si quieres aprenderlas —expliqué pausadamente.
Mi comentario le encendió.
—Tu maestro es un samurái indigno que anda con etas —replicó lleno de ira.
—No le escuches —me susurró Ichiro al oído.
Di un paso al frente en dirección al hombre que me desafiaba abiertamente. Trataba de respirar y de controlarme.
—Me llamo Aki Munetomo, hijo de Oishi Munetomo e hijo adoptivo del gran Miyamoto Tsunetomo, maestro de artes marciales del clan Date. Hace tres días maté a un hombre y esta mañana me he enfrentado a un yokai. He conocido a la muerte, he visto sus ojos y su rostro y me ha marcado para siempre: yo estoy preparado para morir, ¿lo estás tú?
En ese instante, todo se difuminó por completo, como si una densa oscuridad hubiera caído sobre el patio. Justo por detrás del grupo de policías vi una figura encapuchada caminar pausadamente. Al llegar a la altura del daishin, se quitó la capucha y descubrí su rostro: ¡eraYosho Yataemon! Nuestros ojos se cruzaron por un instante y noté cómo mi mejilla izquierda comenzaba a arderme.
El samurái y sus compañeros retrocedieron, con el rostro desencajado. Sus ojos estaban completamente inundados de pánico y sus bocas apenas podían sostenerse cerradas. A medida que notaba cómo la cicatriz de mi cara se encendía más y más, sentí una fuerte ira en mi interior.
Ichiro también se había separado de mí y me miraba asustado. Algo me impulsaba a matar a aquel hombre de un modo salvaje. Vislumbré el combate en mi mente: él desenvainaba tratando de cortarme, yo me desplazaba a mi izquierda, bloqueaba su ataque con mi brazo derecho, agarrando su muñeca con fuerza, y le golpeaba el codo con mi puño izquierdo mientras tiraba de su muñeca en dirección contraria. Pude oír nítidamente el crujido de su articulación y ver su rostro de intenso dolor al sentir desencajarse el hueso. Después, desplazaba mi antebrazo izquierdo justo por debajo de la articulación recién quebrada y tiraba de ella hacia mí doblándole el brazo, a la vez que mi mano derecha invertía la dirección y conducía la muñeca con la catana a su propio cuello.
—¡Aki!
El grito de Miyamoto hizo que regresara a la realidad. Estaba de pie frente a mí, con el rostro serio. El grupo de policías había desaparecido sin que me hubiera dado cuenta. Toda la rabia que había sentido en mi interior fue sustituida de repente por una sensación de miedo. Mis manos temblaban. Tenía los puños totalmente cerrados, como si tratara de estrangular el poco aire que quedaba entre mis dedos. Poco a poco, los abrí. Mis palmas estaban completamente blancas por la falta de sangre, también cada una de las falanges.
—¿Qué me sucede, maestro? —pregunté con voz temblorosa.
La mirada de Ichiro era de auténtico terror.
—Una vez has visto el mundo de los espíritus cara a cara es muy difícil resistirse a él —respondió—. Te llama a cada oportunidad que tiene y debes saber controlar su impulso; de lo contrario, la crueldad inundará tu corazón poco a poco. He debido advertírtelo, Aki. Perdóname —finalizó, sombrío—. Te he puesto en peligro.
Observé un hondo pesar en su rostro y pude notar cómo los últimos acontecimientos sucedidos en nuestras vidas comenzaban a escapársele de las manos.
—Debemos salir de la ciudad —añadió a continuación—: Preparad vuestras cosas.
—¿Adónde vamos? —pregunté, aunque no esperaba respuesta.
—Al templo de Risshaku ji, en Yamadera.