30

Barbara escogió un lugar que Matthew King-Ryder conocía a la perfección: el teatro Agincourt, donde se representaba Hamlet, la producción de su padre. Pero después de que Nkata transmitiera el mensaje a King-Ryder desde la cabina telefónica de South Kensington, el agente dejó claro que no iba a permitir a su colega encontrarse a solas con un asesino.

—Entonces ¿ya te has convencido de que King-Ryder es el asesino? —preguntó Barbara.

—Parece que solo existe una razón de que supiera el número de esta cabina telefónica, Barb. —El tono de Nkata era pesaroso, y cuando continuó Barbara comprendió el motivo—. No entiendo por qué chantajeó a su propio padre. Me tiene intrigado.

—Quería más dinero del que su papi le dejó. Solo se le ocurrió una forma de conseguirlo.

—Pero ¿cómo se apoderó de la partitura? No creo que su padre se lo dijera, ¿verdad?

—¿Confesar a tu hijo, o a cualquiera, que vas a plagiar la obra de tu antiguo socio? No lo creo. Pero Matthew era el manager de su padre, Winnie. Debió de encontrar esa partitura en algún sitio.

Caminaron hasta el coche de Barbara, aparcado en Queen’s Gate Gardens. Nkata había dicho a King-Ryder que se encontraría con él en el Agincourt media hora después de que colgara.

«Si aparece antes, no me verá —había advertido a King-Ryder—. Dé gracias al cielo de que me preste a negociar, amigo».

King-Ryder se ocuparía de que la entrada de artistas estuviera abierta, y también de que el edificio estuviera desierto.

El trayecto hasta el West End les llevó menos de veinte minutos. El teatro Agincourt se alzaba junto al museo de Historia del Teatro, en una angosta calle que nacía en Shaftesbury Avenue. La entrada de artistas se encontraba ante una hilera de contenedores pertenecientes al hotel Royal Standard. No había ventanas que dieran a la calle, de modo que Barbara y Nkata pudieron entrar en el teatro sin que nadie les observara.

Nkata se apostó en la última fila de platea. Barbara se ocultó fuera del escenario, en la oscuridad proporcionada por un enorme decorado. Aunque el tráfico y los peatones que pasaban por delante del teatro causaban un estruendo que parecía extenderse a toda Shaftesbury Avenue, dentro del edificio reinaba un silencio de muerte. Así pues, cuando su presa entró en el escenario siete minutos después, Barbara le oyó.

Hizo lo que Nkata le había indicado: cerró la puerta, se encaminó a la zona de las bambalinas, encendió las luces, caminó hasta el centro del escenario y se detuvo en el punto donde seguramente, sospechó Barbara, Hamlet debía agonizar en brazos de Horacio. Un toque de distinción.

Escrutó el teatro a oscuras y dijo:

—Muy bien, maldita sea, aquí estoy.

Nkata habló desde el fondo, oculto por las sombras.

—Ya lo veo.

King-Ryder avanzó un paso y de repente dijo, con voz dolorida y aguda:

—Tú le mataste, sucio bastardo. Vosotros le matasteis. Los dos. Y juro por Dios que lo vais a pagar.

—Yo no he matado a nadie. Hace tiempo que no viajo a Derbyshire.

—Ya sabes de qué estoy hablando. Tú mataste a mi padre.

Barbara frunció el entrecejo. ¿De qué coño estaba hablando?

—Tengo entendido que ese tío se suicidó —dijo Nkata.

King-Ryder apretó los puños.

—¿Y por qué? ¿Por qué coño crees que se suicidó? Necesitaba esa partitura. Y la habría conseguido, hasta la última puta hoja, si tú y tus colegas no os hubierais entrometido. Se pegó un tiro porque pensó… creyó… Mi padre creyó… —Su voz se quebró—. Tú le mataste. Dame esa partitura. Tú le mataste.

—Antes hemos de llegar a un acuerdo, tío.

—Sal a la luz para que pueda verte.

—Ni lo sueñes. Si no me ves, no sabrás a quién debes cargarte.

—Estás loco si piensas que voy a dar un montón de dinero a alguien que no da la cara.

—Sin embargo, esperabas que tu padre hiciera lo mismo.

—No hables de él. No eres digno de mencionar su nombre.

—¿Te sientes culpable?

—Dame la partitura. Sube aquí. Pórtate como un hombre. Dámela.

—No te saldrá gratis.

—Estupendo. ¿Cuánto?

—Lo que tu padre iba a pagar.

—Estás loco.

—Una buena tajada —dijo Nkata—. Me encantará quitártela de las manos. Y no te hagas el listo, tío. Sé cuál es la cantidad. Te doy veinticuatro horas para traerla aquí, en metálico. Supongo que las transacciones tardan más cuando St. Helier anda de por medio, y yo soy un tipo comprensivo.

