Un terrible grito rasgó mi sueño. Tardé algunos momentos en saber que no había sido una alucinación, sino algo muy real. Miyamoto desplazó el panel y entró en la habitación. Ichiro dormía ajeno al enorme alboroto que comenzaba a formarse por toda la casa. Me fijé entonces en que el maestro llevaba su catana y su espada corta perfectamente encajadas en la cintura.
—¡Vamos! —me espetó sin más.
Me levanté a toda prisa y salí tras él. Las calles de la ciudad estaban completamente desiertas. La luna, ya en avanzada fase menguante, confería cada vez más refugios al amparo de la noche. Ambos habíamos salido solos y sin antorcha para no delatar nuestra posición. El maestro se detuvo en una esquina, cerró los ojos y trató de captar los sonidos a nuestro alrededor. Aquí y allá se escuchaban los gritos de los soldados de distintas partidas que habían salido del castillo a la caza del asesino. Él, sin embargo, buscaba algo concreto.
—¿Por qué no hemos ido con ellos?
—Ellos son el cazador ruidoso que conducirá la presa hacia nosotros —respondió simplemente—. El animal acorralado huye del fuego y cae en la trampa.
Miyamoto había ideado la estrategia con Takeshi y había puesto al monje al mando de los soldados. Su tarea consistía en formar varios grupos que avanzaran por las vías principales haciendo el máximo ruido posible; si todo salía como estaba previsto, el asesino buscaría refugio en los callejones más oscuros para sortearles. Ahí es donde entrábamos nosotros.
En ese instante, una sombra cruzó la calle. Se desplazaba con una rapidez increíble para ser un hombre; tan solo acertamos a vislumbrar que una especie de manto con capucha cubría por entero su cuerpo. Aguantamos la respiración: no nos había visto. La sombra dobló una esquina y salimos tras ella. La primera parte de la táctica había funcionado; ahora debíamos seguirle para tratar de descubrir su escondite y prenderle una vez estuviera dentro.
El encapuchado avanzaba a toda prisa, doblando una esquina tras otra a la velocidad del rayo. Estaba claro que conocía bien el terreno, lo que le confería una indudable ventaja sobre nosotros. Tratamos de mantenernos a cierta distancia para no ser descubiertos, pero nos ganaba metros a cada paso. Tras varios minutos de persecución nos dimos cuenta de que estábamos dando vueltas en torno al mismo punto todo el rato. Sabía que íbamos tras él y jugaba con nosotros.
Miyamoto trató entonces de darle alcance, pero, tras girar por una nueva esquina, el tipo había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. Forzosamente tenía que haber entrado en alguna de las casas de aquella calle: no había otra explicación posible. Sin embargo, por mucho que buscamos, no detectamos actividad sospechosa en ninguna de ellas.
En ese instante, un nuevo y terrible aullido que provenía de una zona no muy lejana llegó hasta nosotros. El vello de mi piel se erizó por entero. El maestro echó a correr en la dirección de la que parecía provenir sin detenerse siquiera a ver si iba tras él.
Al entrar en un pequeño callejón, nos dimos de bruces con ellos. Mis ojos se abrieron de par en par y el miedo me paralizó de golpe. Una de las patrullas que había salido del castillo permanecía completamente inmóvil al final de la calle. Eran cinco hombres. Sus antorchas reposaban en el suelo, iluminándoles desde abajo, lo que les confería un aspecto absolutamente fantasmal. Tardé unos segundos en ser consciente de lo que realmente sucedía. Ninguno de ellos se movía lo más mínimo porque, sencillamente, no podían hacerlo: ¡se habían convertido en estatuas de piedra!
El maestro llegó a su altura y desenvainó su sable. Yo estaba exhausto y trataba de recuperar el aliento apoyado en la valla de un jardín cuando escuché un nuevo rugido. La esquina de una casa al final del callejón me impedía descubrir su origen, tan solo era capaz de ver al maestro en medio de aquel pequeño ejército de cuerpos petrificados. De repente, como si el grito hubiera provocado un huracán, un fuerte golpe de viento les alcanzó y los hizo estallar en una nube de polvo, desintegrándolos por completo.
—¡Maestro! —grité con todas mis fuerzas. Intenté correr en su ayuda, pero fui incapaz de mover un solo músculo: estaba paralizado por el miedo.
