Al despertar me di cuenta de que el sol llevaba ya bastante tiempo brillando en el cielo. Estaba solo en la habitación. Ichiro había colgado su futón doblado en la ventana para airearlo y entonces fui consciente de que la vieja Kichi debía de hacer lo mismo con el mío todos los días sin que yo me diera cuenta. Me desperecé, me vestí, cogí la funda de mi cama y la coloqué junto a la de Ichiro.
La casa parecía desierta. Recorrí el pasillo principal y me asomé a las habitaciones de Takeshi y del maestro; estaban vacías. Unas voces me llegaron entonces desde el jardín exterior de la casa.
—¡Buenos días, dormilón! —exclamó el monje al verme.
Ichiro estaba frente a él, con la parte superior de su kimono abierta. A pesar de que su tamaño invitaba a pensar en una anatomía más bien flácida, su pecho era poderoso, al igual que sus brazos. Probablemente se debía a que había ayudado a sus padres en el taller desde pequeño, cargando arriba y abajo pesados rollos de telas. Su rostro estaba congestionado por el esfuerzo.
Takeshi, por su parte, llevaba puesto solo su kimono inferior blanco. El morado estaba cuidadosamente doblado sobre la tarima que hacía las veces de terraza. En su mano derecha sostenía un pequeño bastón de madera que no llegaba al medio metro de longitud.
Tú amigo es un joven muy tenaz —dijo al verme—. Estoy a punto de demostrarle definitivamente de lo que es capaz un hombre bien preparado con un simple trozo de madera; quizás así se convenza de que una catana no es siempre la mejor arma de defensa.
Ichiro se abalanzó sobre él con intención de estrujarlo contra su pecho. Y lo logró. El monje se dejó atrapar afablemente, sin intentar evitarlo siquiera. Parecía un pequeño muñeco de trapo entre aquellos poderosos brazos. Ichiro lo zarandeaba ahora con vigor en el aire; sin embargo, a pesar de su posición claramente desfavorable, Takeshi no mostraba preocupación alguna.
—¡A ver si puedes escaparte ahora! —bramó con orgullo mi amigo.
El monje dibujó una suave sonrisa, apoyó uno de los extremos de su pequeño palo sobre su esternón y le presionó con fuerza hacia abajo. Ichiro le soltó de inmediato y se llevó las manos al pecho con una intensa mueca de dolor. El monje cayó al suelo y pivotó sobre su pierna buena hasta colocarse a su espalda, le rodeó el cuello con el palo y agarró su otro extremo con la mano libre, comprimiendo su garganta entre sus muñecas y aquel simple trozo de madera.
El pobre Ichiro cayó de rodillas y comenzó a ponerse morado. La presión que Takeshi ejercía sobre su garganta le había cortado por completo el suministro de aire. Finalmente, se golpeó el muslo repetidas veces, dándose por vencido.
—No importa el arma —expuso el monje—, sino la habilidad de quien la empuña y su voluntad en el combate. Un hombre decidido puede ganar la batalla más difícil con solo una astilla.
Admiré su habilidad en silencio, pero lo que realmente me impresionaba era su fuerza de voluntad. En cierto sentido, aquel pequeño monje era como el propio daimio: ambos habían hecho de su debilidad un punto fuerte y no se habían dado por vencidos.
Mientras Ichiro recuperaba el resuello poco a poco, Takeshi se sentó a mi lado. Él también resoplaba. El fuerte abrazo de mi amigo le había comprimido las costillas hasta convertir sus pulmones en apenas dos pequeños sacos de monedas. Le recibí con una inclinación de cabeza.
—Admiro tu tesón.
—¿Lo dices por esto? —respondió tocándose la pierna con la mano—. Aunque no lo creas, es una gran ventaja —añadió sonriendo.
—TA qué te refieres?
