Cuando abrí los ojos, Miyamoto velaba mi sueño. Era pasado mediodía. Miré alrededor y comprobé que estábamos solos en la habitación. Traté entonces de incorporarme, para no parecer débil, pero la herida de mi pecho seguía punzándome. Con un suave gesto de su mano, el maestro me indicó que no me moviera.
—Takeshi e Ichiro han ido a por algo de comer.
—Estoy bien —repliqué.
Miyamoto gruñó como solía hacerlo cuando algo le preocupaba.
—¿Qué sucede?
—Lo que me preocupa no es tu herida. La carne cicatriza deprisa, pero el espíritu puede tardar en recuperarse mucho tiempo.
Había cierta preocupación en su mirada, pero también mucha ternura.
—Yo tenía casi tu misma edad cuando maté por primera vez a un hombre. Se llamabaYosho Yataemon. He acabado a más enemigos desde entonces, pero es su rostro el que sigue apareciendo en mis sueños. No debes sentir remordimientos: la vía del samurái es la de la muerte, la de tus enemigos y la tuya.
Cerré mis ojos en señal de asentimiento. En ese instante escuchamos un gran alboroto procedente del pasillo. Ichiro y Takeshi entraron en plena controversia. El monje le había sugerido que aprendiera el manejo del bastón, la tonfa o el nunchaku, que eran armas muy efectivas y fácilmente transportables. Ichiro se negaba diciendo que eran aperos de labranza indignos de un guerrero.
Al ver nuestras caras fijas en ellos, enmudecieron, avergonzados. Takeshi se inclinó sobre mí y comenzó a quitarme la venda del pecho para ver la evolución de mi herida, mientras Ichiro dejaba una bandeja con la comida en un rincón.
—Permaneceremos aquí hasta mañana —anunció entonces Miyamoto.
—No quiero retrasaros. ¡Puedo caminar! —protesté.
—Tengo unos asuntos importantes que atender —indicó saliendo de la habitación con prisa para reforzar la credibilidad de sus palabras. Yo sabía, sin embargo, que la verdadera causa de nuestro retraso era yo, y eso me llenaba de rabia. Era como si mi debilidad se multiplicara inmediatamente.
Sin embargo, su afirmación no era del todo mentira. Sin darnos cuenta, habíamos revolucionado la vida de aquella pequeña aldea. Los hombres que habían regresado del campo a sus casas a la hora de comer se habían encontrado de bruces con la matanza. Después, solo fue cuestión de atar cabos y darse cuenta de que los recién llegados eran los causantes de aquellas muertes. El hecho de que un samurái y un monje guerrero formaran el grueso de nuestro pequeño grupo no contribuyó en nada a tranquilizarlos.
La aldea era demasiado pequeña para tener representación oficial, por lo que el maestro fue a mostrar sus respetos a los ancianos y a anunciar su condición como hombre del clan al servicio del daimio. Miyamoto sabía por experiencia el temor que la presencia de un hombre como él generaba en un sencillo pueblo de campesinos: habían sido muchos años de guerras, alistamientos forzosos, matanzas injustificadas y robos de cosechas. También suponía que el hecho de que ocultara su identidad habría contribuido aún más a dar la sensación de que una camarilla de despiadados ronin habían dado muerte a un inocente grupo de caminantes y ahora se disponían a saquear la villa.
Ichiro me acercó un cuenco de soba frío y le tendió otro a Takeshi.
—¿Cómo te encuentras? —se interesó el monje.
—Bien, gracias.
—Nuestro amigo es un joven valeroso y con gran destreza en el combate —señaló—. No era fácil esquivar esa estocada: tu maestro te ha enseñado bien.
—Pero me alcanzó —respondí.
—Todo guerrero que se precie tiene el cuerpo surcado de cicatrices. —Llevó sus manos a su kimono y lo abrió, dejando al aire su pecho. Un gran corte vertical iba prácticamente desde su clavícula hasta su vientre.
Los ojos de Ichiro se abrieron por completo.
