III. LA CONDICIÓN DEL SAMURÁI

Habíamos dejado la ciudad atrás hacía un buen rato y ahora caminábamos entre extensos arrozales. La llanura de Tatsunokuchi se extendía majestuosa frente a nosotros y los rayos del sol, que ascendía poco a poco en el horizonte, provocaban que los campos recién inundados emitieran destellos como si fueran un gran espejo. Cientos de campesinos se afanaban en la siembra formando una hueste perfectamente organizada que avanzaba en paralelo a lo largo de cada uno de ellos, con los pies completamente hundidos en el agua.

A lo lejos, en las laderas de las montañas que nos flanqueaban por la izquierda, pequeños jirones de niebla ascendían filtrándose entre los árboles, como si un ejército estuviera apostado bajo sus copas y hubiera encendido mil hogueras. Desde nuestra posición podían distinguirse las cimas de los montes Izumigatake y del Funagata, todavía nevadas.

El feudo del clan Date generaba unos ingresos de alrededor de seiscientos mil koku. Un koku equivalía a la cantidad de arroz necesaria para alimentar a una persona durante un año entero, lo que convertía aquellas tierras en unas de las más ricas y prósperas de todo Japón. Dentro del han del señor Masamune había otros más pequeños, como el del señor Katakura, que superaba los 10.000 koku y que rendía vasallaje directamente al daimio. El feudo más grande de todo el país correspondía al sogún Ieyasu Tokugawa y superaba el millón de koku. Privilegios de la victoria.

Miyamoto se detuvo junto a unas piedras al margen del camino. Rebuscó en su bolsa de viaje y sacó un paquete cuidadosamente envuelto. Kichi nos había preparado unos maravillosos yakionigiri’, unas bolas de arroz rellenas de ciruelas fermentadas y atún, como tentempié. Me senté junto a él y eché la vista atrás. La silueta del Monte Aoba aún podía verse a lo lejos, con la silueta del castillo encima.

El maestro parecía inquieto. Antes de salir me había informado de que nuestro destino era Iwadeyama. Sin embargo, seguía manteniendo en secreto la naturaleza de la misión. Yo, en cambio, me sentía eufórico. Todo a mi alrededor me parecía nuevo, como si cada recodo del camino, cada piedra y cada árbol acabaran de ser recién puestos allí para mí. Me llevé una bola de arroz a la boca, dispuesto a devorarla.

—Alguien nos sigue desde que salimos esta mañana —me anunció.

Giré instintivamente mi cabeza en dirección al tramo de camino que acabábamos de dejar atrás, intentando localizar al espía desenmascarado por mi maestro, pero lo único que fui capaz de ver fueron campesinos y otros viajeros como nosotros. Nos habíamos vestido como simples caminantes para no llamar la atención y habíamos decidido cubrirnos la cabeza con un sombrero de paja de arroz trenzada en forma de gran cuenco invertido para proteger nuestra identidad. En cuanto al calzado, habíamos optado por unas simples botas de paja de cebada, dado que aún refrescaba algo por las noches. Ningún símbolo exterior nos relacionaba con el clan.

—¿Quién? —acerté a preguntar.

—Termina de comer. Reemprendemos el viaje —se limitó a responder en tono serio.

Di rápida cuenta de una segunda bola de arroz y nos pusi mos en marcha. Miyamoto observó cómo me giraba de vez en cuando tratando de sorprender a nuestro perseguidor.

—Lo único que conseguirás así es alertarle.

Mi mirada volvió a centrarse en el camino que discurría frente a nosotros. La senda torcía suavemente hacia la derecha y se adentraba en un pequeño bosque. De repente, el maestro tiró de mí hacia los árboles, hasta parapetarnos tras el tronco de un gran pino. Sus ojos se posaron entonces sobre un hombre que avanzaba lentamente mirando en derredor, como si buscara algo perdido. Al igual que nosotros, un ancho y profundo sombrero de paja ocultaba su rostro. Aunque no era muy alto, sí parecía un tipo bastante fuerte. Sin embargo, algo en él me llamó la atención casi de inmediato: sus manos pequeñas y rechonchas.

Miyamoto me indicó que permaneciera oculto mientras él se desplazaba entre los árboles con movimientos rápidos, pero prodigiosamente suaves. Sin apenas darme cuenta, estaba ya situado tras el extraño. Su mano izquierda le tapó la boca mientras su mano derecha le inmovilizaba el brazo a la espalda. Tiró de él con un golpe seco y enérgico y ambos se perdieron entre la maleza.

