V. UNA SOMBRA EN EL BOSQUE

Una intensa lluvia se había empeñado en acompañarnos desde primera hora de la mañana, por lo que el descenso por la escalera de piedra se convirtió en toda una hazaña. El agua había empapado por completo el musgo que recubría alguno de los escalones, haciéndolo tan resbaladizo como el hielo, y el fuerte viento provocaba que las gotas de lluvia danzaran a su capricho y nos azotaran el rostro desde todos los ángulos posibles: cubrirse era del todo inútil. Cuando finalmente pusimos nuestros pies de regreso en el camino principal por el que habíamos salido de Senda¡, estábamos ya completamente empapados.

Mi humor era tan funesto como el propio día por culpa de un extraño sueño. Kumico se acercaba a mí y me abrazaba; cuando su boca buscaba la mía, Miyamoto la apartaba de mis brazos y le cortaba la cabeza de un único y certero tajo con una catana de hoja llameante. Yo me quedaba completamente paralizado. Entonces, me mostraba su rostro y su boca de afilados y mortíferos dientes negros dispuestos a devorarme.

El maestro caminaba a mi lado en silencio. Las gotas de lluvia resbalaban por su sombrero juntándose y formando pequeños ríos que se precipitaban por el ala como minúsculas cascadas.

—¿Era mi padre un cazador de espíritus como tú? —quise saber.

—No —respondió escuetamente.

—¿Por qué ni tú ni mi madre me habláis nunca de él?

Al escuchar mi pregunta, torció el cuello. Aunque su hondo sombrero me impedía ver sus ojos, supe que en su rostro se había dibujado una expresión de ligera sorpresa. El gesto no me pasó desapercibido.

—Tu padre era un buen hombre. Y era un buen samurái —respondió—. Eso es lo mejor que se puede decir de alguien.

Estaba claro que sabía más de lo que contaba, y su sorpresa al saber que mi madre tampoco me hablaba mucho de mi padre me indicó que ambos escondían algún secreto sobre él. O sobre ellos. Por mucho que trataba de imaginar qué era, no podía quitarme de encima la sensación de que, si preferían no hablar de ello, era porque el asunto era oscuro. Ese pensamiento me martilleaba por dentro sin cesar.

Ichiro caminaba unos metros por delante de nosotros. Las de gotas de lluvia se estrellaban contra su cuerpo creando una especie de halo a su alrededor y sus pies estaban completamente cubiertos de barro. Envidiaba la sencillez de su felicidad: tenía un padre y una madre que le querían y su vida era clara como las aguas del Hirose.

El maestro era capaz de leerme como si mi alma fuera para él una caligrafía clara.

—Tu padre fue un buen samurái, un buen esposo y un buen amigo —pronunció como recitando un viejo poema aprendido en la escuela.

Sabía que ambos servían al daimio, pero nunca se había referido a él como a un amigo.

—¿Cómo os conocisteis?

—Ambos fuimos alumnos del maestro Ichimura en los tiempos en los que era el instructor del clan. Él era un samurái pobre, pero Ichimura vio sus enormes cualidades y le aceptó. Enseguida trabamos amistad: él, el daimio y yo.

—¿Era amigo del señor Masamune? —exclamé sorprendido.

—Así es —respondió Miyamoto—. Por entonces aún no era daimio y todo el mundo apostaba porque nunca lo sería.

—¿Por lo de su ojo?

—Muchos le trataban como a un tullido. Tu padre, sin embargo, jamás se compadeció de él. Masamune siempre le buscaba en los entrenamientos porque era el único que se empleaba a fondo sin importarle ni su condición, ni su defecto. El daimio es un guerrero feroz y un estratega formidable, y lo es en parte gracias a tu padre. Por eso, cuando se convirtió en jefe del clan siempre le quiso cerca, a pesar de su diferencia de clase. Confiaba en él porque siempre le decía la verdad: cuando eres un hombre poderoso, tener a alguien así a tu lado es esencial. Los samuráis de grandes familias se reían de tu padre por su rudeza y su falta de educación, pero le temían por su habilidad con el sable y porque sabían que Masamune le tenía en alta estima. Sin embargo, cuestionaban la conveniencia de aquella amistad.

—¿Y qué sucedió? —indagué.

Miyamoto se detuvo y levantó la cabeza.

—Llegado su momento, el mismo daimio te lo dirá.