Entonces, sucedió algo extraño. Un pequeño resplandor comenzó a brillar dentro de aquella niebla gris, hasta adquirir una sorprendente intensidad. La bruma se disipó lentamente a medida que las partículas de ceniza se depositaban en el suelo, desvelando de nuevo la silueta de Miyamoto. En ese instante descubrí el origen de la extraña luz: una serie de símbolos brillaban con fuerza a lo largo de la hoja de su catana. Eran trazos incandescentes que emitían un intenso fulgor en todas direcciones.
De repente, un gigantesco garrote surgió de la nada y trató de aplastarle la cabeza. ¡Era un kanabo! Pude ver entonces parte del brazo de quien lo sostenía: era enorme y su piel parecía húmeda y marrón, como si estuviera hecha de barro. A lo largo de toda la extremidad distinguí unos pequeños regueros de líquido rojo que parecían alimentar cada uno de sus poderosos músculos. Durante nuestra primera visita, Akira nos había mostrado cómo la sangre circula por el interior de nuestro cuerpo a través de unos pequeños conductos a los que llamó venas y arterias. Eso es lo que nos da energía y vida, al igual que a los animales. No había duda: el líquido que dotaba de fuerza al oni era sangre. Circulaba sin cesar por toda su piel de barro. ¿Significaba eso que, a pesar de todo, aquel espíritu era humano?
Miyamoto esquivó el golpe y contraatacó con un corte lateral. El grito de dolor del yokai debió de escucharse en todos los rincones de la ciudad. El monstruo se revolvió, herido, y atacó de nuevo. El maestro dio entonces un gran paso atrás y el colosal kanabo se incrustó en el suelo, justo en el sitio exacto en el que estaba hacía solo unos instantes. Armó su sable sobre la cabeza y ejecutó un veloz ataque descendente.
Todo cesó de repente. El acero de su catana regresó a su frialdad mortal tan rápida y misteriosamente como se había inflamado. Mis ojos se clavaron en la hoja plateada: no se veía ni una sola muesca por ninguna parte. Había tenido aquel sable en mis manos muchas veces y jamás había observado nada extraño en él. Sentí entonces cómo las fuerzas regresaban a mi ánimo y a mis piernas y eché a correr en su dirección.
Antes de mi llegada, el maestro envainó su arma y se miró las manos: estaba completamente cubierto por las cenizas de los soldados que se habían evaporado, hasta el punto de que parecía uno de ellos. En sus ojos descubrí un brillo que jamás antes había observado. Miré alrededor y comprobé con sorpresa que no había ni rastro de su enemigo: el suelo estaba completamente cubierto de sangre derramada, pero no se veía ningún cuerpo, ni herido ni muerto. ¿Cómo era aquello posible?
—¿Estás bien, maestro? —pregunté con voz temblorosa.
Miyamoto permaneció completamente quieto. Lo único que se movía era su pecho, que subía y bajaba con fuerza.
—¡Maestro! —grité tratando de arrancarle de aquella especie de estado catatónico. Lentamente, giró su cabeza hacia mí y noté cierta aspereza en su mirada.
Un fuerte tumulto nos sobresaltó. Su mano derecha había regresado a la empuñadura de su sable y su dedo pulgar ya estaba sobre la guarda, preparado para desenvainar. Solo al descubrir que se trataba de otra de las partidas de soldados, con el propio Takeshi al frente, abandonó su actitud.
El grupo se acercaba por una de las callejuelas laterales, gritando y enarbolando sus armas, listos para el combate. Al ver al maestro cubierto de aquel polvo gris, los hombres se detuvieron en seco. Su mirada estaba fija no en nosotros, sino en lo que quedaba de sus infortunados compañeros. Hasta ese momento no me había dado cuenta, pero al mirar otra vez con mayor atención descubrí que aún alcanzaba a distinguirse erguida la pierna de alguno de ellos.
Takeshi fue el primero en fijarse en el cuerpo que yacía apoyado contra un árbol, a lo lejos. Estaba completamente desnudo. El maestro y él se acercaron y se inclinaron frente al cadáver. Parecía reposar serenamente, pero una ojeada más certera evidenciaba enseguida sus terribles heridas. Al igual que el resto, éste también estaba desmembrado.
Tenemos una nueva víctima —señaló el monje.
Miyamoto permaneció en completo silencio, con sus ojos fijos en aquel pobre infeliz. Su intuición se había confirmado. Después, se puso en pie sin mirar siquiera al monje y buscó al samurái responsable de la guardia.