Salí de mi escondite y me encaminé hacia allí a toda prisa. Al llegar, observé cómo le inmovilizaba en el suelo. Algo emitió un destello fugaz: el maestro había desenvainado de la nada un cuchillo de hoja recta y lo sostenía a la altura de la garganta del desconocido. El pobre aullaba de dolor por la luxación a la que sometía a su hombro, a punto de dislocarse. Entonces, le quitó el sombrero. Mis ojos y los suyos se abrieron de par en par: ¡era Ichiro!

Miyamoto se incorporó y, tan rápido como lo había desenvainado, regresó el puñal a su pequeña saya y lo ocultó de nuevo dentro de su kimono. Su rostro estaba serio por la tensión, y su expresión era severa.

—¡Pero en qué estabas pensando! —exclamó—. ¡Podría haberte matado!

Ichiro le miraba desde el suelo. Su cara reflejaba el susto tremendo que acababa de vivir. Poco a poco, se incorporó frotándose el hombro dolorido.

—¡Ichiro! —grité yo.

—¿Se puede saber qué haces aquí? —le reprendió nuevamente el maestro.

—Pensé que quizás necesitaríais un sirviente que os ayudara durante el viaje —se justificó mi amigo.

La mirada del maestro pasó entonces de Ichiro a mí. Podía notar su enfado por haberle confiado nuestro secreto a alguien. No hizo falta siquiera que pronunciara ninguna palabra; su expresión lo decía todo: había puesto en peligro la misión. Bajé el rostro, avergonzado.

—Debes regresar de inmediato —le ordenó. Miyamoto sabía infundir miedo cuando quería. Ichiro, sin embargo, se mantuvo en su habitual tozudez. Estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya.

—Os volveré a seguir —contestó simplemente. El rostro del maestro se encendió aún más. Ichiro se postró entonces en el suelo y comenzó a suplicar—. Por favor, maestro, dejadme que os acompañe. Puedo resultaros útil. Cocinaré, cargaré con vuestras cosas, prepararé el té y dormiré al raso o en cualquier establo…

Algunos viajeros se habían detenido en el borde del camino formando un pequeño corro. La explosión de Ichiro había concitado su interés y se interrogaban entre ellos.

—¡Silencio! —le ordenó Miyamoto.

El grupo al unísono dio un respingo y todos callaron de golpe. Después, comenzaron de nuevo a cuchichear en voz algo más baja. Su actitud revelaba su alta cuna. El maestro se dio cuenta.

—Está bien —se limitó a decir. No quería seguir alargando aquella situación. Se caló de nuevo su sombrero y regresó al camino. El pequeño grupo se disolvió rápidamente ante su mirada intimidatoria. Ichiro sonrío y, sin decir una palabra, recogió el cofre de bambú en el que iban nuestras cosas, se lo cargó a la espalda y salió tras él. Nuestro grupo acababa de aumentar de dos a tres con un inesperado compañero de viaje; ni mi maestro ni yo, sin embargo, nos dimos cuenta de que Ichiro no era la única sombra que nos seguía.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Poco a poco, el sol comenzó a descender incendiado entre las montañas, coloreándolo todo de un naranja intenso. La jornada había sido larga y agotadora, y a Ichiro, que llevaba unas simples sandalias de paja, y a mí nos dolían los pies. Miyamoto nos anunció que pararíamos a dormir en la siguiente aldea.

Al llegar, nos encontramos con un pequeño tumulto formado en un descampado a la entrada del pueblo. Un grupo de gente había dibujado un amplio círculo, delimitando lo que parecía una zona de combate alrededor de dos hombres. Uno de ellos era un samurái bastante mayor, con las ropas ajadas y remendadas; quizás era precisamente eso lo que le daba un aspecto aún más avejentado y triste. No llevaba símbolo distintivo de ningún clan, por lo que probablemente se trataba de un ronin: un samurái sin señor al que servir. El otro era mucho más joven. Tendría alrededor de unos diecinueve años y vestía un kimono de seda de un azul vivo. Su aspecto era inmejorable: iba perfectamente rasurado, peinado y aseado.

—¡Un duelo! —exclamó Ichiro. Acto seguido, se abalanzó sobre el lugar decidido a abrir una brecha en la muralla humana y observar de cerca la pelea.