—A que todos mis rivales siempre cometen el mismo error: subestimarme. Eso me hace ganar antes incluso de pelear. Un combate empieza mucho tiempo antes de cruzar las espadas —señaló—: Es ahí donde se gana o se pierde, no después. Sucede del mismo modo en la propia vida. La gente solo ve mi pierna y no se fija en el resto.
«Primero se gana, luego se combate», me había enseñado el maestro Miyamoto en más de una ocasión. Las palabras de Takeshi iban encaminadas a mostrar el camino para vencer en el combate, pero también para perseverar en la propia vida, como las suyas. Si algo había aprendido con el tiempo era que todos los principios del budo podían aplicarse también a nuestro discurrir diario.
Sentía una enorme curiosidad por conocer su historia, pero la vergüenza me impedía preguntárselo directamente. El monje adivinó mis pensamientos al ver mi mirada fija en su pierna. Una enorme sonrisa se dibujó en su cara. No pude evitar ruborizarme. En ese instante, Ichiro, ya con su habitual color sonrosado de regreso, se sentó junto a nosotros.
—¡Nunca más volveré a subestimar a un hombre cojo! —exclamó sin importarle la interrupción—. ¡Dime cómo lo haces!
El monje recuperó cierta seriedad en la expresión.
—Nací en una familia humilde de campesinos. A los cinco años, unas fiebres me dejaron la pierna inútil; como comprenderéis, un tullido no era en absoluto valioso para mis padres, así que me abandonaron a las puertas de un monasterio. Los monjes me acogieron sin hacer preguntas. Yo me sentía solo y tenía miedo. Durante un tiempo, usé mi pierna para dar lástima y sentirme especial, hasta que un día, uno de ellos, Shinnosuke, mi maestro, me dijo que podía escoger entre ser un hombre débil toda mi vida o convertirme en un guerrero de verdad: debía escoger. «Haz que tu mayor defecto se convierta en tu mayor virtud», me retó.
Sentí una punzada de reconocimiento en su historia. Yo también me había quedado huérfano de padre, antes incluso de nacer, y tuve que mudarme a la casa de un extraño que se convirtió en mi maestro y en el padre al que nunca había conocido. Al igual que el monje, tuve que vencer el miedo y la rabia que sentía por dentro y una fuerte sensación de desamparo que no perdoné a mi madre hasta tiempo después.
—¡Y tus padres te abandonaron así, sin más! —vociferó Ichiro.
Takeshi realizó un movimiento suave y afirmativo con la cabeza.
—Ahora comprendo que no podían hacer otra cosa y les estoy agradecido por su sacrificio —señaló.
—¿Sacrificio? —replicó Ichiro—. ¡Te abandonaron por comodidad y conveniencia!
El monje le miró directamente a los ojos.
—No tenía ningún futuro allí. De haberme quedado, me habría convertido en un hombre inútil, débil y resentido. Con el tiempo, he comprendido que lo hicieron por mí.
Entendí perfectamente a qué se refería. Ichiro, en cambio, no era capaz de ver más allá del hecho de que los padres del monje se habían deshecho de él como de un kimono viejo que ya no se puede remendar más. El único mundo que conocía era el de su familia, para la que su hijo había sido una bendición. Los Omura ya habían desesperado cuando llegó él y le colmaron de amor. Por eso le habían llamado Ichiro, que significa primogénito o primer hijo; eran conscientes de que ya no iba a llegar ninguno más.
Sentí una enorme oleada de afecto por el monje, y por mi madre, que probablemente se había enfrentado a la misma decisión: darle un futuro a su hijo renunciando, para ello, a lo que más quería.
En ese instante, llegó el maestro. Me avergonzó no haberme dado cuenta de su falta hasta ese momento, pero el relato de Takeshi me había absorbido por completo. Miyamoto había ido a presentar sus respetos al señor Nobu Imamura, el samurái principal del clan en Iwadeyama.
—Vamos —nos indicó—. Tenemos trabajo.