—Quiero que llevéis inmediatamente este cuerpo al castillo. No debéis dañarlo lo más mínimo: ¡respondes con tu vida! —le ordenó. En su voz podía adivinarse claramente su pesadumbre por lo que acababa de suceder.
El samurái hizo una firme inclinación de cabeza y ordenó a varios de sus hombres que cogieran cuidadosamente cada una de las partes. Algunos le miraron con cara de profunda repugnancia: se negaban en redondo a tocar aquella carne muerta.
—¡Haced lo que os digo! —prorrumpió en un arrebato de furia.
Los hombres se acercaron tímidamente al cadáver y cada uno cogió una extremidad con sumo cuidado. Para no tocar directamente la piel, hicieron varios jirones en sus kimonos y las agarraron con ellos. Una vez terminada la operación, el samurái se inclinó de nuevo ante Miyamoto y él y sus hombres partieron a la carrera.
—Debes ir a lavarte —dijo Takeshi.
El maestro movió la cabeza de una forma apenas perceptible y los tres emprendimos el regreso a la casa de Oda Komon. Ninguno de nosotros pronunció una sola palabra en todo el recorrido. Al llegar, Ichiro nos esperaba dando vueltas sobre sí mismo en el jardín. Al ver a Miyamoto, se asustó.
—¿Qué ha pasado?
—Ahora no, Ichiro —respondí.
Mis palabras no parecieron ser de su agrado y se enfurruñó como un niño, pero decidió dejarlo para más adelante. El monje acompañó a Miyamoto hasta el baño e Ichiro y yo fuimos camino de nuestra habitación. En cuanto entramos, se abalanzó sobre mí a preguntas.
—¿Era un yokai? ¿Lo has visto? —su voz sonaba emocionada.
—Vi cómo secaba la vida de un grupo de soldados solo con su aliento. Les convirtió en estatuas y después estallaron en una nube de polvo —relaté atropelladamente mientras veía su cara de pasmo—. El maestro se enfrentó a él… Y vi su sable.
—¿A qué te refieres?
—El sable del maestro. A lo largo del acero se escribieron palabras de fuego —acerté a responder. Aquellos símbolos incandescentes acudieron de nuevo a mi mente. Miyamoto me había instruido en el arte de la caligrafía, pero nunca antes había visto kanjis semejantes.
—¿Palabras de fuego? —repitió Ichiro—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué palabras?
—No lo sé —respondí—. No había visto símbolos iguales en toda mi vida. No eran ni japoneses ni chinos, sino que parecían de una lengua muy antigua.
—¿Cómo era?
Al ver que no respondía, Ichiro insistió:
—El yokai, ¿de qué tipo era?
—Era un oni… —acerté a balbucear—. ¡Me quedé paralizado! —estallé entonces sin dejarle continuar con su interrogatorio—. Mis piernas permanecieron completamente inmóviles y solo pude observarle desde lejos en medio de aquella nube de cenizas… —en aquel instante me cubrí la cara con las manos y me eché a llorar. El miedo me había vencido con rotundidad y me sentía un cobarde.
Ichiro se acercó a mí para abrazarme. Algo en mi interior sintió repugnancia y le aparté con fuerza.
—¡Soy un cobarde indigno de llamarme samurái! —grité mientras salía corriendo de la habitación. En aquel instante, una única idea martilleaba mi cabeza: debía recuperar mi honor y solo había un modo de hacerlo.
Entré en la habitación de Miyamoto y cogí su daga. Le había fallado estrepitosamente y no podía soportarlo. Salí corriendo al jardín y busqué un rincón solitario. Todo estaba en silencio. Me coloqué en posición de seiza y me abrí la parte superior del kimono. Después, desenvainé lentamente el tanto y lo acerqué a mi vientre. Al notar el roce del frío metal, sentí una enorme paz. Poco a poco, fui consciente de todo lo que me rodeaba como jamás lo había sido hasta ese momento: podía escuchar el chapoteo de los koi nadando en el estanque, el susurro de la brisa al acariciar las hojas del pequeño bosque de bambú del jardín y al rozar la arena blanca y las piedras que formaban el camino hacia la pequeña casa de té; también el olor lejano de la humedad de los campos de arroz, y cada uno de los latidos de mi corazón extrañamente sereno… Agarré la empuñadura del cuchillo con fuerza y me dispuse a hundirlo en mi carne.