Sus ojos regresaron entonces al seguro parapeto que formaba su sombrero. Sabía que no quería seguir hablando, pero no estaba dispuesto a dejar escapar aquella oportunidad.

—¿Y mi madre? ¿Cómo se conocieron?

Ella pertenecía a una familia noble que la había repudiado al casarse con mi padre, pero nunca lo mencionaba y yo hacía tiempo que me había cansado de preguntar.

—Era hija de una familia de alta posición. Estaba prometida con un joven samurái desde pequeña, pero conoció a tu padre y se enamoró de él. Por mucho que su propia familia y la del otro joven protestaron, ella expresó su firme voluntad de casarse con tu padre. Saltándose todas las normas, el señor Masamune les bendijo. A cambio, tu madre fue repudiada: era el precio que tenía que pagar por su felicidad.

—¿Y quién era el samurái al que estaba prometida?

—Era el hijo de una poderosa estirpe. A pesar de que la ruptura del compromiso por parte de tu madre le supuso una dura afrenta, aceptó su amor y renunció a ella y a la venganza.

La historia me conmovió. Casi de inmediato, el rostro de Kumico acudió a mi mente. También era la hija de uno de los samuráis más influyentes del clan y yo me había enamorado perdidamente de ella, como si una maldición me hubiera conducido hacia ese destino de forma irremediable al igual que lo había hecho con mis padres. Quizás eso significaba, sin embargo, que algún día podríamos estar juntos.

De repente, nos dimos cuenta de que Ichiro se había detenido. El maestro levantó ligeramente la vista y descubrió el motivo. Sentada en una roca, a lo lejos, se adivinaba una figura. Estaba acuclillada sobre la piedra, como si meditara. Su amplio sombrero le protegía de la lluvia como el tejado de una gran pagoda.

Un escalofrío recorrió mi espinazo: ¿era posible que fuera Shiro Uchida? Quizás alguien le había rescatado de la isla y había emprendido nuestra búsqueda sediento de venganza. Un vistazo más sereno, sin embargo, me confirmó que no llevaba armas, tan solo un largo bastón de caminante. A medida que nos acercamos, descubrimos finalmente que se trataba de un monje.

Era un tipo más bien pequeño y, tal como estaba sentado, con sus piernas recogidas y cruzadas sobre la piedra, cabía por completo debajo de su sombrero. Ni siquiera se inmutó cuando nos plantamos frente a él; sencillamente, se limitó a mover la cabeza para estudiarnos. No fui capaz de determinar su edad, pero era más joven que viejo, y su rostro era pétreo, sin ningún atisbo de emoción que transmitiera sus intenciones.

—Me llamo Takeshi Okada y soy un monje del Templo de Shihonryu de Nikko.

—Estás muy lejos de tu casa —contestó el maestro.

—Mi casa está en todas partes —replicó el monje.

Nikko estaba bastante al sur, a tres o cuatro días de viaje de Edo hacia el norte. Era uno de los templos budistas más antiguos de Japón y se decía que había sido fundado por el mismísimo Shodo Shonin tras cruzar el río Daiya a lomos de dos serpientes durante el periodo Nara. La lluvia arreciaba cada vez más y parecíamos un grupo de bobos calándonos sin remedio.

—¿Y qué haces aquí parado, si se puede saber? —preguntó Miyamoto.

—Esperar a que escampe —respondió con sencillez—. Y a poder unirme a un grupo de viajeros, pero hacía mucho rato que nadie pasaba por aquí. Estos caminos no son seguros. ¿Hacia dónde os dirigís?

—Hacia el norte —le informó sin querer dar más detalles.

—Yo sigo el mismo camino —señaló Okada—. ¿Os importaría compartir vuestra compañía?

Miyamoto reflexionó unos instantes. No era mala idea: la presencia de un monje en el grupo nos haría pasar aún más desapercibidos. Emitió un gruñido en señal de asentimiento.

—Me llamo Miyamoto, y estos son Aki e Ichiro —nos presentó.

El pequeño monje nos saludó uno a uno.

—Desde el fin de la guerra, los caminos están llenos de hombres sin rumbo, sin piedad y sin honor. Es más seguro moverse en grupo.

Se refería a la gran cantidad de samuráis convertidos en ronin que vagaban por todo Japón como bandidos y espadas asesinas al servicio del mejor postor. Aunque yo no me había dado cuenta, Miyamoto se percató casi de inmediato de que Takeshi Okada era nada menos que un sohei, un monje guerrero.