La mención de St. Helier llevó las cosas demasiado lejos. Barbara lo vio en la reacción de King-Ryder: la espalda se tensó de repente, cuando todas las terminales nerviosas se pusieron en estado de alerta. Ningún chorizo corriente habría sabido lo del banco de St. Helier.

King-Ryder se alejó del centro del escenario y escudriñó la oscuridad de la platea.

—¿Quién cojones eres? —preguntó con cautela.

Barbara intervino.

—Creo que ya sabe la respuesta, señor King-Ryder. —Salió de la oscuridad—. Por cierto, la partitura no está aquí. Para ser sincera, creo que nunca habría salido a la superficie si usted no hubiera matado a Terry Cole para recuperarla. Terry se la había regalado a su vecina, la anciana señora Baden. Y ella no tenía la menor idea de lo que era.

—Usted… —dijo King-Ryder, perplejo.

—Exacto. ¿Quiere acompañarme como un niño bueno, o montamos una escena?

—No tienen nada contra mí —dijo King-Ryder—. No he dicho nada que puedan utilizar para demostrar que he levantado un dedo para hacer daño a alguien.

—Eso es cierto. —Nkata bajó por el pasillo central del teatro—. Pero hemos encontrado una bonita chaqueta de cuero en Derbyshire. Y si sus huellas dactilares coinciden con las que se encuentren en ella, las va a pasar canutas.

Barbara casi vio las ruedecillas que giraban a toda prisa en el cerebro de King-Ryder mientras repasaba las opciones: luchar, huir o rendirse. Todo estaba en su contra, pese a que uno de sus adversarios era una mujer, y si bien el teatro y el barrio circundante facilitaban muchos lugares donde esconderse, aunque hubiera intentado escapar solo era una cuestión de tiempo que le detuvieran.

Su postura cambió de nuevo.

—Ellos mataron a mi padre —dijo vagamente—. Ellos mataron a papá.

Cuando habían transcurrido dos horas sin que Andy Maiden volviera a Broughton Manor, Lynley empezó a dudar de las conclusiones que había extraído de la nota que había dejado en Maiden Hall. Una llamada telefónica de Hanken, informándole de la completa seguridad de Will Upman, contribuyó a fortalecer sus dudas.

—Aquí no hay ni rastro de él —dijo Lynley a su colega—. Pete, tengo un mal presagio.

Su mal presagio se convirtió en ominoso cuando Winston Nkata le telefoneó desde Londres. Tenía a Matthew King-Ryder en el Yard, dijo en un rápido recitado que no ofrecía oportunidades de interrupción. Barbara Havers había urdido una celada que había funcionado a la perfección. El tío estaba dispuesto a hablar de los asesinatos. Nkata y Havers podían encerrarle y esperar al inspector, o empezar a interrogarle. ¿Cuál era el deseo de Lynley?

—Todo fue por esa partitura que Barb encontró en Battersea. Terry Cole se interpuso entre la partitura y lo que iba a suceder con ella, y el padre de King-Ryder se voló los sesos por ese motivo. Matthew quiso vengarse de su muerte, al menos eso afirma. También quería recuperar la partitura, por supuesto.

Lynley escuchaba sin comprender. Nkata habló del West End, de la nueva producción de Hamlet, de cabinas telefónicas en South Kensington y de Terry Cole. Cuando terminó y repitió la pregunta (¿quería el inspector que esperaran hasta su regreso para tomar declaración a Matthew King-Ryder?), Lynley dijo con voz ronca:

—Pero Winston, ¿y la chica? Nicola. ¿Por qué la mató?

—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. King-Ryder la mató porque estaba allí. Cuando la flecha alcanzó a Terry, ella le vio con el arco. Barb dice que vio una foto en el apartamento del tío: Matthew de niño, posando con papá en el colegio el día de los Deportes. Cree que llevaba un carcaj. Vio la correa que le cruzaba el pecho. Supongo que si conseguimos una orden judicial, descubriremos un longbow en su casa. ¿Quiere que lo haga?

—¿Cómo explicas la intervención de Havers? —preguntó Lynley.

—Interrogó a Vi Nevin cuando la chica recobró el conocimiento, anoche. Le facilitó casi todos los detalles. —Lynley oyó que Nkata respiraba hondo—. Como la Nevin no parecía implicada en el caso (debido al rollo de Islington), le dije que lo hiciera. Le dije a Barb que hablara con ella. Si es cuestión de reprimendas, yo soy el único responsable.

Lynley se sentía abrumado por la cantidad de información que Nkata le había transmitido, pero aun así consiguió decir:

—Bien hecho, Winston.

—Solo seguí las indicaciones de Barb, inspector.

—Pues bien por la agente Havers también.

Lynley colgó. Sus movimientos eran más lentos de lo normal, y sabía que la sorpresa, la conmoción, era la causa. Cuando por fin consiguió asimilar lo ocurrido en Londres durante su ausencia, sintió que el temor descendía sobre él como una nube.