Entonces, sentí una presencia. El maestro se sentó a mi lado, fijó sus ojos en el cuchillo y luego en los míos. Su mirada se perdió en un punto del infinito; ni siquiera hizo ademán de arrebatarme el arma.
—En una ocasión, un general se sintió indispuesto justo antes de una batalla decisiva y ordenó a uno de sus samuráis de confianza que liderara el asalto. Mientras sus hombres luchaban encarnizadamente, él permaneció en el campamento con un fuerte dolor de vientre. Otro general que regresaba de una escaramuza se lo encontró y le preguntó qué le sucedía, a lo que respondió: «He debido de comer algo en mal estado y siento un fuerte dolor en el estómago». Su compañero le miró y dijo: «Lo he visto antes, habrás comido la hierba de la cobardía» —relató el maestro. Después, me miró serenamente de nuevo; había firmeza en su expresión, pero también una enorme calma—. Muchos antes que tú la han comido, Aki, y muchos más la comerán después. Eres un samurái por nacimiento, pero aún debes ganarte ese honor; por eso le pedí al daimio que me acompañaras en esta misión. Es muy fácil ser un samurái en el castillo.
—Soy un cobarde, maestro —acerté a decir cabizbajo. Aquella letanía sonaba una y otra vez dentro de mí.
Miyamoto ladeó suavemente la cabeza.
—Los seres humanos no tememos a la muerte, Aki, sino a perder las cosas que nos rodean y que acumulamos durante nuestra vida. Por eso es importante aprender a desprenderse de ellas. Cuando lo consigas, estarás preparado para morir en cualquier momento. Recuerda: la verdadera Vía del samurái es la de la muerte. Aplícate en no dar más valor a lo material del que tiene realmente y en estar en paz contigo mismo y con los tuyos desde el alba hasta el ocaso. Debes estar preparado para vivir como si fueras a morir a cada instante: solo así dejarás de sentir miedo.
—¿Y cómo se consigue eso?
El maestro se levantó y empezó a caminar apaciblemente de regreso hacia la casa.
Tropieza y cáete siete veces, pero levántate a la octava. Solo así llegarás a ser un verdadero samurái.
Me quedé solo de nuevo. El cuchillo seguía rozando mi vientre. Poco a poco mis dedos se relajaron y lo devolví a su vaina. Me había caído una primera vez, aún me quedaban seis más.
Akira había colocado el cadáver sobre la mesa del centro de la habitación. Lo había lavado y unido de nuevo cosiendo cada extremidad al tronco, también la cabeza, con puntadas pequeñas, cuidadosas y precisas. A la luz de las antorchas, parecía un cuerpo serenamente dormido. Me sorprendieron el esmero y respeto con el que el eta había tratado de hacer que cualquier rastro de brutalidad desapareciera por completo: su gran respeto y calidez por un desconocido me admiraron.
El maestro le miró fijamente:
—Has hecho un trabajo magnífico: la familia te lo agradecerá.
El eta respondió a sus palabras con una profunda reverencia.
—¿Has encontrado algo? —preguntó entonces.
Akira esbozó una ligera sonrisa de triunfo.
—Al principio me costó. Las terribles heridas que se produjeron al desgarrarse las extremidades lo habían ocultado, pero finalmente encontré una pequeña punción en la cara interna de uno de los muslos, con una herida que se prolongaba en el interior hasta una de las arterias principales —relató mientras se acercaba al cadáver y nos lo mostraba.
El agujero era apenas visible, realizado probablemente con un estilete sumamente fino, como una de las agujas de jade que usaba Kumico para sostenerse el cabello.
—Le desangraron y luego le desmembraron, como a los demás.
—Lo único verdaderamente importante es la sangre: forma parte del ritual para invocarle —señaló entonces el maestro—. El desmembramiento es… - Miyamoto hizo una pausa, tratando de ordenar el torrente de ideas que se agolpaban en su cabeza. —Para invocar a un oni de este tipo se necesita la sangre de un hombre joven. El onmyouji debe esparcirla sobre la tierra y el demonio usa ese flujo vital para surgir del inframundo. La sangre alimenta la tierra y le permite cobrar vida como si fuera un gigante de barro. Quien la esparce y le invoca es quien le domina, y el único modo de acabar con ese vínculo es decapitando a la criatura o al onmyouji. Al matarle, la tierra vuelve simplemente a la tierra. Mientras permanece vivo, sin embargo, el espíritu se alimenta también de la energía de todo lo que le rodea, aspirando su halo vital y secándolo sin remedio —explicó.