Los sohei pertenecían a la antigua escuela budista Tendaishu del Monte Hiei y eran conocidos por sus habilidades marciales y su papel destacado en numerosas campañas a lo largo de los siglos, hasta que su templo princi pal, el Enryaku ji, fue atacado y destruido por Nobunaga Oda debido a su creciente poder. Tiempo después, el propio Ieyasu Tokugawa había enrolado a monjes guerreros en sus propias huestes. Sin embargo, tras su nombramiento como sogún hacía dos años, los privilegios de los soheis habían llegado a su fin. Eran demasiado peligrosos.

Tenían mucha fama por su tremenda habilidad con la naginata, la misma arma con la que practicaba Kumico, aunque también eran temibles manejando el arco y la catana. La leyenda decía que se sometían a una durísima prueba física de resistencia que consistía en andar treinta kilómetros al día durante cien días a lo largo de cinco años consecutivos. Al acabar ese primer periodo en busca de la iluminación, durante el sexto año aumentaban la distancia hasta sesenta kilómetros, y, al año siguiente, hasta ochenta y cuatro.

Takeshi se puso entonces en pie ayudado por su largo cayado. Al hacerlo, pude ver su kimono violeta, ya gastado por el uso, y sus zuecos de madera. La mayor sorpresa, sin embargo, aún estaba por llegar. Al dar sus primeros pasos, algo llamó poderosamente mi atención: aquel pequeño monje cojeaba ostensiblemente de su pierna derecha. Ichiro también se percató de su defecto de inmediato. Miyamoto, en cambio, no dio ninguna muestra de haberse sorprendido en absoluto y siguió andando a su lado como si tal cosa.

—¡Es cojo! —exclamó Ichiro sin poder contenerse. Si su velocidad con los puños hubiera sido pareja a su descaro con la lengua, estaba convencido de que sería un guerrero invencible.

—¡Ichiro! —le reprendió el maestro, molesto.

Mi amigo se llevó las manos a la boca en un intento tardío por retener su lengua.

—¡La verdadera condición de un hombre radica en la voluntad de su corazón, no en ninguna otra parte de su cuerpo! ¡Pero parece que la tuya está en la boca! - Miyamoto estaba verdaderamente enfadado.

Las sonoras carcajadas provenientes del monje se abrie ron paso hasta inundarlo todo, compitiendo con la mismísima lluvia. El maestro se giró y le observó atónito. Takeshi apenas podía controlar el caudaloso torrente de risa que surgía de sus entrañas y que amenazaba con hacerle convulsionar todo el cuerpo.

—¡Discúlpate! —gritó de nuevo el maestro en dirección a Ichiro.

Poco a poco, las palabras se abrieron paso en la boca del monje.

—No hace falta. Llevaba mucho tiempo sin que nadie me señalara lo evidente y se agradece —dijo, aún con una amplia sonrisa en los labios—. Sí, soy cojo, mi joven amigo: así lo quiso una enfermedad cuando era pequeño.

Ichiro había hincado las rodillas en el suelo frente a Takeshi, suplicando su perdón.

—Levántate —le ordenó el monje—: Jamás debes disculparte por decir la verdad.

Mi amigo se incorporó poco a poco, con el kimono completamente manchado de barro. La mirada de Miyamoto seguía clavada en él como un puñal.

—No hay ninguna ofensa en ello —añadió finalmente el pequeño hombre.

Esta vez fue el maestro el que apenas pudo reprimirse.

—¡Eres un bocazas!

Takeshi prorrumpió de nuevo en una sonora risotada. Inmediatamente, la hilaridad se contagió a Ichiro y después a mí sin remedio, como lo hace un bostezo. Finalmente, el propio Miyamoto se unió a nuestro alborozo. Cualquiera que nos hubiera visto allí, riendo sin parar bajo aquel aguacero, habría pensado que formábamos el grupo de locos más variopinto y extraño que se había contemplado jamás.

Poco a poco, la lluvia dio paso a los primeros rayos de sol y un enorme arco iris surcó el cielo trazando un puente entre las montañas. Takeshi nos había indicado que no muy lejos de allí había una pequeña aldea en la que podríamos sentarnos y comer algo caliente para reactivar nuestros entumecidos músculos. La idea fue muy bien acogida por Ichiro, aunque, a decir verdad, tanto mi ánimo como el del maestro compartieron en silencio su regocijo.