Después de su aparición en la comisaría de Buxton, Nancy Maiden había vuelto a casa para esperar que le informaran sobre el paradero de su marido. Rechazó con tozudez la compañía de una mujer policía hasta que Andy apareciera, y cuando salió de la comisaría solo dijo a Lynley: «Encuéntrele, por favor». Sus ojos intentaron comunicarle algo que no quería verbalizar.

Lynley se vio obligado a reflexionar sobre otro significado de la desaparición de Andy Maiden, un significado que tal vez no tenía nada que ver con tomarse la justicia por su mano.

Comprendió el desafío que representaba buscar a Andy Maiden. Si algo había aprendido durante los últimos días, era que el distrito de los Picos era inmenso: cruzado por rutas de senderismo, distinguido por fenómenos topográficos muy diferentes y caracterizado por quinientos mil años de presencia humana. Pero cuando pensó en el estado de desesperación que embargaba a Andy cuando habían hablado por última vez, combinado con las palabras «Voy a ocuparme de esto personalmente», el miedo que sentía bastó para indicarle por dónde empezar la búsqueda.

Dijo a los Britton y a Samantha McCallin que permanecieran en la galería larga, custodiados por la policía, hasta nuevo aviso. Les dejó allí.

Se dirigió desde Broughton Manor hasta Bakewell, impulsado por una urgencia nacida del miedo. Si la intención de Andy de «ocuparse de esto» no consistía en salir a la caza del asesino de su hija, Lynley solo imaginaba otra forma de poner punto final a la maldición de los últimos días.

Andy creía que la investigación avanzaba inexorablemente en su dirección, y todo cuanto Lynley y Hanken habían dicho y hecho durante sus dos últimos encuentros había comunicado ese hecho brutal. Si le detenían por el asesinato de su hija, o si le interrogaban más a fondo, la verdad sobre la vida de Nicola en Londres saldría a la luz. Ya había demostrado hasta qué extremos deseaba llegar para conservar oculta la verdad de esa vida. ¿Qué mejor forma de ocultarla para siempre que acusarse del asesinato de su hija y escapar del brazo de la justicia al mismo tiempo? No haría falta seguir investigando la vida de Nicola si uno de los sospechosos no solo confesaba, sino demostraba también la veracidad de su confesión.

Lynley cruzó el distrito en dirección a Sparrowpit y tomó la carretera rural que empezaba después del pueblo, hasta llegar a la cancela blanca de hierro, tras la cual se extendía Calder Moor. Un Land Rover estaba estacionado al final de la senda truncada que conducía al páramo. A su lado había un Morris oxidado.

Lynley echó a correr por el sendero sembrado de barro. Como no deseaba pensar en los extremos a los que Maiden habría llegado con tal de ocultar los secretos de Nicola a Nan, se concentró en un recuerdo que le había unido a Andy durante más de diez años.

«Llevar un micro es la parte fácil, muchacho —le había dicho Dennis Hextell—. Abrir la boca sin que suene como si tuvieras almidonados los calzoncillos es otra muy diferente». Hextell le había despreciado, había anticipado con paciencia su fracaso a la hora de interpretar otro papel que no fuera el suyo: el hijo privilegiado de un hijo privilegiado. Andy Maiden, por su parte, dijo: «Dale una oportunidad, Den». Y cuando esa oportunidad se resolvió en todo un camión de Sentex (el supuesto cebo) secuestrado por la misma gente a la que intentaba atrapar, el mensaje Los norteamericanos no usan la palabra «linterna»[19]. Jack llegó al Met antes de una hora y sirvió para ilustrar que una sola sílaba puede costar vidas y destruir carreras. El que no destruyera la de Lynley se lo debía a Andy Maiden. Se había reunido en un aparte con el joven y afligido agente, después de que la bomba estallara en Belfast, y le dijo: «Ven aquí, Tommy. Habla conmigo. Habla».

Y Lynley había hablado. Había vomitado su culpa, su confusión y su dolor, de una forma que había revelado hasta qué punto necesitaba una figura paterna en su vida.

Y Maiden había encarnado esa figura sin preguntar por qué Lynley la necesitaba con tanta desesperación. «Escúchame, hijo», había dicho, y Lynley había escuchado, en parte porque el otro hombre era su superior, pero sobre todo porque nadie había utilizado la palabra «hijo» cuando hablaba con él. Lynley procedía de un mundo en que la gente reconocía su puesto individual en la jerarquía social, y por lo general lo conservaba, o pagaba las consecuencias de su fracaso. Pero Andy Maiden no era un hombre de esos.

«No estás hecho para el SO10 —le dijo Andy—. Lo que acaba de suceder lo demuestra, Tommy. Pero tenías que pasar por esa prueba para saberlo, ¿entiendes? Aprender no es ningún pecado, hijo. El único pecado es negarse a aceptar lo que has aprendido y obrar en consecuencia».