—¿Si lo único importante es la sangre, por qué profanar tan brutalmente el cadáver y dejarlo a la vista? —trató de averiguar el eta—. ¿Y qué papel juegan los cerezos?
—Para provocar terror —respondió el maestro—. Y porque se divierte. Este onmyouji es extremadamente cruel. Jamás había visto algo así. Mientras está vivo, usa el cuerpo de su víctima para obtener su sangre; una vez muerto, nos manda un mensaje con él. Los cerezos forman parte de la escenografía. Son un símbolo. Se trata de un simple encantamiento que cualquier mago es capaz de hacer.
—¿Sugieres acaso que el autor de semejante atrocidad es un hombre?
—Así es —respondió el maestro—. Pero no un hombre cualquiera. El ser al que buscamos es un onmyouji especial: no está ni vivo ni muerto, pero está ambas cosas a la vez.
Pude ver el desconcierto en el rostro de Akira, como sabía que él era capaz de verlo en el mío.
—¿Y cómo encaja en todo esto el hombre al que han detenido esta mañana en la calle? —intervine.
—El miedo siempre sirve a un fin, Aki: es el mejor aliado para atemorizar a la gente sencilla. Ya escuchaste a aquel charlatán: primero debes aterrorizar los corazones, y, después, proporcionarles una explicación y decirles lo que deben hacer, pensar y sentir.
—¿Te refieres a que quien está detrás de todo esto busca derrocar al gobierno y a Ieyasu en favor del joven Hideyori? —traté de reflexionar.
Miyamoto asintió con un gruñido seco.
—Eso parece.
—Entonces, ¿por qué aquí y no en Edo? Estamos muy lejos de la capital.
—Es difícil saber qué se esconde en la mente de un hombre sin conocerle. Debemos encontrar cuanto antes su refugio y desvelar su identidad. Solo así podremos aclarar algo.
Lo que yo no sabía era que el maestro tenía ya alguna sospecha respecto a quién estaba detrás de todo aquello. Aunque no lo averigüé hasta tiempo después, una oscura sombra del pasado se cernía sobre nosotros.
De regreso a la casa de Oda Komon fui testigo de la inquietud que le sacudía por dentro. Lejos de aclararse, el asunto estaba adquiriendo unas dimensiones cada vez más grandes y confusas y parecía implicar una conspiración para derrocar al mismísimo sogún. En mi mente se agolpaban infinidad de dudas y preguntas: ¿qué hombre puede estar vivo y muerto a la vez? ¿A qué nos enfrentábamos exactamente? También quería preguntarle por los extraños símbolos que había visto aparecer en su sable: ¿qué significaban y qué extraño poder emanaba de ellos, capaces de matar a un yokai?
Había sido un día de profundas emociones y estaba cansado. La cabeza me daba vueltas y mi corazón permanecía intranquilo por el suceso del jardín. Por primera vez en mi vida fui consciente de la dureza del camino que había escogido como samurái. Recordé entonces las palabras del maestro: es muy fácil ser samurái en el castillo. Una nueva duda cubrió entonces mi ánimo: ¿estaba realmente preparado para ser uno de ellos? ¿Era realmente lo que quería?
En aquel instante, pensé en mi padre. Había muerto con honor, sin dudarlo, por su señor; yo era sangre de su sangre y carne de su carne: ¿acaso no había heredado su valentía? Una oleada de vergüenza me inflamó el pecho. El maestro me miró como si, de nuevo, fuera capaz de escuchar mis pensamientos más profundos:
—Aquel que es siempre perfecto en todo acaba olvidando que puede cometer un error. Lo importante no es cometerlo, sino qué lección sacamos del mismo.
La luz de su habitación permaneció encendida toda la noche. Le escuché pasear arriba y abajo y escribir varias cartas, probablemente para el daimio, relatándole lo que había descubierto hasta el momento. Nos esperaba un largo día y debíamos localizar el escondite del asesino sin falta: solo así seríamos capaces de comenzar a vislumbrar algo de la verdad que se ocultaba tras aquellos fenómenos extraños que habían aterrorizado mi espíritu y el de todos los habitantes de la antigua capital del clan.