IV. EL ALUMNO DE MAESTROS

Los cinco años de paz que habíamos vivido tras el triunfo de Ieyasu en el campo de batalla habían comenzado a dar sus réditos. Si plantas un manzano y lo abonas bien, con el tiempo crecerá y dará frutos; lo mismo había sucedido con Japón. Poco a poco, el comercio empezaba a florecer, los campesinos habían emprendido nuevos cultivos y las cosechas ya no estaban sometidas a la constante amenaza de los distintos ejércitos que cruzaban una zona hacia su destino. El país prosperaba.

Esa paz, sin embargo, amenazaba con cambiar por completo el mundo del maestro Miyamoto y el mío. Ya no había guerras que librar, por lo que muchos samuráis se sentían desocupados e inútiles. Algunos habían optado por regresar a la tierra y convertirse en campesinos, y otros habían decidido hacerse negociantes y burócratas o se dedicaban a cultivar disciplinas como la caligrafía o la poesía; algunos, sin embargo, habían escogido la vía de la crueldad. La sombra que nos seguía sin nosotros saberlo era uno de aquellos hombres.

Pese al férreo gobierno del shogunato, algunos daimios estaban descontentos con el reparto de provincias. Como sucede en todos los conflictos, la adjudicación de las ganancias es siempre muy dispar entre vencedores y vencidos. Ieyasu Tokugawa había decidido dejar con vida al joven Hideyori, el hijo de Hideyoshi Toyotomi, el antiguo sogún, y le había casado con su nieta Senhime. Sin embargo, muchos seguían viendo en él al verdadero heredero, despojado de su mando tras la muerte de su padre por el hambre de poder de Ieyasu, uno de sus fieles consejeros. Cinco años es muy poco tiempo para olvidar cuestiones de honor. Algunas duran toda una vida.

A la hora en la que el sol estaba justo sobre nuestras cabezas y las sombras se habían encogido hasta prácticamente desaparecer, llegamos a una pequeña bifurcación del camino. El maestro se detuvo y observó a su alrededor. Parecía como si tratara de reconocer cada árbol, cada piedra y cada rincón como si fueran viejos amigos a los que no había visto en mucho tiempo. A diferencia del hombre, la naturaleza es prácticamente inmutable a la vista. Con el paso de los años, nosotros nos hacemos cada vez más pequeños y más débiles, mientras que los bosques crecen y se elevan con fuerza hacia el cielo.

Ichiro y yo nos habíamos sentado a descansar sobre una gran roca. Miyamoto se plantó frente a nosotros.

—Es aquí —apuntó mientras su mirada se mantenía fija en la parte baja de la piedra sobre la que reposábamos.

Busqué el destino de su atención y descubrí que había algo grabado en ella. Me levanté y examiné su superficie. Las piernas de Ichiro ocultaban parcialmente el mensaje, así que le insté a que se pusiera en pie, cosa que hizo a regañadientes.

—Alumno de maestros: ¡venid a instruirme! —leí despacio. Después, miré a Miyamoto buscando una explicación—. ¿A qué se refiere, maestro?

Miyamoto esbozó una sonrisa.

—Muy sencillo: aquí vive mi maestro —anunció mientras se adentraba por la estrecha senda que se perdía hacia el interior del bosque.

Cuando uno es joven nunca piensa que sus mayores también lo han sido antes que él. No podía imaginarme a mi padre adoptivo a mi edad; para mí, había nacido con los años que tenía ahora y siempre se mantendría así. Mucho menos podía imaginarme que mi maestro tuviera, a su vez, un maestro.

Ichiro recogió el arcón y se lo cargó a la espalda. Su rostro y su cansancio me decían que empezaba a arrepentirse de su decisión de acompañarnos. Me figuraba perfectamente lo que cavilaba: ahora mismo podría estar en casa tranquilo, con cinco comidas al día y holgazaneando a su antojo.