Entonces, sucedió.

De repente, nos vimos rodeados por un grupo de asaltantes que surgieron del bosque. Iban armados con palos, juttes y catanas. Uno de ellos hacía girar amenazadoramente un kusarigama sobre su cabeza, provocando que el aire aullara a su alrededor a medida que la larga cadena daba vueltas sin cesar. Eran diez en total: salteadores de caminos y ronin.

El maestro echó mano de su catana y se la ciñó al obi. Después, nos ordenó que nos situáramos a su espalda. Ichiro y yo nos pegamos a él y formamos un pequeño grupo. Takeshi, sin embargo, permaneció de pie donde estaba, apoyado en su largo bastón como si la cosa no fuera con él.

—¡Dadnos todo lo que lleváis! —gritó el que parecía el jefe de aquella variopinta camarilla—. ¡Vamos!

El maestro desenvainó e instó al monje a que se uniera a nosotros: juntos teníamos mayores posibilidades de salir airosos. Takeshi se limitó a esbozar media sonrisa.

—¡Dejadnos pasar si no queréis morir todos! —bramó de repente con fiereza.

Su rostro sufrió una transformación repentina. Dio un par de pasos hacia atrás y afianzó su pierna sana en el suelo. Al advertir su cojera, el grupo de asaltantes comenzó a mofarse de él.

—Dejadme la grulla coja a mí —exclamó uno mientras los demás le secundaban la gracia.

El pequeño monje se quitó el sombrero y lo dejó en el suelo, extrajo de su espalda lo que parecía la hoja de una catana y la encajó en la punta de su largo cayado. ¡Era una naginata desmontable! Al verlo, uno de los ladrones exclamó con cierto temor:

—¡Cuidado, es un sohei!

Un respetuoso silencio se apoderó del grupo, seguido de un cierto rumor.

Miyamoto se giró hacia nosotros.

—En cuanto ataquen, ocupaos de los que vayan únicamente armados con palos. Serán los menos hábiles en el combate. Desarmadles y huirán. Después, poneos a salvo inmediatamente.

—¡Puedo luchar, maestro! —protesté.

—Sé que puedes, Aki, pero esto no es un entrenamiento —replicó.

A un grito de su cabecilla, los salteadores se abalanzaron sobre nosotros desde todos los ángulos. Querían cualquier cosa de valor que lleváramos encima, y no iban a dudar en quitarnos la vida para conseguirlo. Takeshi enarboló su naginata, la hizo girar un par de veces sobre su cabeza y descargó un certero golpe a los dos primeros hombres que se le echaron encima, derribándolos con una terrible herida abierta en el pecho.

—¡Vamos, ahora! —nos gritó el maestro mientras se lanzaba frontalmente contra uno de los hombres armados con una catana. Ichiro y yo corrimos hacia uno de los atacantes que blandía un jo en alto. Al llegar junto a él, descargó un golpe recto dirigido a mi cabeza; lo esquivé sin demasiadas dificultades y le golpeé la garganta con el puño. El tipo se desplomó y cogí su arma, poniéndome en guardia inmediatamente. El bandido que estaba a su lado estrelló su bastón en la espalda de Ichiro y se quebró como si fuera una rama seca. Ichiro lo atrapó entonces entre sus brazos, lo levantó en volandas y echó a correr contra un árbol aplastándolo contra el tronco. El pobre infeliz se deslizó por la corteza hasta quedar inconsciente en el suelo. Ni siquiera se dio cuenta de qué le había pasado.

Miyamoto derribó de dos certeros cortes a dos nuevos enemigos que se le echaban encima. Justo en ese momento, la cadena de la kusarigama se enrolló en su hoja. El ronin tiraba de ella con fuerza, tratando de arrebatarle el sable. El maestro resistía y vigilaba a su alrededor. Un asaltante se le acercaba a la carrera por la espalda con la catana armada sobre la cabeza. Sin soltar el sable, el maestro introdujo su mano izquierda en el kimono y sacó el puñal, giró su cuerpo dando un gran paso hacia atrás con su pierna derecha y le cortó el vientre de lado a lado. Después, regresó de nuevo a su posición inicial y lanzó el tanto contra el dueño de la cadena. El cuchillo se hundió justo en su corazón.