—Para matar a tu enemigo debes estar cerca de él. A veces tan cerca que su aliento es el único aire que respiran tus pulmones. Además, seguro que hay alguna joven a la que esa cicatriz dejará impresionada —terminó cubriendo de nuevo su pecho con una sonrisa pícara en los labios.
Me ruboricé sin poder evitarlo.
—Vaya, veo que he acertado, ¿eh, Ichiro? El joven samurái tiene el corazón repleto —subrayó mirándole.
Ichiro se echó a reír sin poder evitarlo, tanto por la insinuación de Takeshi, como por mi rostro hecho una auténtica llamarada.
—Se llama Kumico —dijo entonces—. Es guapa, pero, para mi gusto, un poco flaca.
Esta vez fue Takeshi quien dejó escapar una estrepitosa carcajada.
—¡Callad! —grité.
Durante un segundo, se hizo el silencio más absoluto dentro de la habitación, hasta que Ichiro y el monje volvie ron a mirarse sin poder contener la risa por mi pequeño berrinche.
—Debes comer y reponerte —señaló Takeshi, una vez recuperada la compostura—. Mientras, aprovecharé para enseñarle a este hombretón un par de trucos.
Ambos salieron, dejándome solo. Terminé de comer y me sumí en un profundo sueño. Al cabo de un rato, la puerta comenzó a descorrerse despacio. Abrí ligeramente un ojo y pude ver una silueta recortada al otro lado del panel de papel de arroz, como si asistiera a un espectáculo de sombras chinescas: su contorno no pertenecía ni a Miyamoto, ni a Ichiro ni al monje, de eso estaba seguro. Me quedé inmóvil. Ni siquiera tenía un arma con la que defenderme.
La figura penetró finalmente en la estancia y comenzó a acercarse a mí con sigilo. No podía ver su rostro, oculto dentro de una gran capucha. Noté cómo cientos de gotas frías de sudor se formaban en mi piel y comenzaban a resbalar por mi espalda produciéndome un hondo escalofrío. Entonces, el terror se apoderó completamente de mí: la figuraba avanzaba hacia el futón, pero… ¡no tenía piernas! Flotaba en el aire, como si una especie de niebla invisible ocultara su cuerpo de cintura para abajo.
Traté de moverme, pero mi cuerpo no respondía a ninguna de mis órdenes. Aquella extraña efigie llegó finalmente hasta mí y se quitó la capucha. Apenas pude contener un grito de pánico: ¡era el hombre al que había matado! Una profunda voz salió de su interior sin necesidad de mover sus labios; sonaba como un eco lejano. En su cuello pude ver la herida provocada por mi ataque, oscura y profunda, como si no tuviera final.
—Me llamo Yosho Yataemon. Me has arrebatado la vida y ahora yo haré lo mismo con la tuya: cargarás conmigo para siempre, cada muerte que causes me hará más fuerte; hasta que, al final, te venza y te lleve conmigo. Ese es el destino de todo samurái.
Mis gritos debieron de alertar a Ichiro y a Takeshi, que entraron en la habitación como un rayo. También el maestro acudió corriendo, con la hoja de su catana desnuda. El monje posó su mano sobre mi cabeza.
—Está ardiendo. Delira.
Sin embargo, aquella aparición había sido absolutamente real. Aún podía sentir su presencia en la habitación, el frío repentino que la había acompañado y que se había instalado en el tuétano ya para siempre.
Volví a caer en un profundo sueño. Esta vez, la presencia del maestro, de nuevo a mi lado, me reconfortó y el descanso fue reparador. Cuando desperté, la delicada luz de la luna se colaba por la ventana. Me sentí con nuevas fuerzas. Miyamoto meditaba junto al futón.
—¿Quién era Yosho Yataemon, maestro? —pregunté, casi temiendo la respuesta.
—Nadie lo sabe con seguridad.
—Pero dijiste que así se llamaba el primer hombre al que mataste.
Miyamoto asintió ligeramente.