El bosque se cerraba más y más a nuestro alrededor, amenazando con tragarnos de un momento a otro. El sol era apenas visible, frenado por las frondosas copas de los árboles, lo que había motivado que mi vello se erizara por el frío. Ichiro tiritaba ya, en parte por la frescura, en parte por el miedo. No dejaba de mirar alrededor, como si de un momento a otro un grupo de bandidos fuera a salir aullando de la espesura, o, lo que era aún peor: que algún terrible demonio surgiera dispuesto a devorarnos.

Miyamoto se detuvo frente al primer peldaño de lo que parecía una escalera. Apenas era visible, completamente envuelto por una densa capa de musgo. El sendero terminaba allí. Dejó la manta en el suelo e hizo una profunda reverencia frente al escalón; después, cogió de nuevo su pequeño fardo y, sin girarse siquiera a mirarnos, emprendió el ascenso. Miré hacia arriba y vi cómo, a los pocos metros, nacía una roca colosal. Los escalones estaban esculpidos en la propia piedra y trepaban por ella hasta más allá de los árboles.

Clavé mis ojos en Ichiro y le apremié para que se acercara y realizara el mismo ritual que habíamos visto hacer al maestro; sabía que se sentiría más arropado si no iba el último. Cuando comenzó a subir, avancé unos pasos, me incliné, saludé y me puse en marcha tras él.

La escalera parecía no tener fin. Ichiro se detenía cada tres pasos para tomar aire y yo me veía obligado a esperarle. Quien hubiera tallado aquella ruta en la montaña había demostrado una voluntad férrea, así como una paciencia infinita.

Hacía rato que la figura del maestro había desaparecido de nuestra vista. Ichiro se sentó entonces en uno de los peldaños y se negó a seguir. Resoplaba con fuerza.

—¡Vamos! —le apremié—. O se nos hará de noche aquí.

La sola idea de que un manto de oscuridad con todos sus peligros inimaginables cayera sobre nosotros hizo que se pusiera en pie de un salto. A pesar de que era escasamente mediodía, la treta surtió efecto. El que no tiene miedo a la oscuridad es porque no tiene imaginación. Seguimos subiendo despacio, pero cada escalón era idéntico al anterior, lo que creaba el efecto de que, en realidad, no avanzábamos lo más mínimo. De repente, al superar la frontera que marcaban las exuberantes copas de los pinos, un rayo de sol nos golpeó el rostro con intensidad. Nos detuvimos, momentáneamente cegados por el fulgor, hasta que, poco a poco, nuestros ojos descubrieron un inmenso mar de ramas entrelazadas justo a nuestros pies. Parecía un inmenso tatami de nubes verdes que se extendían hasta el infinito.

El calor del sol reactivó nuestros doloridos músculos y nuestro ánimo y nos acompañó hasta llegar arriba. Una vez allí, nos sentamos para tratar de recuperar a bocanadas el resuello perdido. Poco a poco comenzamos a ser conscientes de lo que nos rodeaba. La cima era llana y sin apenas vegetación, y, justo en medio de aquel descampado, se levantaba una sobria cabaña de madera de una sola planta. Parecía una casa de té de un jardín. El maestro Miyamoto estaba sentado en uno de los escalones de entrada. A su lado, conversando con él, había un anciano.

Una vez recuperados, nos pusimos en pie y nos dirigimos hacia allí. Mis ojos seguían fijos en el maestro de Miyamoto. Su figura me recordó a la de la vieja Kichi: menuda, extremadamente delgada y con el rostro surcado de arrugas. Su larga cabellera parecía una maraña de esparto nivoso recogido en un moño torpemente improvisado sobre su cabeza: parecía de todo menos un samurái, y mucho menos un letal maestro de la vía de la espada. Sus brazos huesudos no parecían capaces de sostener con fuerza una catana, ni, mucho menos, de dar cuenta de un poderoso guerrero. Miyamoto me había advertido siempre, sin embargo, de que no me dejara guiar por el aspecto exterior de un hombre: si bien la dejadez puede denotar falta de disciplina, en ocasiones responde a otras causas.

Me acerqué y les saludé a ambos con una profunda reverencia.