El maestro intentó detenerle, pero fue imposible. Al acercarnos un poco más, descubrimos que el samurái mejor vestido lucía en sus ropas el distintivo de los Uesugi, de la provincia vecina de Yonezawa. Las relaciones entre Masamune y Kagetatsu Uesugi no eran precisamente buenas desde que nuestro señor le había derrotado en el sitio del castillo de Shiroisi hacía unos años. Aquel mal movimiento le había supuesto la pérdida de su feudo de Aizu, uno de los más ricos, y su traslado forzoso al de Yonezawa tras jurarle vasallaje al actual sogún. La rivalidad, sin embargo, venía de lejos, cuando el anterior gobernante absoluto de Japón, Hideyoshi Toyotomi, expulsó al clan Date de Yonezawa a Iwadeyama para darle parte de sus antiguas tierras a los Uesugi.

La pelea iba a comenzar de inmediato. El joven samurái se mofaba del ronin y le profería insultos refiriéndose a su condición de vagabundo. Su actitud era de una extrema crueldad. El ronin era consciente de que probablemente no tenía ninguna posibilidad de ganar el combate. Su rival era un guerrero formado en una buena escuela, joven, vehemente e impetuoso. Esa era precisamente su única oportunidad: que fuera imprudente por ello. Su otra gran ventaja era que no le importaba morir. Desenvainó su sable y adoptó una guardia alta. El acero estaba oxidado y enmohecido. Miyamoto observó su rostro: el ronin sabía perfectamente que iba a una muerte segura y lo había aceptado.

El joven samurái asentó sus pies en el suelo y empujó con su pulgar izquierdo la guarda de su catana, preparado para desenvainar en cualquier momento. Ichiro no perdía detalle de cada gesto. El ronin profirió un grito profundo, surgido de sus entrañas, y se abalanzó sobre su rival. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. El joven samurái giró su saya, colocando el filo de su sable hacia abajo justo en el momento en el que su mano derecha sujetaba la empuñadura con firmeza y comenzaba a desenvainar dando un gran paso en diagonal hacia su oponente. El acero le dibujó un corte de abajo arriba a lo largo de su torso, desde su cadera derecha hasta su hombro izquierdo, saliendo justo por donde la clavícula se une a la esquina superior del esternón y cortándole hasta el lóbulo de la oreja. El ronin apenas pudo dar un último paso antes de caer al suelo. Inmediatamente después, sacudió la sangre de su hoja, la devolvió a su funda con la misma rapidez con la que la había sacado y se encaminó hacia el pueblo sin detenerse siquiera a comprobar si su golpe había sido certero. No le hacía falta. Lo sabía. Entonces, por un instante, creí ver cómo miraba en nuestra dirección y clavaba sus ojos en el maestro. Su mirada me heló la sangre. ¿Le había reconocido?

La gente se arremolinó a su alrededor y le acompañó entre grandes exclamaciones de admiración. El único que permaneció inmóvil en su sitio fue Ichiro. Se dio la vuelta despacio, girando sobre sus talones: su expresión era de auténtico terror. Miyamoto le rodeó con su brazo y trató de llevárselo. Sus ojos enfrentaron entonces los míos y, por el gesto de su cara, descubrí que yo mismo no debía de tener mejor aspecto que mi amigo: también era la primera vez que veía morir a un hombre.

El joven samurái le había vencido con un único golpe, una impresionante demostración del arte del iaijutsu, el desenvaine rápido.

—No hay ningún honor en matar a un hombre al que sabes que vas a vencer fácilmente —dijo el maestro al presentir lo que pensaba.

—Pero él atacó primero —razoné—. Le dio ventaja.

—Ese ronin no tenía ninguna posibilidad —replicó Miyamoto—. Su única oportunidad hubiera sido esperar, pero estaba cansado y quería morir. No tuvo el valor de cometer suicidio en su día y hoy ha buscado una muerte rápida tratando de recuperar su honor de guerrero.

—¿Y qué debería haber hecho el otro entonces? —quise saber.

—Exhortarle a cometer seppuku y asistirle —contestó—. Solo de ese modo ambos hubieran mantenido su honor intacto. Ser un verdadero samurái no significa ser únicamente hábil y certero en el manejo del sable, Aki —añadió mirándome fijamente—. Cualquier persona puede llegar a manejar la catana con destreza si es bien entrenado, sea de la condición que sea. Pero eso no te convierte en un samurái. El samurái debe cultivar virtudes como el honor, la inteligencia, la valentía y la compasión, y debe servir a un amo con devoción y en silencio, sin llamar la atención sobre sus virtudes ni sobre su persona. El mejor samurái es el que pasa completamente desapercibido al servicio de su señor. Debes aprender el arte de ser nadie —finalizó. Acto seguido, dio media vuelta, recogió nuestras cosas y se encaminó hacia el pueblo en busca de una posada en la que pasar la noche.