Una pequeña patrulla de soldados nos esperaba a la entrada de la casa. Podía notarse cierto nerviosismo y malestar entre ellos. El maestro nos informó de que nos dirigíamos a inspeccionar el lugar del último crimen y lo achaqué a eso; sin embargo, una mirada más atenta me reveló cuál era el verdadero origen de su inquietud: esperando en un rincón, separado del grupo, estaba Akira.
La pequeña partida nos condujo hacia un jardín solitario a las afueras de la ciudad. Al parecer, era un lugar bastante concurrido para admirar los cerezos durante el día y por los amantes que buscaban la complicidad de la noche. Lo primero en lo que nos fijamos fue en la hilera de árboles. Donde debería haber flores, tan sólo se veían ramas retorcidas, descarnados brazos de un esqueleto alzándose suplicantes al cielo. El tronco estaba igualmente marchito, como toda la vegetación de alrededor: parecían un ejército de ultratumba perfectamente formado para la batalla.
El grupo de soldados había decidido permanecer a las afueras del jardín: tenían miedo y se negaban a entrar. Miyamoto, Takeshi, el eta, Ichiro y yo nos acercamos a los árboles.
—Jamás había visto nada igual —murmuró el monje.
El maestro se acercó a uno de los troncos y posó su mano sobre él. Varios trozos de la corteza se desprendieron y se convirtieron en polvo. Después, fijó su vista en el suelo y miró en dirección al eta.
—¿Puedes confirmar si es sangre?
Takeshi, Ichiro y yo nos miramos sin comprender. Los tres dirigimos entonces nuestra mirada hacia la tierra bajo nuestros pies: todo estaba completamente teñido de un rojo algo más intenso que el de la arcilla, y aquí y allá podían verse algunas manchas de un oscuro más profundo. Ichiro levantó instintivamente los pies para mirarse las suelas de las sandalias. Fuera lo que fuera aquello, cubría una gran superficie.
Akira avanzó hacia Miyamoto y se inclinó a su lado. Metió la mano en el interior de su kimono marrón y extrajo un largo estilete con un pequeño crisol en el extremo. Lo clavó en la tierra y lo hundió profundamente. Después, lo extrajo poco a poco. En el pequeño receptáculo de la punta había tierra mojada. El líquido se había filtrado desde la capa exterior y aún estaba algo húmedo en las inferiores. Entonces, se lo acercó a la nariz y lo olió.
—Es sangre —confirmó—. Lo que no puedo decirte es si es humana o no.
—¿Sabes dónde encontraron el cuerpo?
El eta negó con la cabeza. El maestro se giró entonces hacia el grupo de soldados, que no dejaba de cuchichear a lo lejos, y ordenó al que se había identificado como oficial al mando que se acercara. El hombre pareció negarse. En su cara convivían dos miedos: el pánico que le producía la idea de adentrarse en aquel rincón maldito y el miedo a negarse a obedecer la orden de un samurái superior. Al intuir su duda, Miyamoto le apremió con firmeza; estaba acostumbrado a mandar a hombres en la batalla cuando el miedo ante una carga del enemigo les paralizaba por completo.
Finalmente, el soldado se acercó y le saludó con una reverencia. Temblaba de pies a cabeza.
—¿Dónde estaba exactamente el cadáver? —le preguntó en un tono hosco e imperativo.
—Estaba junto a la entrada del jardín —respondió tratando de aparentar serenidad y firmeza.
El maestro había preferido que el daishin, el inspector de policía que había llevado el caso, no nos acompañara. Sabía por experiencia que la discreción era un elemento fundamental en sus investigaciones, aunque estaba seguro de que probablemente toda la ciudad sabía ya por qué estábamos allí.
—Puedes irte —le indicó Miyamoto.
El hombre no se lo pensó dos veces y emprendió el regreso a paso ligero y con un enorme alivio en el rostro.
—Le debieron de matar aquí mismo —intervino Takeshi, su mirada fija en la gran mancha de sangre en el suelo—. Luego colocaron el cuerpo allí, bien a la vista, para que lo descubrieran. Normalmente suele ser al revés: uno quiere ocultar la prueba de su crimen, no exponerla.