En ese instante, sus ojos se fijaron en una silueta oculta en el bosque. Permanecía de pie, observando la pelea junto al tronco de un árbol. Aunque su capa negra con capucha ocultaba por completo su identidad, sintió una punzada de reconocimiento en su interior. ¿Era posible? Trató de adentrarse entre los árboles y darle alcance, pero la figura se desvaneció casi de inmediato. Quizás se lo había imaginado.

Tras mi primer combate, notaba la adrenalina circular a borbotones por mi cuerpo: ¡me sentía invulnerable! A pesar de que Miyamoto me había ordenado permanecer al margen, me abalancé sobre uno de los hombres armados con un jutte. Le lancé un golpe recta a la cabeza con el jo que le había arrebatado a mi anterior rival, pero el tipo lo bloqueó y la partió en dos con un simple giro de su muñeca. Entonces, sin darme tiempo a parpadear, me lanzó una estocada al pecho con la punta de su arma. Sentí cómo el acero rasgaba mi piel, y la inflamaba de dolor. Escuché entonces el grito lejano de mi maestro, que había regresado a la pelea:

—¡Aki!

Mi cuerpo reaccionó sin pensar. Agarré la mano de mi oponente con la izquierda, giré con fuerza mi cadera, desplazando mis pies en círculo, y le golpeé el cuello con el trozo de palo que aún conservaba sujeto. La punta estaba astillada y noté la madera hundirse en su carne. El corazón me latía con fuerza en las sienes y en la herida del pecho. Su mirada se apagó lentamente a medida que caía al suelo. Recordé entonces cómo se marchitaba el brillo de los ojos de los peces recién capturados que los pescadores de Senda¡llevaban al mercado cada mañana.

Miyamoto me alcanzó, dispuesto a acabar con cualquier enemigo que tratara de acercarse a mí.

—¿Estás bien?

Era incapaz de articular una sola palabra. Mi boca estaba completamente seca y mi mente seguía paralizada por lo que acababa de suceder. Escuché el grito de mi maestro como si fuera una voz lejana.

—¡Ichiro!

Sin saber ni cómo ni de dónde, mi amigo apareció junto a nosotros.

—¡Llévatelo hasta que todo haya pasado! —le ordenó el maestro. Ichiro obedeció de inmediato, me cogió y me arrastró hasta una zona segura entre los árboles, lejos del combate. Mientras cargaba conmigo, pude ver a Takeshi cortarle una pierna a un enemigo con un amplio golpe circular de su naginata. El pobre infeliz cayó como un árbol. A pesar de su cojera, el monje se manejaba con una eficacia terrorífica. Había asentado su pierna inútil en el suelo, como si se tratara de una de las columnas que sostienen un gran templo, y giraba su cuerpo y sus brazos sobre si mismo, segando todo lo que encontraba a su paso. Miyamoto llegó hasta él y pegó su espalda a la suya. Juntos formaban una estampa formidable.

Tan sólo quedaba ya un enemigo en pie. Al verles en guardia, arrojó su arma y escapó corriendo camino abajo. Takeshi apoyó entonces su naginata en el suelo y sonrió satisfecho. El rostro del maestro, sin embargo, permaneció serio. Su cara estaba empapada de sudor y su pelo completamente revuelto por el esfuerzo. El monje desmontó la hoja de su naginata, la limpió de sangre sobre el pecho de un cadáver y sacó una funda de cuero que llevaba oculta a su espalda. La envainó y volvió a esconderla en el interior de sus ropas. Al terminar, recogió su sombrero y se lo caló de nuevo.

Miyamoto abrió mi kimono y dejó expuesta mi herida. La punta del jutte había rasgado de lado a lado mi piel. Por suerte, no era grave. El dolor, sin embargo, era cada vez más intenso.

—Debemos limpiarla cuanto antes —señaló el monje, que se había reunido con nosotros.

El maestro asintió. Su reprimenda quedaría a buen seguro para después. Levantó entonces su mirada hacia Ichiro y le dedicó una inclinación de cabeza como premio a sus esfuerzos. Takeshi, algo menos ceremonioso, le dio dos palmadas en el hombro.

—¡Eres una montaña, mi joven amigo! —exclamó entre risas—. No me gustaría sentir tu poderoso abrazo en combate.