La mañana amaneció fría, como recordatorio de los días de invierno que no hacía tanto tiempo habíamos dejado atrás. Tan gélida como lo había sido la noche anterior. Nada más instalarnos, Ichiro y yo habíamos sucumbido al sueño casi de inmediato. Mi amigo estaba tan impactado por lo que había visto que ni siquiera probó la cena. Mientras mis ojos luchaban por mantenerse abiertos, observé al maestro escribir una nota a los Omura para que no se preocuparan por su hijo y dar los cuidados pertinentes a su sable. Lo llevaba oculto bajo una manta enrollada, siempre al alcance de su palma, aunque era perfectamente capaz de defenderse en el combate a manos vacías. Ahora sabía, además, que también llevaba escondido bajo el kimono el puñal con el que había estado a punto de rebanar el cuello de mi amigo y quién sabe si alguna sorpresa más.

Nos esperaba de nuevo un largo día. Iwadeyama aún quedaba a dos o tres jornadas de camino. Ichiro encabezaba la marcha con buen paso. Se sentía avergonzado por haberse dejado vencer por el sueño y no haber cumplido con sus obligaciones la noche anterior, de modo que ahora trataba de demostrar que su primer encuentro con la muerte y con el cruel mundo de los samuráis no le había afectado.

El maestro y yo caminábamos varios pasos por detrás. En ese instante, escuchamos el aleteo de un pájaro al levantar el vuelo desde la rama de un árbol. Miyamoto lo siguió con la mirada mientras se alzaba majestuoso en el cielo.

—Un ave migratoria cruza el cielo. Poco a poco, como tú, me voy haciendo pequeño… —recitó pausadamente. Después, fijó de nuevo sus ojos en el camino.

—Maestro… —comencé a preguntarle—, el samurái de ayer… ¿era del clan Uesugi, verdad?

Miyamoto movió la cabeza afirmativamente.

—¿Le conocías?

Permaneció unos instantes en silencio, valorando la intención de mi pregunta.

—Era Shiro Uchida —contestó finalmente.

Dudé entonces de si debía seguir indagando, pero había algo que no dejaba de rondarme.

—¿Era alumno del maestro Ichigawa?

El maestro asintió de nuevo. Sus ojos se posaron entonces en un punto del pasado. Tetsu Ichigawa había sido el sensei de los Uesugi durante un tiempo. Antes del enfrentamiento entre ambos clanes, él y Miyamoto eran amigos, aunque lo correcto sería decir que Miyamoto había sido su maestro. Entre ellos había sucedido algo más personal que los asuntos de dos facciones rivales enfrentadas, estaba seguro. Se decía que su decisión de no tomar estudiantes que no fueran de nuestro propio clan había sido motivada en gran medida por Tetsu Ichigawa. Aquella vieja historia era su tercer gran secreto, además del motivo por el que no se había casado nunca y lo que escondía en su habitación.

Durante el sitio al castillo de Shiroisi, él y Miyamoto se habían rehuido, pero, al final, el enfrentamiento fue inevitable. Alumnos de ambos bandos formaron un corro, como el que habían improvisado la tarde anterior los habitantes del pueblo en el que habíamos pasado la noche. En aquel instante, la batalla entera se detuvo. Todo el mundo, incluidos los señores Date y Uesugi en persona, quiso asistir al combate: eran conscientes de que el resultado de la contienda entera se iba a decidir en aquel cruce de catanas.

Miyamoto nunca hablaba de ello. Tetsu Ichigawa atacó primero y estuvo a punto de vencer, pero el maestro retrocedió apenas unos centímetros, lo justo para que el golpe errara su frente, y contraatacó descargando un golpe de sable a su muñeca rompiéndole el hueso. Algunos afirmaban que Miyamoto había girado su catana en el último instante, golpeándole con la parte roma del acero, para evitar cortarle la mano. Ichigawa no pudo seguir y su derrota supuso un batacazo definitivo a la moral del clan Uesugi. Tras la batalla, se hundió en la desesperación más profunda: la fractura de su brazo había acabado con su carrera como espadachín. Fue entonces apartado como maestro del clan y su odio hacia Miyamoto se redobló por haberle despojado del honor de una derrota noble, propia de un verdadero samurái. En lugar de cometer suicidio, Ichigawa juró venganza ciega antes de desaparecer. Desde entonces, nadie le había vuelto a ver. Parecía haber muerto para el mundo.