—Lo mataron en otro sitio —respondió serenamente el eta.
—TA qué te refieres?
—Si lo hubieran hecho aquí, las manchas de sangre serían distintas: podríamos observar un patrón en su direccionalidad —trató de explicar—. La sangre sale expulsada del cuerpo en una dirección concreta, después hay que tener en cuenta la inclinación de la superficie sobre la que yace la víctima para saber exactamente dónde estaba situada cuando la mataron.
El monje le miró, asombrado.
—Tienes razón —añadió el eta dirigiéndose al maestro. El gesto de Miyamoto al comentar en el sótano del castillo que el asesino habría necesitado mucho tiempo para realizar su labor no le había pasado desapercibido—. Alguien le extrajo toda la sangre en otro lugar y luego la esparció aquí: esta mancha es regular, como cuando viertes agua con un cubo. Lo que no sé es por qué.
—En una ocasión vi a un monje drenar líquidos a un enfermo —interrumpió Takeshi—. También lo he visto hacer con animales.
—Y lo que tampoco puedo explicar es lo de los árboles —terminó Akira sin prestar atención a las palabras del monje. Aquello ya no era de su competencia.
—Creo que yo sí —respondió Miyamoto.
—¿Habías visto alguna vez algo parecido? —preguntó Takeshi.
El maestro emitió otro de sus característicos gruñidos.
—Cada uno de los detalles de este ritual sirve a un propósito concreto. Quien está detrás de todo esto tiene una guarida en alguna parte. Es muy probable que nos enfrentemos a un onmyouji —pronunció el maestro.
La sola mención a la presencia de un nigromante en la ciudad hizo que Ichiro y yo nos estremeciéramos. Durante muchos años, los onmyouji habían servido al propio emperador como adivinos y consejeros. Con la promulgación del Ritsuryo, el antiguo sistema de leyes de inspiración china, todos los magos fueron puestos al servicio del gobierno y agrupados bajo el mando de la oficina de Onmyo. Tras el ascenso de los Fujiwara al poder, fueron usados para proteger a las ciudades de la presencia de espíritus malvados. Eran respetados y temidos por el pueblo a partes iguales debido a su vinculación con lo oculto y a su capacidad para convocar espíritus y dominarlos a voluntad. Uno de los más famosos onmyouji del pasado, Abe no Seimei, se había convertido en un personaje muy conocido en numerosas obras de teatro. Sin embargo, con el tiempo fueron apartados debido a su gran capacidad de influencia y a alguna de sus prácticas oscuras, y cayeron en el olvido. Al parecer, habían vuelto.
De regreso al castillo, nos encontramos con una pequeña turba formada en medio de la calle. Una fuerte voz se alzaba por encima del rumor general. Al acercarnos, descubrimos a una figura de pie sobre una pequeña caja de madera. Era un tipo más bien enjuto, pero había una gran fiereza en su expresión. El tono de su voz era firme y seguro y agitaba sus brazos con gran intensidad. Al llegar a su altura pude ver la cicatriz que partía su cara en dos: le empezaba justo en la raya horizontal en la que le nacía el pelo y recorría su frente, su nariz y sus labios hasta morir en su mentón. El tajo era perfecto y simétrico. Su rostro, sin embargo, era agraciado, y algo en sus ojos oscuros te atraía sin remedio.
—La bestia ha venido a castigar al señor de señores —gritaba en ese momento—. Su insaciable codicia y su desmedido anhelo de poder, que empapó de sangre los campos a las afueras de Sekigahara…
A pesar de que su discurso constituía alta traición al sogún, varias voces entre la turba aplaudieron sus palabras. Poco a poco, aquel pequeño estallido de odio hacia Ieyasu Tokugawa fue calando y creciendo entre la multitud.
—La desgracia se cierne sobre nosotros: los cerezos mueren y los dioses reclaman venganza a través de la sangre de inocentes. La maldición durará mientras las tres flores de malva ostenten el poder y el verdadero señor de Japón por derecho de nacimiento no sea reconocido —finalizó.