La filosofía de Andy Maiden resonó ahora en la cabeza de Lynley. El agente del SO10 la había utilizado para delinear toda su carrera, y Lynley estaba seguro de que Andy continuaba fiel a esa filosofía.

Los temores de Lynley le guiaron hacia Nine Sisters Henge. Cuando llegó, el lugar estaba en silencio, de no ser por el viento. Soplaba en enormes rachas y paraba, como aire expulsado por un fuelle. Soplaba del oeste, procedente del mar de Irlanda, y prometía más lluvia en las horas siguientes.

Lynley se acercó al bosquecillo y entró. La tierra aún estaba mojada de la lluvia matutina, y las hojas caídas de los abedules formaban una capa esponjosa en el suelo. Siguió el sendero que conducía desde la piedra centinela hasta el centro de la arboleda. Aislada del viento, solo se oía el susurro de los árboles, aparte de su propia respiración, áspera a causa del cansancio.

En el momento final, descubrió que no quería acercarse. No quería ver, y mucho menos saber. Pero se obligó a entrar en el círculo. Y fue en el centro del círculo donde les encontró.

Nan Maiden estaba medio arrodillada, con las piernas dobladas bajo el cuerpo, de espaldas a Lynley. Andy Maiden yacía con una pierna levantada y otra extendida, con la cabeza y los hombros acunados en el regazo de su mujer.

La parte racional de la mente de Lynley dijo: Toda la sangre brota de la cabeza y los hombros. Pero el corazón dijo: Oh, Dios, no. Y deseó que todo lo que veía fuera una pesadilla nacida, como todos los sueños, de lo que acecha en el inconsciente y pide a gritos ser expresado cuando uno está más asustado.

—Señora Maiden —dijo—. Nancy.

Nan alzó la cabeza. Estaba inclinada sobre Andy, de modo que tenía las mejillas y la frente manchadas de sangre. No lloraba, y tal vez, puesto que estaba más allá de las lágrimas en aquel momento, no había llorado.

—Pensó que había fracasado cuando descubrió que no podía enmendar nada… —dijo. Sus manos cubrieron el cuello de su marido, como intentando cauterizar el corte, del cual había brotado la sangre que empapaba su ropa y formaba un charco debajo de él—. Tenía que hacer… algo.

Lynley vio un papel salpicado de sangre en el suelo, a su lado. Leyó lo que ya suponía: la breve y falsa confesión de haber asesinado a una hija a la que adoraba.

—Yo no quería creer —dijo Nan Maiden mientras contemplaba el rostro ceniciento de su marido y alisaba su cabello gris—. No podía creer y seguir viviendo. Y seguir viviendo con él. Supe que algo terrible estaba pasando cuando sus nervios le fallaron, pero no podía creer que había hecho daño a Nicola. ¿Cómo iba a pensarlo? Ni siquiera ahora. ¿Cómo? Dígame. ¿Cómo?

—Señora Maiden…

¿Qué podía decir?, se preguntó Lynley. La mujer estaba demasiado abrumada para comprender el motivo de los actos de su marido. Ya tenía suficiente con el horror del supuesto asesinato de su hija a manos de su propio padre.

Lynley se acuclilló a su lado y apoyó la mano en su hombro.

—Señora Maiden —dijo—, vámonos de aquí. He dejado el móvil en el coche y hemos de llamar a la policía.

—Él es la policía —dijo ella—. Amaba su trabajo. No pudo seguir en él porque sus nervios se lo impedían.

—Sí —dijo Lynley—, sí. Me lo han dicho.

—Por eso yo lo sabía. Pero no estaba segura. No podía estar segura, por eso no quería decirlo. No podía correr el riesgo.

—Por supuesto. —Intentó ponerla de pie—. Señora Maiden, si viene…

—Porque yo pensaba que si podía protegerle de saber… Es lo que quería hacer. Pero resultó que él ya lo sabía todo, así que habríamos podido hablar de ello, Andy y yo. Y si hubiéramos hablado… ¿Entiende lo que eso significa? Si hubiéramos hablado, podría haberle detenido. Lo sé. Detestaba lo que ella estaba haciendo, al principio pensé que me iba a morir, y de haber sabido que se lo había contado a él también… —Nan se inclinó sobre Andy de nuevo—. Nos habríamos tenido el uno al otro. Habríamos podido hablar. Yo habría dicho lo necesario para detenerle.

Lynley dejó caer la mano. Había escuchado durante todo el rato, pero de pronto comprendió que no había oído. Ver a Andy con la garganta abierta por su propia mano había nublado todos sus sentidos, salvo su vista. Pero por fin oyó lo que Nan estaba diciendo. Y al oír, comprendió.

—Usted sabía lo de ella —dijo—. Usted lo sabía.

Y un vertiginoso abismo de responsabilidad se abrió bajo sus pies, cuando comprendió el papel que había desempeñado en la absurda muerte de Andy Maiden.

—Le seguí —dijo Matthew King-Ryder.