Supuse que Miyamoto pensaba en aquellos sucesos mientras sus pies seguían avanzando de manera automática.

—¿Qué sucedió de verdad entre vosotros? —me atreví a formular.

El maestro no mostró ni un pequeño atisbo de haber escuchado mi pregunta. Estaba claro que aquella historia le tocaba en lo más profundo, y hay sitios en el interior de un hombre a los que es imposible llegar si no eres invitado a pasar.

El camino comenzaba a ascender ligeramente y, casi sin darnos cuenta, dimos alcance a Ichiro. No fue tanto porque nosotros hubiéramos acelerado el paso, sino más bien porque los suyos eran cada vez más cortos y su cansancio evidente. Su rostro estaba completamente cubierto de cientos de pequeñas gotas de sudor. Al llegar a su altura, escuchamos un sonido proveniente de lo más hondo de sus tripas; el pobre no había cenado y el frugal desayuno apenas había servido para rellenar algunos huecos.

—¿Podemos descansar un rato, maestro? —solicité. Sabía que el orgullo de Ichiro le impediría suplicar por aquella pausa que tanto anhelaba, así que decidí echarle una mano.

Miyamoto me miró y comprendió enseguida. Una ligera sonrisa asomó a su rostro.

—Deberías tomar ejemplo de Ichiro —señaló con tono ceremonioso—. Un samurái no debe mostrar nunca debilidad —sentenció a continuación, mirándome fijamente.

Hice una inclinación firme de cabeza, como correspondía, para mantener viva la treta.

—Está bien. Al final de la cuesta hay un pequeño lago con un templo —nos informó—. Descansaremos allí.

Ichiro acogió la noticia con alivio, aunque se ocupó de no demostrarlo, y recuperó de golpe un paso vivo y firme. Al llegar arriba, descubrimos el pequeño lago al que se había referido el maestro, y, en su mismo centro, sobre una pequeña isla solitaria, se erguía el templo.

La única manera de acceder a él era con una pequeña barca amarrada a un precario embarcadero. Sentado sobre uno de los pivotes que conformaban el improvisado muelle, aguardaba un hombre. Miyamoto y yo le reconocimos de inmediato; cuando finalmente lo hizo Ichiro, sus piernas se aflojaron por completo. Era Shiro Uchida.

El maestro se puso alerta de inmediato. No es que su cuerpo se pusiera rígido, fue más bien una cuestión de actitud. A medida que el camino nos conducía hacia él, su rostro mostraba una mayor preocupación. Ichiro, por su parte, había decidido que lo más prudente era esperarnos.

—Nos os detengáis —nos ordenó Miyamoto. Sus ojos no se apartaban del joven samurái, tratando de adivinar sus intenciones. Su actitud y la expresión de su rostro mostraban a todas luces que no eran buenas.

Uchida se incorporó con firmeza.

—Soy Shiro Uchida, de la escuela del maestro Ichigawa, del clan Uesugi - Su voz tronó con decisión. Estaba desafiando al maestro conforme exigía la norma.

—Quedaos aquí y no os acerquéis bajo ninguna circunstancia. Suceda lo que suceda —nos conminó Miyamoto.

El maestro extrajo su catana del corazón de la manta que la ocultaba y se la ajustó en el obi.

—Comienza a escribir tu poema de despedida, Miyamoto Tsunetomo —exclamó Uchida.

—Puesto que llevas ya rato aquí, conoces el terreno y yo no —señaló Miyamoto. Era una forma de decirle que gozaba de una ventaja poco honorable.

El joven samurái inclinó ligeramente la cabeza y esbozó una sonrisa.

—Escoge tú entonces la tierra donde quieres morir.

—Lucharemos en el templo.

Uchida desató la cuerda que sujetaba el pequeño bote al muelle, se sentó y agarró los remos. El maestro descendió lentamente y se acomodó en la bancada que quedaba libre frente a él. A medida que se alejaban, Ichiro y yo les observábamos desde el dique. Jamás le había visto combatir en un duelo real y en mi interior se mezclaban sentimientos en ascenso que iban desde un natural desasosiego a la ansiedad por verle luchar al fin. Estaba ciegamente convencido de su victoria.

