Con las primeras luces del alba cruzamos el río Naruse a las afueras de una pequeña población llamada Shikama y nos encaminamos hacia nuestro destino: la antigua capital del clan Date. El castillo de Iwatesawa, que es como se llamaba antes de que el daimio lo reconstruyera y renombrara, era donde Hideyoshi Toyotomi, el antecesor de Ieyasu al mando del país, había obligado a desplazarse a los Date desde su antiguo bastión.
Las relaciones entre el gran Toyotomi y Masamune no habían empezado del todo bien. Durante la toma de Odawara, Hideyoshi había reclamado la presencia de los Date y de su ejército, y una petición directa del señor de los Toyotomi era una orden clara y tajante. Masamune, sin embargo, decidió retrasarse como señal de protesta, aunque supiera que ello iba a significar su más que probable muerte. El día que se personó ante él, lo hizo ataviado con sus mejores galas, el rostro bien alto, dispuesto a cometer seppuku. Hideyoshi, no obstante, le perdonó la vida como gesto apaciguador. Desde ese momento, nuestro señor le sirvió fielmente hasta su muerte, aunque era consciente de que nunca fue del todo de su agrado debido a su arrogancia.
Tras la batalla de Sekigahara, sin embargo, las tornas cambiaron. Los Uesugi erraron el bando ganador y el actual sogún premió a los Date con el mayor y más rico feudo de Sendai. Masamune se trasladó a la pequeña ciudad de pescadores con el grueso de sus vasallos, dejando a cargo de la antigua capital a un pequeño grupo de hombres y a uno de sus vasallos mayores, el señor Imamura.
Nada más entrar en la ciudad, nos topamos con un funeral. Las puertas de la casa del difunto estaban abiertas y la gente se agolpaba tras el cuerpo. Frente a él, sobre una pequeña mesa, pudimos ver el mitayama ya abierto, del que sobresalía el tamashiro, y la copa de las ofrendas con agua, sal y arroz a su lado. Un sacerdote recitaba la plegaria correspondiente mientras la familia directa y otra parentela permanecían en un respetuoso silencio. Era un funeral sobrio.
Una pequeña multitud asistía a la ceremonia reunida frente a la casa. Aquí y allá se habían formado algunos corros de gente que murmuraba sin cesar; a juzgar por la expresión de sus rostros, se debatían entre la indignación y el miedo. Miyamoto se fijó en que, mezclados entre ellos, había algunos policías de a pie armados con sus distintivos jutte. No era una muerte natural, eso estaba claro, ni tampoco se había producido en circunstancias normales. Algo no iba bien.
Nuestro destino era, precisamente, la casa del responsable de las fuerzas policiales de la ciudad: Oda Komon. A medida que avanzábamos por las calles, nos dimos cuenta de que estaban inusualmente vacías. Apenas podía verse a algún carro transportar mercancías de aquí para allá a toda prisa y a algunos comerciantes sentados junto a la puerta de sus pequeños negocios a medio abrir. Otros estaban directamente cerrados, como varios puestos de comida que nos encontramos a nuestro paso. Podíamos sentir las miradas de los pocos transeúntes con los que nos cruzábamos clavarse en nosotros con indisimulada desconfianza.
La residencia de Komon estaba dentro del recinto del castillo, como correspondía a su rango. El maestro se identificó y esperó a que uno de los soldados que guardaban la puerta fuera en su busca.
—¿Habéis visto la cara de miedo que tenía la gente? ¡Es por culpa del yokai, seguro! —exclamó Ichiro.
Escuchamos entonces el tintineo del soldado que había ido en busca de Komon regresar a la carrera. Al llegar frente al maestro, le hizo una gran reverencia y le indicó que le siguiéramos. Era la primera vez que accedía a una fortaleza y me sentí emocionado. Varios grupos de samuráis se ejercitaban en el patio con sables de madera; otros, reunidos en pequeños grupos, parecían participar del mismo secreto que estaba en boca de toda la población.