Le habían conducido a una sala de interrogatorios, donde estaba sentado a un lado de una mesa de formica, mientras Barbara Havers y Winston Nkata se sentaban enfrente. Entre ellos, en un extremo de la mesa, un casete grababa sus respuestas.

King-Ryder parecía derrotado por más de un aspecto de su actual situación. Con su futuro sellado por la existencia de una chaqueta de cuero y la presencia de una astilla de cedro Port Orford en la herida de una de sus víctimas, había empezado a pasar revista a algunas de las desagradables realidades que le habían conducido a esta coyuntura. Esas realidades pasadas se combinaban con las perspectivas futuras hasta alterar su estado de ánimo visiblemente. Después de entrar en la sala de interrogatorios, la ira espoleada por la venganza que había definido su llegada al teatro Agincourt había dado paso a la desolada sumisión del guerrero que afronta la rendición.

Contó la primera parte de la historia como un monólogo. Eran los antecedentes del resentimiento que le había impulsado a chantajear a su propio padre. David King-Ryder, en posesión de tantos millones que había contratado los servicios de un grupo de contables para controlar su dinero, había decidido legar su fortuna a una fundación para artistas creativos, sin dejar ni un penique a sus hijos. La hija había aceptado las cláusulas del testamento de King-Ryder con la resignación de quien conocía muy bien la inutilidad de discutir dicha decisión. El hijo, Matthew, había buscado una forma de dar la vuelta a la situación.

—Conocía la partitura de Hamlet desde hacía años, pero mi padre no —les dijo Matthew—. No podía saberlo, puesto que mi madre y él se habían divorciado cuando Michael escribía la música, y nunca supo que Michael había seguido en contacto con nosotros. Era más un padre para mí que mi propio padre. Interpretaba la música para mí, algunos fragmentos, cuando le iba a ver durante las vacaciones. Entonces no estaba casado, pero deseaba tener hijos y yo era feliz cuando ocupaba el lugar de mi padre.

David King-Ryder pensaba que la música de Hamlet no tenía muchas posibilidades, de modo que cuando Michael Chandler la terminó, veintidós años antes, los socios la habían archivado. Había quedado sepultada entre los recuerdos de King-Ryder y Chandler, en las oficinas de King-Ryder Productions en Soho. Así, cuando David King-Ryder había presentado su última obra, Matthew había reconocido no solo la música sino también la letra, y había comprendido lo que representaba para su padre: un intento final de salvar una reputación que casi había sido destruida por dos fracasos consecutivos y caros en solitario, después de que su socio se ahogara.

A Matthew no le había costado mucho encontrar la partitura original. En cuanto había caído en sus manos, comprendió cómo podría sacar dinero de ella. Su padre ignoraba quién tenía la partitura (cualquier persona que trabajara en las oficinas habría podido robarla de los archivos, de haber sabido dónde buscar), y como su reputación era fundamental para él, pagaría lo que fuera con tal de recuperarla. De esa forma, Matthew obtendría la herencia que su padre le había negado.

El plan era sencillo. Cuatro semanas antes del estreno de Hamlet, Matthew había enviado una página de la partitura a casa de su padre, con una nota anónima de chantaje. Si no se ingresaba un millón de libras en un banco de St. Helier, la partitura sería enviada al tabloide amarillo más poderoso del país, coincidiendo con la noche de estreno. En cuanto el dinero estuviera ingresado, informarían a David King-Ryder sobre dónde podía recoger el resto de la partitura.

—Cuando recibí el dinero, esperé hasta una semana antes del estreno —les dijo Matthew—. Quería que sudara.

Telefoneó a su padre y le dijo que fuera a las cabinas de South Kensington y esperara más instrucciones. A las diez en punto, dijo, David King-Ryder sería informado de dónde encontraría la partitura.

—Pero aquella noche Terry Cole contestó al teléfono en lugar de su padre —dijo Barbara—. ¿Por qué no reconoció una voz diferente?

—Solo dijo «sí» —contestó Matthew—. Pensé que estaba nervioso, que tenía prisa. Me dio la impresión de que estaba esperando una llamada.

Durante los días posteriores había visto muy nervioso a su padre, pero supuso que era debido al millón de libras del que se había desprendido. No podía saber que su padre no había recibido la llamada que con tanta ansiedad aguardaba, la del chantajista que no se había puesto en contacto con él en Elvaston Place. A medida que se acercaba el estreno de Hamlet, David King-Ryder empezó a creer que había caído en las garras de alguien que, o bien le iba a exigir más dinero año tras año, o le arruinaría para siempre entregando la partitura de Michael Chandler a la prensa amarilla.

—Como no había recibido ninguna noticia la noche del estreno y la producción fue un éxito… Ya saben qué pasó.

Matthew se cubrió la cara con las manos.