Uchida bogaba con firmeza, impaciente por alcanzar su destino y poder tener el honor de proclamar a los cuatro vientos que había vencido y dado muerte a Miyamoto Tsunetomo. Semejante proeza le convertiría en uno de los más afamados samuráis de todo Japón y en un héroe dentro de su clan, además de cobrarse una deuda de honor. El maestro le observaba remar mientras alcanzaban la orilla de la pequeña isla. En su rostro no había ahora ni la menor tensión o preocupación.

Al arribar, Uchida saltó a tierra y desenvainó su sable de inmediato: estaba preparado para el combate en cuerpo y alma. Ichiro y yo nos aferramos el uno al otro. Miyamoto se incorporó ligeramente en la barca y cogió los remos. Acto seguido, empujó el bote de regreso al agua y comenzó a alejarse apaciblemente. Durante unos instantes, el joven Uchida se quedó pasmado. Al darse cuenta de lo que sucedía, comenzó a proferir todo tipo de gritos e insultos, llamándole cobarde y aludiendo a su falta de honor y de hombría. ¡No era posible! El maestro remaba de vuelta contemplando el maravilloso paisaje que le rodeaba mientras una cancioncilla popular se filtraba entre sus labios.

Finalmente, tocó el muelle. Amarró la barca y, de un ágil salto, posó sus pies sobre el embarcadero. Después, pasó entre nosotros sonriendo, con aquel silbido alegre aún prendido a su boca. Se quitó la catana y la devolvió a su refugio. Los gritos de Shiro Uchida nos llegaban desde la pequeña isla amplificados por el eco de las montañas. Estaba fuera de sí.

Me acerqué a Miyamoto, que terminaba de asegurar su sable.

—Maestro… —no sabía exactamente cómo expresar lo que ardía dentro de mí. Sentía vergüenza y un rubor que me quemaba por dentro y me secaba la boca: no podía creer que hubiera consumado un acto de semejante cobardía.

Miyamoto mantenía una expresión relajada, incluso risueña. Se giró hacia mí. Sabía perfectamente qué batalla se libraba dentro de mi corazón.

—La primera lección que debe aprender todo samurái es que únicamente hay una manera segura de ganar todos los combates a los que se enfrente —señaló.

Yo seguía mirándole sin comprender.

—No pelear.

—¡Eso es una cobardía! —se me escapó sin poder retener mis pensamientos.

El maestro dejó lo que estaba haciendo y me miró.

—Un samurái se debe únicamente a su señor, no a sí mismo. Es un sirviente ciego y devoto y nada le aparta de su misión. Si algo te distrae de ella, esquívalo y sigue adelante —contestó con la paciencia de un padre.

—¡Pero Uchida le contará a todo el mundo lo que ha pasado! —repliqué.

—No hay ningún honor en matar a un hombre si no es al servicio de tu señor, Aki. Ni tampoco en hacerlo si no es absolutamente imprescindible. Quitar una vida por un capricho o por ansia de lucimiento personal es mezquino y tiene consecuencias. Matar es siempre lo último —sentenció. Su rostro había recuperado la severidad.

—¿Qué consecuencias? —acerté a preguntar.

—Consecuencias morales, Aki —respondió pacientemente. Pude ver cómo una bruma lejana ensombrecía su rostro—. Los fantasmas de cada uno de los hombres a los que les quitas la vida te acompañan siempre. No se puede huir de ellos porque forman ya parte de ti. Algún día lo entenderás.

Permanecí en silencio, pensando en lo que me acababa de decir. Levanté la mirada y casi pude ver entonces los rostros de sufrimiento y de dolor de todos los guerreros a los que había matado. Permanecían ahí, en cada rincón de su semblante.

—Debes pensar siempre en lo que es bueno para tu señor, no para ti. Shiro Uchida es un samurái del clan Uesugi y matarle solo hubiera traído problemas a los Date y comprometido nuestra misión. De haberme enfrentado a él y haberle herido de muerte, el daimio hubiera tenido que exigirme con razón que cometiera seppuku.

El maestro se cargó la manta al hombro y echó a andar.

Vamos, aún tenemos un largo camino por delante y una visita que hacer.

Los gritos de Uchida fueron acallándose poco a poco a medida que nos alejábamos del lago. El joven samurái se sentía humillado y tanto el maestro como yo sabíamos, aunque no lo hubiéramos compartido, que su figura iba a volver a cruzarse en nuestro camino tarde o temprano. Ahora, sin embargo, era otra cosa la que ocupaba mi mente y la de Ichiro: la misteriosa visita que nos había anunciado.