La llegada de la primavera no solo había templado el frío y coloreado los campos, también había alargado los días, lo que suponía una bendición. Miyamoto estuvo encerrado en su habitación casi toda la tarde, preparándose para su marcha. Le oía afanarse arriba y abajo, buscando de nuevo algo que parecía no encontrar. El olor de la cena flotaba ya por toda la casa. También la señora Kichi, la vieja ama del maestro, se había pasado buena parte del tiempo trabajando en la cocina. Era una mujer menuda, pero tenía la fortaleza y la energía de un búfalo; también su carácter. Solo la había visto sonreír en contadas ocasiones. Su semblante era casi siempre áspero y los millones de arrugas cinceladas en su rostro contribuían aún más a darle un aspecto fantasmal, como si se tratara de algún terrible demonio.
El maestro y yo solíamos cenar siempre solos; sin embargo, parecía que Kichi preparaba comida para una tropa. Quizás el misterio tenía simplemente que ver con que íbamos a tener invitados aquella noche. La mesa, no obstante, estaba preparada tan solo para dos comensales.
Miyamoto me miró durante un buen rato. Ninguno de los dos habíamos tocado la comida aún. Finalmente rompió su silencio.
—La hora es ahora —pronunció con ceremonia.
Permanecí callado, mis ojos clavados en él, esperando a que siguiera.
—Un verdadero samurái debe estar constantemente preparado y dispuesto. La hora es ahora y ahora es la hora siempre —siguió—. Esta mañana le he pedido permiso al daimio para que me acompañes en esta misión y ha accedido. Partiremos mañana al alba.
A continuación, cogió un nigiri de atún y se lo metió entero en la boca. Mi cara se iluminó: ¡iba a acompañar a mi maestro en una misión secreta! No podía creerlo.
—TY cuál es nuestro cometido?
—Cada cosa a su tiempo —respondió—. No querrás desairar a Kichi y deshonrar su cena, ¿verdad? Preveo que, en semejante caso, las consecuencias para ti podrían ser funestas —añadió esbozando una sonrisa.
El resto de la cena transcurrió en silencio. Kichi iba y venía trayendo nuevos platos y retirando los viejos. Por un instante, pude ver en sus ojos un vestigio de ternura y de preocupación al mirarme. Estaba seguro de que Miyamoto ya le había comunicado la noticia. Probablemente se había pasado la tarde preparando no únicamente la cena, sino diversas viandas para nuestro periplo. Al parecer, la vieja Kichi tenía un corazón escondido en alguna parte de su enjuto cuerpo. No pude más que sonreír y sentir una oleada de afecto por ella.
Cada vez que el maestro se marchaba a alguna de sus misiones, ella y yo nos quedábamos solos en la casa. A pesar de pertenecer a una clase inferior, siempre se mostraba severa conmigo. Yo suponía que el propio Miyamoto le encargaba que se exhibiera así, aunque a ella le faltaba tiempo para añadir de su propia cosecha. Llevaba con él desde hacía tanto tiempo que ninguno de los dos se atrevía siquiera a recordarlo. Ambos se cuidaban y se hacían compañía.
El maestro nunca se había casado, así que, cuando su madre murió, acogió a Kichi, su gobernanta, en su propia casa. Se encargaba de cocinar, de limpiar y de mantener el orden en cada uno de los rincones de la finca, incluidos el dojo, el jardín y el pequeño huerto que nos surtía de verduras. En todos menos en la habitación de su señor. Aquella estancia constituía un enigma prohibido para los dos. Como lo era también para mí que mi padre adoptivo hubiera decidido no tomar esposa nunca. Estaba seguro de que un hombre de su posición habría tenido muchas ofertas de otras familias importantes. En alguna ocasión, estando él ausente, me había atrevido a preguntárselo a Kichi, pero, tal y como me dejaba bien claro, se trataba de un asunto que no me incumbía lo más mínimo.
Me retiré a mi habitación a preparar mi talega para el viaje y disponerme a dormir, pero la emoción que sentía lo hizo totalmente imposible. Partiríamos al salir el sol y presentía que me iba a pasar toda la noche en vela. Las preguntas se me agolpaban una detrás de otra: ¿cuál era nuestro destino? ¿En qué consistía la misión que el daimio le había encargado a Miyamoto? ¿Sería peligroso?
Únicamente conocía de este mundo la aldea donde había nacido y a la que regresaba una vez al año para visitar a mi madre, aquella ciudad naciente en la que vivía y la maravillosa belleza de la bahía de Matsushima. Mi maestro me había llevado allí el año pasado con motivo de la construcción del Templo de Zuiganji. Era la única excursión que habíamos hecho juntos, ya que cuando acudía a visitar a mi madre lo hacía siempre sin él.
Una vez allí, cruzamos un puente de madera que unía dos pequeñas islas hasta otro templo más pequeño, el de Godaido. Las vistas eran magníficas. La bahía era un gran manto azul moteado de verde, el de las doscientas sesenta pequeñas porciones de tierra completamente cubiertas de pinos ancladas aquí y allá hasta donde alcanzaba la vista. Me pareció un lugar mágico.
Mis pensamientos seguían impidiéndome conciliar el sueño, así que decidí salir a escondidas por la ventana para ir a ver a Ichiro. Vivía en la casa de al lado y era mi mejor amigo. Su nombre completo era Ichiro Omura, y era el res ponsable de que todo el mundo me conociera no por mi verdadero apellido, Munetomo, que era el de mi padre, sino como Aki Monogatari como burla por mi afición a contar historias.