La casa del jefe de policía estaba guardada, a su vez, por otros dos vigilantes ya advertidos de nuestra llegada y que nos franquearon el paso con una gran inclinación de cabeza: no todos los días el gran Miyamoto Tsunetomo, el maestro de artes marciales del clan, aparecía por allí. El señor Komon nos esperaba en el salón de recepciones. Al ver entrar a Miyamoto, se levantó y se acercó a él con dos grandes zancadas.
—¡Miyamoto san! —exclamó mientras le dedicaba una gran reverencia.
—¡Tan adulador como siempre, viejo amigo!
—Me alegro de verte… aunque sea en estas circunstancias —añadió Komon abriendo los brazos en un ademán de impotencia.
El maestro emitió su gruñido característico por toda respuesta. El jefe de policía reparó entonces en el resto de nosotros.
—Te presento a Takeshi Okada.
El monje y Komon se saludaron ceremoniosamente. Después, Miyamoto se giró hacia mí:
—Este es mi hijo Aki —era la primera vez que se refería a mí de aquel modo: como su hijo, sin ninguna otra añadidura. Sentí un gran orgullo—. Y este es Ichiro Omura; es como si fuera de la familia.
Al oír aquello, Ichiro también rebosó de felicidad, doblando la anchura de su pecho como un ave hincha su plumaje durante el cortejo. Le dedicó entonces una gran reverencia a Komon, aunque tanto él como yo sabíamos que, en realidad, era un reconocimiento a las palabras del propio Miyamoto.
—Pasad y sentaos —dijo Komon—. He ordenado que nos traigan algo de comer: estaréis cansados del viaje. Sólo había preparado una habitación, pero ordenaré de inmediato que dispongan más.
El maestro agradeció el gesto con una nueva reverencia. Komon se sentó y nos invitó a hacer lo mismo.
—Dime, Miyamoto san, ¿cómo marchan las cosas por Senda¡?
—La ciudad crece a buen ritmo —respondió el maestro—. La paz siempre trae prosperidad.
Esta vez fue el jefe de policía quien asintió a sus palabras. El resto permanecíamos en silencio, a la espera de que alguno de los dos se dirigiera a nosotros. Era lo que exigía el protocolo.
—Nos hemos topado con un funeral a la entrada de la ciudad —dijo entonces Miyamoto—. ¿Cómo están las cosas por aquí?
El maestro usó un tono serio para indicarle que ahora le preguntaba como oficial del daimio en la ciudad, no como amigo. Oda Komon se tomó su tiempo. Adoptó entonces una postura corporal más erguida y apropiada.
—Ha habido seis asesinatos en el último mes —pronunció, titubeante—. Ninguna de las víctimas guardaba relación con las otras ni encontramos motivo alguno para sus muertes, y, mucho menos aún, a sus especiales circunstancias.
—¿A qué te refieres? —quiso saber el maestro con un gesto de sorpresa. Todos nos habíamos quedado estupefactos al conocer la información. ¡Seis muertes! Incluso para una gran ciudad como la propia Edo, supuse para mis adentros, aquello suponía una estadística intimidatoria.
El samurái dudó durante un instante.
—Los cuerpos han aparecido desmembrados y comple tamente exangües —respondió finalmente con un velo de oscuridad en la mirada.
La revelación nos heló el alma a todos.
—¿Y qué hay de los cerezos?
—Apenas queda ninguno vivo. ¡Una terrible maldición ha caído sobre nosotros! —exclamó nuestro anfitrión súbitamente presa del pánico—. ¡Debes averiguar cuanto antes qué está pasando! La gente tiene miedo y se encierra en sus casas. Está claro que, sea lo que sea lo que sucede, no es natural.
—¿Dónde aparecieron los cadáveres? —le interrogó el maestro.
Komon le miró sin acabar de comprender.
—¿Aparecieron cerca de los cerezos? —acotó. Algo rondaba por su cabeza, aunque se abstuvo de compartirlo.