El rostro de Ichiro se iluminó; aún era incapaz de pronunciar una sola palabra hasta no recuperar del todo el resuello, pero su mirada feliz lo decía todo. Pasó su brazo por debajo de mi hombro y me ayudó a ponerme en pie.

Miyamoto se adelantó y alquiló una habitación en una posada, la única en todo el lugar. No era muy grande, pero bastaría. Una vez instalados, Takeshi rebuscó en la pequeña bolsa de viaje que llevaba y sacó un minúsculo tarro verde. Al destaparlo, un fuerte olor impregnó la estancia, en la que apenas cabíamos los cuatro. El monje limpió cuidadosamente mi herida y esparció el ungüento sobre ella, tapándola a continuación con una venda que me rodeaba el pecho como si fuera un ancho obi de mujer.

—No te preocupes, vivirás —señaló con una amplia sonrisa. En ese instante me di cuenta de que era mucho más joven de lo que me había figurado. Su rostro se mostraba ahora risueño y relajado, sin la dureza temible que había adquirido durante el combate. No debía de tener más de veinte años.

—Eres un guerrero formidable —acerté a decir. Su demostración con la naginata me había dejado impresionado.

El monje inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Cómo puedes a pesar…? —añadí, dejando la frase a mitad de camino. No quería ofenderle.

—Con años de entrenamiento, disciplina y fuerza de voluntad —respondió—. Y sin compadecerme de mí mismo.

El monje guardó el pequeño frasco de nuevo entre sus cosas, se levantó y se dirigió a una esquina de la habitación, en la que el maestro limpiaba su sable. Le cogió del brazo, desplazó la puerta y le condujo al exterior. En cuanto la pócima comenzó a hacer efecto, sentí un fuerte escozor sobre la piel. La pestilencia de la medicina tampoco ayudó a tranquilizar mis ánimos. En realidad, la herida que más me dolía era la que sangraba en el interior de mi pecho: había quitado una vida y dudaba de que ese corte fuera a cerrarse jamás.

Sentí una fuerte náusea y vomité sobre el pobre Ichiro. Mi amigo sonrió y me reconfortó:

—Tranquilo. Debes descansar —observó mientras me ayudaba a reclinarme sobre el maltrecho futón en el que, a buen seguro, más de cien hombres habrían dormido en el último mes.

Cerré los ojos y traté de vaciar mi mente, pero la mirada del pobre diablo al que había robado la vida acudía una y otra vez a mis recuerdos; sus ojos, tan llenos de odio justo un instante antes de sentir mi golpe. Después, la sorpresa, la incomprensión y el miedo; y su mirada húmeda y brillante apagándose.

Fuera, Takeshi se dirigió a Miyamoto con expresión seria:

—¿Quiénes sois?

El maestro le miró fijamente.

—Simples caminantes que se dirigen a Iwadeyama —trató de contestar con naturalidad.

Una sombra de duda en el rostro del monje le dijo que su respuesta no le había engañado lo más mínimo.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? —quiso saber.

—Dudo que nadie pague por asesinar a unos simples caminantes.

—¿De qué estás hablando? —inquirió Miyamoto.

El monje introdujo su mano en el kimono y extrajo una pequeña bolsa de cuero. La abrió y dejó caer sobre su mano varias piezas de oro.

—El cabecilla del grupo llevaba esto encima. No creo que el asalto fuera un robo.

La revelación pilló al maestro desprevenido, aunque la figura del encapuchado oculto entre los árboles le decía que el monje estaba en lo cierto. A lo largo de sus misiones para el daimio se había enfrentado a todo tipo de situaciones y de enemigos; nadie, sin embargo, había orquestado un plan para asesinarle antes incluso de que comenzara una investigación. Eso le sugería que el asunto era más peligroso de lo que alcanzaba a imaginar, y que, aunque hubiera algún yokai de por medio, era un hombre de carne y hueso quien lo controlaba todo.

—Me llamo Miyamoto Tsunetomo, y soy el Investigador de Asuntos Especiales del clan Date —se presentó. Había decidido confiar en aquel pequeño monje y compartir su secreto. Algo en él le inspiraba confianza.

Al escuchar el nombre, Takeshi apenas pudo ocultar un gesto de reconocimiento. Su cuerpo se puso en tensión: por fin había dado con el hombre que llevaba buscando desde hacía varios días. Debía informar cuanto antes a su superior.