—No quería que muriera —dijo—. Era mi padre. Pero pensé que no era justo que todo ese dinero… hasta el último penique, excepto el mezquino legado a Ginny… —Bajó las manos, como si hablase con ellas—. Me debía algo. Casi no había sido un padre para mí. Me debía eso, como mínimo.

—¿Por qué no se lo pidió? —preguntó Nkata.

Matthew emitió una amarga carcajada.

—Mi padre se hizo a sí mismo. Confiaba en que yo lo imitase. Y no paré de trabajar nunca, y habría seguido trabajando, pero vi que iba a tomar un atajo hacia el éxito en solitario por mediación de la obra de Michael. Decidí que si él tomaba un atajo, yo también lo haría. Todo habría salido bien si ese maldito bastardo no se hubiera inmiscuido. Y después, cuando comprendí que intentaba utilizar la partitura y la obra para repetir el jueguecito conmigo, tuve que hacer algo. No podía permitirlo.

Barbara frunció el entrecejo. Hasta el momento, todas las piezas encajaban a la perfección.

—¿Repetir el jueguecito? ¿Qué quiere decir?

—Chantaje —contestó Matthew King-Ryder—. Cole entró en mi despacho con esa sonrisa burlona en la cara y dijo: «Necesito su ayuda para una cosa, señor King-Ryder», y en cuanto la vi, una sola hoja como la que yo había enviado a mi padre, supe con absoluta certeza lo que se traía entre manos aquel pedazo de mierda. Le pregunté cómo había ido a parar a sus manos, pero no me lo dijo. Le eché, pero le seguí. Sabía que no estaba solo.

Para conseguir la partitura, había seguido a Terry Cole hasta las arcadas del ferrocarril en Battersea, y de allí hasta su piso de Anhalt Road. Cuando el chico entró en el estudio, Matthew había registrado el maletero de su moto. Como no encontró nada, decidió que debía continuar su búsqueda, hasta que el chico le condujera hasta la partitura o la persona en cuyo poder obraba.

Fue entonces cuando le siguió hasta Rostrevor Road, convencido de que era la pista correcta. Porque Terry había salido del edificio de Vi Nevin con un sobre grande papel manila, que había guardado en su maletín. Matthew King-Ryder creyó que contenía la partitura.

—Cuando salió en dirección a la autopista, no tenía ni idea de adonde iba, pero estaba decidido a solucionar el problema de una vez por todas, así que le seguí.

Y cuando había visto que Terry Cole se encontraba con Nicola Maiden en el culo del mundo, se convenció de que eran los responsables de la muerte de su padre y de su desgracia. Su única arma era el longbow que llevaba en el coche. Volvió por él, esperó a que anocheciera y acabó con los dos.

—Pero la partitura no estaba en el campamento —dijo Matthew—. Solo un sobre lleno de cartas, escritas con letras recortadas de revistas y periódicos.

Había continuado buscando. Tenía que encontrar la partitura de Hamlet, y para ello había regresado a Londres y registrado los lugares a los que Terry le había guiado.

—No pensé en la vieja —dijo por fin.

—Tendría que haber aceptado su invitación para compartir la tarta —dijo Barbara.

Una vez más, Matthew clavó la vista en sus manos. Sus hombros se estremecieron y rompió a llorar.

—No quería hacerle daño, lo juro por Dios. Si al menos hubiera dicho que me dejaba algo… Pero no fue así. Oh, dijo que podía quedarme con las fotos familiares, su maldito piano y la guitarra. En cuanto al dinero… ni un penique de su puto dinero… ¿Por qué no se dio cuenta de que me humillaba? Se suponía que yo debía estar agradecido por el simple hecho de ser su hijo, de vivir gracias a él. Me había dado un trabajo, pero en cuanto al resto… No. Tenía que ganarme la vida con mis propios medios. No era justo, porque yo le quería. Le seguí queriendo durante sus años de fracasos. Y si hubiera continuado fracasando, me habría dado igual.

Su dolor parecía genuino. Barbara quiso sentir pena por él, pero fue incapaz cuando se dio cuenta de lo mucho que él anhelaba su compasión. Quería que le considerara una víctima de la indiferencia de su padre. Aunque hubiera destruido a su padre a cambio de un millón de libras, aunque hubiera cometido dos brutales asesinatos. Quería verles comprender que circunstancias incontrolables le habían obligado a actuar de aquella manera, que David King-Ryder le había negado el dinero que habría evitado los crímenes.

Dios, pensó Barbara: la enfermedad de nuestros tiempos. Haz daño a otro. Culpa a otro. Pero no me hagas daño ni me culpes a mí.

No iba a morder el anzuelo. Dos asesinatos absurdos en Derbyshire y la brutal paliza propinada a Vi Nevin neutralizaban la compasión que Barbara habría podido sentir. Pagaría por esos crímenes, pero una condena de cárcel, por larga que fuera, no sería compensación suficiente por el chantaje, el suicidio, el asesinato, la paliza y todas las consecuencias.