La gente estalló entonces en sonoros vítores. Miré a Miyamoto. En su rostro descubrí un gesto de honda preocupación. Tras cinco años de paz, aún eran muchos los que consideraban que el auténtico sogún debería ser el hijo de Hideyoshi Toyotomi.
Un grupo de samuráis apareció prácticamente de la nada, disolvió la reunión a golpes y apresó al charlatán. Durante unos instantes hubo un conato de resistencia; alguno de ellos desenvainó entonces su sable y temimos un derramamiento de sangre. Sin embargo, la gente se dispersó rápidamente ante la amenaza del acero. El grupo desapareció en dirección al castillo con el hombre de la cicatriz prácticamente en volandas. Eran soldados del vasallo principal, sin duda.
Cuando llegamos a casa de Komon, el jefe de policía nos esperaba nervioso en la puerta del jardín.
—Debemos ir a ver al señor Imamura —informó al maestro—. Han llegado noticias.
Miyamoto gruñó. Se giró hacia Ichiro y Takeshi y les indicó que se quedaran en la casa mientras nosotros partíamos hacia los aposentos principales del castillo. Al llegar a la puerta, nos informaron de que el vasallo principal nos esperaba en la sala de audiencias.
Nobu Imamura recorría inquieto el ancho de la estancia con pasos largos y firmes. Parecía una fiera enjaulada. Su preocupación no parecía deberse únicamente al asunto del charlatán, sino a algo más. Algo grave. El maestro siempre me decía que para juzgar adecuadamente una situación debía atender siempre a los detalles más pequeños. La crispación de Imamura era evidente; en la expresión de sus ojos, sin embargo, percibí también un desasosiego profundo por no saber qué estaba pasando exactamente, ni qué decisión debía tomar.
Al reparar en nosotros, su rostro se relajó parcialmente. Cambió súbitamente la dirección de sus zancadas y se plantó frente al maestro, dedicándole un gran saludo.
—¡Miyamoto san! —exclamó. Ahora percibí alivio en su mirada.
—Imamura san…
—Han llegado noticias preocupantes de Senda¡—informó el samurái—. Al parecer, está sucediendo en otros lugares.
El maestro le conminó a concretar algo más sus palabras con una mirada directa.
—Están surgiendo charlatanes en otras poblaciones, como si hubieran brotado con la primavera. ¡Es una conspiración! —soltó—. El daimio está preocupado: hay que atajar esto ya.
—¿Ha sucedido también lo de los cerezos y las muertes en esos otros lugares? —indagó el maestro.
—No. Únicamente tengo noticias de otros provocadores, nada más.
Miyamoto movió levemente la cabeza, más para sí que en respuesta a Imamura. El samurái hizo entonces un gesto a su ayudante y éste le entregó una misiva dirigida al maestro. Iba firmada con el sello personal de Masamune. Miyamoto se la guardó.
—¿No la abres? —espetó Imamura.
—Mis asuntos con el daimio son privados —respondió serenamente.
El vasallo mayor le dio la espalda con un gesto de altivo desprecio. Sin embargo, no tardó en volver a girarse y enfrentarle de nuevo con una súplica en los ojos.
—¿Qué debo hacer, Miyamoto?
—¿Dónde habéis encerrado a ese hombre?
—¡Está en los calabozos. Mañana será ejecutado por traición!
—Antes quiero hablar con él —señaló el maestro—. Si se trata de una conspiración como decís, ese hombre es una pieza de ella. Quizás sepa algo.
—Ya le he interrogado personalmente, pero no ha dicho nada —indicó Imamura, molesto porque alguien hubiera cuestionado su capacidad. Como bien sabía el maestro, sus palabras solo querían decir una cosa: el detenido había sido torturado.
—Aún así, insisto.