El jefe de policía asintió tímidamente.
—¡Y por qué no se me ha informado! —estalló de repente Miyamoto—. Nada de esto aparecía en el informe que remitiste al daimio.
Komon bajó la cabeza, completamente azorado. El maestro sintió entonces una punzada de arrepentimiento; estaba molesto por haberle tratado así en su casa e intentó controlar su enfado. Comprendía su delicada situación. Tanto él como el señor Imamura debían de debatirse entre la obligación a su señor y el miedo a las consecuencias que aquello podía acarrearles. Probablemente habían decidido ocultar el hecho de las muertes en un intento por salvar su puesto y quién sabe si hasta sus vidas. Informar al daimio de que se habían cometido varios asesinatos en la ciudad y que aún no habían dado con el responsable les dejaba en absoluta evidencia.
—Discúlpame, viejo amigo. Es de suma importancia saber si ambos hechos están directamente relacionados —señaló. Sus palabras constituían más una reflexión personal que una pregunta.
Al igual que el jefe de policía, ninguno de nosotros alcan zaba a comprender todavía ni la importancia ni las implicaciones de aquel detalle concreto.
—¿Algún testigo? —añadió casi de inmediato.
Komon negó con la cabeza.
—¿Hay alguna posibilidad de que vea los cuerpos? —preguntó entonces el maestro.
Todos le miramos sorprendidos. Semejante petición era absolutamente inusual.
—El infortunado que habéis visto hoy era la última víctima. Los eta tuvieron que coser todas sus partes antes de devolvérselo a la familia. No puedo acceder a lo que me pides —zanjó el tema el jefe de policía.
—Entonces, me gustaría hablar con el encargado de realizar dicha labor —pidió Miyamoto.
Cierta incomodidad recorrió de nuevo la estancia en forma de silencio. Los eta eran impuros y un samurái de alto rango como él jamás tenía contacto con ellos. Estaban fuera de la propia organización social de castas, condenados a realizar los trabajos más desagradables relacionados con la muerte. Por ello, se les consideraba sucios y malditos.
La idea no fue muy del agrado de Komon, pero parecía conocer bien al maestro y su tenacidad.
—Está bien —concedió finalmente.
En ese preciso instante, la puerta de la sala de recepciones se desplazó y la dama Midori entró al frente de un pequeño ejército de sirvientes. Aunque las primeras señales del paso del tiempo comenzaban a notarse en su rostro, el maquillaje la ayudaba a mantener aún gran parte de la belleza que había exhibido en su juventud. Llevaba puesto un juego de kimonos de colores vivos con motivos animales. Sus pies se desplazaron resbalando por el suelo con pasos cortos y rápidos, acompañados por el sonido del roce de la tela de sus tabi sobre el tatami.
—Miyamoto san —saludó realizando una profunda reverencia—: Es un placer teneros en mi casa.
El maestro hizo ademán de ponerse en pie, pero ella le detuvo con un gesto suave y coqueto. Los sirvientes dejaron varias bandejas con aperitivos variados frente a cada uno de nosotros y se retiraron con la misma eficiencia y mesura con la que habían entrado. Me fijé en Ichiro; algo había distraído su atención de la comida por completo, lo que suponía una gran novedad. Sus ojos no se separaban de la joven que ahora cerraba el panel que separaba la sala del pasillo. Ella se dio cuenta y se sonrojó ligeramente. El rostro de mi amigo reaccionó de igual modo. Le miré y sonreí. Al verse descubierto, centró toda su atención en el surtido de sushis que tenía delante y lanzó un pequeño grito de satisfacción. Komon, Takeshi y el maestro le miraron sorprendidos. Ichiro enrojeció aún más y bajó la cabeza, totalmente avergonzado.