—Después de arrebatar mi primera vida, el maestro Ichimura me contó la misma historia que yo te he contado a ti. Me habló del primer hombre al que, a su vez, él había matado, y me dijo que se llamaba Yosho Yataemon. Tenía el rostro del samurái al que había matado. Se acercó a mí y me dijo que llegaría un día en el que me vencería finalmente y me llevaría con él. Cuando le pregunté a Ichimura quién era, mi maestro me contó esto mismo que yo te cuento ahora. Yosho Yataemon es la Vía misma del samurái, Aki: es la muerte.
Takeshi entró en la habitación y se sentó a nuestro lado. Nos informó de que Ichiro preparaba la cena en la pequeña cocina de la posada y nos trajo noticias:
—El sogún ha abdicado en favor de su hijo Hidetada ante el emperador Go-Yozei. Al parecer, ha decidido dejar oficialmente el título en sus manos.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Miyamoto.
—He salido a ejercitarme un poco a las afueras de la aldea y un jinete al galope me ha informado. Se dirigía a Iwadeyama con la noticia. —Sus miradas se cruzaron. No quería decir delante de mí que lo que había ido a hacer en realidad era tratar de averiguar algo más acerca de la identidad de los hombres que alguien había pagado para matarnos.
—Todo cambia, pero todo sigue igual: las tres hojas de malva siguen reinando sobre Japón —señaló refiriéndose al emblema del clan Tokugawa.
El monje le dio la razón con un movimiento de cabeza.
—Siempre ha sido así: hombres fuertes gobernando a hombres débiles. La paz, sin embargo, traerá el gobierno de hijos débiles sobre semejantes mejores que ellos en muchos casos.
El maestro pareció cavilar acerca de sus palabras.
—La obligación de un samurái es servir a su señor sin importarle su competencia.
—La obligación de todo hombre es ser honesto, justo, servir y honrar a la verdad y ser leal a si mismo y a sus creencias —replicó el monje.
—No hay diferencia alguna en ambas vías —apuntó Miyamoto.
—Tú sirves a tu señor, y lo harías aunque ello fuera en contra de tu propio código: no hay valentía en ello, sólo comodidad. He visto a demasiados samuráis rectos y valerosos como tú servir a hombres oscuros y sin honor, únicamente sedientos de sangre y de poder.
—Tú también sirves a tu señor Buda —arguyó el maestro, algo contrariado.
—Te equivocas —señaló con serenidad el monje—: Yo buscó la iluminación, pero no sirvo a nadie. Soy libre.
La llegada de Ichiro con la cena interrumpió la discusión. Durante unos instantes, reflexioné sobre las palabras de ambos. Yo solo conocía la vía del samurái y jamás me había planteado que pudiera existir otro camino honorable fuera de ella.
Al darse cuenta de que masticaba algo, Takeshi le reprendió, jocoso:
—¡Vaya, ni siquiera has esperado a llegar a la habitación!
—Privilegios del cocinero —se justificó Ichiro—: Alguien debe probar antes la comida para saber que será digna de vuestros paladares.
Todos sonreímos ante su ocurrencia. Ichiro dejó una bandeja con varios cuencos sobre el tatami. El olor me abrió inmediatamente el apetito. El maestro le había indicado que prepara algo caliente para ayudarme a reponer fuerzas. Un rápido repaso al contenido de los distintos recipientes y platillos me hizo ver que mi amigo había seguido sus instrucciones al pie de la letra: ¡Había cocinado hasta unos uiro de postre!
—¡Esto está buenísimo! —voceó Takeshi sorbiendo los tallarines de su sukiyaki.
—Siempre he pensado que, para ser un gran cocinero, primero hay que haber comido mucho y bien. Si no, uno no puede apreciar las diferencias —respondió con ambos carrillos ocupados.
—Debemos descansar, mañana partiremos temprano y dormiremos ya en nuestro destino —anunció el maestro al terminar la cena.
Todos asentimos. Aquella misma tarde había pagado otras dos habitaciones para él y para Takeshi; Ichiro y yo dormiríamos juntos en la que ahora nos encontrábamos: el maestro no quería que pasara la noche solo. El fantasma de Yosho Yataemon vagaba por las calles de la aldea.