—Casi habéis tardado lo mismo en subir que yo en tallar la escalera —exclamó el anciano riéndose. Lo hizo de un modo tan exagerado que por un momento pensé que sus articulaciones se iban a desencajar por completo y a reducir su cuerpo a un montón de huesos apilados—. Especialmente el gordo —remató con una nueva y sonora carcajada. Al parecer se reía de su propia gracia, aunque a mí no me gustó que se metiera con Ichiro de aquel modo. Me pareció una falta de respeto intolerable.

Ichiro enrojeció de golpe. Todavía podían verse los efectos de la dura subida en su rostro, congestionado y con dos grandes rosetones rojos en sus mejillas. El maestro se puso entonces en pie.

—Te presento a Kazuo Ichimura, mi maestro —anunció con ceremonia.

El anciano se levantó ligero como una pluma a la que un repentino soplo de viento hubiera erguido y se inclinó como lo haría un cómico al que acaban de presentar sobre un escenario. No había ni rastro de seriedad en su forma de conducirse. Parecía un niño caprichoso.

—Este es Aki Munetomo, mi hijo adoptivo y alumno —completó la presentación Miyamoto—. Y este otro joven de ahí es Ichiro Omura.

Ichimura terminó de incorporarse y nos dio la espalda.

—El agua ya está caliente —nos comunicó mientras se perdía en el interior de la casa sin detenerse a comprobar si le habíamos oído.

Miyamoto nos hizo un gesto para que nos espabiláramos y entró inmediatamente tras él. Ichiro y yo nos descalzamos, dejamos nuestras cosas en el suelo del porche y le seguimos.

Ichimura nos esperaba arrodillado frente a una mesa baja, la única en toda la casa. En una de las esquinas había un sencillo futón y un arca de madera decorada con un símbolo familiar que no reconocí. Sobre ella descansaban en un soporte su catana y su wakizashi. La saya era simple y negra, sin ningún tipo de ornamentación, y la guarda era lisa y sin filigranas. Justo encima del arcón, colgaba un sencillo kakejiku. Reconocí de inmediato la caligrafía: shoshin. El trazo era decidido y hermoso: perfecto.

Una vez sentados, Ichimura golpeó un pequeño gong de cobre y dejó que el eco resonara hasta apagarse lentamente. Poco a poco, comenzó a purificar los utensilios del té. Sobre la mesa había una pequeña taza destinada a nosotros. Cada uno de sus movimientos era ahora ceremonioso y preciso. Vertió tres cucharadas de polvo verde en la pequeña tetera de hierro, la rellenó con agua y comenzó a preparar la bebida. Al terminar, se la ofreció a Miyamoto, que la recibió con una profunda reverencia. Elevó la taza, la admiró sostenida en el aire y bebió un sorbo. Limpió entonces el borde con un paño y me la pasó. Repetí exactamente sus mismos movimientos y le tendí la taza a Ichiro. A diferencia de Miyamoto y de mí, mi amigo jamás había asistido a una ceremonia del té, así que, tras recorrer los mismos pasos que nos había visto a nosotros, no supo cómo seguir. Ichimura sonrió y le indicó que apurara del todo la bebida que quedaba en el vaso y le devolviera el chawan al maestro Miyamoto, que se lo entregó de nuevo. Todo regresa siempre a su origen.

Fue una ceremonia sencilla y corta, pero llena de emoción. El maestro Ichimura nos había hecho un gran honor y así se lo agradecimos al terminar con una sentida reverencia. Su elegancia y precisión me dejaron impresionados: aquel hombre de aspecto desaliñado atesoraba una belleza interior formidable. Sentí entonces un intenso remordimiento por mi primer juicio al verle. También estaba seguro de que la caligrafía que colgaba de la pared era obra suya.

Ichimura guardó todos los enseres y se puso en pie.

—Bien, ahora veamos qué sabes hacer —me espetó.

Sujetó las mangas de su kimono raído con una cinta blanca cruzada a su espalda y salió fuera. Miyamoto clavó entonces sus ojos en mí.