La cena transcurrió con apacible tranquilidad. El maestro y su amigo charlaban de los viejos tiempos ante la atenta mirada del monje, que intervenía de vez en cuando con alguna pincelada propia. Yo me dediqué a chinchar a Ichiro todo el rato, especialmente cada vez que la puerta de la sala se descorría y un sirviente entraba a reponer platos y bebida y a llevarse los que íbamos terminando.
—Al menos yo no me paralizo como un tonto como tú cuando tienes delante a Kumico —me lanzó mi amigo.
—No, solo te pones rojo como los bordes de un kimono de boda —repliqué.
Entre puya y puya, la joven sirvienta entró de nuevo. Le hice un gesto para pedir más bebida, aunque era una excusa para ver cómo reaccionaba Ichiro al tenerla tan cerca.
—Hola, me llamo Aki —me presenté—. Este es mi amigo Ichiro. Su padre es un gran fabricante de kimonos: viste al mismísimo daimio y a toda su familia.
Ichiro se ruborizó hasta límites que me hicieron temer por su salud. Ella hizo una leve inclinación y le saludó. Mi amigo cogió entonces su bandeja, ya vacía, y la alzó para entregársela y facilitarle el trabajo, con tan mala fortuna que el temblor incontrolable que se había apoderado de su mano hizo que los distintos cuencos que había sobre ella se precipitaran con estruendo sobre el tatami.
Apenas pude contener mi risa mientras él trataba de disculparse y arreglarlo, pero lo único que lograba era complicar aún más las cosas. Takeshi, que ya se había dado cuenta de lo que sucedía, también sonrió ampliamente. Miyamoto y Komon, en cambio, no salían de su asombro ante el pequeño altercado que había interrumpido su charla.
Al acabar, cada uno nos retiramos a nuestra habitación. Ichiro y yo nos estábamos peleando para aclarar nuestras diferencias durante la cena cuando el maestro descorrió la puerta, pillándonos en mitad de la refriega. Yo estaba completamente inmovilizado en el suelo, con todo el peso de mi amigo sobre mi espalda y sin escapatoria posible.
—Vístete y acompáñame. Tenemos trabajo —pronunció simplemente.
Ichiro se hizo rápidamente a un lado, liberándome. Un soldado nos esperaba fuera de la casa. Era ya noche cerrada y en el cielo podían distinguirse cientos de estrellas. La luna iluminaba nuestro camino con su luz pálida y fantasmagórica. Seguimos al centinela hasta una pequeña puerta de madera situada en uno de los laterales de la torre principal del castillo. La abrió y descubrimos una escalera que descendía, tenuemente iluminada por una serie de antorchas sujetas a la pared. Con cara de desagrado, nos informó de que su viaje terminaba allí.
A medida que descendíamos, notamos cómo la temperatura menguaba. A esas alturas ya sabía que nuestro destino eran las estancias prohibidas que había bajo el castillo, la zona donde los carniceros y verdugos hacían su trabajo invisible. Jamás había conocido a ningún eta y en mi mente se acumulaban imágenes de seres subhumanos, sucios y de largas y enmarañadas melenas que les llegaban hasta el suelo.
El maestro llegó frente a una puerta y llamó. Una voz respondió desde el interior. La estancia era pequeña y el frío intenso. Junto a una mesa dispuesta en el centro mismo de la habitación, había una figura de espaldas. Se me antojó un fantasma esquelético.
—Soy Miyamoto Tsunetomo —se presentó el maestro.
La figura se giró pausadamente. Sus rasgos eran afilados, pero perfectamente humanos, y sus ojos, inusualmentejuntos, brillaban con fuerza en la penumbra. Su piel era bastante pálida, probablemente debido a su poca exposición al sol, y sus brazos, alargados y fibrosos. Había algo en su expresión hosca que me desagradó. Quizás era su forma de mirar directa o la falta de amabilidad de su expresión. O quizás era, sencillamente, que el contacto diario con la muerte se te pega al alma sin remedio.
El hombre hizo una corta reverencia.
—Me llamo Akira.