Crucé sigilosamente el jardín y salí por la puerta trasera, la misma por la que aquella mañana había partido el maestro para ir al castillo. No había ninguna luz encendida dentro de la casa de los Omura. Rodeé la verja hasta la parte de atrás, donde estaba la habitación de Ichiro, y lancé contra su ventana un pequeño guijarro que había cogido del estanque de nuestro patio.
Los Omura eran una familia de comerciantes que había prosperado con el paulatino crecimiento de la ciudad. Yoshiro Omura, el padre de Ichiro, surtía de telas a algunas de las familias de samuráis más importantes del clan, entre ellas la del mismísimo daimio. Aunque pertenecía a una clase social inferior —la cuarta en importancia tras los samuráis, los campesinos y los artesanos—, era querido y respetado por la calidad de su trabajo. El hecho de que algunos de sus clientes fueran poderosos señores había multiplicado el interés de muchas gentes de otras clases por adquirir telas para sus kimonos en su tienda como signo de distinción.
Al cabo de unos segundos, Ichiro asomó la cabeza. Le hice gestos para que se reuniera conmigo. Mi amigo se puso un kimono y salió a mi encuentro. Su cara revelaba a todas luces que le había arrancado de una de sus actividades preferidas: dormir. La otra, la primera, era comer. Ichiro era un año menor que yo, pero parecía mucho mayor. A decir verdad, parecía un luchador de sumo. Y como sucedía con muchos de ellos, también tenía cara de niño travieso. Era curioso comprobar cómo, muchas veces, esos hombretones mostraban rasgos bonachones y hasta infantiles. En el caso de Ichiro, su actitud siempre risueña contribuía aún más a darle ese aspecto de niño grande. Sus brazos, sin embargo, tenían la fuerza de un adulto.
Se acercó a mí limpiándose algunas legañas que ya habían arraigado en sus pestañas.
—¡Qué pasa! ¡Estaba durmiendo! —protestó con cara de pocos amigos.
—¡Mañana parto de misión con Miyamoto! —exclamé.
Sus ojos, que aún eran apenas una leve raya en su rechoncha cara, se abrieron de par en par y brillaron como dos luciérnagas.
—¿De misión? ¿Adónde?
Aunque ni yo mismo conocía la respuesta, quise hacerme el interesante y misterioso:
—Es una misión secreta para el daimio. No puedo decírtelo. Si no, ya no sería secreta.
Ichiro fantaseaba con el mundo de los samuráis, terribles y fieros guerreros capaces de separar un tronco de sus piernas con un solo golpe de catana. Yo le contaba siempre mil historias que el propio Miyamoto me relataba a mí, añadiendo, por supuesto, detalles propios aquí y allá. Su guerrero favorito era Musashi Miyamoto. Corrían historias de que había matado a su primer hombre en un duelo a los trece años. Con dieciséis había luchado en la batalla de Sekigahara a las órdenes de los Ashikaga, los enemigos del sogún. También se decía que había partido en peregrinaje marcial para formarse y desafiar a cuantos rivales se cruzaran en su camino tras escapar de la caza a la que Ieyasu había sometido a los supervivientes del ejército derrotado. Otro de sus espadachines favoritos era Kojiro Sasaki, apodado «El diablo del oeste». Era conocido por luchar con un nodachi, un sable veinte centímetros más largo que cualquier catana al que él mismo llamaba «el palo de lavar y secar ropa», y por su técnica de «El corte de la golondrina giratoria». Se decía que era tan hábil que podía derribar a un pájaro en pleno vuelo.
—¿Quién crees que ganaría en un duelo, Musashi o Kojiro? —me preguntó. Yo era la única persona a la que conocía que practicaba el arte del sable, así que mi dictamen era el de un experto para él—. ¿Y entre Musashi o Kojiro y el maestro Miyamoto? —añadió prácticamente de seguido, sin darme siquiera tiempo a responder.
—El maestro Miyamoto es el mejor espadachín de todo Japón —contesté con vehemencia. No podía imaginarme a nadie capaz de derrotarle bajo ninguna circunstancia—. Gente de todas las escuelas quiere estudiar con él: ¿será por algo, no? —puntualicé.
Ichiro permaneció callado un rato, como si sopesara el resultado del combate en su imaginación.
—Pero Musashi y Kojiro son mucho más jóvenes y fuertes que él —replicó.
—Por eso tienen menos experiencia. En el arte de la espada la pericia es mucho más importante que la fuerza y que la juventud —apunté.
La respuesta no pareció convencerle del todo, pero se dio por vencido.
—¿Y llevarás tu propia catana? —quiso saber cambiando de tema.
Hasta aquel momento ni siquiera lo había pensado. Yo era un samurái sin catana. La que me correspondía por herencia, la de mi padre, se había partido en dos grandes trozos en su último combate, el que le costó la vida en misión para el señor Masamune. Ahora era yo el que partía en un cometido para el mismo daimio y no tenía sable. La espada larga y la espada corta eran el mayor símbolo del samurái, y yo era huérfano de armas y de padre.
Me despedí de Ichiro sin siquiera decirle adiós. Mi amigo se quedó allí de pie, preguntándose qué había dicho para disgustarme. No era culpa suya, pero no me apetecía contarle mi amargura. Se había hecho muy tarde y debía descansar al menos un par de horas antes de partir. Mi vida iba a dar un giro y tenía que estar preparado y bien despierto para no perderme nada.