—No te dejes engañar por su aspecto, ni por su edad —me aconsejó mientras también él se encaminaba al exterior.

El maestro Ichimura me esperaba frente a la casa. Al verme asomar, me lanzó un tallo de bambú del tamaño aproximado de un bokken; él estaba desarmado.

—Vamos.

Miré a Miyamoto sin saber qué hacer. El maestro me indicó que atacara con un gesto de su cabeza. Cerré mis dedos sobre el arma y me abalancé sobre Ichimura. Descargué un golpe en diagonal a su hombro, pero lo esquivó con un simple deslizamiento de sus pies. Parecía flotar. Armé entonces un nuevo golpe sobre mi cabeza y traté de alcanzarle de nuevo, pero fue completamente inútil. Cada uno de mis cortes surcaba el aire y moría en el vacío. Ichimura se movía a una velocidad increíble, haciendo que cada uno de mis esfuerzos fuera absolutamente estéril.

—Tu respiración es mi aliada —señaló—. Debes aprender a controlarla.

Esta vez ataqué con todas mis fuerzas. El anciano dio un sencillo paso circular y bloqueó mi brazo con el canto de su mano. Su topetazo me alcanzó justo por encima de la muñeca, haciendo que un intenso calambre me recorriera la extremidad. Casi sin darme cuenta, la palma de su otra mano golpeó mi pecho con la potencia de un martillo, lanzándome al suelo sin remedio. Su fuerza era increíble.

Escuché entonces un gruñido procedente de la garganta del maestro. Le había fallado.

—No seas duro con él, Miyamoto —exclamó Ichimura—. Le has preparado bien.

Tumbado aún en el suelo observé cómo agradecía el comentario con una inclinación de su cabeza. Me levanté y cogí una vez más el arma, dispuesto a no defraudarle esta vez.

—Tu modo de coger el sable y de cortar con él es quien eres. Te define como guerrero y como persona —señaló Ichimura—. Eres joven, fuerte e impetuoso, pero también demasiado nervioso e impaciente. Tu enemigo te estudiará hasta el último detalle y verá lo mismo que yo he visto. Aunque estés cansado y sientas miedo, debes aprender a respirar en completo silencio. La diferencia entre la vida y la muerte se encuentra en el detalle más nimio. Inténtalo otra vez —me exhortó finalmente.

Sujeté el trozo de bambú con fuerza. Mis dedos arrancaron un lamento de la superficie al cerrarse sobre ella.

—Debes coger la catana como si sostuvieras a un pequeño pájaro entre los dedos: ni demasiado fuerte, para no ahogarlo, ni tan suave que pueda escaparse volando de entre ellos —me instruyó—. La excesiva fuerza se convierte en rigidez, la falta de ella, en debilidad. Y recuerda, tu mejor arma es tu inteligencia. Úsala.

Me puse en guardia y traté de dominar mi respiración. Poco a poco, mi pecho se relajó. Lancé mi primer ataque, plenamente consciente de que fallaría, mientras visualizaba en mi mente el segundo. Como había previsto, Ichimura esquivó el primer corte vertical sin problemas. Sin detenerme, giré mi muñeca y encadené un segundo golpe ascendente a su costado. El anciano apenas tuvo tiempo de evitarlo y el extremo de mi sable arrancó un jirón de tela de su kimono antes de perderse definitivamente en el aire. Había estado muy cerca.

Ichimura dibujó una enorme sonrisa de satisfacción. Después, se miró la ropa, emitió un gruñido, inclinó su cabeza hacia mí en señal de reconocimiento y se encaminó hacia un costado de la casa. Allí, apoyado en la pared, había otro pequeño tronco de bambú. Lo cogió y avanzó lentamente hacia mí adoptando la guardia media. Al verle, retrocedí mi pie derecho, lo asenté firmemente en el suelo y cambié a guardia alta. A medida que subía mis brazos, él relajó completamente los suyos, exponiendo todo su cuerpo. Parecía una postura de sacrificio. Lancé mi ataque de inmediato. El sable de caña silbó por el aire a medida que iba en busca de su objetivo. Ichimura se desplazó en diagonal hacia adelante, soltando la mano izquierda de la empuñadura y lanzándome una estocada al corazón con la espada sujeta únicamente con su derecha. El combate había terminado.