Ni siquiera había pensado que un eta pudiera tener nombre, y, menos aún, uno tan parecido al mío. Su voz era pausada y suave, lo que contrastaba con la fiereza de su mirada.
Tengo entendido que has sido tú quien se ha encargado de los cadáveres.
El eta movió la cabeza con un suave gesto afirmativo.
—Me interesa tu valoración —dijo el maestro.
Pude ver un breve destello de extrañeza en la mirada de aquel hombre, acompañado de una ligera contracción de sus cejas y sus pómulos. Probablemente nadie le había pedido nunca su parecer en nada hasta ese momento, y mucho menos de un modo tan abierto y directo como lo había hecho Miyamoto. En aquel mismo instante, un profundo vínculo se estableció entre él y aquel samurái que tenía enfrente.
—Los cuerpos estaban terriblemente desmembrados, pero no fruto de ningún arma cortante, sino arrancados con una extrema fuerza. Jamás había visto algo así en todos mis años de experiencia. Al principio pensé que quizás les habían atado las extremidades a un caballo, pero ni las muñecas ni los tobillos presentaban arañazo alguno —detalló—. Tampoco la cabeza.
—El señor Komon me ha informado de que los cuerpos estaban completamente secos por dentro.
—Alguien les extrajo toda la sangre antes de desmembrarles —confirmó el eta—. Eso es lo que reflejan sus heridas: ninguna sangró al producirse los desgarros.
—¿Cómo puedes saberlo?
—La muerte es mi trabajo —respondió con total normalidad—. Cuando se secciona o arranca algún miembro a un ser aún vivo, ambos lados de la extremidad tratan de curar el corte. No observé nada de eso en ninguno de mis exámenes.
¿Cómo es posible vaciar así un cuerpo sin cortarlo siquiera? —quiso saber el maestro.
—Basta con hacer una pequeña incisión en determinados lugares y extraer la sangre con un fino tallo —explicó el eta.
—Eso requiere mucho tiempo, esfuerzo y pericia —murmuró para sí Miyamoto. De nuevo, una idea pareció haber acudido a su mente, pero tampoco la compartió—. ¿Observaste algo en los cuerpos?
Akira se encogió de hombros.
—No puedo hallar lo que no se me ordena que busque —respondió sencillamente.
—Si tuvieras que hacerlo, ¿qué parte escogerías? —quiso saber el maestro.
—La cara interna del muslo —le indicó—. Como samurái sabrás que cuando cortas una pierna, la sangre se escapa sin remedio a intensos borbotones.
El eta estaba en lo cierto. En más de una ocasión había presenciado aquel fenómeno al seccionar la cabeza o la extremidad de algún enemigo: chorros intermitentes brotaban con intensidad hasta que su cuerpo se quedaba sin el preciado líquido.
—Desgraciadamente, no hay forma de comprobarlo. Deberemos esperar a que alguien más sea asesinado —musitó con disgusto Miyamoto. El tono de su voz, sin embargo, sugería que estaba seguro de que volvería a suceder.
Su mirada enfrentó a la del eta.
—Llegado el momento, deberás estar preparado. Ahora respondes ante mí.
Akira realizó una profunda reverencia. Durante el tiempo que había durado la conversación entre ellos, pude observar la estancia con detalle. Supuse que la gran mesa que había en el centro era donde yacían los cadáveres que llegaban hasta allí. Sobre otra bastante más estrecha descubrí una serie de instrumentos que no había visto jamás: pequeños cuchillos de distintos filos y tamaños, sierras y una serie de ganchos y de pequeñas hoces cuya función me era completamente desconocida.
En alguna ocasión, el maestro me había hablado de que algunos eta poseían un amplio conocimiento de las interioridades del cuerpo humano. Se decía que aquella disciplina secreta y prohibida era originaria de China, donde algunos sabios estudiaban el funcionamiento de músculos, humores y órganos y eran capaces de determinar con gran exactitud el origen concreto de una muerte. El sogún, sin embargo, no veía aquellas cosas con buenos ojos. Su trabajo les ha convertido en parias de la sociedad, pero, tarde o temprano, todos acabamos pasando por sus manos, me había dicho Miyamoto: «su arte es el de la muerte, como el nuestro, aunque nuestras vías sean distintas».