—Tal vez le gustaría saber cuáles eran las verdaderas intenciones de Terry Cole, señor King-Ryder. De hecho, creo que es importante que lo sepa.

Le contó que Terry Cole solo quería una sencilla dirección y un número de teléfono. De hecho, si Matthew King-Ryder le hubiera ofrecido un buen precio por la partitura, el chico se habría puesto más contento que unas pascuas.

—Ni siquiera sabía qué era —terminó Barbara—. No tenía ni la menor idea de que había caído en sus manos la partitura de Hamlet.

Matthew King-Ryder asimiló la información, pero si Barbara esperaba haberle asestado un golpe mortal, que empeoraría todavía más su inminente encarcelamiento, no fue así, a juzgar por su respuesta.

—Fue el culpable del suicidio de mi padre. Si no se hubiera entrometido, mi padre estaría vivo.

Lynley llegó a Eaton Terrace a las diez de aquella noche. Encontró a su mujer en la bañera, sumergida en un perfumado océano de burbujas. Tenía los ojos cerrados, la cabeza apoyada en una almohada, y las manos (cubiertas de manera incongruente por unos guantes blancos de raso) apoyadas sobre una inmaculada bandeja de acero inoxidable donde yacían sus jabones y esponjas. Un reproductor de CD descansaba sobre un estante, entre un ejército de ungüentos, pociones y cremas. Estaba sonando. Una soprano cantaba.

Le tienden, suave y tiernamente, sobre el frío suelo,

le tienden, suave y tiernamente, sobre el frío suelo.

Y aquí estoy, una niña sin una luz que me ilumine

cuando

se desate la tormenta,

oh, abrázame y dime

que no estoy sola.

Lynley pulsó el stop.

—Ofelia, supongo, después de que Hamlet mata a Polonio.

Helen se removió en la bañera.

—¡Tommy! Me has dado un susto de muerte.

—Lo siento.

—¿Acabas de entrar?

—Sí. Ilumíname sobre los guantes, Helen.

—¿Los guantes? —La mirada de Helen bajó hacia sus manos—. ¡Ah! Los guantes. Son mis cutículas. Un tratamiento especial. Una combinación de calor y aceite.

—Menos mal.

—¿Por qué? ¿No te habías fijado en mis cutículas? —No, pero pensé que te estabas preparando para ser la futura reina de Inglaterra, en cuyo caso nuestra relación llegaría a su fin. ¿Has visto alguna vez a la reina sin guantes?

—Humm. Creo que no, pero no creerás que se baña con ellos, ¿verdad?

—Es una posibilidad. Tal vez deteste el contacto humano incluso consigo misma.

Helen rio.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto. —Se quitó los guantes y sumergió las manos en el agua. Se recostó contra la almohada y le miró—. Cuéntame —dijo—. Por favor.

Era su costumbre, y Lynley esperaba que nunca cambiara: descifrarle con una simple mirada y abrirse a él con aquellas tres sencillas palabras.

Acercó un taburete al borde del baño. Se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, se arremangó y cogió una esponja y un jabón. Cogió un brazo de Helen y lo frotó con la esponja. Mientras la bañaba, le contó todo. Ella escuchó en silencio, sin dejar de mirarle.

—Lo peor —concluyó— es que Andy Maiden aún estaría vivo si yo me hubiera atenido al procedimiento cuando nos encontramos ayer por la tarde, pero su mujer entró en la habitación, y en lugar de interrogarla sobre la vida de Nicola en Londres, lo cual habría revelado que lo sabía todo incluso antes que Andy, me contuve. Porque quería ayudarle a protegerla.

—Cuando ella no necesitaba esa protección para nada —dijo Helen—. Sí. Ya entiendo cómo pasó. Es horrible, Tommy, pero hiciste lo que creías correcto en ese momento.

Lynley estrujó la esponja y dejó que el agua jabonosa corriera sobre los hombros de su mujer, antes de devolver la esponja a su bandeja.

—Lo que creí correcto fue atenerme al procedimiento, Helen. Él era un sospechoso y ella también. No traté a ninguno de los dos como si lo fueran. De haberlo hecho, él no estaría muerto.

Lynley no sabía qué había sido peor: ver la navaja multiusos manchada de sangre todavía aferrada en la mano rígida de Andy, intentar apartar a Nancy Maiden del cadáver de su marido, volver al Bentley con ella, temiendo en cada momento que su conmoción diera paso a un dolor lacerante que él no podría controlar, esperar (durante una eternidad, creyó) a que la policía llegara, o ver el cadáver por segunda vez, y esta vez sin que la presencia de Nan desviara su atención de la forma que había escogido para morir su ex colega.

—Parece la navaja que me enseñó —había dicho Hanken al verlo en el suelo.

—Quizá si, quizá no —fue la única respuesta de Lynley—. Maldita sea —estalló—. Mierda, Peter. Ha sido por mi culpa. Si les hubiera mostrado todas mis cartas cuando hablé con los dos… Pero no lo hice. No lo hice.