Dio un gran paso hacia atrás y volvió a situarse frente a mí con el arma apuntando al suelo. Me retaba a intentarlo de nuevo. Miyamoto e Ichiro nos observaban desde el porche sin perder detalle.

Esta vez decidí probar con la guardia media y ataqué de frente para tratar de alcanzarle con una estocada. Ichimura acompañó suavemente mi golpe sin bloquearlo, sino dejando que mi arma resbalara por la suya. Cuando mi intento por atravesarle se mostró del todo infructuoso, cambió la dirección con un rápido giro de su muñeca y lanzó un corte a mi cuello. Su espada de bambú quedó detenida a escasos milímetros de mi garganta.

Nunca había visto a nadie luchar con el arma sujeta únicamente con una mano y aquello me desconcertó. Sin embargo, dicha técnica confería al cuerpo una fluidez mayor y liberaba el brazo izquierdo para golpear al enemigo si así lo deseabas.

—Hay muchos caminos distintos de la espada, pero sólo hay una Vía —pronunció ceremoniosamente Ichimura.

Miyamoto gruñó con firmeza.

—La verdadera Vía es aprender para desaprender y poder así instruirse de nuevo; ése es el único camino cierto en todo lo que uno hace en esta vida —culminó el anciano.

—Gracias —contesté entonces inclinando todo mi cuerpo frente al alumno de maestros.

A medida que el sol se ocultaba tras las montañas, la temperatura cayó y un fuerte viento comenzó a azotarlo todo. Ichimura preparó una cena a base de verduras, que completamos con alguna de las cosas que traíamos en nuestro propio equipaje. Al ver la casa por primera vez, me había preguntado de qué debía vivir en aquel paraje solitario. Tras el entrenamiento, el anciano nos enseñó su pequeño huerto, oculto tras la propia cabaña para protegerlo, y una enorme tinaja en la que recogía el agua de la lluvia, tanto para beber y cocinar, como para su higiene. Allí arriba tenía todo lo que necesitaba.

Él e Ichiro tuvieron una pequeña discusión sobre quién debía preparar y servir la cena. Mi amigo se tomaba muy en serio su papel como sirviente de samuráis y no daba su brazo a torcer, hasta que Ichimura le dijo que, en su casa, era su invitado. El anciano nos informó de que únicamente comía verduras, siguiendo el estilo culinario shojin ryori. Ichiro puso inmediatamente cara de desagrado: ¿cómo podía alguien no comer de todo? Verles discutir fue todo un espectáculo. Ichiro le sacaba medio cuerpo de ventaja, a lo alto y a lo ancho, pero la seriedad y el carácter de Ichimura compensaban con creces la diferencia de tamaño, y su mirada era capaz de infundir verdadero temor. Miyamoto y yo apenas pudimos aguantar la risa cuando amenazó a Ichiro con un utensilio de cocina.

—Puedo matarte con esto si quiero, ¿sabes? —le informó el anciano.

Ichiro abrió tanto los ojos que casi se le salen de las órbitas. Era perfectamente consciente de que aquel pequeño hombre podía reducirle con un simple dedo de cualquiera de sus manos.

Tras la cena, Ichimura sacó de su escondite una botella de sake y la puso a calentar junto al fuego.

—Es todo lo que me queda —señaló dirigiéndose a Miyamoto—, ¡pero qué mejor ocasión que ésta!

El frío se colaba hasta por las rendijas más minúsculas de la casa, pero el fuego proporcionaba el calor suficiente para que se estuviera a gusto. Tras un par de tragos, el anciano preguntó a Miyamoto por cómo estaban las cosas.

—Aquí arriba no llegan muchas noticias. Sois los primeros visitantes que tengo en meses —se excusó.