Regresamos a la casa de Oda Komon tratando de caminar sobre nuestros propios pasos, pero la luna había seguido su camino inmutable por el cielo y había trasformado las calles y esquinas del castillo con nuevas sombras, hasta el punto de que tuvimos que rectificar nuestra ruta más de una vez para alcanzar nuestro destino.
Tenía la sensación de que habíamos estado horas dentro de aquel pequeño sótano, aunque no fueron más de veinte minutos. ¿Cómo era posible que un hombre soportara pasarse el día entero allí encerrado? Eso explicaba la extrema palidez de su piel. Estaba seguro de que, a la luz del día, su tez permitiría ver casi por completo sus múscu los y órganos internos como si fuera tan trasparente como el agua.
La ciudad dormía en completo silencio. De hecho, la ausencia de ningún tipo de sonido helaba la sangre.
—¿Lo oyes? —me preguntó en ese instante el maestro.
Me detuve y agucé mis sentidos.
—No escucho nada.
—No hay nada que escuchar —respondió—. Eso es precisamente lo extraño.
Parecía como si un denso manto de mutismo hubiera cubierto por entero la ciudad, amortiguando cualquier ruido. Ni siquiera escuchábamos nuestros propios pasos. En ese instante acudió a mi mente la conversación que Takeshi y mi maestro habían tenido el día anterior. La visita a Akira la había traído de vuelta a mi cabeza de algún modo.
—Maestro, ¿por qué son etas la gente como Akira?
Miyamoto me miró sorprendido.
—Nacen etas y mueren etas, como tú y yo nacimos samuráis y moriremos como tales —respondió.
—Entonces, todo depende de en qué familia nazca un hombre, nada más.
El maestro pareció rumiar sus siguientes palabras. El asunto se había vuelto más complejo de lo que esperaba.
—Al nacer, te son dados unos méritos por tu cuna, pero es tu obligación estar a la altura y hacerte merecedor de ellos, Aki. La vía del honor está en cualquier parte, seas eta, campesino, comerciante o samurái: debes aceptar tu posición y actuar con rectitud y honestidad. Si actúan así, un eta y un samurái tienen el mismo valor.
—Sin embargo, Akira no ha tenido las mismas oportunidades que yo. No es un hombre libre. ¿Lo somos tú y yo?
—Ningún hombre es verdaderamente libre de sus obligaciones —señaló el maestro.
—Takeshi lo es —aduje.
—Que uno sea de alta cuna o su origen sea humilde, que sea joven o viejo, ilustrado o no da igual, todos estamos des tinados a la muerte. Lo único importante en esta vida es la resolución del momento. Todo hombre toma una decisión tras otra y la suma de ellas conforma su vida, pero lo único verdaderamente importante es el momento presente y cómo actúes en él.
Miyamoto se detuvo y me miró entonces fijamente.
—Debes tratar a cualquier hombre siempre con respeto, hasta que sea él mismo quien te demuestre que no es merecedor de él —expuso—. No importa la clase a la que pertenezca. De ese modo le honrarás siempre, aunque tú seas un samurái y él un eta o el hijo de un comerciante.
Cuando llegué a la habitación, Ichiro estaba enfrascado en un sueño profundo. Tenía la boca completamente abierta, como si estuviera a punto de devorar algún suculento manjar, y se encontraba tumbado sobre el futón únicamente con el fundoshi puesto, lo que le daba un aspecto entre un buda feliz y un luchador reponiéndose tras un duro combate. Traté de no hacer ruido para no despertarle, aunque me apetecía compartir mi primer encuentro con un eta y los sentimientos que me había generado mi conversación con el maestro; sin embargo, tendría que esperar hasta el día siguiente.