El samurái dio finalmente su permiso. Miyamoto le hizo una reverencia y se dispuso a abandonar la sala de audiencias. Antes de partir camino de las mazmorras, la voz de Imamura le detuvo.
—Una cosa más, Miyamoto san —aseveró—: Os suplico que guardéis un poco las formas.
El maestro se giró lentamente; no acababa de comprender a qué se refería.
—No está bien que un samurái de vuestra posición se deje ver a plena luz del día con un eta —señaló—. No es correcto: vos lo sabéis.
El maestro le miró fijamente. Aunque las palabras de Imamura le habían parecido faltas de respeto, sabía que el vasallo principal tenía razón; por eso se inclinó dedicándole una gran reverencia y le dio las gracias por haberle llamado la atención sobre un aspecto incorrecto de su conducta. En ese momento, se percató de algo: ¿dónde se había metido Akira? Al regresar a la casa de Komon no se había dado cuenta, pero el eta había desaparecido sin dejar rastro. Seguramente, con los años había aprendido la virtud de la discreción y la invisibilidad más absolutas. Era muy probable también que hubiera sido él mismo el encargado de ejecutar la tortura: aquello era un trabajo indigno de un samurái.
Camino de las mazmorras, Miyamoto leyó la misiva del daimio. Le ordenaba que se diera prisa en la resolución del caso: si el suceso llegaba a oídos del bakufu en Edo, Tokugawa enviaría tropas a los dominios del clan y Masamune no quería ni oír hablar del tema. La nota terminaba advirtiéndole de que si le fallaba, conocía perfectamente cuál sería su destino. Miyamoto no pudo evitar una sonrisa. Todas las notas del daimio terminaban del mismo modo, y, hasta el momento, el maestro jamás le había decepcionado ni tenido que cometer seppuku. Aquella frase se había convertido en una especie de juego entre los dos: significaba que el asunto era muy grave y que no debía cometer ningún error. Una orden y una súplica a la vez.
El hombre de la cicatriz estaba sentado dentro de la celda en la posición del loto. Conocía su destino y parecía preparado para él. En su rostro y en otras partes desnudas de su cuerpo podían verse los efectos del trabajo del eta. Su determinación indicó a Miyamoto que llevaba tiempo dispuesto para aquel instante.
—Me llamo Miyamoto Tsunetomo —se presentó el maestro.
El charlatán levantó la vista y le clavó sus ojos oscuros.
—Sé quién eres —respondió lacónico.
—Es justo entonces que yo sepa quién eres tú —señaló Miyamoto. La respuesta del charlatán le había producido cierta turbación, pero no la dejó entrever.
El tipo de la cicatriz esbozó media sonrisa. «No está mal para un hombre que sabe que no volverá a ver salir el sol», pensó el maestro al tiempo que sentía un ligero escalofrío.
—No soy nadie —indicó serenamente—. Tan solo uno más de una legión que está por venir.
—¿De qué hablas?
—De que tengo miles de cabezas. Cada vez que cortes una, me nacerá otra.
Aunque Miyamoto entendió perfectamente a qué se refería, replicó serenamente:
—He cortado la cabeza a varios hombres y jamás les he visto surgir una nueva del cuerpo.
El charlatán esbozó una nueva sonrisa.
—Espera y verás.
—¿Quién es tu jefe?
El tipo se sumió de nuevo en un profundo mutismo. Miyamoto intentó otra estrategia.
—Quiero que sepas que la mayoría de tus compañeros ya han sido apresados en cada una de las localidades en las que han osado desafiar al sogún. Vuestra rebelión ha muerto antes de nacer.
—Somos simples peones de un poderoso ejército —contestó el charlatán—. Ningún sable puede detener un tsunami.
Tras pronunciar sus últimas palabras, regresó a su postura inicial y sus ojos se perdieron de nuevo en una profunda meditación. El maestro sabía que era inútil preguntar más. Salió de la celda sin mirar atrás y con la sensación de que, fuera lo que fuera lo que estaba por venir, no había hecho más que empezar.