—La paz aún es reciente —respondió el maestro—: Tardará en cicatrizar del todo.

Ichimura hizo un gesto de asentimiento. Después, se giró hacia mí y pronunció una frase que me turbó.

—Me recuerdas mucho a tu padre, aunque Miyamoto te haya moldeado a su imagen en estos años.

Nada más pronunciar la última palabra, fue consciente de mi sorpresa.

—Fue alumno mío, como Miyamoto —añadió—. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

El maestro jamás me había contado que él y mi padre hubieran sido compañeros de clase. No me sorprendió: tampoco me había hablado del maestro Ichimura.

—Era un buen samurái. Murió con honor. Eres igual de impetuoso que él.

—¿Sabes cómo murió? —le pregunté sin darle apenas tiempo a terminar.

Ichimura miró a Miyamoto, que permanecía con el rostro serio.

—No me corresponde a mí contártelo, sino a tu padre adoptivo. Cuando él crea que estás preparado, lo hará.

Entonces, se levantó y fue hacia el arcón sobre el que descansaba su catana. Me había visto observarla durante la cena. La cogió y me la acercó para que la admirara.

—Este sable está hecho con el mismo acero con el que se forjó el de tu padre —me anunció.

—¿Es un Muramasa?

El anciano lo confirmó con un gesto. El Muramasa era un famoso clan de forjadores de catanas de la provincia de Ise, al sur de la isla principal. Se decía que sus espadas eran malignas debido a su filo sediento de sangre, y que el sogún Tokugawa las había prohibido definitivamente porque, en varias desgracias a lo largo de su vida, habían estado envueltas hojas Muramasa. Cuando él mismo ordenó cometer seppuku a su hijo mayor por ser sospechoso de traición a su antiguo señor Nobunaga Oda, el asistente responsable de realizar el kaishaku, la decapitación, lo había hecho con una catana Muramasa. A partir de ese momento, la idea de su maldad se instaló con firmeza en el espíritu de Ieyasu. También su abuelo había sido asesinado con un sable realizado por la familia de forjadores; su padre, atacado con una espada corta Muramasa, y él mismo se había cortado con una daga de esa hoja siendo niño.

El propio origen de aquellas catanas estaba envuelto en la leyenda. Se decía que la familia había aprendido su arte del maestro Ozaki Masamune, que había recibido a su vez la técnica de la forja del gran Aka Kunimitsu hacía siglos. Durante un tiempo, dos grandes estirpes de forjadores destacaron sobre el resto: la Masamune y la Muramasa. Ambas familias se disputaban el mercado de sables para surtir a los daimios más importantes. Uno de esos señores feudales decidió someter a ambos aceros a una prueba: llevó una catana Masamune y una Muramasa a un río y mandó introducirlas en el agua, con el filo contra la corriente. Según cuentan, las hojas que bajaban flotando por el caudal esquivaban el acero Masamune, pero eran cortadas por la mitad por el Muramasa, como si el acero las atrajera sin remedio. El daimio determinó entonces que aquello se debía a que los sables Masamune tenían paz interior, mientras que los Muramasa estaban sedientos de sangre y traerían la desgracia y la muerte a quien los empuñara.

Miyamoto me había explicado que poseer una Muramasa era símbolo de traición y que la pena por empuñarla era la muerte. El sogún se había encargado de perseguirlas y eliminarlas. La de mi padre había sobrevivido, como la de Ichimura; no quedaba ninguna otra.

La cogí y la admiré. Lo primero que advertí fue su enorme ligereza, superior a cualquiera de los sables que había empuñado nunca. La desenvainé con cuidado. El acero brilló a la luz del fuego, emitiendo destellos rojizos en la pared. La filigrana de la línea de temple recorría todo el filo con sus suaves ondulaciones, haciendo que mis ojos quedaran completamente hipnotizados.

—No hay catanas buenas y catanas malditas —señaló Ichimura descubriendo lo que daba vueltas en mi interior—: El acero no tiene vida. La condición de un sable depende de quien lo empuña.