Hanken indicó a sus hombres que introdujeran el cadáver en una bolsa. Sacó un cigarrillo del paquete y ofreció uno a Lynley.

—Coge uno, joder —dijo—. Lo necesitas, Thomas. —Lynley había aceptado. Abandonaron el antiguo círculo de piedras, pero se detuvieron junto a la piedra centinela, mientras fumaban sus Marlboros—. Nadie funciona como un autómata —dijo Hanken—. La mitad del trabajo es intuición, y eso sale del corazón. Tú seguiste el dictado de tu corazón. En tu lugar, no puedo decir que no habría hecho lo mismo.

—¿No?

—No.

Pero Lynley sabía que el otro hombre estaba mintiendo. Porque lo más importante del trabajo era saber cuándo debías hacer caso a tu corazón, y cuándo conducía al desastre.

—Barbara tuvo razón desde el primer momento —dijo Lynley a Helen, mientras ella se levantaba de la bañera y cogía la toalla que él le tendía—. Si me hubiera dado cuenta, esto no habría pasado, porque me habría quedado en Londres y paralizado la investigación de Derbyshire mientras cercábamos a King-Ryder.

—Si estás en lo cierto —dijo Helen en voz baja mientras se envolvía con la toalla—, yo también soy culpable de lo sucedido, Tommy. —Le contó cómo Barbara había tendido la celada a King-Ryder, después de haber sido apartada del caso—. Podría haberte telefoneado cuando Denton me habló de la música. No lo hice.

—Dudo que te hubiera escuchado, si hubiera sabido que tu información iba a demostrar que Barbara tenía razón.

—En cuanto a eso, querido… —Helen cogió un frasco de loción, que empezó a aplicarse a la cara y el cuello—. En realidad, ¿qué te molestó del comportamiento de Barbara en ese asunto en el mar del Norte y de que disparara una carabina? Porque yo sé que tú sabes que es una detective estupenda. Puede que vaya a la suya de vez en cuando, pero su corazón siempre acierta, ¿no?

Una vez más, la palabra «corazón» y todo lo que implicaba sobre las razones ocultas de los actos de una persona. Cuando la oyó de boca de su mujer, Lynley recordó a otra persona que la había empleado, muchos años antes, una mujer que lloraba y le decía «Dios mío, Tommy, ¿qué tienes en lugar de corazón?» cuando él se negó a verla, a hablar con ella incluso, después de descubrir su adulterio.

Y por fin lo supo. Comprendió por primera vez, y esa comprensión le obligó a rechazar lo que había sido y lo que había hecho durante los últimos veinte años.

—No podía controlarla —dijo, más para sí que para su mujer—. No podía moldearla a la imagen que me había hecho de ella. Iba a la suya, y yo no podía soportarlo. Se está muriendo, pensé, y ella debería actuar como una esposa cuyo marido está agonizando.

Helen comprendió.

—Ah. Tu madre.

—Pensé haberla perdonado hace mucho tiempo, pero tal vez no la he perdonado en absoluto. Tal vez siempre está presente, en todas las mujeres a las que trato, y tal vez sigo intentando obligarla a ser alguien que no desea ser.

—O tal vez nunca te has perdonado por no ser capaz de detenerla. —Helen dejó la loción y se acercó a él—. Cargamos con un enorme bagaje emocional, ¿verdad, cariño? Y cuando pensamos que por fin nos hemos desembarazado de él, aparece otra vez, delante de la puerta de nuestro dormitorio, dispuesto a hacernos la zancadilla cuando nos levantemos por la mañana.

Se había envuelto el pelo con una toalla. Se la quitó y sacudió su cabello. No se había secado del todo, y algunas gotas de agua brillaban sobre sus hombros y se concentraban en el hueco de su garganta.

—Tu madre, mi padre —dijo Helen, mientras cogía su mano y la apretaba contra su mejilla—. Siempre hay alguien. Yo estaba hecha un lío por culpa del dichoso papel de pared. Había llegado a la conclusión de que, si no me hubiera convertido en la mujer que mi padre deseaba, la esposa de un hombre en posesión de un título, habría tomado una decisión firme sobre el papel. Y como no podía decidirme, le eché la culpa a mi padre. Pero la verdad es que habría podido seguir mi camino, como Iris y Pen. Podría haber dicho no, pero no lo hice. No lo hice porque el camino trazado era más fácil y menos aterrador que forjar el mío propio.

Lynley acarició su mejilla con los dedos. Siguió el contorno de su mandíbula y la línea de su adorable cuello.

—A veces odio ser adulta —dijo Helen—. Gozas de mucha más libertad cuando eres niño.

—En efecto —admitió él. Acercó los dedos a la toalla que envolvía su cuerpo. Besó su cuello y luego continuó—. Pero la madurez tiene más ventajas, en mi humilde opinión.

Aflojó la toalla y la atrajo hacia él.