Me di cuenta entonces de que ya casi no recordaba cómo era la de mi padre. Tras su muerte, mi madre la había escondido en el fondo de un arcón; probablemente por eso había sobrevivido. En alguna de mis visitas, la había sacado de su tumba y me había preguntado por el hombre que la había empuñado. Con el tiempo, sin embargo, dejé de hacerlo, del mismo modo que dejé de pensar en mi padre.

Devolví el sable al anciano y le agradecí el honor con una profunda reverencia. Ichimura lo dejó de nuevo en su soporte y regresó a la mesa.

—Dime, Miyamoto, ¿qué asunto os lleva a Iwadeyama?

Mi maestro dio un sorbo y su vista se perdió en un punto indeterminado de la pared.

—El daimio está preocupado por algo que ha acontecido allí recientemente. Una mañana, los cerezos alborearon con flores de sangre; al caer el sol, todos los brotes se desprendieron empapando por completo el suelo. Al día siguiente, al parecer, estaban completamente secos, sin explicación alguna.

Ichiro y yo dimos un respingo. El maestro Ichimura permaneció impasible.

—El daimio cree que puede tratarse de algún tipo de yokai.

—¡Un espíritu maligno! —exclamó mi amigo presa del pánico.

—¿Significa eso que vamos a la caza de un yokai de verdad, maestro? —me había asaltado el mismo miedo que ahora recorría por completo el ánimo de Ichiro, pero traté de enbridarlo.

—La mayoría de los yokai suele evitar el contacto con los humanos o son capaces de convivir con ellos en armonía si no se les molesta —intervino Ichimura—. Debes temer siempre más a los hombres que a los espíritus.

Miyamoto emitió un gruñido de aprobación. Todos habíamos oído historias de conflictos entre yokais y humanos; formaban parte de nuestra vida desde pequeños y nuestras madres nos advertían siempre de los peligros que conllevaba el mundo de los demonios. Por todo Japón corrían historias de funestos encuentros debidos a los espíritus. Una de las que más me aterrorizaba de pequeño era la Mujer de la Lluvia, que deambula por las calles en días de tormenta lamiéndose las gotas de la piel y cargando con un gran saco negro en el que rapta a los recién nacidos que lloran mientras dura el aguacero.

Del mismo modo, todos conocíamos también algunas historias sobre los cazadores de yokais, los únicos capaces de derrotarles mediante un entrenamiento especial. Miré a mi maestro: ¿acaso era él un exterminador de demonios? ¡No podía creerlo! Quizás ese era el gran secreto que escondía en su habitación prohibida: armas, pócimas, ungüentos y conjuros capaces de vencer y destruir a esos seres sobrenaturales.

Miyamoto jamás me había hablado de nada relacionado con el mundo de los espíritus. Durante mucho tiempo había pensado que no era una persona creyente: nunca le había visto detenerse a orar en un templo y en casa tampoco había ningún tipo de altar, ni a ningún dios de la naturaleza ni a ningún Buda. En cuanto a mí, siempre me había dejado libertad: las creencias profundas del espíritu de un hombre solo le pertenecen a él, decía. Sabía que era el Investigador de Asuntos Especiales del clan y que respondía de sus averiguaciones solo ante el daimio; sin embargo, siempre había pensado que sus pesquisas se centraban en cuestiones de índole personal que nuestro señor Masamune prefería mantener en la esfera de lo estrictamente privado.

Ichiro pronunció en voz alta las palabras que se arremolinaban en mi interior y que yo no osaba vocalizar.

—¿Eres un cazador de yokais?

Le reprendí con la mirada. Estaba enfadado, pero no realmente con él, sino con mi propia cobardía al no ser capaz de importunar a mi maestro con la duda que bullía en mí. Miyamoto emitió un nuevo gruñido. Tanto Ichiro como yo comprendimos que era una respuesta afirmativa, pero que no quería hablar sobre ello. Sin embargo, si a lo que nos íbamos a enfrentar era a algún tipo de demonio, tarde o temprano tendría que hacerlo.